En el artículo anterior intentamos dar una
idea de la magnitud de los profundos cambios sociales que tuvieron lugar en
España desde la llegada al poder de Almanzor (980) hasta la expulsión de
los benimerines (1344). Fueron quince generaciones durante las cuales
cristalizó el modelo social que ha caracterizado históricamente a nuestro país
y al que denominé: “el mundo de la frontera”.
Durante ese tiempo la Península Ibérica fue un
inmenso campo de batalla dónde se batieron ejércitos de decenas de miles de
hombres, dónde chocaron dos mundos, dos proyectos de civilización alternativos
y mutuamente excluyentes; proyectos de naturaleza continental, surgidos en lo
más profundo de las masas de tierra que se asoman al Mediterráneo. En esas profundidades
terrestres los paisajes son monocromáticos: el verde del universo germánico o
el pardo de los desiertos africanos y asiáticos. Ya dijimos en su día que los
monoteístas se despliegan a partir de estructuras imperiales o de paisajes
monocromáticos (lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en la tierra).
El Islam es una cosmovisión surgida en el
corazón de las tierras más áridas del suroeste asiático,
concebido para que el fiel asuma su dura realidad y la convierta en un activo
social. Esa es su gran fortaleza y, también, su mayor
debilidad. Son los especialistas de los entornos áridos y, por eso mismo,
cuando se alejan de ese medio se vuelven mucho más vulnerables que el resto de
pueblos que los rodean. En su proceso expansivo de los siglos VII y VIII
avanzaron con rapidez por la franja árida del Viejo Mundo, pero se detuvieron
cuando alcanzaron las praderas atlánticas de la España septentrional y de
Francia. Allí se las verían con los especialistas de esos otros paisajes.
La variada y -a la vez- compacta geografía
peninsular reunía las condiciones precisas para articular una respuesta
cultural, filosófica, política y militar a esa cosmovisión. La yihad musulmana
actuó como desencadenante de la anti-yihad ibérica, que estructuró su discurso
a través del santiaguismo, núcleo duro fundacional de un proyecto
político al que hoy llamamos España.
“España, mucho
antes de ser un estado, era un proyecto político compartido por todos los
pueblos cristianos que vivían en la Península Ibérica. Era la utopía de los
cristianos medievales peninsulares que se fue construyendo paso a paso,
ladrillo a ladrillo, por todos y cada uno de ellos. Utopía por la que murieron
centenares de miles de personas a lo largo de los siglos medievales. España era
la unidad, el futuro. Y se construyó libremente, por millones de hombres libres
que nacieron, vivieron y murieron pensando que algún día sus descendientes
vivirían en paz, protegidos por la fuerza de un gran estado unido en el que
todos se incorporarían en pie de igualdad.”[1]
España
era una nueva sensibilidad mediterránea que añadía nuevos matices -una
nueva música- al viejo tronco de los pueblos que se han proyectado histórica y
políticamente a través del Mare Nostrum (fenicios, cartagineses, griegos
y romanos).
¿Qué
es lo que tiene el mundo peri-Mediterráneo que lo singularice frente al resto
de tierras que lo circundan? Tiene un paisaje diferente en cada valle. Una
riqueza infinita de colores, de formas, de rostros... Es un lugar cálido y
acogedor donde la gente sale de sus casas, se sienta en las calles a hablar con
sus vecinos y se comunica con ellos. Un mundo urbanizado e intercomunicado
desde hace miles de años, donde el mar hizo de puente y puso en contacto a los
hombres que vivían junto a sus riberas. Un facilitador de intercambios que hizo
posible que los productos elaborados en el desierto argelino pudieran
distribuirse, dos días después, en la verde Francia desde el puerto de
Marsella, o que el garum gaditano estuviera en Roma tres o cuatro días
después de haberse elaborado. El lugar donde florecieron los experimentos
multiecológicos que hicieron posible articular la civilización occidental.
No
hay civilización sin intercambios, sin que los que son diferentes encuentren la
forma de colaborar entre sí y de enriquecerse mutuamente. Si todos producimos
lo mismo ¿para qué vamos a comerciar? ¿Para qué vamos a organizar complejos
sistemas de redistribución? ¿Para qué vamos a fundar un estado? Podemos vivir
autárquicamente, como en lo más profundo de los tiempos medievales o de la
Protohistoria europea. El estado, las sociedades complejas, la cultura, la
civilización... son la consecuencia del encuentro entre los que son diferentes
y del establecimiento de un modelo de relaciones estable entre los mismos que
sea aceptado por la mayoría. En ese modelo de relación todos deben tener algo
que ganar, deben tener un estímulo que los empuje a colaborar. Los sistemas de
relación impuestos no son estables si los dominados, después de haberlos
aceptado -aunque fuera de mala gana- no encuentran una razón para dar por buena
la dominación. Los romanos sometieron a los celtíberos por la fuerza. Pero
después construyeron acueductos y calzadas, trajeron productos exóticos,
máquinas... elevaron la producción agraria, permitiendo así alimentar a muchas
más personas... por eso pudieron imponer su sistema político. Si no hubieran
elevado los niveles de vida de la gente su sistema no habría sobrevivido.
