Alguien parece haber
pulsado el botón de “Reset” (reinicio) a nivel mundial. Alguien parece haber
considerado que era un buen momento para hacer un alto en el camino y pararnos
a pensar. Alguien parece haber considerado que había que parar este inmenso
trasatlántico en el que nos desplazamos para hacer reparaciones.
Y da igual si las cosas
son o no como parecen. Hace años que vengo hablando en este blog de como las “dinámicas históricas” nos arrastran
tras de sí. Esta parada obligada de la
máquina va a introducir profundos cambios en nuestra vida ¡inevitablemente! y va a hacer que nos
replanteemos el modelo global que hemos venido construyendo durante las últimas
generaciones, al menos.
Situación
de Guerra
Aunque los cañones no hayan disparado un solo tiro estamos en una
situación de guerra. Los
gobiernos están tomando decisiones propias de una economía de guerra. Están
confiscando bienes esenciales y poniendo a empresas privadas y a las
administraciones de menor rango bajo un mando único central y estatal. Han
puesto a la sociedad entera a las órdenes del Estado Mayor que está coordinando
esta guerra. ¡Y está ocurriendo en todo
el mundo!
Una Guerra Mundial de nuevo tipo ha estallado de manera silenciosa,
sutil. Y nos ha cogido a
casi todos con el pie cambiado, y a muchos creyendo que vivíamos en el mejor de
los mundos posibles. Para estos últimos, en febrero, aún vivíamos en la “Belle Époque”, sin darse cuenta de que la otra, la de finales
del siglo XIX y principios del XX fue también la época de la “Paz Armada”. Ambas fueron, tanto las
que precedieron a la Primera como las
que lo hicieron con esta Tercera Guerra Mundial,
las dos caras de la misma moneda. La despreocupación de las masas coexistía con
los golpes bajos y las guerras, abiertas o larvadas, económicas, tecnológicas,
biológicas, ideológicas...
Mientras millones de
personas se entretienen con programas estúpidos de televisión, los gobiernos y
los poderes fácticos están librando pulsos como el 5G, las ciberguerras, la
utilización masiva de los “big data”,
etc. Hay ordenadores por todo el mundo anotando las páginas de internet que
visitamos, las cosas que compramos, los “me gusta” que pulsamos en las redes
sociales, guardando las fotos que subimos o las chorradas que se nos acaban de
ocurrir y que expresamos, sin filtros de ninguna clase, ante un público que
creemos conocer.
Estado
de Sitio
No hace tanto dije en uno
de mis artículos: “No hay nada más conservador que las mentalidades
humanas y nada más revolucionario que la realidad”[1].
La realidad hace tiempo
que nos está mandando mensajes muy claros, que venimos desoyendo de manera
sistemática. Hemos estado instalados en un consumismo suicida hasta el mismo
día que oímos, con estupor y sin acabárnoslo de creer, sin tener demasiado
claro lo que tal cosa podía significar, al presidente de gobierno anunciarnos
por televisión el “Estado de Alarma”
que, de facto, se ha convertido en un Estado
de Sitio. ¡Porque estamos sitiados! ¿O no es así? Estamos sufriendo, todos,
un confinamiento colectivo. No vemos la sangre a nuestro alrededor, pero el
recuento de bajas no deja de crecer cada minuto que pasa. Hasta hay programas
que nos informan, en “tiempo real”, a través de nuestro teléfono móvil, del
número de fallecidos que se han producido en cualquier parte del mundo a causa
del virus, y que han sido registrados, claro.
Estamos sitiados. Como
los habitantes de tantas ciudades del pasado que podríamos citar, aunque a
algunos les pueda parecer excesiva la comparación.
Pero los sitios de esos
lugares del pasado a los que hemos hecho referencia... ¡eran locales! Algunos fueron de una dureza inusitada, pero
tuvieron lugar en una sola ciudad. El impacto que pudo tener entre sus
habitantes, los traumas que les causaron, afectaron a unos colectivos
relativamente limitados. Y una vez que esa situación terminó, el paso del
tiempo y la movilidad de sus habitantes tendieron a diluir su efecto en el
conjunto de la población general.
