La Frontera Oriental Europea aparece mucho antes de
que lo hiciera el reino moscovita. Los colonos germanos que cruzaron el Elba en
la Alta Edad Media en dirección hacia el este la van abriendo paulatinamente.
Más adelante surgirán Polonia, Lituania y el reino de los teutones, que serán
los estados que marquen los límites orientales del Occidente Cristiano
durante siglos. Pero la poderosa irrupción del Imperio Ruso en las
estepas orientales a lo largo de la Edad Moderna alteró radicalmente la
correlación de fuerzas existentes en la zona y también las reglas del juego.
Los eslavos de religión cristiana ortodoxa no pertenecen al conglomerado de
pueblos que formaron parte de la tensión dialéctica que surge alrededor de los
dos poderes universales. Rusia abre en el Este una nueva dinámica
histórica que tiene sus propias reglas de juego, diferentes de las
occidentales. Su lógica interna es imperial, concebida en el sentido más
clásico y primigenio. El poder político-militar aquí es omnipotente y condiciona
a todas las demás facetas de la vida. La burguesía es muy débil y la Iglesia
está mucho más subordinada al poder de lo que está en Europa Occidental. El
individuo, en las vastas estepas orientales, se siente inerme en medio de la
inmensidad. Sólo el grupo puede ofrecer ciertas seguridades y, como
contrapartida, impone su ley. Al final quien lidera el grupo termina acaparando
casi todo el poder.
Desde el siglo XV el reino moscovita se había ido
transformando paulatinamente en el gran Imperio Ruso. En el siglo XVII
se había constituido en una gran potencia que impondrá su ley en las estepas
orientales europeas y a lo largo del XVIII y XIX extenderá también su
influencia por toda el Asia Septentrional. Los rusos se convertirán en el grupo
étnico que termine encuadrando a todos los pueblos que habitan esos inmensos
territorios, de dimensiones continentales. Sin embargo, desde un punto de vista
europeo, son un pueblo exterior o, al menos, periférico. Su formación política
no se ajusta a la definición de imperio continental,
al estilo del francés o del alemán. Es un imperio
de frontera. Comparte función estructural con el austriaco y el español
que, juntos, constituyen el Cordón Sanitario que históricamente ha
protegido a la ecúmene europea de las incursiones de los pueblos del mundo
exterior. La estructura social y política de éste es muy diferente de la del
resto de estados europeos contemporáneos suyos. Su influencia sobre los grandes
conflictos que tienen lugar en Europa es prácticamente nula antes del siglo
XVIII. Es a partir de esta centuria cuando su presencia se hace notar en sus
límites orientales –sobre Prusia, Austria y Polonia- y cuando las corrientes
intelectuales europeas comienzan a penetrar en su inmenso territorio. A finales
de ese siglo Francia e Inglaterra comienzan a considerar a Rusia como un
contrapeso político, por el este, que les puede ayudar a controlar la expansión
de los prusianos, austriacos y turcos.
Este imperio no forma parte del despliegue europeo, aunque
su evangelización y su proximidad geográfica la terminen conectando con él. Su
particular evolución es independiente, en sus orígenes, de la que protagonizan
sus vecinos más occidentales. Pero como ambos procesos históricos son
claramente expansivos estaban condenados a encontrarse. Y el encuentro se
produce a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Desde entonces cada generación
ha ido reajustando paulatinamente la relación entre ambos mundos, que no ha
parado de evolucionar desde el punto de vista estructural.
Rusia fue invadida por las tropas napoleónicas. Allí
tuvieron ocasión de comprobar los ejércitos franceses que no estaban ante un
país europeo más, sino en un inmenso espacio fronterizo donde regían leyes y
costumbres diferentes a las que se aplicaban en el resto
de la ecúmene. A lo largo del siglo XIX su creciente poder imperial se va
haciendo cada vez más visible, y en la mente de los europeos la palabra “Rusia”
se asocia con reacción política, siervos de la gleba, visión del mundo
profundamente conservadora y atávica...
Europa y Rusia son dos mundos en expansión que
terminan colisionando. El peso del “encontronazo” lo soportarán los
pueblos que -antes de ese momento- formaban la Frontera Oriental
(polacos, prusianos, lituanos...). El estado ruso era muy poderoso, pero su
estructura menos compleja que la de sus vecinos del oeste. Le fue relativamente
fácil someter a los reinos orientales, pero mucho más complicado digerir a
pueblos que estaban bastante más evolucionados que los que habitaban las
estepas.