A
lo largo de la Edad Media se produce en la Península Ibérica un proceso de
acumulación de fuerzas. La tensión interior del Homo Ibérico se va
elevando bajo la tremenda presión a la que lo someten las fuerzas invasoras, y
se recrea de una nueva forma el viejo experimento multiétnico que los romanos
fueron construyendo a lo largo de medio milenio en el Mar Mediterráneo. Pero
aquí tiene lugar en un espacio más reducido y compacto que, sin embargo,
albergaba en su seno casi toda la variedad de entornos físicos que se pueden
encontrar a lo largo de ese inmenso espacio geográfico y cultural. Durante ese
tiempo se estructura lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”[2],
es decir, la Civilización Hispana.
Cuando
los ibéricos desbordan los límites físicos de su península originaria y se
hacen a la mar, los vientos atlánticos canalizarán su impulso vital hacia el
oeste y lo proyectarán sobre todo un continente que los estaba esperando al
otro lado del océano.
Recapitulemos:
En las orillas del Mediterráneo se estuvo gestando desde los tiempos de las
civilizaciones cretense y egipcia un nuevo proyecto cultural que fenicios y
griegos difunden por las mismas y que los cartagineses primero y los romanos
después van transformando en la estructura política más poderosa que se había
conocido nunca en el Viejo Mundo -al menos, al oeste de China-.
Cubierto
su ciclo histórico primigenio, dicho proyecto se desintegra durante el primer
milenio de nuestra era y cede ante la presión de sus adversarios que no paran
de hostigarlos desde los continentes que circundan el Mare Nostrum y que
articulan dos respuestas culturales alternativas al impulso mediterráneo: la germánica
y la musulmana.
Pero
en los campos de batalla donde ambos proyectos se encuentran, que representan a
su vez los límites ecológicos de los mismos, se irá incubando durante un
milenio el segundo ciclo mediterráneo, que protagonizaron españoles y
turcos desde los comienzos del siglo XVI.
Hasta
la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo tenía una puerta
de salida hacia el exterior: el Estrecho de Gibraltar. El Imperio Turco
se despliega desde el fondo de ese callejón sin salida (marítima, se entiende),
en el área de solape entre el viejo proyecto político del Próximo Oriente que
culminó con el Imperio Persa y el siguiente que lo hizo por el Mediterráneo.
Estaba atrapado en un viejo espacio cultural donde los diversos grupos étnicos
que se lo disputaban estaban ya presentes allí varios milenios atrás.
Pero
en el occidente de la Península Ibérica se encontraba todavía, a finales del
siglo XV, el Finisterre europeo, El Fin de la Tierra medieval al
que acudían buena parte de los peregrinos que hacían el Camino de Santiago.
Hacia poniente se extendía la Mar Incógnita, el Océano Atlántico que
seguía ocultando a los hombres buena parte de sus secretos más preciados.
Y
los pueblos ibéricos, al franquear los límites de su espacio peninsular, tras
hacerse a la mar y dejarse llevar por los vientos atlánticos, se convirtieron
en el proyectil que disparó hacia el oeste el cañón mediterráneo, que era el
más acabado proyecto cultural que se había conocido nunca en el occidente del
Viejo Mundo.
Todo
el bagaje acumulado durante milenios en las orillas del Mare Nostrum salió,
como una saeta, lanzado hacia el oeste desde la Balsa de Piedra ibérica,
incorporándose a los flujos y a la dinámica que la naturaleza creó hace millones de años y que canaliza a través de las corrientes y de los vientos
oceánicos.
Y
la vieja civilización mediterránea, en su versión ibérica, se encontró con
otros pueblos, con otras culturas que llevaban milenios evolucionando de manera
independiente y paralela a la de los europeos. Y se hibridó con ellos, creando
una civilización mestiza que integró en su ADN elementos de sus dos mundos
originarios, provocando una descarga energética, un cortocircuito de alcance
mundial que cambiaría, ya para siempre, las relaciones económicas, culturales,
políticas... que se dan entre los dos electrodos de ese sistema y que provocaron
el salto energético hacia el mundo global e interconectado que se ha venido
construyendo desde entonces.