Sin embargo, este sitio
que estamos sufriendo ahora, este confinamiento colectivo, es global. Está teniendo
lugar en todo el mundo casi simultáneamente. Es indudable que va a dejar
huella. Y esa huella no se diluirá después, porque a cualquier lugar al que nos
desplacemos sus habitantes también lo habrán sufrido. Se va a incorporar a la
narrativa global de esta generación y tendrá un efecto tan exponencial como lo
es la multiplicación de nuestro enemigo.
Tardaremos
en recuperar la normalidad
No sé cuánto tiempo va a
durar este confinamiento. Desde luego, mucho más de lo que nadie hubiera
querido. En la provincia china de Hubei se está levantando, pero la gente sigue
usando mascarillas y sigue guardando las distancias. Aunque la industria china
empiece a ponerse otra vez en marcha, los controles siguen en los aeropuertos y
en otros lugares. Los extranjeros no pueden entrar en el país y los nacionales
que retornen tienen que pasar una nueva cuarentena.
Es lógico que sea así,
porque el virus sigue moviéndose por el mundo. Hasta que no tengamos una vacuna
seguiremos con estrategias defensivas, de confinamiento, más o menos suaves en
función de lo controlada que esté la enfermedad en cada región concreta. Pero
hay lugares en el mundo que carecen de la infraestructura sanitaria suficiente
como para poderse enfrentar con este reto y que serán un foco endémico de
distribución del mismo hasta que la vacuna llegue hasta el último rincón.
Esto significa que dentro
de un año, si la cosa ha ido relativamente bien, seguiremos con algún tipo de
restricción, seguiremos siendo prudentes a la hora de salir de casa, seguiremos
con algunos individuos en cuarentena, localizados en diversos puntos de nuestra
geografía. Y algunos usarán el virus como arma arrojadiza contra los colectivos
humanos más indefensos, que son también los más expuestos ante su avance. Habremos
interiorizado ese estado de sitio que se nos ha impuesto y lo habremos
incorporado a nuestro bagaje colectivo.
El
día después
Cuando todo pase y la “normalidad” vuelva a nuestras vidas será
el momento de hacer el balance de esta guerra. Contaremos las bajas que hemos
tenido, reflexionaremos de manera serena acerca de todas las cosas que han
ocurrido y extraeremos las lecciones pertinentes.
Las anteriores guerras mundiales se libraron con cañones, con
tanques y con fusiles, y nos legaron un mundo armado hasta los dientes,
siguiendo la ya milenaria premisa que enunció Julio César: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”.
Pero las trincheras de esta nueva guerra del siglo XXI habrán
sido los hospitales y toda la red sanitaria de nuestro país, esa que llevamos
años privatizando, adelgazando y recortando. Esa a la que aplicamos la estrecha
vara de medir economicista con su debe y su haber.
Nadie le hace preguntas a los militares sobre la rentabilidad del
dinero que gastamos en Defensa. No sería “patriótico” ¿verdad? Está en juego
nuestra capacidad para defendernos frente a reales o hipotéticos enemigos que
nos puedan atacar. Hay quien dice que el arma más efectiva es aquella que no es
necesario llegar a utilizar, porque disuade de cualquier intento de ataque, de
cualquier adversario potencial, antes de que éste se produzca. Desde la visión
economicista esto presentaría una pésima rentabilidad, porque la compramos y
después ni siquiera la usamos. ¿Qué tal si aplicáramos esa lógica también a la
sanidad, a la educación y a la investigación en I+D?
Si aplicáramos esa lógica a estos últimos ámbitos que he citado,
resulta que llevamos décadas siguiendo una política suicida, como este ataque
que estamos sufriendo ha puesto de relieve. Hay gente que, objetivamente, ha
estado trabajando para el enemigo y aún tiene la desfachatez de ir por el mundo
dando lecciones de moral. Hay gente que, por razones egoístas, de grupo o de
clase, se ha dedicado a debilitar nuestra capacidad de respuesta ante estos
nuevos enemigos que acechaban en las sombras.
