martes, 16 de octubre de 2018

El punto de inflexión de la Unión Europea


La primera fisura del proyecto europeo

En nuestro anterior artículo vimos someramente cómo se puso en marcha el proyecto europeo. Cómo el núcleo duro impulsor del mismo era el eje franco-alemán, como este proyecto venía de lejos; cómo, para llevarlo a cabo, se puso en marcha toda la experiencia que franceses, alemanes e italianos habían acumulado en ese sentido desde principios del siglo XIX y cómo el objetivo político estratégico perseguido a largo plazo era la creación de los Estados Unidos de Europa.
También vimos como éste tuvo que abrirse paso, en la Europa de la postguerra y de la Guerra Fría, compitiendo con otras estructuras de coordinación económica supranacionales como la EFTA y el COMECON, que perseguían unos objetivos estratégicos diferentes e incompatibles con él. Y que la posible creación de una unión política entre los europeos no era, ni mucho menos, bien recibida en la Unión Soviética, ni menos aún en los Estados Unidos de Norteamérica. También vimos la dureza de los enfrentamientos de todo tipo que tuvieron lugar en el mundo a lo largo de los 50 y los 60 y como, pese a que los actores principales durante esa época fueron los ya citados norteamericanos y soviéticos, los estados europeos de primer nivel (Francia, Alemania Occidental y el Reino Unido), desempeñaron un importante papel.
“El crecimiento económico que tuvo lugar en los países del Mercado Común Europeo entre 1957 y 1973 fue extraordinario y superó ampliamente al de sus competidores. A principios de los setenta la CEE era una potencia económica que rivalizaba, a escala mundial, con los Estados Unidos de Norteamérica y que amenazaba, además, con materializar el proyecto de los Estados Unidos de Europa. Europa había hecho su propia travesía del desierto en la época de la postguerra y se preparaba, de nuevo, a convertirse en uno de los protagonistas del futuro.”[1]
Con la llegada al poder en Estados Unidos del Complejo Militar-Industrial con el presidente Richard Nixon, se pone en marcha un poderoso plan de involución social a escala planetaria que descansaba sobre tres paradigmas teóricos complementarios:
El Neoliberalismo, en economía, el Neomalthusianismo, en demografía y el Neofeudalismo como modelo de intervención política en los países de la periferia del Sistema.”[2]
La puesta en marcha, en Europa Occidental, de los planes del Complejo Militar-Industrial fue facilitada por la desaparición del presidente francés Charles de Gaulle, como consecuencia del mayo francés de 1968:
“De Gaulle era un verdadero estorbo para los planes políticos del Complejo Militar-Industrial. Recordemos que cuando estalló la crisis del petróleo en 1973 Francia era el único país del mundo que producía más de la mitad de su electricidad con centrales nucleares y, en consecuencia, el que menos sufrió con los brutales incrementos de precios del petróleo  que tuvieron lugar entonces. A esa situación no se había llegado por casualidad. Alcanzar ese nivel de autosuficiencia energética era fruto de una planificación que venía de lejos. Charles de Gaulle se había adelantado a esa jugada, que sorprendió al resto del mundo, en más de una década.[3]
En cuanto De Gaulle desapareció de la escena, comenzó el proceso de negociación de la primera ampliación de la CEE, que abrió la puerta de la misma a tres nuevos países; Reino Unido, Dinamarca e Irlanda, los dos primeros procedentes del bloque rival de la EFTA:
“La EFTA estaba compuesta entonces por siete países (Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza, Austria y Portugal). Su objetivo era crear una zona europea de libre comercio, sin ninguna pretensión adicional de avanzar hacia la unidad política.”[4]
El Reino Unido y Dinamarca, hasta entonces, habían sido defensores del libre comercio, dentro del viejo modelo político de los estados-nación europeos, en un contexto atlantista en el que la Europa Occidental debía actuar como fuerza subordinada, dentro del bloque del Gran Occidente, encarnado en el plano militar por la OTAN, y liderado por los Estados Unidos de Norteamérica, moviéndose en el contexto más amplio del mundo bipolar de la Guerra Fría.
