En
el anterior artículo describimos el proceso histórico de acumulación de fuerzas
que durante más de cinco mil años se fue produciendo en el Viejo Mundo y que a
partir del descubrimiento de América en 1492, por parte de los castellanos, y
de la llegada de los portugueses a la India en 1498 entra en una nueva fase
histórica que podemos llamar de “resolución” de las tensiones que se venían
generando durante los cinco milenios precedentes.
Hoy
a ese proceso le llamamos “globalización”, y representa un salto cualitativo en
el desarrollo histórico de la especie humana que, intuímos, no es más que una
fase de entrenamiento para el futuro salto hacia las estrellas. En nuestro
desarrollo argumental vimos como el proceso que nos lleva desde los sumerios
hasta la salida de Colón del Puerto de Palos había consistido en la creación de
un poderoso acumulador de energía cultural que, en América y en el Extremo
Oriente, encontró los motores que estaban esperándolo para empezar a girar, en
un proceso de aceleración creciente parecido a la forma en la que aparecen los
huracanes en los mares tropicales durante la estación que les resulta propicia.
El
proceso, aunque esté lleno de millones de actos de voluntad y de decisiones tomadas
por personas concretas, viene condicionado, en realidad, por el entorno
geográfico y biológico en el que se despliega. Los hombres, en épocas de
prosperidad, siguen el camino del agua. En los períodos involutivos el
contrario, se repliegan hacia lugares más defendibles y menos disputados.
Cuando se hicieron a la mar -en barcos de vela- siguieron el camino del viento.
Por tanto, los fluidos que hacen posible la vida humana resultan determinantes
a la hora de juzgar los procesos históricos, por eso vemos como los humanos van
abriéndose paso a través de los obstáculos que la naturaleza les va poniendo
por delante, apoyándose para ello en los elementos que esa misma naturaleza les
brinda. Las sociedades humanas se van desplegando en interacción con el medio
en el que se desenvuelven. Las montañas, los mares, los desiertos, las cuencas
fluviales, el viento y los diversos ecosistemas biológicos actúan como factores
canalizadores de las decisiones que los hombres toman cuando buscan el alimento
que necesitan para poder sobrevivir.
Vistos
los procesos históricos de esta manera, puede intuirse tras ellos una
estructura subyacente, una especie de programa que los va determinando y que
marca las tendencias, los tiempos, los ritmos de desarrollo de cada uno de los
elementos que los componen. De pronto, los minerales que nos rodean dejan de
ser meros objetos que encontramos en nuestro camino para convertirse en los
vectores canalizadores de la vida y, a su través, de la Historia de los
hombres. Nuestro planeta pasa a convertirse en un organismo vivo que va
desplegando su proceso vital de manera paulatina a través de los elementos que
hemos descrito. Un hombre es para La Tierra lo que un leucocito es para el
humano en el que vive. Son planos distintos de una misma realidad. Si
Contemplamos el devenir de la Historia como meros espectadores que están viendo
una película en la que un fotograma es reemplazado por el siguiente, sin
preguntarnos qué es lo que hay detrás, nos convertimos en simples piezas de una
máquina que actúa siguiendo las directrices de un programa cuya existencia
ignoramos.
Si
contempláramos el mapa físico de una región desértica en el que estuvieran
reflejadas con detalle las correspondientes curvas de nivel, podríamos
imaginarnos el proceso de desarrollo de una civilización en el área citada si
cambiaran las variables atmosféricas y comenzara a llover de manera
sistemática. Podemos construir modelos de desarrollo de las dinámicas
históricas observando de manera inteligente el entorno en el que se despliegan
y, a partir de ellos, iniciar un proceso de reflexión acerca del sentido que
tiene nuestra evolución histórica, hacia dónde nos lleva y, después, juzgar si
estamos de acuerdo con ella. Si fuéramos capaces de hacer ese ejercicio de
análisis podríamos dejar de ser sujetos pacientes que sufren las consecuencias
de los procesos históricos, para convertirnos en los agentes que los diseñan y
construyen.
Volviendo
al hilo argumental que desarrollamos en nuestro artículo anterior, recordamos
como después de hacer una evaluación de los procesos históricos que han tenido
lugar en el Planeta Tierra durante los últimos cinco mil años detectamos dos
grandes áreas activas que cumplen, cada una de ellas, una función diferente.
Por
una parte está la zona de acumulación de energía que, históricamente, se ha
desplegado en el grupo de continentes que hemos dado en llamar “Viejo Mundo” y,
por la otra, el “Nuevo Mundo”, que es el continente donde se inició la gran
descarga energética que dio origen a la modernidad y desencadenó el proceso de
evolución tecnológica que llamamos “Revolución Industrial”. También insinué que
esta fase histórica, en medio de la cual nos encontramos, era una etapa de
entrenamiento para lo que está por venir.
A
lo largo de la Edad Antigua la civilización se fue extendiendo por el Viejo
Mundo, a través de los valles fluviales, siguiendo las líneas de los paralelos,
es decir, en sentido este-oeste. Pero el eje de esa expansión estuvo situado
entre los 30 y los 40 grados de latitud norte, que es donde se desplegaron los
imperios hitita, asirio, babilónico, persa, alejandrino, cartaginés, romano...
