“Durante la Era de las invasiones africanas
(1086-1344) la Península Ibérica fue una caldera a presión en la que
formidables ejércitos se estuvieron batiendo en la frontera y en la que se fue
militarizando la sociedad entera. En la España cristiana vivían las clases
populares más movilizadas probablemente de todo el planeta.”
Un
siglo trascendental
En el artículo anterior intenté explicar de forma muy resumida como se produjo un salto energético en la sociedad española durante el período histórico que denomino Era de las invasiones africanas, que transformó profundamente las actitudes de los hombres que vivían en la Península Ibérica y que les colocó en un nuevo tiempo político, distinto del que estaban viviendo sus vecinos septentrionales.
Cuando los hombres son llevados hacia una
situación límite y consiguen sobreponerse a la misma se produce en ellos una
transmutación interior que los coloca en un nuevo plano de su existencia. En
esos momentos tiene lugar un rearme moral, un salto energético que los prepara
para enfrentarse a nuevos desafíos. Eso es precisamente lo que sucedió en
nuestro país durante la época de los amiríes primero (980-1009) y
durante la Era de las invasiones africanas después (1086-1344).
En el año 980 de
nuestra era irrumpió violentamente en escena un caudillo musulmán llamado Muhammad Abi Amir, al que los cristianos
apodaron Almanzor. Este hombre
pasaría a la historia como el más implacable enemigo que tuvieron, baste decir
que en los 22 años que permaneció en el poder lanzaría 55 campañas guerreras
contra los reinos septentrionales. Saqueó los núcleos urbanos más importantes
del norte de la Península Ibérica, redujo a la esclavitud a decenas de miles de
personas, arrasó campos, destruyó lugares de culto, se apropió de cuanta
riqueza pudiera ser transportada y dejó un triste recuerdo tras de sí que le
sobrevivió durante siglos.
Este azote no sólo
fue implacable con sus adversarios “infieles”, sino también contra sus propios
correligionarios disidentes, a los que eliminaba de manera expeditiva, dando
lugar a una dictadura que continuaría con su hijo Abd al-Malik y que se conoce como el Régimen de los Amiríes.
Su despótico
sistema de gobierno debilitó hasta tal punto la estructura de poder del
Califato que tornó inviable cualquier intento de vuelta a la normalidad previa,
provocando la desintegración del mismo a partir de la Revolución Cordobesa de 1009, que abriría el proceso histórico
conocido como “la Fitna de al-Ándalus” (1009-1031), antesala de los reinos de taifas.
El militarismo de
los amiríes puso de relieve la
consistencia de la nueva sociedad que se estaba alumbrando en el norte
peninsular de manera discreta, imperceptible, pero también inexorable. Cuando
se produjo la Revolución Cordobesa
hacía ya trescientos años que los ejércitos árabes habían impuesto su ley en lo
que antaño fue la Hispania romana. Lo que debía ser la antesala del futuro
Islam europeo se convertiría en el pantano donde éste iría sepultando sus
sueños de dominación mundial, gastando sus energías guerreras y levantando una
infranqueable barrera que ha perdurado hasta hoy.
Los que aún quedaban en pie en el norte de España
eran los supervivientes de una época terrible. Un mundo de guerreros
acostumbrados a batirse con adversarios implacables. Quedaba lo más duro del mundo de la frontera.
Durante las tres generaciones siguientes se
dedicarían a reconstruir todo lo que había sido destruido, a repoblar lo que
había sido despoblado, a recomponer sus filas y a redefinir su relación con el
resto de la Europa cristiana.
La forma de vida de los hombres de la frontera era muy diferente a la del resto de sus
contemporáneos europeos. El mundo feudal que regía los destinos de los hombres
al norte de los Pirineos llevaba ya varios siglos estructurándose y
consolidando una sociedad de castas o estamentos que distinguía de manera
nítida a la nobleza del clero y del pueblo (los que pelean, los que rezan y los
que trabajan). Una sociedad donde cada persona tenía asignado su propio rol
desde la cuna hasta la tumba.