Había dos modelos de Europa, claramente explicitados, compitiendo entre sí en el Occidente europeo: el de los Estados Unidos de Europa, liderados por el eje franco-alemán, que pretendía crear un nuevo proyecto político que devolviera a Europa el liderazgo y la centralidad que había perdido como consecuencia de las dos guerras mundiales y el atlantista que concebía, como hemos dicho más arriba, a Europa como un elemento subordinado del Gran Occidente. Ambos modelos compitieron apoyándose, inicialmente, en las dos asociaciones rivales de la CEE y la EFTA. Desde finales de los 60 empieza a desplegarse el modelo de integración de las dos, una vez desaparecidas de la escena las personalidades que habían defendido de manera más contundente la identidad europea frente al hegemonismo norteamericano.
La crisis económica de 1973 creó un nuevo escenario político de ámbito mundial. En economía, el expansivo paradigma keynesiano es reemplazado por el neoliberal, claramente involutivo. Al cerrar el grifo de la energía los poderes fácticos planetarios nos reorientan a todos hacia la economía de la escasez y cortan las alas a los proyectos expansionistas emergentes que estaban surgiendo por todo el mundo y que tenían a los países de la CEE y a Japón como sus puntas de lanza más destacadas.
La entrada del Reino Unido y de Dinamarca en la CEE frena el proceso de integración política de la misma desde el primer momento. Entre el librecambismo de los antiguos países de la EFTA y el proyecto de los Estados Unidos de Europa franco-alemán se sitúan los países del Benelux, actuando como fulcro de la balanza. La llegada al gobierno en el Reino Unido de Margaret Thatcher (1979) elevará aún más la tensión dentro del bloque, ya que ella era en ese momento histórico la punta de lanza más destacada, a nivel mundial, tanto del neoliberalismo como del atlantismo.
Luego vendrán la Segunda (Grecia, 1981) y la Tercera Ampliación (España y Portugal, 1986). La España de Felipe González se alineará, claramente, con el eje franco-alemán desde el primer momento. Portugal y Grecia también son partidarias, aunque no de una forma tan militante, del modelo de integración política. Las tensiones entre las dos “sensibilidades” se agudizan en la década de los ochenta y los enfrentamientos fueron bastante agrios, sobre todo en la época en la que Jacques Delors fue presidente de la Comisión Europea (1985-1995). Es en ese momento cuando se empieza a hablar de la “Europa de las dos velocidades”. La posibilidad de un abandono del Reino Unido (donde el número de los euroescépticos no deja de crecer) de la Unión Europea empieza a visualizarse. 
También empezó a hablarse de la creación de un ejército específicamente europeo, que se percibe como necesario por parte de los partidarios de la integración política. Con ese objetivo se intentó revitalizar una vieja organización militar europea (La Unión Europea Occidental), puramente testimonial, que integraba a los seis socios fundadores de la CEE más el Reino Unido desde los años 50 y en la que ingresaron España y Portugal en 1990. La citada organización se disolverá, formalmente, en 2011.
En 1979 se puso en marcha la “Unidad de Cuenta Europea” (ECU, por sus siglas en inglés), una moneda virtual, utilizada en la contabilidad comunitaria, que pretendía ser el embrión de una futura moneda europea. 
Y mientras tanto, fuera de la Unión Europea estaban teniendo lugar acontecimientos políticos de gran calado que tuvieron una repercusión inmediata en el equilibrio de poder comunitario. La caída del Muro de Berlín, en 1989, la desintegración de la Unión Soviética, la desaparición de la organización militar del Pacto de Varsovia y económica del COMECON, así como el estallido de las guerras yugoslavas, lo cambiaron todo y rompieron todos los equilibrios internos.
Como consecuencia de la caída del Muro de Berlín se produjo un vertiginoso proceso de unificación alemana que convirtió, de facto, a ésta en la Cuarta Ampliación Comunitaria. La “reunificación” alemana fue una absorción de la segunda por parte de la primera. Desde el principio se dio por supuesto que la Constitución de la Alemania unificada era la de la RFA, que la capital seguía estando, de momento, en Bonn, que la moneda era la de la RFA y que el país se seguía llamando República Federal Alemana. Los alemanes orientales, un día determinado, se levantaron como ciudadanos de la RFA.
Y como la RDA era un país “comunista”, en el que la economía estaba estatalizada, de un día para otro toda la economía del país pasó a manos de su nuevo poder político: el estado capitalista de la RFA, que diseñó una transición ad hoc para esos territorios que terminó subastando al mejor postor todo el tejido industrial de la Alemania comunista.