Por
qué hay que defender la sanidad pública
Es cierto que estoy analizando la situación a posteriori,
obviamente. Sabiendo ya en qué iban a derivar todos esos recortes
presupuestarios y esas privatizaciones masivas. Pero muchos gritaban en las
calles cuando esas políticas se estaban aplicando y nos advirtieron, por activa
y por pasiva, de lo que podía pasar, de lo que ya estaba pasando de hecho, a
menor escala que ahora, desde luego. Los argumentos que hoy podemos esgrimir en
defensa de la Sanidad Pública no son nuevos. Son, desgraciadamente, demasiado
viejos. Esta no es la primera epidemia que sufre la Humanidad.
Cuando le negamos la
atención sanitaria a quien no puede pagársela no sólo estamos atentando contra
la Dignidad Humana. Estamos, además, abriendo un flanco para que se cuelen esos
enemigos biológicos a los que estamos haciendo referencia. Le estamos brindando
una cabeza de playa donde puedan desembarcar y se puedan multiplicar.
Muchos millones de personas, por todo el mundo, han idealizado el
modelo social americano. Aún es pronto para ver el tipo de respuesta que la
primera potencia del mundo va a dar a esta pandemia. Pero sus primeras
reacciones no parecen muy alentadoras. Las declaraciones públicas de algunos de
sus dirigentes son (seremos suaves) incalificables. Sobre la capacidad de
respuesta del gran gendarme planetario ante las catástrofes colectivas se nos
viene, inevitablemente, a la mente su reacción ante las consecuencias del
Huracán Katrina. Una persona, o un colectivo humano, demuestra lo que es cuando
llegan los momentos de adversidad. Entonces la propaganda cede ante la
realidad.
Escenas
surrealistas
Estamos viendo, por todo el mundo, escenas surrealistas que nos
recuerdan a la película de José
Luis Cuerda “Amanece, que no es poco”. Hemos visto presidentes de gobiernos
mostrando medallas y amuletos en televisión para ilustrar a sus compatriotas
como deben enfrentar la pandemia o llamar a la oración colectiva (¿?). Tenemos
que ser conscientes de que, en estos momentos aciagos, cada gesto o cada
palabra de los dirigentes políticos tiene un efecto multiplicador, marca el
ejemplo a seguir al grueso de la población. Esos desprecios implícitos y
públicos a la ciencia, que es lo único que de verdad tenemos para enfrentarnos
con esto, tendrán profundas consecuencias sociales. Al final, cada cual deberá
asumir la responsabilidad que le ha correspondido en el desarrollo de este
drama.
Dejemos que sea el Papa el que llame a la oración.
Es lo que corresponde. De los políticos esperamos otra cosa.
Un
baño de realidad
Cuando llegue el día después y reflexionemos sobre
lo que ha pasado, nuestra escala de valores y nuestras prioridades personales
seguro que cambiarán, y con ellas nuestro modelo de sociedad.
Después de esta cura de humildad, de este revolcón
en el lodo del mundo real que entre todos hemos creado, que entre todos hemos
ensuciado y deteriorado, habrá que extraer las correspondientes enseñanzas que
nos permitan encarar nuestro futuro.
Estamos viendo estos días a los militares ponerse
a las órdenes de los sanitarios y de los científicos. Justo al revés que en las
viejas guerras del pasado. ¿Curioso verdad? Puede ser un buen modelo para
encarar otra guerra que estamos librando ya, aunque fingimos que no: La del Cambio Climático.