En la frontera española, en cambio, sabía empuñar
la espada la sociedad entera y, llegado el momento, cualquiera podía tomar el
mando de entre los supervivientes, independientemente de dónde hubiera nacido.
La nobleza tenía que estar revalidando su título cada día, porque en cualquier
momento inesperado sería puesta a prueba. Si algo era seguro era que el enemigo
siempre volvía, y que el día que lo hiciera la vida de todos dependería de la
solidez de las murallas que rodeaban su pueblo, de su destreza en el combate y
de la solidaridad que los cohesionaba como pueblo. Por todo ello, entre los
moradores de la frontera cristalizará muy pronto una identidad colectiva, un
proyecto de sociedad alternativo al de aquél mundo que los estaba diezmando, un
modelo inclusivo en el que todos los brazos eran precisos y a nadie se le
preguntaba quién era ni de dónde venía, siempre que estuviera dispuesto a
defender junto a sus compañeros el bagaje y el patrimonio colectivo que daban
sentido y trascendencia a sus vidas.
Era un mundo de campesinos-guerreros que se reunían
en “concejo” abierto en la plaza del pueblo donde vivían y allí elegían a su
alcalde, a sus jueces, a sus comandantes... Las milicias de los concejos
ciudadanos regaron con su sangre, durante siglos, los campos de batalla de toda
España. Estaban en primera línea de combate en Sagrajas, en Uclés, en las Navas
de Tolosa, en el Salado... Y esa sangre fructificó y extendió la democracia
municipal por toda la Península.
“Todas las villas situadas en el término de Sepúlveda,
ya sean dependientes del rey o de infanzones, adopten los usos de Sepúlveda y
acudan a su convocatoria para el fonsado y apellido [expediciones militares]”. […] “Alcaide, merino y arcipreste no sea sino de la villa; El juez sea de
la villa y [elegido] anualmente por
las colaciones [barrios o parroquias]” […] “En caso de que alguien tuviere algún
litigio con un habitante de Sepúlveda, éste podrá testificar contra infanzones
o contra villanos”[1].
Esta es una pequeña muestra de lo que vengo diciendo. La cita pertenece al Fuero
de Sepúlveda, otorgado a esta ciudad castellana por el rey Alfonso VI en
1076. El Fuero de Sepúlveda, como sabemos, funcionó como modelo de
referencia durante varios siglos para el resto de municipios de la Extremadura,
fue reivindicado por todos ellos y se convertiría en la base jurídica del derecho
de la frontera en la España medieval. Más de quinientos años después Lope de Vega escribirá en su obra Fuenteovejuna
(1618):
"-¿Quién mató al Comendador?-Fuenteovejuna, Señor.-¿Quién es Fuenteovejuna?-Todo el pueblo, a una.".
Como
recordará, en Fuenteovejuna, los vecinos de la localidad dieron muerte
al señor feudal de la misma, el comendador de la Orden de Calatrava, y
los reyes sometieron a interrogatorio a todos sus habitantes para intentar
averiguar quiénes habían materializado el crimen, encontrándose con esta
respuesta unánime:
"Haciendo averiguacióndel cometido delito,una hoja no se ha escritoque sea en comprobación;porque, conformes a una,con un valeroso pecho,en pidiendo quién lo ha hechoresponden: Fuenteovejuna".
Alguien que ignore las claves culturales de la
España medieval podría pensar que los vecinos estaban poniendo, de esta manera,
a los monarcas (los reyes católicos) ante la tesitura de castigar al pueblo
entero para hacer cumplir la ley o, por el contrario, dejar impune el
asesinato. En realidad lo que estaban haciendo era exigir la aplicación del derecho
de frontera castellano, según el cual el pueblo, reunido en “concejo”, se
convertía en la máxima autoridad civil, militar y judicial del municipio y, de
esta manera, el supuesto crimen se convertía en una ejecución.