A finales del XIX prenden
en este país los grandes movimientos revolucionarios que la clase obrera había
ido desarrollando en Europa. Pero las peculiares características de estos
territorios les hacen alcanzar un mayor radicalismo. En 1905 intentaron,
por primera vez, asaltar el poder, pero el gobierno zarista ahogó en sangre
la revuelta y reforzó, aún más, los aparatos represivos del estado.
El estallido de la Primera Guerra Mundial creó las
condiciones idóneas, por fin, para que la revolución tuviera lugar, lo
que ocurrió en 1917. El mes de octubre de este año –el Octubre Rojo-
marcó -como el julio del 1789 francés- el comienzo de una nueva era, la del Poder
Soviético. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)
irrumpe en ese momento en la historia.
El proceso que se abre a partir de la satelización de toda
la Europa Oriental, después de la Segunda Guerra Mundial, terminó abarcando mucho más de lo
que era capaz de controlar y se derrumbó debido a su incapacidad para
estructurar adecuadamente a un grupo de pueblos tan heterogéneo en un contexto
político extraordinariamente complejo y competitivo como el de la segunda mitad
del siglo XX.
El poder revolucionario soviético, como el francés siglo y
medio antes, transformó de manera radical la correlación de fuerzas existentes
a escala planetaria. La Segunda Guerra Mundial convirtió a la Unión Soviética en la segunda potencia
mundial, extendiendo su área de influencia política por toda la Europa
Oriental, Asia Septentrional y Oriental y países dispersos y diversos del resto
de Asia, América y África.
Entre 1945 y 1991 se desarrolló a nivel mundial un sistema de
relaciones políticas conocido como “Guerra Fría”, que dividió al mundo en dos zonas enfrentadas: El Este, liderado por la Unión
Soviética y el Oeste, que lo estaba por los Estados Unidos de
Norteamérica.
En 1985 llegó al poder Mijail Gorvachov, que
trazó las líneas estratégicas para poder democratizar la estructura política
de todo el bloque de países que constituían el COMECON (alianza
económica comparable a la Unión Europea) y el Pacto de Varsovia (alianza
militar equivalente a la OTAN). Pero la estructura imperial que caracterizó a
este bloque de países se reveló como poco compatible con los procesos de
democratización política. Desde 1989 empiezan a producirse movimientos
revolucionarios que van desvinculando, uno tras otro, a los distintos estados
satélites que se hallan bajo la égida soviética y en 1991 se produce la
desintegración política de la propia URSS, que ve como sus quince repúblicas
constitutivas se transforman en estados independientes, el más importante de
los cuales es Rusia, que alberga al sesenta por ciento de la población
de la antigua Unión Soviética y es considerado como el heredero político de
aquella.
La nueva Rusia que nace en 1991 sigue, no obstante,
lastrada por la vieja estructura imperial del estado zarista que heredó el
poder soviético y que, a través suyo, ha llegado hasta nuestros días. Si bien los
ciudadanos étnicamente rusos son mayoritarios dentro de este inmenso país,
coexisten dentro de él con varios millones de individuos que pertenecen a otros
grupos que, en su momento, formaron parte de la estructura del estado ruso-soviético. Sus ciudadanos se encuentran repartidos por un inmenso territorio de 17 millones de
kilómetros cuadrados, muy diverso y disperso desde el punto de vista geográfico
y sometido a presiones, tanto económicas como políticas, muy heterogéneas que
no ayudan precisamente a mantener su cohesión étnica. El propio autoritarismo
político que sigue caracterizando al régimen surgido en 1991, pese a la
existencia de una democracia formal, tampoco ayuda a integrar tanta
heterogeneidad dentro del sistema.
La etnia rusa constituyó el núcleo duro del Imperio, aunque
los ucranianos y bielorrusos se integraron dentro de él, en el pasado, como
aliados estratégicos. Ese núcleo de poder impuso su ley a varias decenas
de pueblos diferentes que habitan las grandes llanuras de la Europa Oriental y
todo el norte de Asia, integrando dentro de su estructura a pueblos que habitan un territorio que se
extiende desde las regiones polares hasta la meseta Iraní y desde el Océano
Pacífico hasta el Mar Báltico. El Imperio Ruso ha desempeñado el papel de
importante difusor cultural dentro de esta zona, ha bombeado recursos hacia el
oeste y cultura y organización política hacia el Este, sus
colonos se fueron adentrando por todo ese inmenso espacio hasta el puerto de
Vladivostok en el Océano Pacífico, constituyéndose en la avanzadilla de la
civilización europea en los vastos espacios siberianos.