Estamos viendo estos días a los profetas de la
globalización y del libre mercado cerrar fronteras, intervenir empresas y
confiscar propiedades particulares. Los
que pensaban que la Unión Europea era la panacea que nos iba a permitir superar
la era de los estados-nación se han dado de bruces con la realidad. La
realidad egoísta de los lobbies, de los intereses de grupo, de los
supremacistas que usan los estereotipos mentales que llevan siglos construyendo
como arma arrojadiza contra sus vecinos de “proyecto
político” superador-de-los-particularismos-nacionales.
Cuando llegó la hora de la verdad todos cerraron
su puerta, y los que habían permitido la deslocalización de nuestras industrias
sin mover un dedo se encontraron, de pronto, desabastecidos. ¿Era tan difícil
prever este tipo de situaciones?
Nuestra
capacidad de respuesta
Pocos días antes de que la pandemia lo paralizara
todo, decenas de miles de agricultores y de ganaderos se manifestaban por toda
España, pidiendo al gobierno que no permitiera a las multinacionales de la
distribución imponer unos precios que los dejaba fuera del mercado y los
obligaba a dejar de producir. Menos mal que no ha dado tiempo a que esto haya
sido posible. ¿De dónde hubieran venido entonces nuestros alimentos en esta
geografía del bloqueo en la que estamos viviendo?
La angustiosa escasez de suministradores de
respiradores y de mascarillas ha puesto de relieve nuestra alarmante dependencia
de las importaciones del exterior en aspectos vitales para nuestra existencia. Ha
visualizado hasta dónde nos puede llevar la lógica del mercado llevada hasta
sus últimas consecuencias. Esto es fruto de una estrategia política
determinada, que lleva aplicándose desde hace generaciones y que ha permanecido
invariable pese a la alternancia política. La religión del “libre mercado” nos
ha conducido a este callejón sin salida. Nos ha puesto de rodillas ante
nuestros rivales estratégicos.
Nuestra formidable dependencia económica del turismo nos va a
pasar una factura tremenda, estoy seguro, durante los próximos años, incluso
después de superadas todas las cuarentenas, porque los hábitos viajeros de
millones de personas van a tardar en recuperarse. Las grandes aerolíneas ya lo
saben y se preparan para ello. ¿Os imagináis este verano en la playa con
mascarilla y con guantes? ¿O en los chiringuitos que la flanquean? No será lo
mismo ¿Verdad? Tal vez eso hará que mucha gente se replantee su descanso
veraniego y busque otras alternativas.
Cuando eres un especialista en un tema muy concreto te vuelves
demasiado vulnerable. Esto lo vamos a sufrir durante los próximos meses. Tal
vez años.
Vuelve
el keynesianismo
Tras cincuenta años de neoliberalismo,
el keynesianismo vuelve con fuerza. Y
nuestro presidente clama ante las instituciones europeas pidiendo un nuevo Plan Marshall continental. A la religión
de los “Chicago Boys”, de los falsos profetas de la modernidad ¡la
ha tumbado un bichito microscópico! La primera pandemia global ha tenido la
virtualidad de desenmascarar a los economistas
de la escasez.
Alemania ha suspendido la regla, constitucional nada menos, del
"freno de la deuda", que nos impuso a través de las instituciones
europeas en 2011, obligándonos a modificar el artículo 135 de nuestra
Constitución.
Volvemos al New Deal de Roosevelt casi 90 años después. Una doctrina prohibida desde los
tiempos de Nixon (cuyo gobierno apadrinó a Milton Friedman y sus muchachos) y
un tabú desde la llegada al poder de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979) y
de Ronald Reagan en los Estados Unidos (1981). ¿Endeudarse? Horror. ¿Subir los
impuestos a los ricos? ¿Estáis locos? ¿Que los bancos centrales pongan más
dinero en circulación? ¿Que el estado tome el mando de la economía? ¿Planes
estatales de desarrollo económico? Se parece demasiado a los planes
quinquenales soviéticos ¿Verdad?
¿Cómo creéis que China se ha convertido en
la fábrica del mundo? ¡¡Porque el estado
está al mando de la economía!! Como los Estados Unidos durante la Segunda
Guerra Mundial y durante los años 40 y 50. Como en la Europa del Plan Marshall,
del Estado del Bienestar y de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero
(CECA).