En 1519, Hernán Cortés fundó la ciudad de Veracruz,
que se convertiría en el primer acto de la conquista del Imperio Azteca. Una
vez constituido el “concejo” o ayuntamiento de la ciudad, éste lo depone como
comandante de la expedición, para volverlo a nombrar de nuevo a continuación.
¿Qué sentido tiene deponer a un comandante para volverlo a nombrar
inmediatamente después? ¿Obedecía esto a alguna manía legalista de algún funcionario
puntilloso? En absoluto. Una vez constituido
el Concejo de Veracruz, pasa a estar vigente en su jurisdicción el derecho de la frontera
castellano. Cortés es destituido como enviado del gobernador de Cuba y, de esta
manera, son derogadas todas las órdenes que traía, que le impedían dirigirse
contra los aztecas. Al ser elegido por el Concejo de Veracruz, esta
asamblea ciudadana le otorga nuevos poderes y una capacidad de decisión de la
que carecía como subordinado del gobernador. Algún tiempo después el
nombramiento terminaría siendo validado por el mismísimo rey de España -Carlos
I-. Como vemos a través de estos ejemplos, el derecho de la frontera
sigue vigente todavía en pleno siglo XVI, incluso en el continente americano,
lo que nos indica que no estamos ante ninguna rareza ni singularidad de alguna
región perdida de nuestro país.
Los concejos abiertos han seguido formando parte
de nuestra cotidianidad municipal en las áreas rurales hasta la actualidad:
"El régimen de concejo abierto es un sistema de
organización municipal de España en el que pequeños municipios y las entidades
de ámbito territorial inferior al municipio que no alcanzan un número
significativo de habitantes se rigen por un sistema asambleario, la asamblea
vecinal, que hace las veces de pleno del ayuntamiento.
Este sistema es heredero de los
"Concejos" que fueron sistemas políticos en los territorios
cristianos de la Alta Edad Media en la Península Ibérica, en que los vecinos se
organizaban en asamblea soberana en la que decidían todos los aspectos
relativos al gobierno de cada localidad, entre ellos el aprovechamiento comunal
de prados, bosques y montes vecinales con fines ganaderos y agrícolas, de los
regadíos y de la explotación del molino, el horno o el pozo de sal, pero
también como órgano judicial.
Según
la legislación vigente el sistema está reservado a los municipios menores de
cien habitantes y a aquellos que, tradicionalmente, hayan funcionado así.
También se aplica este régimen a los municipios cuya localización geográfica, gestión
de sus intereses municipales u otras circunstancias lo hagan aconsejable; si
bien, en este caso, se requiere la petición de la mayoría de los vecinos,
decisión favorable de 2/3 de los miembros del Ayuntamiento y aprobación por la
Comunidad Autónoma.
En el régimen de concejo abierto el
gobierno y la administración del municipio corresponde a un Alcalde y a una
Asamblea vecinal de la que forman parte todos los electores. Su funcionamiento
se ajusta a los usos, costumbres y tradiciones del lugar; en su defecto se
aplica la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local,
y las leyes que, en su caso, hayan dictado las Comunidades Autónomas, sobre
régimen local.”[2]
Esta
forma asamblearia de gobierno municipal, como vemos, no responde a ninguna
lucha social reciente, no tiene nada que ver con el potente movimiento
anarquista que arraigó en nuestro país a finales del siglo XIX y principios del
XX ni tampoco con el más reciente movimiento 15M. Aunque a algunos les pueda
sorprender es un atavismo medieval y está documentada su existencia -al menos-
desde el siglo X.
El
derecho de frontera es el reflejo jurídico del salto energético
que tiene lugar en nuestro país en la profunda Edad Media y le coloca en un
tiempo político distinto al de sus vecinos septentrionales como dije más
arriba. Después de llevarnos toda la vida escuchando cómo los sistemas
políticos electivos los inventaron en otros países y cómo forman parte del
proceso evolutivo del mundo occidental hacía la democracia, cuando comprobamos
que esa era la rutina de nuestros antepasados hace más de mil años y que,
precisamente por eso fueron ellos y no los habitantes de esos otros países
“pioneros” los que pusieron en marcha los procesos que terminaron arrastrando a
los demás hacia una dinámica histórica que condujo hacia la modernidad, no
podemos dejar de considerar que tal vez la historia que nos han estado contando
no sea más que un ejercicio de propaganda política cuyo fin último sea el de
lograr esa subordinación estructural a la que se nos ha ido conduciendo de
manera sistemática desde los tiempos medievales.