Desde el punto de vista estructural la sociedad rusa
evoluciona a mayor velocidad que sus vecinos europeos, lo que la convierte en
un factor de inestabilidad estratégica que no ha dejado de tener consecuencias
políticas desde el siglo XVIII y que seguirá haciéndolo todavía durante
bastante tiempo. Ya dije más arriba que la relación entre Rusia y el resto de
Europa se viene reajustando en todas y cada una de las generaciones que han
vivido en ambos espacios culturales desde entonces.
El mundo de la Guerra Fría era un gran edificio que
se sustentaba sobre dos columnas: al oeste los Estados Unidos y al este
la Unión Soviética. Los norteamericanos, profundizando en su proyecto
hegemonista, terminaron rompiendo una estructura de
dominación planetaria que ellos, en solitario, no podían controlar. La
desintegración de la URSS en 1991 pudo ser vista como una victoria estratégica
por los halcones yanquis, debido a su extraordinaria miopía política. Todos los vacíos se terminan cubriendo, en
política especialmente. El debilitamiento soviético ha dado alas al
expansionismo chino, por el este, y alemán, por el oeste, produciendo nuevos
desequilibrios en esas zonas que traerán consigo nuevos reajustes y, con ellos,
nuevos conflictos.
Como consecuencia de la ventaja estratégica obtenida por los
norteamericanos a partir de la caída del muro de Berlín (1989) los hemos visto
dedicarse, durante el último cuarto de siglo, a protagonizar diversas
invasiones en países en los que no se les hubiera ocurrido hacerlo en las
décadas de los 80, los 70 o los 60, debido a la amenaza soviética (Irak,
Afganistán...). Tampoco hubiera sido imaginable la desintegración yugoslava, de
la forma en que se produjo, en el contexto político de la Guerra Fría. El vacío estratégico dejado por el hundimiento del poder
soviético ha representado un significativo incremento de los conflictos
regionales en el Próximo Oriente y en la Península de los Balcanes. La segunda invasión de Irak (2003) tuvo la virtualidad de
poner al descubierto las vergüenzas del imperio norteamericano que, en ausencia
del adversario soviético, se ha quedado sin coartada estratégica, y su
creciente intervencionismo militar actual se ha revelado como una reedición de
la vieja política de la cañonera,
practicada en su patio trasero americano durante la primera mitad del siglo XX.
En ambos casos las victorias tácticas se han terminado revelando como derrotas
estratégicas (ya veremos la evolución de estos conflictos en el ámbito
americano) y la ruptura de los equilibrios étnicos milenarios del Próximo
Oriente han vuelto visibles las fronteras intangibles que las dinámicas
históricas fueron construyendo a lo largo de los siglos en los territorios en
los que la civilización arraigó hace miles de años, tal y como venimos
describiendo en nuestros artículos desde que empezamos a publicarlos. El
desprecio norteamericano hacia los diversos procesos históricos constituye su
mayor vulnerabilidad estratégica y, como algunos de los grandes imperios del
pasado, la ruptura de los equilibrios internos de los diferentes ecosistemas
sociales no ha hecho otra cosa más que desencadenar los mecanismos de
compensación que cada uno de ellos posee.
Si comparamos la campaña de legitimación previa a la invasión
iraquí de 2003 con el proceso semejante que aún se está desplegando ante
nosotros en Siria, percibimos claramente como los anticuerpos sociales para
frenar las viejas tácticas del Imperio cada vez son más potentes; como, durante
estos diez años, la alianza occidental se ha debilitado, la Rusia post
soviética se ha fortalecido y China emerge, en lontananza, moviendo los hilos
de la diplomacia internacional cada vez más lejos de sus bases, apoyando a
algunos aliados estratégicos que alargan su brazo hasta lugares donde ellos no
pueden intervenir directamente. Y la lógica interna de ese despliegue
estratégico no hará otra cosa más que mantener las tendencias que hemos
descrito durante la próxima generación, por lo menos.