No hay nada
nuevo bajo el Sol. Todo está inventado hace mucho tiempo. Cuando nos
enfrentemos con una nueva crisis debemos mirar en nuestra memoria colectiva
para ver como salimos de las crisis anteriores, como encaramos entonces la
adversidad. El estado tiene que asumir el mando y poner a todo el mundo a
trabajar. Debe asignar los recursos en función del interés general (“Toda la riqueza del país en sus distintas
formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”,
dice el artículo 128 de nuestra Constitución) y debe planificar esa actuación
en el ámbito económico a años vista, trazándose objetivos estratégicos para
reforzar aquellas actividades que aseguren nuestra capacidad de decisión como
país, que refuercen nuestra posición en el mundo, que generen empleo dónde vive
la gente.
Esos eran
los fundamentos filosóficos sobre los que se asentó el mundo que sobrevivió a
la peor guerra que ha conocido la Humanidad y cuyo recuerdo (el de la filosofía
que la superó, no el de la guerra) llevamos cincuenta años intentando borrar.
Cada país le dio un nombre diferente. Los soviéticos hablaban de “planes quinquenales”, los
norteamericanos de “New Deal”. En
Europa, su primera fase se llamó “Plan
Marshall”, y la siguiente “Estado del
Bienestar”. La España de Franco hablaba de “planes de desarrollo”. Ya ven como todos, en esa época que ahora vemos tan lejana, en todo el espectro
ideológico, estaban de acuerdo en una
cosa: El estado es el que dirige la economía. Y los agentes privados obedecen.
Los
estragos del neoliberalismo
Después vino
la economía de la escasez, la del desarme arancelario global, la de los
especuladores planetarios que tumbaban países enteros (Aún recuerdo como el
especulador George Soros obligó a Gran
Bretaña y a Italia a abandonar el Sistema Monetario Europeo (SME) y a España a
devaluar la peseta el 17 de septiembre de 1992, tras un ataque coordinado
contra estos países a través de las bolsas de todo el mundo), la de la
privatización de todo lo privatizable, la de las subcontrataciones de las
subcontratas, de las subcontratas (subcontrataciones elevadas al cubo), la del
capitalismo de amiguetes que en España conocemos tan bien.
Espero que
ese bichito microscópico que nos ataca a todos a la vez, y que no entiende de fronteras
ni de ideologías nos fuerce a hacer ese alto en el camino al que me referí al
principio de este artículo. Hemos llevado al mundo entre todos, por acción, por
omisión y/o por inconsciencia hasta un callejón sin salida. Y esta crisis nos está obligando a dar una
respuesta colectiva. No saldremos de ella con el “sálvese quien pueda” egoísta
que llevamos cincuenta años escuchando a nuestros dirigentes políticos. ¡¡Eso es lo que significa la palabra “competitividad”!!
“Competitividad” significa dejar a tu
hermano en la estacada para salvarte tú. Llevar la ley de la selva al ámbito
de la economía... ¡y de la política! Llamar “fracasado” a aquél que se niega a
participar en esa pelea de gallos que llamamos “capitalismo”. Significa quemar
bosques para empujar a las autoridades a permitir urbanizar zonas protegidas. Dejar
sin tren a las zonas rurales porque “no es rentable”. Dejar morir a un
indigente en la puerta de un hospital porque no puede pagarse el tratamiento
que necesita...
Razones
para la Esperanza
Pero en
estos días tremendos que llevamos confinados hemos visto a decenas de miles de
personas dejarse la piel para salvar a otros. Son esos héroes anónimos los que,
afortunadamente, nos están marcando el camino. Los que nos inspiran para seguir
adelante, luchando para construir ¡entre
todos! un mundo mejor. Ellos son los
humanos del futuro. Los que nos están
contagiando un antídoto que puede con todo, y que se llama “Esperanza”.
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