Volviendo
al hilo de nuestra historia vemos cómo tras el “tsunami” de los amiríes,
que condujo hacia una situación límite a todos los reinos cristianos del norte
peninsular, se produce la Revolución Cordobesa de 1009 y la desintegración
del Califato de Córdoba, que abrirá el período histórico conocido como “La
Fitna de al-Ándalus”. Desde ese momento y durante tres generaciones
(1009-1086), los cristianos crecerán desde el punto de vista demográfico, se
expandirán en términos geográficos y militares y redefinirán su relación con el
resto del mundo que les rodeaba.
Ya
hemos visto como durante ese tiempo se extiende por doquier el derecho de
frontera. En artículos anteriores vimos como redefiníamos nuestra relación
con el resto de la cristiandad europea, como recibíamos refuerzos, acogíamos a
inmigrantes procedentes de otros países europeos (también mozárabes de
al-Ándalus) y como esa Europa igualmente nos redescubre a nosotros y aprende
bastante, en muy poco tiempo, de lo que sus viajeros encuentran en nuestro
país. Durante esos 77 años los cristianos lanzan una formidable ofensiva
militar que los lleva desde la línea del Duero -que era su frontera
sur en 1009- hasta la del Tajo -donde se situaba en 1086-, más de 300
kilómetros de avance hacia el sur, a lo largo de un frente de mil en sentido
este-oeste.
Y
entonces... los almorávides cruzaron
el Estrecho y se precipitaron en masa sobre las líneas cristianas, inaugurado
la Era de las invasiones africanas (1086-1344), en la que la línea del
frente se endureció hasta el punto de llegar a librarse en ella las batallas
más masivas de nuestra historia, al menos hasta la Guerra de la Independencia
(1808-1814), batallas en las que era imposible sostener las líneas cristianas
sin una masiva participación de las milicias ciudadanas, hasta el punto en el
que hubo algunas -como la de las Navas de Tolosa (1212)- en la que llegó
a participar alrededor del 10% de la población masculina adulta del reino de
Castilla. El pueblo en armas, durante diez generaciones,
estuvo plantando cara a tres oleadas invasoras que fueron capaces de mantener
durante todo ese tiempo, en nuestro país, ejércitos de ocupación de decenas de
miles de hombres.
En
esa época vivirán algunos personajes que, si hubieran nacido en Inglaterra,
habrían mandado al paro a Robin Hood o al Rey Arturo. Me
estoy refiriendo a Rodrigo Díaz de
Vivar (El Cid), Álvar Fáñez (Minaya)[3],
Alfonso el Batallador, el
portugués Gerardo Sempavor (en castellano Gerardo Sin Miedo), o el musulmán Ibn Mardanis (El Rey Lobo).
En
1812, el ejército ruso, ante el avance de las fuerzas napoleónicas, decide
retirarse de Moscú, destruyendo la ciudad para que el enemigo no pueda
aprovechar los recursos que ésta pudiera brindarle. Lo que los rusos hicieron
ese día fue una repetición de lo que Álvar
Fáñez había hecho en Valencia en 1102, ante el avance almorávide, tres años
después de la muerte del Cid. Seguro que recordaba la gesta de los rusos pero
ignoraba la de los castellanos ¿verdad? Como también ignoramos que antes de que
el Cid frenara en Valencia el avance almorávide durante ocho años (1094-1102),
las fuerzas de Fáñez (dirigidos y coordinados por él, aunque no siempre
estuviera presente) los contuvieron en Aledo
(provincia de Murcia) durante tres (1088-1091), jugada que volverán a repetir
los castellanos contra los almohades -en Almería- tres generaciones más tarde, durante 10 años (1147-1157),
coordinándose con el rey de la taifa murciana Ibn Mardanis.
