En el sureste de Europa se halla situada la más grande y
abierta de las penínsulas de la ecúmene: la de los Balcanes. En esa zona el
borde entre los ecosistemas áridos del Próximo Oriente y los húmedos europeos
se halla situado más al sur, en la Península de Anatolia, la actual Turquía a
la que nos hemos referido ya varias veces[1].
La milenaria ciudad de Constantinopla-Bizancio-Estambul ha constituido
históricamente el eje desde donde se han desplegado los dos últimos imperios
del Mediterráneo Oriental (el Otomano y el Bizantino). El territorio balcánico
ha sido -para los dos- su área de expansión natural por el norte. Ese espacio
ha sido el lugar donde han combatido ambas formaciones políticas (también los
romanos y, antes que ellos, los macedonios y griegos) con las diferentes
oleadas invasoras del norte (germanos, húngaros, eslavos, dorios, aqueos...).
Esta península ha sido, como la Itálica y la Ibérica, un inmenso campo de
batalla, con la diferencia de que en España y -sobre todo- en Italia, el
espacio está mucho mejor acotado y resulta más fácil organizar una sólida línea
de defensa. En los Balcanes, en cambio, hemos visto a veces a las oleadas
invasoras atravesarlos con facilidad de punta a punta en muy poco tiempo (gálatas,
ostrogodos...), perforando todas las líneas defensivas.
Si bien durante las últimas centurias hemos visto a los
diversos grupos étnicos de la región buscar de manera obsesiva la consolidación
de líneas fronterizas que legitimen a los estados “nacionales” que han ido
surgiendo en ella, siguiendo el modelo francés (que ha servido de patrón de
referencia en toda Europa a lo largo de los siglos XIX y XX), el cierre de ese
proceso histórico está lejos de haberse producido. Aquí el nacionalismo europeo
contemporáneo nos ha mostrado su cara más terrible y hemos podido contemplar,
en plena década de los 90 del pasado siglo XX, escenas de limpieza étnica que
creíamos haber superado ya de manera definitiva y que nos ha vuelto a mostrar
cruelmente la recurrencia de los diversos procesos históricos no resueltos que
aún siguen vivos allí.
Los períodos más pacíficos que han conocido la Historia de
los pueblos balcánicos han coincidido con los momentos álgidos de los imperios
mediterráneos (romanos, bizantinos, otomanos) que al unificar el territorio
bajo una misma bandera impusieron su propio orden social y estimularon el
comercio y la movilidad geográfica de las poblaciones nativas.
Pero cada vez que se ha derrumbado alguno de estos imperios
nos hemos encontrado con un paisaje étnico en el que los distintos pueblos de
la zona se habían entremezclado de manera parcial, dándose extensas zonas de
solape entre los mismos. Una realidad que es percibida subjetivamente como
negativa por todo aquél que tenga en mente desplegar un proceso nacionalista
excluyente.
El problema, además, se agudiza por la presencia de pueblos
invasores procedentes de áreas geográficas vecinas o, en tiempos históricos más
recientes, de otros imperios situados más al norte (siempre que un imperio se
derrumba hay algún “bárbaro” presionando desde el exterior y/o agudizando los
enfrentamientos de las diferentes facciones rivales existentes dentro de la
estructura en declive).
Cuando el Imperio Turco empezó a ceder –en el siglo XIX-
ante la presión de los independentistas balcánicos (griegos, serbios,
rumanos...) no se estaba enfrentando sólo a esos grupos étnicos. Detrás de
ellos estaban -apoyándolos- ingleses (el caso griego), rusos y austríacos (en
los demás). Todas esas fuerzas continuaron ejerciendo su presión política (aún
con más éxito) una vez que los distintos pueblos fueron alcanzando la
independencia. Y en cada choque fronterizo librado en la región (había multitud
de límites que reajustar) siempre aparecían rusos, austríacos o turcos apoyando
cada uno a alguno de los bandos enfrentados. Cualquier conflicto que tuviera
lugar allí a finales del siglo XIX o principios del XX siempre amenazaba con
transformarse en uno mayor en el que se batirían directamente las grandes
potencias que se escondían detrás; de ahí viene la expresión, acuñada en la
época, del “avispero balcánico”, percibido como la mayor amenaza para la paz en
Europa durante el período conocido como la Paz Armada (1871-1914), que
concluyó finalmente cuando la enésima guerra balcánica (esta vez entre Serbia y
Austria) degeneró en la Primera Guerra Mundial.
Y los Balcanes continuaron después formando parte de la
línea del frente entre los aliados, las fuerzas del Eje y los soviéticos
durante el período de entreguerras, campo de batalla durante la Segunda
Guerra Mundial y nueva línea del frente entre la OTAN y el Pacto
de Varsovia durante la Guerra Fría. En los años 90 vimos
desintegrarse a tiros a la antigua Yugoslavia y repetirse las mismas escenas de
limpieza étnica que se habían visto durante las dos guerras mundiales y algún
conflicto balcánico o peri-balcánico previo, alertándonos así de potenciales
“venganzas” futuras que puedan estar dando vueltas en las cabezas pensantes de
multitud de individuos que habitan en la zona y que están agazapados esperando
que los poderes que sostienen el orden actual se debiliten lo suficiente como
para que los viejos conflictos se reabran de nuevo.
Por lo que hemos visto en los últimos años, a los grandes
poderes financieros europeos y a los estados-gendarme de la zona cada vez
parece preocuparles menos el mantenimiento de la paz en nuestra ecúmene, y ya
estamos viendo como algunos se inclinan claramente por impulsar soluciones
autoritarias en diversos países que pueden actuar
como la espoleta de un nuevo ciclo de violencia balcánica que, visto el cariz
que toman los acontecimientos en las áreas geográficas colindantes, es posible
que no se queden confinadas, como en los años noventa, dentro de la región y
terminen desencadenando un conflicto mayor.
[1] El
Duelo Mediterráneo ( http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-duelo-mediterraneo.html
) y Dos historias paralelas ( http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/06/dos-historias-paralelas.html
).
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