La Rusia post soviética ha comprobado, de manera empírica,
que cuando se queda sin un proyecto propio de sociedad y se deja arrastrar por
las dinámicas diseñadas por sus adversarios lo que le espera es la
desintegración política, sucumbiendo ante la propia heterogeneidad étnica,
cultural y geográfica de su vasto país.
Sin embargo, pese a su debilidad demográfica, consecuencia
de sus extremas condiciones geográficas, cuando unifica a todos sus elementos
constitutivos alrededor de un proyecto colectivo puede proyectarse sobre el
exterior con una potencia inusitada. Debemos recordar que el avance de la
influencia soviética en Europa y en Asia, a lo largo del siglo XX, fue
extraordinariamente facilitado por las propias ambiciones enfrentadas de los
imperios europeos y neo europeos. Pese al tradicional intervencionismo ruso en
la vieja Polonia, sus ejércitos se abrirían paso por ella, durante la fase
final de la Segunda Guerra Mundial, como una fuerza “liberadora”, y lo mismo
sucedió por el resto de la Europa Oriental. Así que el poder soviético se
extendió -más que por méritos propios- por deméritos ajenos. Es el mismo
escenario que estamos viendo repetirse ahora en el Próximo Oriente Asiático.
Sin los rusos ¿quién puede poner límites al despotismo norteamericano? No es que
Rusia sea un modelo a imitar, es que nos movemos en un mundo dónde las opciones
son limitadas y a veces nos vemos obligados a elegir entre lo malo y lo peor.
Estamos en este momento en el límite entre dos épocas
diferentes. Agotando los últimos momentos del poder occidental. Sus adversarios
aún no están en posición de reemplazarlos (aunque se preparan para ello). Si
todos jugaran sus cartas de manera racional deberíamos contemplar cómo el
relevo podría ir produciéndose despacio, a lo largo de todo el siglo XXI, de
manera paulatina, conforme se fuera reajustando la correlación de fuerzas
políticas, militares y económicas. Pero la racionalidad cada vez brilla más por
su ausencia y los poderosos del pasado reciente se niegan a extraer las
lecciones que se derivan de los procesos históricos en los que estamos
inmersos.
El neoliberalismo no es otra cosa que el disfraz que ha adoptado
la reacción política en la coyuntura histórica en la que nos ha tocado vivir.
Pretenden retroceder hacia el siglo XIX en pleno siglo XXI. Es, obviamente, un
error estratégico de primera magnitud. Cuando el que manda pretende retroceder
hacia el pasado le está entregando la iniciativa política a los que vienen por
detrás y no hace más que precipitar su propio relevo en el liderazgo político.
Desde ese punto de vista, Rusia no será ya la que protagonice
ese relevo (que está reservado, como todos sabemos, para los chinos), pero es
el ariete que golpea por el este en los frentes de Europa Oriental y del
Próximo Oriente. Es el especialista adecuado para atacar por esta zona, el que la
conoce bien y el que está recuperando la iniciativa política en la misma. Los
déficits democráticos que podemos detectar en la Rusia de Putin, que serían una
vulnerabilidad en el contexto político de la Europa de los años 90, en la década
de los 10 del siglo XXI se vuelven una ventaja, ya que el autoritarismo
político también se está extendiendo por el oeste, y si el modelo hacia el que nos
dirigimos es autoritario, es evidente que los rusos juegan con ventaja porque
ese escenario es para ellos más natural. Y también se mueven como peces en el agua
en medio de los conflictos de tipo étnico, que para ellos son el pan nuestro de
cada día.
A los rusos siempre les gustó estudiar la Historia de España
(que presenta gran cantidad de parecidos estructurales con la suya). De ella
han sabido extraer gran cantidad de lecciones que han sabido aprovechar. Pues
bien, el Próximo Oriente cada vez se parece más a la Italia de los tiempos de
los Reyes Católicos. Los aragoneses son los rusos de ahora, los castellanos son
los chinos y los franceses los norteamericanos. A los antiguos soviéticos, si
conservan algo de su proverbial capacidad de análisis, les bastará esperar a que
los “fanfarrones” (vieja expresión andaluza que hacía referencia, en realidad,
a los soldados franceses) sigan cometiendo errores estratégicos (incrementando
así la lista de sus enemigos) para presentarse ellos, finalmente, como los
salvadores, tal y como sucedió en Polonia hace casi 70 años.
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