La absorción de la RDA por la RFA fue una ampliación de la CEE por la puerta de atrás. Entraba en el club un país de 15 millones de habitantes (más poblado que Holanda, Bélgica, Portugal, Grecia, Dinamarca, Irlanda o Luxemburgo) ¡¡sin negociación alguna!! con los 12 miembros de la CEE, sin mecanismos de compensación, sin períodos transitorios de adaptación, como se había hecho en el resto de ampliaciones que habían tenido lugar hasta entonces. Sin tiempo para adaptar legislaciones que amortiguaran sus brutales efectos.
La Alemania Federal puso al resto de países de la CEE ante hechos consumados. Les impuso una ampliación de facto y, como consecuencia, esto produjo desajustes en la distribución de los diferentes fondos estructurales de la Unión, dado que la media del PIB europeo bajó como consecuencia de la incorporación de los landers de la antigua RDA, que éstos pasaron a situarse entre las regiones beneficiarias de los mismos y que su cuantía económica no se incrementó de manera significativa. En conclusión, el mismo dinero para repartir entre más y las condiciones para optar a ellos se endurecieron. ¿Qué país europeo salió más perjudicado por esto? ¡España! Algunas regiones españolas que hasta entonces se situaban ligeramente por debajo del umbral que las convertía en beneficiarias de esos fondos subieron por encima del mismo y los perdieron, ya que la media en base a la cual se hacían los cálculos había bajado. Y las que seguían teniendo acceso a los mismos vieron reducirse su importe, ya que ese dinero había que repartirlo entre más gente. Eso significó que una parte de la factura de la reunificación alemana la pagamos los españoles en términos de reducción de subvenciones europeas.
Y la absorción de la Alemania Oriental fue solo el comienzo. La disolución del COMECON fue haciendo que la mayor parte de sus antiguos miembros pidieran el ingreso en la CEE que, a partir de 1993, pasó a llamarse Unión Europea. Como éstos sí iban a negociar su ingreso, tal y como habían hecho antes españoles, portugueses y griegos, había gran interés en formar parte de la mesa negociadora, ya que estaba en juego la posible participación de centenares de grandes empresas occidentales en los procesos de privatización pendientes en todos los países del este. Como consecuencia nuevos países de la EFTA llamaron a la puerta (Suecia, Noruega, Finlandia y Austria). En 1995 se produjo la quinta ampliación, de la que Noruega, fiel a sus viejas tradiciones, se descolgará en el último momento, como consecuencia de un nuevo referéndum, repitiendo así la jugada 22 años después.
En paralelo a este proceso tendrán lugar las guerras yugoslavas que se irán sucediendo a lo largo de la década de los 90 (guerras de Eslovenia (1991), de Croacia (1991-1995), de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y de Kosovo (1998-1999)) y que tendrán una gran repercusión en las relaciones de poder dentro de la Unión Europea. Durante las primeras fases de las mismas se produjo un claro enfrentamiento estratégico entre alemanes, por un lado, que apostaron desde el primer momento por la desintegración del estado yugoslavo y franceses y británicos que, inicialmente, intentaron frenar ese proceso. Los norteamericanos respaldaron abiertamente las posiciones alemanas, lo que llevará a los franco-británicos a terminar aceptando los hechos consumados que se estaban produciendo sobre el terreno.
Mientras tanto las empresas occidentales se extienden por los países del Este de Europa y se adueñan de las joyas más preciadas de su industria (la Skoda checa es absorbida por la Volkswagen alemana, la Dacia rumana por la Renault francesa, etc.)
Es en este contexto político en el que aparece la moneda de la Unión Europea (el Euro), fruto de un acuerdo que tuvo lugar en Madrid el 16 de diciembre de 1995. En 1999 sustituirá a la Unidad de Cuenta Europea (ECU) y en 2002 entrará en circulación, reemplazando a 12 monedas nacionales previas. Hoy es la moneda oficial de 19 países de la Unión. 
El euro será puesto en circulación por el Banco Central Europeo, una institución que había nacido a imagen y semejanza del Bundesbank alemán. Como éste, será independiente de los poderes comunitarios. En la nueva Europa que se está creando, al modelo del equilibrio de poderes de Montesquieu (ejecutivo, legislativo y judicial) se le añade una nueva pata: la entidad emisora de moneda. Los estados que se incorporan a la eurozona han perdido la capacidad de dar instrucciones al banco emisor, que hasta ese momento tenían. El viejo recurso a la emisión de papel moneda (del que tanto la España de Franco como la de Suárez usaron para capear la crisis económica de 1973) se había perdido. La siguiente gran crisis (la de 2008) será enfrentada sin esa capacidad de maniobra por parte de los estados o del “nuevo estado” emergente llamado Unión Europea. Esto puso a los diferentes gobiernos, en especial a los de los países periféricos, al pie de los caballos, dejándolos a merced de los bancos privados.
