En el artículo anterior explicamos nuestra
visión acerca de los profundos cambios históricos que tuvieron lugar, a escala
planetaria, como consecuencia del despliegue del Homo Ibérico por el
mundo a partir del siglo XV que, como dijimos, representa el impulso del Segundo
Ciclo Mediterráneo en el desarrollo de la Civilización Occidental.
Hace tiempo que explicamos que,
históricamente, se han sucedido dos ciclos mediterráneos, que han sido
reemplazados después por sendas ofensivas de los pueblos procedentes de los
continentes circundantes. El Imperio romano durante el siglo V de nuestra era cedería ante el avance de los germanos y el español, a partir del XVII, lo
haría ante la presión combinada de una amplia coalición de pueblos europeos liderada
por Francia. En ambos casos los frentes de lucha más activos fueron también los
más occidentales.
Desde la Guerra de los Treinta Años
(1618-1648) hemos visto desplegarse en el occidente europeo a los tres estados
que fundarían los imperios ultramarinos de la segunda generación (Francia,
Inglaterra y Holanda) seguir la estela de los españoles y portugueses por el
Océano Atlántico para intentar reemplazarlos en el liderazgo político
planetario. Los españoles y los portugueses fueron los constructores y los
mantenedores de esa estructura. Los imperios de la segunda generación se montaron sobre ella, situándose en la cúspide. Ha habido, por
tanto, un relevo en el liderazgo, pero no una sustitución del modelo.
Los españoles construyeron el Imperio
Romano de América, al que incorporaron, no obstante, algunos elementos
estructurales innovadores que cambiarían la lógica interna de los procesos
históricos a partir de entonces y provocarían una aceleración de los mismos y
un importante salto cualitativo.
Como los portugueses -contemporáneos suyos- y
los fenicios y griegos -en la antigüedad- fueron capaces de crear y sostener
durante siglos un imperio muy lejos de su patria originaria, comunicándose con
él a través del mar de manera permanente, lo que representaba un importante
salto adelante con respecto a la dinámica histórica de los pueblos medievales
del viejo mundo aunque, como acabamos de ver, contaron con antecedentes en el
mundo antiguo, precisamente entre los precursores del primer ciclo mediterráneo;
es decir, que lo que españoles y portugueses estaban haciendo durante los
siglos XV y XVI era desplegar las órdenes contenidas en su ADN de pueblos
mediterráneos, una vez alcanzado el estadio histórico en el que correspondía
hacerlo.
Pero la debilidad demográfica de los
portugueses, así como su idiosincrasia de pueblo litoral, les impidió dar el
salto hacia la siguiente fase, que era la de la construcción de un imperio
terrestre, tarea que los españoles -como los romanos mil quinientos años atrás-
sí pudieron hacer, en unas condiciones más duras que los latinos, dada la
distancia con respecto a la metrópoli a la que se encontraba éste y a la gran
variedad de ecosistemas naturales y, en consecuencia, sociales que se
encontraron o que construyeron allí.
Esta variedad de ecosistemas presentes en el
Imperio español es la que lo singulariza históricamente y lo convierte en el
primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad[1]. Aunque, como dije hace tiempo, la
transversalidad ya se daba, en cierta medida, en el Imperio romano e incluso en
las entidades políticas precursoras del mismo (cartagineses, griegos,
fenicios...) dado que el Mediterráneo es el punto de encuentro de los
ecosistemas que se dan en los continentes que lo circundan y todo pueblo que se
haya dedicado al comercio marítimo entre sus orillas se ha tenido que
desenvolver entre otros que eran estructuralmente muy diferentes a él y cuyas
formas de vida contrastaban de manera notable.
Vimos como la Península Ibérica es un espacio
geográfico que presenta asimismo una
gran diversidad concentrada en un territorio de dimensiones relativamente
modestas. Hubo también una transversalidad notable en el Imperio inca y, en
mucha menor medida, en el azteca.