Durante
la Era de las invasiones africanas cristalizó en España un modelo
social, una manera de mirar al mundo, una forma de encarar la adversidad, de
relacionarnos con nuestros semejantes. Nada de cuanto ha ocurrido después en
nuestro país puede entenderse si ignoramos el sustrato sobre el que se asienta.
Durante
siglos los españoles vivieron en uno de los entornos más violentos del mundo y
se estructuraron para poder sobrevivir en él. La clave era “encastillarse” en
los momentos de temporal, hostigar al adversario para tomarle la medida cuando
empieza a desfallecer y contraatacar cuando comienza a retroceder, consolidando
posiciones durante el avance para poder contener en ellas el siguiente
“tsunami” que se producirá, de manera inexorable, algún tiempo después.
Esa
forma de desplegarse por el territorio exige una gran capacidad de improvisación,
de adaptación a las nuevas circunstancias, de regeneración del tejido social
dañado, de replicación biológica y cultural. Es lo que los psicólogos llaman
“resiliencia”. Y será esa adaptabilidad de la sociedad ibérica la que le sitúe
en la vanguardia de la exploración de nuevos mundos, de nuevos paisajes, nuevos
ecosistemas y, a continuación, los convierta en el pegamento que conecte a las
sociedades con las que se ha puesto en contacto a lo largo del mundo,
construyendo una red capilar que construya un súper-organismo a través del cual
se estructure una nueva sociedad.
Fueron
esos hombres que supieron fundirse con el paisaje de la tierra donde vivían los
que harían que las piedras adoptaran la forma de castillos para poder contener
así los “tsunamis” saharianos que los azotaban, los que dieron vida a las
cañadas por dónde millones de animales se desplazaban a lo largo del año para
buscar cada brizna de hierba disponible entre las roquedas que cubrían la nieve
en invierno y se calcinaban en verano, siguiendo el ritual milenario de la
trashumancia, para dar de comer a los habitantes de una tierra dura e
inhóspita. Esa adaptabilidad ibérica a las realidades más adversas y su
capacidad para insertarse de manera permanente en casi cualquier hábitat,
manteniendo operativos sus referentes culturales, fue lo que les permitió
construir el esqueleto del mundo moderno, tal y como dijimos hace algún tiempo
en nuestros artículos La estructura del
Sistema Europeo[4] y El Imperio Transversal[5],
para convertirse así en el factor desencadenante del proceso globalizador que
ha tenido lugar por todo el mundo durante los últimos quinientos años.
El
mundo hispano ha cumplido, dentro de la estructura de poder que llamamos
“Occidente”, la función más “mineral”, entendiendo como tal la infraestructura
subyacente, los cimientos que nadie ve porque han sido sepultados por el
edificio que se construyó encima y al cual están sosteniendo. Son la raíz de un
frondoso árbol que supo conectar durante siglos (y aún sigue haciéndolo) el
tronco con el subsuelo que lo alimenta.
[3] Álvar Fáñez fue el comandante que dirigió la
carga de la caballería castellana en la batalla de Sagrajas (1086), uno
de los combates más encarnizados de toda la Edad Media española.
Gobernador-protector de Valencia durante 1085-1086, conquistó Guadalajara
(1085) y el puesto avanzado de Aledo (1088), además de varias decenas de
municipios. Su fama llegó a ser tal que la frontera de Castilla entre Cuenca y
Toledo, a mediados del siglo XII, era conocida como «la tierra de Álvar Fáñez».
Se enfrentó a las huestes de Ben Yusuf en Peñafiel (Valladolid, 1086), Almodóvar
del Río (Córdoba, 1091) y Uclés (1108). Conquistó y perdió meses
después Cuenca ante los almorávides (1111). Evacuó Valencia en
1102, salvando a todos los cristianos y musulmanes pro-castellanos que la
habitaban (a los que realojaría después en la actual provincia de Toledo).
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