El sistema de financiación que el Banco Central Europeo diseñó es un mecanismo que convierte a los bancos privados en los intermediarios entre éste y los gobiernos a los que debiera respaldar. El BCE presta a los bancos el dinero y estos, a su vez, se lo prestan a los gobiernos, con un pequeño margen de beneficio. Está prohibida la financiación directa del BCE a los estados de la Unión. Esto refuerza el papel de las élites financieras europeas, puesto que son capaces de administrarles a sus respectivos gobiernos el flujo del dinero.
Con esta estructura fue con la que la Unión Europea se enfrentó con la sexta ampliación (2004) en la que entrarán en la Unión ocho países de la antigua Europa comunista (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría y Eslovenia) y los dos más pobres de la EFTA (Malta y Chipre). Diez nuevas absorciones que nos recuerdan en parte a la germano-oriental, aunque ya lo hacen a través de un mecanismo más reglado y previo pacto entre todas las partes. Después de 2004 ya no queda en la Unión nada del espíritu de los que pretendían crear los Estados Unidos de Europa. Está surgiendo un modelo jerárquico, con países de primera clase  (Alemania), de segunda (Francia, el Benelux, Austria, Reino Unido y los escandinavos) y de tercera (los demás), regido por un modelo atlantista que se coordina con la OTAN y que está actuando de una manera cada vez más agresiva fuera de sus propias fronteras. 
Poco después se producirá la séptima (Rumanía y Bulgaria en 2007) y octava (Croacia en 2013) ampliaciones siguieron profundizando en ese modelo. Antes de estas tres últimas ampliaciones se propondrá la Constitución Europea, aprobada en junio de 2003,  firmado por los jefes de gobierno en octubre de 2004 y por el Parlamento Europeo en enero de 2005. Durante el proceso de ratificación por los diferentes estados, a lo largo de 2005 y 2006, será rechazada en referéndum en Francia y en Holanda (bastaba que un sólo estado lo hiciera para que no entrara en vigor, por la famosa regla de la unanimidad). España estaba en la lista de los países que la ratificaron, con un 76,7% de votos a favor, pero con una participación del 42,33%. Es decir, que sólo el 32,46% del electorado votó a favor... ¡la tercera parte del censo! La Constitución que no se aprobó será, finalmente, reemplazada por el Tratado de Lisboa (diciembre de 2007). 
El complicado sistema de toma de decisiones instaurado en la Unión Europea, que facilita los bloqueos en las decisiones importantes y que eterniza las negociaciones, el poder de los grandes lobbies empresariales, el escaso poder de los órganos centrales de decisión de la Unión, el dumping social practicado por algunos de los estados que componen la Unión, la subasta a la baja de los impuestos empresariales, la inexistencia de un ejército europeo o de una política exterior común, la asimetría del peso relativo entre los diferentes estados que la componen en el sistema de toma de decisiones y la propia heterogeneidad de los 28 en términos culturales, históricos, económicos y políticos, apuntan de manera cada vez más clara hacia una dinámica de disgregación.
Y es en este contexto político en el que el Reino Unido, el estado que lideró la EFTA en los años 50 y 60, planteó el referéndum para la salida de la Unión Europea, que se llevó a cabo en 2016, popularmente conocido como “Brexit”. El Brexit fue un torpedo que impactó bajo la línea de flotación de una maltrecha Unión Europea que cada vez ilusiona a menos gente, es el pistoletazo de salida del proceso de desintegración europea cuyo efecto los poderes financieros comunitarios están intentando ralentizar. La previsible salida del Reino Unido de la Unión Europea en 2019 marcará un precedente que otros usarán después. Cuando el Reino Unido salga –dentro de unos meses- de la Unión Europea todo el mundo observará con lupa ese proceso. Y si la jugada le sale medianamente bien, seguro que tendrá emuladores.
Nigel Farage, líder del Partido del Brexit

2019 será un año decisivo. Marcará, con toda probabilidad, un punto de inflexión en la historia de la Unión Europea. La evolución de los acontecimientos que ya están programados hará que el devenir futuro de la misma se oriente en una o en otra dirección. Las fuerzas disgregadoras que la Unión lleva dentro podrán acelerar su marcha (si el Brexit sale bien) o la frenarán (si sale mal). Pero la utopía de una futura unión política europea ya está, desde luego, muerta y enterrada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario