Desde 1492 los españoles se proyectaron sobre todo un continente, desplegándose por un inmenso territorio que excedía, con diferencia, las dimensiones, no ya de la Península Ibérica, sino de todo el Occidente cristiano medieval. En América los españoles descubrieron una faceta de sí mismos que ignoraban. Se encontraron situados en medio de un universo cultural que les resultaba absolutamente desconocido y que les obligó a redefinirse. Allí su experiencia acumulada de 800 años de lucha en la frontera reveló una formidable potencialidad. Digamos que América amplificó algunas de las características que singularizaban el alma española y transformó lo que hasta entonces había sido una historia local en una epopeya que tendría finalmente alcance universal.
Siguiendo el símil biológico que hemos venido utilizando con frecuencia, es como si un pequeño grupo de individuos hubiera quedado aislado durante generaciones en un hábitat singular y durante ese tiempo hubiera ido acumulando mutaciones genéticas hasta constituir una variedad netamente diferenciada del resto de su especie. Y un día, de pronto, se abre una ruta hacia un nuevo continente, sobre el que se vuelca y se multiplica. Varios siglos después resulta que aquella variedad local singular, que había permanecido tanto tiempo aislada, está tan extendida y tiene tantos individuos como la originaria de su especie.
Desde que Colón volvió de su primer viaje se ha repetido hasta la saciedad la expresión “Nuevo Mundo” para referirnos al continente americano. Y es que ciertamente América no era un continente más. Era inmenso –de las dimensiones de Asia-, aislado, relativamente poblado y virgen –para los no americanos claro-, que había venido evolucionado hasta entonces por separado. Todos estos elementos le convertían, efectivamente, en otro mundo, absolutamente nuevo –para los habitantes del “viejo”- y convertía su “descubrimiento” en un acontecimiento histórico de primer orden.
No sabemos cómo podría haberse producido el encuentro entre los habitantes de los “dos mundos” sin la mediación española. Algunos escritores nos han hablado de otros contactos anteriores. Lo que está claro es que cada nuevo autor que nos muestra el posible o hipotético pre-descubrimiento de América por parte de algún otro pueblo, distinto del español, está subrayando, normalmente sin pretenderlo, el abismo que separa el comportamiento de los “hombres de la frontera” de el del resto de la humanidad medieval o, incluso, antigua.
La comparación más cabal que podemos hacer es con el imperio portugués. Recordemos que desde un siglo antes del “descubrimiento” este país se dedicó de manera sistemática a explorar la costa africana con el propósito manifiesto de encontrar una ruta de navegación hacia la India. Por el camino tuvieron que superar algunos poderosos obstáculos que se interponían en su trayectoria. El más potente de los cuales terminó siendo el misterioso comportamiento de los vientos atlánticos. Finalmente terminaron arrebatándole al Océano uno de los enigmas que mejor había guardado hasta entonces. Una vez averiguado el gran secreto, pasaron ellos a administrarlo –no iban a dárselo gratis a sus adversarios- y diseñaron lo que ha dado en llamarse la “política de sigilo”, que no era otra cosa que enseñar las artes de navegación portuguesa y el acceso a sus cartas de navegación al mínimo número de personas posible –como si de una sociedad secreta se tratase- y de obligarles a mantenerlas ocultas. Así lo harán durante generaciones, protegidos por falsas leyendas cuya misión era la de atemorizar o desanimar a cualquier potencial competidor. Y si los temores inducidos no eran suficientes para algunos, ya se encargaba la marina portuguesa de eliminar físicamente a los curiosos osados –que eran casi siempre marinos castellanos procedentes de los puertos atlánticos andaluces-.
Lo poco que sabemos acerca de la posible presencia de vikingos o chinos en tierras americanas aparece siempre rodeado de secretos, de olvidos seculares... Y si seguimos remontándonos en el tiempo y/o establecemos comparaciones con otros descubrimientos geográficos importantes –la circunnavegación de África, llevada a cabo por naves cartaginesas, por ejemplo, o el monopolio fenicio de la ruta que conducía hasta el Atlántico, así como la posterior ocultación de las rutas del estaño, una vez que se abrió el Atlántico a las naves romanas, etc.- siempre vemos repetirse la misma historia: el que descubre algo se lo calla y lo monopoliza todo el tiempo que puede, lo que retrasa bastante los ulteriores procesos históricos derivados del descubrimiento o, incluso, los frena totalmente si su conocimiento llega a perderse.