Pero la constitución del Imperio español, que
llegará a extenderse desde el sur de Canadá hasta la Tierra del Fuego,
integrando en su seno desde los altiplanos andinos hasta los manglares de
Florida, pasando por los desiertos de Atacama o de Norteamérica, las costas del
Caribe y las selvas del Amazonas o de Centroamérica, representa un salto
notable en ese proceso, ya que integra prácticamente dentro del mismo a casi
todos los entornos ecológicos posibles dentro del orbe, a lo que hemos de
añadir el desafío intelectual que representaba la constatación de que vivíamos
en un mundo finito, a raíz de que la nao Victoria, comandada por Juan
Sebastián Elcano, completara la primera vuelta al mundo. Únale a esto el
establecimiento de relaciones estables entre los pueblos de Europa Occidental y
de Asia Oriental (India, China, Japón...), la creación de la primera moneda
global por parte de los españoles (El real de a ocho), aceptada
prácticamente en todo el mundo civilizado, la aparición de los primeros
tratados sobre derecho internacional, o los debates de índole moral surgidos
alrededor del tema de los derechos de los indios, que ampliaban el
horizonte ético de los pueblos medievales europeos y nos metían de lleno en el
ámbito de la modernidad.
La llegada de los nuevos
productos americanos a Europa (chocolate, patata, tabaco, quinina...), la de
otros que, sin ser oriundos de América, podían cultivarse allí de forma masiva
por razones climatológicas (azúcar, café, algodón...) y la llegada de metales
preciosos procedentes del Nuevo Mundo (oro y plata) alteraron radicalmente e
intensificaron las relaciones comerciales en Europa, dando lugar a una
competencia feroz que provocaría un incremento de la especialización y un
aprovechamiento más intenso de las ventajas comparativas de la que cada cual
disponía, de la productividad y del desarrollo científico y tecnológico.
Las consecuencias, a medio plazo, de
este proceso fueron la Revolución Industrial, las oleadas de revoluciones
políticas que le acompañaron y los grandes enfrentamientos
armados que se extienden por Europa, de una magnitud desconocida en las
etapas históricas precedentes. Me estoy refiriendo a la Guerra de los
Treinta años, las guerras napoleónicas y las dos guerras
mundiales.
Recapitulemos: Hemos hablado de dos ciclos
mediterráneos como desarrollos lógicos del encuentro en nuestra latitud de
pueblos adaptados a ecosistemas naturales diferentes que están estructurados de
distinta manera y que tienen ventajas económicas comparativas que estimulan el
comercio, el desarrollo político y cultural, los incrementos en la
productividad, en la demografía, en la tecnología y en la ciencia.
Pero
hay una gran diferencia entre los imperios romano y español: que el primero
desarrolló una estructura económica que, en buena medida, se mantuvo dentro de
los límites políticos del Imperio y permaneció asociada a él. Una vez alcanzado
el cénit del mismo (sobre el año 200 de nuestra era) comenzó su declive
político y, con él, un proceso involutivo que arrastró al resto de facetas que
estaban asociadas con el mismo: demografía, economía, comercio, tecnología,
ciencia, religión, cultura...
El
comienzo del declive político del Imperio
español, en cambio, que podemos datar en torno al 1640, tan sólo significó que
los españoles pasaron el testigo a
nuevos agentes políticos que, hasta ese momento, venían desempeñando un papel
secundario dentro del proceso. La decadencia política española no es más que una crisis de crecimiento del modelo, una
reasignación de roles que abriría una nueva fase de desarrollo en la
civilización occidental.
Observemos
el siguiente mapa:
El Eje del Imperio español
Al mirar un mapamundi siempre tuve la
sensación de que la Península Ibérica parece estar huyendo de Europa, con rumbo
suroeste y, al hacerlo, la arrastra tras de sí. Una idea parecida debió
inspirar a José Saramago a escribir su obra de ficción “La Balsa de Piedra”. Es
una sensación que viene reforzada, además, por el paisaje que vemos por aquí,
que nos recuerda al de otros países situados lejos de nuestro entorno
geográfico inmediato, como debió parecerle a Hernán Cortés en México cuando lo
bautizó con el nombre de “Nueva España”.
España es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de
caminos, una manera de conectar con los otros, una forma de mirar al mundo y de
interpretar la realidad que nos envuelve, una atalaya desde donde se puede
observar el horizonte que se oculta tras la Mar Océano, una antena que capta
todas las descargas de energía que se producen en el Hemisferio Occidental.
Y
ese carácter de encrucijada geográfica que tiene nuestro país prefiguró, desde
hace miles de años, su función política y canalizó los procesos históricos
asociados a la misma. Como una clepsidra (reloj de agua) su relieve conduce los
flujos que la naturaleza trae hasta aquí y los redistribuye, conectando mundos
lejanos y distintos planos de la realidad. Y esos flujos van dejando un poso
tras de sí que el tiempo convirtió en una estructura que se desplegó
como el embrión del esqueleto que sostiene al mundo global que entre todos
fuimos construyendo a partir del siglo XV.