Esa
conexión intercontinental marca el arranque del mundo moderno, su estallido
primigenio, la vinculación -ya consciente y explícita- de todos los ecosistemas
culturales que los humanos habían venido creando por toda la Tierra. Pero
también es el preludio, el primer aviso, de otras conexiones futuras. Aquellas
que pondrán en relación a los hombres con otros entornos culturales más allá de
nuestro planeta.
El Eje del Imperio español
Y,
sin embargo, cuando el Homo Ibérico desborda los límites de su península
originaria, no sólo parte hacia el oeste. También lo hace hacia el este, donde
protagoniza el encontronazo que abrirá el ciclo del Duelo Mediterráneo con
los turcos, que ya describí en su día[3]
y hacia el nordeste, desplegándose por los campos de batalla continentales europeos
a partir de la franja flamenco-borgoñona (la vieja Lotaringia
altomedieval) que, como hemos visto también, lleva consigo una vieja función
política, cargada de historia, que llamé “la función borgoñona”[4],
y que nos conecta con tiempos remotos, con el mundo de los celtas y de los
germanos, con el limes renano de los romanos...
La
unión de las coronas de España y de Borgoña, en la persona de Carlos I, vuelve
a vincular (quinientos años después) a españoles y borgoñones: dos pueblos
fronterizos, dos guardianes del mundo mediterráneo, dos defensores de la vieja
Roma. Los españoles frente al Islam, la expresión ideológica de los habitantes
de “Aridalandia”, los borgoñones frente al universo germánico. Es la conexión
entre las dos fuerzas que llevaban un milenio combatiendo a los que en la Alta
Edad Media derribaron los muros del Imperio Mediterráneo.
Y
los españoles, desde la vieja Lotaringia, junto a borgoñones y flamencos, le
dan al viejo limes renano una nueva utilidad. Hasta entonces esa línea había
servido para separar -para aislar- a los viejos celtas romanizados de la Galia
Trasalpina, que en la Edad Media se integran en el reino de Francia, de los
germanos, que durante el milenio medieval se estructuraron políticamente a
través del “Sacro Imperio Romano Germánico”, la pata laica, guerrera y secular
que sostenía el orden social feudal que, como sabemos, descansaba sobre la
estructura de los dos poderes universales: papado
e imperio.
Roma
y Germania, el Papa y el Emperador, poder espiritual versus poder secular
representaron, durante mil años, el núcleo duro en torno al cual se estructuró
aquel mundo estático que cubrió el interregno entre el primer y el segundo
ciclo mediterráneo.
Pero
la presencia de los españoles en la línea de contención histórica de los
germanos, a partir del siglo XVI, transformó radicalmente la correlación de
fuerzas de los pueblos europeos y sus dinámicas históricas. De entrada los
hispanos de estáticos no tenían nada. Era un pueblo que se había puesto en
movimiento y que se encontraba, en ese momento, en pleno proceso expansivo. No
estaban allí para contener a nadie sino, por el contrario, para cambiar el
curso de la historia. Para establecer unas nuevas reglas de juego.
Y
el viejo reino flamenco-borgoñón de Carlos el Temerario, que a duras penas
había conseguido sobrevivir durante la Baja Edad Media a la presión combinada
de los franceses –por el oeste- y los germanos –por el este-, recibe una
inyección de savia nueva y se transforma en el estado
gendarme de la Europa Occidental, distribuyendo sus fuerzas de choque por todas
las direcciones y construyendo, desde sus bases de la vieja Lotaringia, el
nuevo orden europeo que consta, como explicamos en “La estructura del sistema europeo”[5]
de ocho burbujas estancas, ocho nichos ecológicos diferenciados que los
españoles articulaban de manera orgánica desde sus bases borgoñonas,
mediterráneas y peninsulares y que –como recordará- eran:
·
Francia
·
Holanda
·
Inglaterra
·
Alemania
·
La
Italia del norte
·
Los
territorios pontificios
·
Portugal
·
Marruecos
Cada
uno de los cuales representaba una función diferente dentro de ese sistema, que
ya expliqué en el artículo citado y que actuaban como órganos dentro de un
cuerpo único europeo, que se estructuraban a partir de su esqueleto organizativo,
de su estructura de mando y de sus canales o flujos de
distribución.