El descubrimiento de América por parte española, sin embargo, no se ajusta a ese patrón universal. Y precisamente por eso es revolucionario e irreversible. Si tuviéramos que reflejar con una frase la diferencia entre éste y los demás sólo necesitaremos tres palabras: “luz y taquígrafos”. El eco del primer viaje colombino llegó, de manera inmediata, hasta los confines de la Tierra y en el debate acerca de las posibles consecuencias de ese descubrimiento participaron todos los que estaban vivos y “conectados” a la sociedad de su tiempo. Se supone que Cristóbal Colón era italiano, e italiano también fue Américo Vespucio; Magallanes, por su parte era portugués; los tres dirigieron expediciones de exploración o de conquista en nombre de los reyes de España.
Colón le propuso su viaje, en primer lugar, al rey de Portugal. Con Magallanes sucedió lo mismo. Vespucio era un erudito que trabajaba para los Médici y que estaba al tanto de todo cuanto sucedía en su época. Los tres acabaron en España porque era el único lugar del mundo en el que, en ese momento de la Historia, podían llevar a cabo sus proyectos. Hay por tanto, en los tres casos, un aire de inevitabilidad, cierto determinismo que empuja, a las mentes que intentaban abrir nuevas rutas hacia lo desconocido, hacia el país fronterizo por antonomasia. ¿Desde dónde podrían construir si no una Nueva Frontera?
No son los únicos extranjeros que participaron en la aventura americana, aunque sí los más destacados. Américo Vespucio, abriría un debate público en el que mantuvo que los descubrimientos colombinos no tenían nada que ver con Asia -como hasta entonces se había creído- sino que el Nuevo Mundo era un continente nuevo y diferente de todos los que hasta entonces se conocían. Por esa razón diversos autores empezaron a llamar “América” –es decir, el continente de Américo- a esta nueva tierra recién descubierta. Estos datos por sí solos ilustran, con bastante claridad, lo que venimos diciendo. Lo fundamental del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo por parte española sucedió a la vista de todos. Tenemos serias dudas de que tal cosa hubiera tenido lugar si los protagonistas de esta aventura hubieran sido otros.
Y esta formidable publicidad que se le dio al descubrimiento americano no obedeció a la voluntad de los reyes –posiblemente ellos hubieran querido tener un mayor control sobre todos estos acontecimientos y administrar la información que salía hacia el exterior- sino a la idiosincrasia particular de la sociedad española, que tenía una dinámica propia y autónoma con respecto al poder político y un impulso expansivo extraordinario, que no podía pararse a analizar los pros y los contras de cada decisión a tomar, sino que actuaba primero y reflexionaba después. El español es un pueblo que huye de las abstracciones y vive sumergido en lo concreto.
Pero el descubrimiento y conquista del continente americano, por parte de los españoles, siguió dando sorpresas después de Colón y tuvo lugar de una manera muy diferente a las llevadas a cabo por el resto de pueblos colonizadores. Lo primero que hay que resaltar es que la iniciativa siempre la llevó la sociedad: Recordemos cómo se produjo éste: un individuo particular -que ni siquiera era súbdito de los reyes de España- se presenta en la corte con un proyecto que, supuestamente, abrirá a la conquista española un nuevo continente. Y pide a cambio financiación, exclusividad, respaldo político y señorío sobre las tierras que descubra y conquiste, para él y para sus descendientes. Las categorías mentales que manejan las dos partes en el proceso de negociación son las de los hombres medievales, y en él se refieren a la hipotética tierra a conquistar en los mismos términos en que lo harían si se tratara de conquistar una comarca fronteriza a los musulmanes. Con la salvedad de que aquí se está hablando de una tierra hipotética, inmensa y en la cual la persona jerárquicamente subordinada –Cristóbal Colón- pide cosas que no se le hubiera ocurrido pedir a un noble medieval, por la sencilla razón de que se siente fuerte, ya que él posee “un secreto” que es la llave de los nuevos reinos a conquistar.
Esta primera negociación colombina con los monarcas sirvió de patrón a las que vinieron después. En las siguientes, un particular propone a estos explorar y conquistar una región determinada del continente, en nombre del rey. En el compromiso quedan reflejados unos límites geográficos y también temporales para llevar a cabo la conquista. El individuo en cuestión se responsabiliza, además, de la financiación y el reclutamiento de los hombres necesarios para llevar a cabo el proyecto. La aportación económica suele correr a cargo de socios capitalistas, que asumen un riesgo elevado a cambio de una expectativa de negocio igual de elevada. A la corona le sale prácticamente gratis la conquista y libre, además, de quebraderos de cabeza. Y sin embargo obtendrá, por el hecho de haber autorizado la operación, el derecho a nombrar funcionarios que verifiquen el cumplimiento de lo pactado y cobren el “quinto real” de todos los beneficios.