Esa
pequeña piececita que se observa en el meollo del Hemisferio Occidental, donde
se encuentran las placas tectónicas, los flujos de energía del magma
subyacente, las corrientes marinas que atraviesan el Atlántico, rompiendo en la Península para internarse una parte en el sumidero mediterráneo, mientras
el resto enfila hacia las islas británicas. Ese lugar donde los vientos
oceánicos rompen sus frentes contra el relieve
de la Meseta Central, escalonado a distintos niveles y formando pasillos
horizontales que amplifican los contrastes entre el norte y el sur peninsular,
con la de las bajas presiones saharianas que desvían los vientos del oeste
hacia el norte durante el estío, resecando la tierra y pintando de pardo
nuestro paisaje, en abierto contraste con el verde de nuestros vecinos
septentrionales; esa piececita -repito- se convirtió en un corazón que bombeó
hombres y recursos hacia los cuatro puntos cardinales durante la Era de los
Descubrimientos Geográficos y conectó al mundo entero, transportando a
través de sus rutas de distribución mercancías,
personas, conocimientos, ideas...
Sabemos
que los animales metazoos (vertebrados, artrópodos, moluscos...) están
compuestos por multitud de células vivas que se unen para hacer un trabajo
juntas que consiste en dar vida al ser que las contiene. El hombre está
compuesto por millones de ellas que ignoran nuestra existencia, pese a que nos
están permitiendo vivir gracias a su trabajo o, lo que es lo mismo, a sus
tendencias instintivas.
El
leucocito -o glóbulo blanco- no tiene ni idea de que el bichito
al que está persiguiendo es una bacteria portadora de una enfermedad que puede
poner en peligro la vida del ser-continente dentro del cual vive. Tampoco es
necesario que lo sepa. Simplemente es así. Pero hay una conexión evidente entre
su vida y la nuestra. Son dos planos diferentes de la misma realidad. Están
interconectados aunque se ignoren mutuamente.
Las
sociedades humanas son una asociación de individuos que buscan optimizar su
relación con el medio en el que viven a través de una serie de reglas que han
ido adoptando a lo largo del tiempo y que son fruto de la experiencia acumulada
de los grupos que las constituyen. Pero los hombres no son los únicos elementos
activos de esa asociación. Hay otros seres vivos interactuando con ellos y también
otros que, sin estar vivos en el sentido orgánico del término, tienen una
dinámica muy potente y reaccionan -igualmente- en respuesta a nuestras
acciones. El conjunto, por tanto, tiene su propia lógica de desarrollo, que es
independiente de la de sus partes, y esa lógica supra humana nos arrastra y
condiciona buena parte de nuestra existencia.
En
el desarrollo de los procesos históricos, la voluntad de los hombres que los
protagonizan representa, tan solo, uno de los componentes a tener en cuenta. En
realidad ni siquiera es uno de los elementos causales más determinantes de los
mismos, pues los planes que los humanos van trazando por el camino se corrigen
sobre la marcha, en una interacción continua con el resto de elementos activos
que forman parte del sistema, resultando ser, finalmente, uno de los elementos
más adaptativos de la máquina de la que forma parte. Como dijo Carlos Marx: “No
es la conciencia la que determina el ser, sino que es el ser el que determina
la conciencia”.
Las
sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden
entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se
desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una
doble direccionalidad potencial: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o
se involuciona.
Evolución significa intensificar la
productividad global del modelo,
crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de las
ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema político y
social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el desarrollo
científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las partes que
forman parte del sistema...
Involución significa justo lo
contrario. La tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa
estructura es a frenar su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos
abarcable, menos previsible, menos manejable y esto les infunde miedo.
Son
las clases subalternas, las que no están bien integradas dentro del mismo, los
sectores de la población que el sistema expulsa hacia la periferia, los que
empujan en la dirección de incrementar la complejidad del modelo. Y hay dirigentes
que saben ver en la fuerza convectiva que emerge desde el fondo de la sociedad una
vía de ascenso social, una posibilidad de ponerse al frente de las
transformaciones que le acompañan y de adaptarlo a sus propias necesidades.
Avanzar o retroceder, ese el
dilema que
se presenta cada vez que hay una crisis de crecimiento, y en la resolución del
mismo intervienen, por supuesto, las inercias que el modelo lleva consigo pero,
también, la lucha interior que se libra en el seno de cualquier sociedad entre
las facciones que aspiran a liderarla.
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