Teniendo
en cuenta que mientras los tercios españoles se batían por toda Europa,
quitando y poniendo reyes en un sitio y en otro, al otro lado del mar sus compatriotas
estaban conquistando todo un continente y organizando los flujos económicos que
conectarían ambos mundo. Por las mismas rutas de penetración de los tercios
llegaron el cacao, el tabaco, la quinina, el oro y la plata americanos, las
noticias sobre mundos remotos... Las redes comerciales europeas dan un salto,
tanto cuantitativo como cualitativo, que transforma por completo toda la
correlación de fuerzas y los circuitos de distribución. La competencia entre
los distintos actores se intensifica en todos los ámbitos de la vida y, con
ella, la tecnología, la ciencia, los debates ideológicos... y los choques
armados, que desembocan en aquella gran guerra europea que conocemos como La Guerra de los Treinta Años
(1618-1648), primer ensayo de las guerras mundiales del siglo XX.
Durante
los siglos XVI y XVII la estructura política del imperio de los Habsburgo
españoles se convirtió en la columna vertebral del mundo moderno. Desde ella se
asignaron roles a cada uno de los espacios políticos circundantes que enumeré
más arriba y que convirtieron a Inglaterra, Holanda y Francia en potencias
ultramarinas, que fueron complementando de manera creciente la función de
comerciantes globales que los españoles, por razones puramente demográficas, no
podían cubrir y que a la postre los catapultaría hacia el liderazgo planetario.
También
la alianza austro-española, que se mantuvo durante todo ese tiempo, está en la
base de la aparición, dos siglos más tarde, del Imperio Alemán, pues garantizó,
a los aliados germánicos de los españoles, la estabilidad y el respaldo
necesarios para ir estructurando un estado, cada vez más poderoso, que superara
a la jaula de grillos que fue la Alemania medieval. Esa estructura política era
ya lo suficientemente fuerte –en torno al 1800- como para ser capaz de
plantarle cara con dignidad a las fuerzas napoleónicas y después poder
construir el II Reich.
Asimismo,
el protectorado que los españoles establecieron de facto sobre la Italia del
norte y del centro fue creando las precondiciones que terminarían posibilitando
la aparición del estado italiano en el siglo XIX, incluyendo dentro de esa
estructura su relativa subordinación estratégica ante las fuerzas continentales
europeas que lo han caracterizado.
En
resumen, España construyó el modelo de relaciones europeo que nos ha traído
hasta aquí. La desaparición de los tercios españoles -a partir de 1700- de los
escenarios continentales, no variaron de manera significativa las funciones de
cada una de sus partes porque los roles ya estaban asignados y el sistema era
ya lo suficientemente consistente como para defenderse solo.
Una
vez que España desapareció de la escena principal, los nuevos líderes
planetarios se dedicarían de manera sistemática a borrar los ecos de su
influencia pasada porque su mero recuerdo desestabilizaba las “sólidas”
realidades políticas de los imperios ultramarinos del siglo XIX y de la primera
mitad del XX y, en el caso norteamericano, que reemplazó en Occidente a los
anteriores, porque ponía en evidencia la deuda histórica que tenía con la vieja
estructura política ibérica y porque cuestionaba el monolitismo de su modelo
político. Para medir la capacidad desestabilizadora que el recuerdo de aquella
España tiene basta aplicar mi vieja teoría de los anticuerpos, que dice que
cuanto más virulentos son los ataques, mayor es la percepción del peligro que
representa.
¿Alguien
critica al despótico gobierno de los faraones, de los reyes asirios o de los
babilonios? ¿Qué sentido tendría cebarse hoy con aquellos
personajes? Pues ninguno, porque tal crítica no tendría ninguna consecuencia
sobre nuestras vidas presentes. Pero cuestionar moralmente la acción de los
conquistadores españoles en América sí que tiene sentido porque la posible
legitimidad o deslegitimidad de su conquista puede tener consecuencias sobre el
orden social presente en algunos o en muchos de los países americanos e,
incluso, en la aceptación del actual orden político y económico internacional.
No
te comportarás igual si consideras que los anglosajones son los grandes agentes
civilizadores del mundo globalizado que si, por el contrario, consideras que
son unos usurpadores de glorias ajenas que han cambiado la narración
de los hechos históricos en su propio provecho para atribuirse méritos de
otros. El potencial desestabilizador de este último discurso es formidable. Por
eso hay que cebarse contra la imagen que tenemos del pasado de un pequeño país
que, sin embargo, posee una gran historia y, con ella, la llave para entender
nuestro presente y, a través suya, nuestro probable futuro.
[1]
“La
independencia de Portugal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/11/la-independencia-de-portugal.html
[2] “Las otras
transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
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