En la aventura americana la corona siempre fue por detrás, recogiendo los frutos del esfuerzo de miles de hombres de acción que vieron en ese continente una Nueva Frontera, al estilo de la que habían conocido en la Península Ibérica pero mucho más blanda y dilatada. Acostumbrados a batirse con enemigos implacables, no les resultó difícil ponerse al frente de vastas coaliciones indígenas para derribar a los grandes imperios prehispánicos. Guerreros natos, maestros de la improvisación y de la adaptación a los medios más diversos y acostumbrados a vivir sobre el terreno, parecía que la “Reconquista” hubiera sido un ejercicio de entrenamiento diseñado expresamente para preparar el asalto al Nuevo Mundo.
La extraordinaria publicidad que rodeó al descubrimiento no perjudicó a la empresa de conquista porque ninguna sociedad europea estaba en ese momento en posición de volcarse sobre ese continente tal y como lo estaba la española. A los portugueses les faltaba potencia y las naciones continentales estaban demasiado ocupadas en sus propios asuntos locales. Sólo España estaba lo suficientemente cohesionada, polarizada y tenía la suficiente fortaleza como para poder rentabilizar de manera inmediata el descubrimiento. Cuando franceses, ingleses y holandeses estuvieron en posición de empezar a responder al desafío español había pasado ya más de un siglo desde el descubrimiento. El edificio que había construido España en América durante ese tiempo era ya tan sólido que atentar contra él era tarea vana. Sólo cabía arañar un poco en su superficie, buscar nuevas áreas para expandirse que estuvieran libres de hispanos y, sobre todo, intentar colarse, de la manera que fuera, en el comercio con las colonias ultramarinas, que estaban generando un volumen de negocio considerable.
Muchas fueron las críticas que recibieron los españoles, por parte de sus vecinos continentales, acerca de la supuesta barbarie que caracterizó su comportamiento con respecto a los indígenas americanos. El asunto es interesante porque, en el fondo, lo que vienen a reflejar todas las leyendas y mitos que se fueron acuñando durante ese tiempo es el sentimiento de impotencia de estos países ante el avance inexorable de los ibéricos por las tierras del Nuevo Mundo. Como no podían cambiar la realidad se dedicaron a cambiar lo que ponía en los libros de Historia. Algunas de estas manipulaciones históricas son tan burdas que no resisten la crítica más elemental y terminan provocando, en el lector inteligente, la reacción contraria a la que pretendía conseguir.
Cuenta HAROLD RALEY en su libro El espíritu de España:
“Durante siglos, España ha sido un país que a los extranjeros les gusta odiar y los españoles odian amar. No obstante, los visitantes acuden a él por millones, seducidos por las mismas cosas que públicamente critican. Tal vez sea el país más visitado y más denigrado de los tiempos modernos. Pocas naciones han sido más estudiadas y quizá ninguna tan mal comprendida de manera tan persistente.” [...] “varios de mis profesores me enseñaron que España era un país conocido por sus gloriosos comienzos y sus ignominiosos finales. Por lo que les oía, era un obstáculo para la modernidad, una mezcla de fanatismo religioso y atraso medieval.” […] “En mi ignorancia llena de sentido común, preguntaba a los profesores por qué se ocupaban de una civilización que les parecía tan deficiente.” [...] “aprendí bastantes cosas sobre España. El problema fue que más tarde muchas de ellas resultaron ser falsas o estaban integradas en un falso contexto que distorsionaba su sentido.” [...] “Descubrí que esos españoles hacían vibrar una cuerda muy profunda y sensible dentro de mí y hablaban de manera más persuasiva que los supuestamente más cercanos en lengua, nacionalidad y geografía. Quizá esto se debía a que mis compatriotas se encerraban en porciones aisladas de la corriente principal de Occidente, mientras que los grandes pensadores españoles hablaban desde su mismo centro.”[1]
Habla de... ¡grandes pensadores! Y dice que los españoles hablaban... ¡desde el mismo centro de Occidente! ¿A qué se referirá? ¿Pero no éramos un país subordinado y periférico?
Efectivamente, somos un país estructuralmente subordinado y geográficamente periférico. La centralidad de la que nos habla Raley quizá tenga que ver con el hecho de que, en cierto modo, somos la pieza constitutiva más necesaria de todo el Sistema, algo así como la clave del arco, la piedra donde confluyen todas las cargas que soporta el edificio. El hecho de que estemos apuntalando el muro nos obliga a ser conscientes de que hay muro y de que hay cargas poderosas presionándolo. En cierto modo somos los únicos que recordamos como empezó todo. No nos referimos a un conocimiento consciente, verbalizado y explícito, sino al conocimiento implícito que deriva de ciertas actitudes temperamentales profundas que se forjaron a lo largo de un milenio de lucha en la frontera. Un conocimiento, por tanto, subconsciente.
Para los niños anglosajones, históricamente, la primera vuelta al mundo la protagonizó... obviamente Francis Drake, entre 1577 y 1580, ignorando totalmente la que llevaron a cabo Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano entre 1519 y 1522. Esta historia nos recuerda a un chiste que circuló por España a principios de la década de los setenta según el cual los astronautas del Apolo XI, después de alunizar, plantar la bandera y darse una vueltecita por la Luna, sintieron un poco de hambre y se sentaron a tomar un bocadillo, con su correspondiente refresco, en un pequeño bar que, en previsión del evento, había instalado por allí un gallego. Pues, como en el chiste, Francis Drake, cuando sentía hambre, a lo largo de su vuelta al mundo, sólo tenía que hacer escala en alguna de las innumerables colonias españolas o portuguesas que había por todos y cada uno de los países por los que iba pasando. Se ve que los ibéricos estaban bien informados y que, en previsión del viaje que iba a hacer el inglés, se aprestaron a garantizarle la infraestructura necesaria para llevar a buen puerto su misión.
Estos dos ejemplos son sólo una muestra de la cantidad de tergiversaciones que se han hecho alrededor del tema del descubrimiento y conquista de las tierras americanas por parte de los españoles. Sobre este asunto invitamos a leer el libro de Mathew Restall Los siete mitos de la conquista española[2] que, de manera sintética son los siguientes:
1- El mito de los hombres excepcionales: que, en resumen, viene a decir que toda la parafernalia de la que los conquistadores hicieron gala fue una gran operación de marketing dirigida hacia el lector europeo. El éxito que tuvieron sobre sus adversarios se debió fundamentalmente a su astucia, a su experiencia acumulada y a su capacidad para atraerse a un gran número de aliados.
2- El mito del ejército del rey: Donde sentencia que de soldados nada. “Los conquistadores eran empresarios armados”[3] y sus hombres, en palabras de James Lockhart eran “agentes libres, emigrantes, colonos, no asalariados ni uniformados, que adquirían encomiendas y parte de los botines”[4]. Es decir: se la estaban jugando por su propia cuenta.
3- El mito del conquistador blanco: Como dijo William H. Prescott (1843) “El imperio indio fue, en cierto modo, conquistado por indios”[5]. Los españoles fueron unos conquistadores que supieron explotar, hasta sus últimas consecuencias, todas las contradicciones internas que tenían las sociedades indígenas para conseguir obtener la máxima rentabilidad militar al mínimo costo posible.
4- El mito de la completitud: Usaremos aquí un párrafo de Juan de Villagutierre de Soto-Mayor (1701):
“Descubrieron tierras, conquistaron provincias, sujetaron reinos, apaciguaron y redujeron naciones bárbaras, pero en muchos de los reinos y provincias, no fue tan totalmente, ni tan por entero, que no dejasen, entre unas y otras provincias y reinos, grandes porciones de ellos mismos, sin conquistar, sin reducir, sin pacificar; y aún algunas sin llegar a descubrir”[6]
Es decir, que la conquista fue menos conquista de lo que pareció y, en cierto modo, no ha terminado todavía.
5- El mito de la comunicación y el fallo comunicativo: Ni los ultimátums que los españoles lanzaban a los indígenas antes de proceder a un ataque estaban dirigidos en realidad hacia sus interlocutores americanos –sino hacia los escribanos que verificaban así que se estaban cumpliendo las formalidades legales que los reyes habían ordenado-, ni los indios eran tan tontos que no se dieran cuenta de las intenciones reales de sus adversarios. Había, obviamente, una multitud de problemas de tipo lingüístico, ante la gran variedad de idiomas que se hablaban en el Nuevo Mundo, así como ante el desconocimiento de ellos por parte de los conquistadores. Pero los españoles no tenían más problemas que los que habían tenido antes otros conquistadores del país. En cualquier caso el lenguaje de la guerra es bastante universal. En resumen, la comunicación que había entre unos y otros era, más o menos, comparable a la que podía haberse dado en otros contextos históricos semejantes.
6- El mito de la devastación indígena: “los españoles necesitaban la supervivencia de los indígenas americanos, aunque sólo fuera para explotarlos”[7]. No hubo devastación indígena intencionada. Eran pocos y querían, además, asentar señoríos sobre el territorio conquistado. Necesitaban por tanto a los indios. No obstante, está ciertamente documentado un aumento significativo y sostenido de la mortalidad entre los indígenas durante las primeras generaciones posteriores al descubrimiento. Está ya claramente demostrado por parte de los especialistas que esta mortalidad –que también se dio entre los españoles que se instalaron en el Nuevo Mundo- se debió fundamentalmente al intercambio de enfermedades víricas entre las dos poblaciones que jamás antes habían estado en contacto y habían servido por tanto de caldo de cultivo a microorganismos netamente diferentes, lo que dejaba a cada una inerme ante los microbios de la otra.
7- El mito de la superioridad: Más allá de la hipotética superioridad técnica, derivada de las diferencias tecnológicas, o del supuesto carácter divino atribuido a los españoles –factores cuya influencia hay que relativizar bastante-, los elementos que, según el autor, determinaron la victoria española fueron cinco:
1º) Las repentinas epidemias que se extendieron entre las poblaciones indígenas en los momentos críticos de la conquista.
2º) La gran desunión de los pueblos indígenas, que pensaban siempre en términos locales. Esto permitió a los españoles desplegar una inteligente política de alianzas que fue determinante en el resultado final.
3º) El armamento: En este punto el autor opina que la única arma que resultó eficiente en el contexto de la conquista americana fue la espada de acero. Un arma que revelaba toda su potencialidad en el combate cuerpo a cuerpo. Los caballos y las armas de fuego eran relativamente inútiles en el campo de batalla contra los indígenas americanos[8]. Por tanto la ventaja que les confería su armamento era sumamente limitada.
4º) La cultura de la guerra: Los españoles, cuando entraban en combate, eran implacables. Era el pueblo con mentalidad más guerrera de cuantos se encontraron en los escenarios de lucha del Nuevo Mundo. Ese factor fue determinante.
5º) La dinámica expansiva de los grandes imperios: Según Restall, los españoles fueron simplemente los vencedores en un proceso expansivo complejo en el que estaban implicados todos los imperios de la época, incluidos el Inca y el Mexica.
Uno de los elementos que nosotros resaltaríamos de esta exposición es el que hace referencia a la cultura de la guerra. Es el que juzgamos más determinante de todos en el proceso expansivo de los españoles por el Nuevo Mundo. Esta sería la materialización práctica de lo que hemos dado en llamar polarización mental, que descansa sobre el sustrato de la mentalidad de un pueblo estructuralmente fronterizo.
Pero los descubrimientos y las conquistas de los diversos territorios americanos representan solamente la primera y segunda fases del despliegue español en el Nuevo Mundo. La tercera no es menos importante que estas dos: Es la construcción de la Civilización Hispánica, Aunque de este tema hablaremos otro día.
[1] RALEY, Harold: El espíritu de España. Alianza Editorial. Madrid. 2003. p. 19-22.
[2] RESTALL, Matthew: Los siete mitos de la conquista española. Paidós. Barcelona. 2004.
[3] Ibid. p. 69.
[4] Ibid. p. 68.
[5] Ibid. p. 81.
[6] Ibid. p. 107.
[7] Ibid. p. 185.
[8] Los primeros porque eran muy escasos y muy vulnerables a las armas de los indígenas, lo que los convertía en las primeras víctimas caídas en la refriega. Estos animales eran un lujo como medio de transporte en el contexto americano del siglo XVI y, por tanto, eran apartados sistemáticamente de los escenarios bélicos. Las armas de fuego eran un verdadero engorro en la fase histórica de la conquista: eran muy lentas y poco precisas, cualquier indígena con un arco era mucho más efectivo que un español con un arcabuz (necesitaba dos minutos para cargarlo), la pólvora –en unos climas tan húmedos- se deterioraba con facilidad y, en cualquier caso, necesitaba un sistema de intendencia relativamente complejo para asegurar el suministro de la munición. Por tanto la utilización de este tipo de armas en los conflictos del Nuevo Mundo fue relativamente rara.
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