En
la Edad Media esa franja gana anchura, llegando por el norte hasta el Círculo
Polar Ártico y por el sur hasta el Sahel (punto de arranque del Imperio
Almorávide) y el Océano Índico; con una distancia angular de casi 50 grados.
Esa zona se fragmenta en dos áreas: La septentrional o europea, que genera,
como respuesta cultural, el “Occidente Cristiano Medieval” y la
meridional, la de las tierras áridas que va desde el
río Indo (por el este) hasta la costa atlántica marroquí (por el oeste) y que dio
origen al Mundo Islámico. Ambas respuestas culturales se desarrollan en
simbiosis con sus respectivos ecosistemas.
Durante
mil años esas dos zonas se van consolidando, dibujándose entre ambas una línea
de frente que va desde el Estrecho de Gibraltar hasta la línea de cumbres de la
Cordillera del Cáucaso, a través de los mares Mediterráneo y Negro. A ambos
lados de esa línea se va produciendo un endurecimiento ideológico que crea una
fuerte polarización mental y unas poderosas vanguardias militares que generan
sus propias inercias históricas que trascienden cualquier diseño estratégico de
sus clases dominantes. Los políticos y los teólogos se ven arrastrados por las
dinámicas históricas en las que se hallan envueltos y que los conducen.
Pero
en el extremo más occidental de esa línea del frente, donde chocan las dos
respuestas culturales citadas, la Península Ibérica presenta unas
características muy especiales que la convierten en un elemento único dentro
del conjunto que hemos descrito. Es un laboratorio de experimentación que la
naturaleza creó hace millones de años. Cuando dos mundos chocan en ella el
conflicto se eterniza y en su seno empiezan a aparecer individuos mutantes que
exportan nuevas soluciones evolutivas hacia los ecosistemas circundantes.
Volvamos
a nuestro Mapa Mundi. Observen como el extremo suroccidental de Europa parece
estar huyendo de ella y, al hacerlo, la estira y la arrastra hacia el Océano
Atlántico y el noroeste africano. Parece un remolcador tirando de un
trasatlántico. Quizá fuera esa imagen la que inspirara a José Saramago a
escribir su obra “La balsa de piedra”.
Esa
percepción, que puede parecer una peregrina interpretación de una imagen
geográfica comparable al juego de niños que consiste en encontrarle parecidos a
las nubes también es, sin embargo, el resumen de su historia. Y no es por
casualidad. Es evidente que la Península es la atalaya más privilegiada que hay
en la ecúmene europea para dar el salto hacia los mundos remotos.
Y como vemos en esta
imagen espacial del entorno mediterráneo no sólo estamos en la punta del
continente del norte del Viejo Mundo; además somos la zona de transición ecológica
de este extremo del mismo, el lugar donde se encuentran las floras y las faunas
de los ecosistemas húmedo del norte y árido del sur. Este dato nos singulariza
porque hay que desplazarse varios miles de kilómetros hacia el este para
encontrar otra zona que desempeñe una función parecida (La Península de
Anatolia), aunque en este caso con una mayor cantidad de rutas alternativas
para rodearla de manera lateral, lo que disminuye la tensión que se produce,
por unidad de superficie, en su zona de tránsito.
En
la Península Ibérica se encuentran cada año aves que proceden del Círculo Polar
Ártico con otras que vienen desde el corazón de África. Vientos portadores de
semillas que traen consigo la información genética que recoge millones de años
de evolución de la vida en las áreas circundantes, y el polvo sahariano que
viene cargado de larvas de invertebrados de su patria originaria y que acaban
depositándose como sedimento en los valles de nuestros ríos.
Las
placas tectónicas europea y africana colisionan en el Estrecho de Gibraltar y
en el Mar de Alborán, colocando ambos continentes casi a tiro de piedra. De
hecho estuvieron unidos hace unos pocos millones de años (apenas nada en
términos evolutivos) y esa breve coyuntura geológica sería aprovechada por las
especies de animales terrestres y las plantas de ambos lados para cruzar el
puente y probar fortuna en los ecosistemas que se habían puesto a su alcance.
El
empuje de ambas placas ha elevado y deformado la superficie de la Península,
creando en ella varias cordilleras alpinas, es decir, cordilleras jóvenes, muy
erosionables, que se extienden siguiendo las líneas de los paralelos
(Cantábrica, Pirenáica, Sistema Central, Montes de Toledo, Sierra Morena y
Penibética). Esas cadenas montañosas, sumadas al efecto que una Meseta Central
escalonada, con una superficie del tamaño de Inglaterra y una altitud media de
600 metros, convierten a nuestro país en un subcontinente-fortaleza, dividido
en áreas naturales casi estancas que presentan un paisaje típico diferente en
cada una, extendidas como franjas climáticas paralelas que provocan unas
transiciones ecológicas muy nítidas entre ellas y nos convierten prácticamente
en un laboratorio donde la naturaleza no para de experimentar y de inventar
nuevas soluciones que luego son exportadas. Para cualquier especie foránea, ya
venga desde el norte o desde el sur, le resulta casi imposible atravesar sin
transformarse por el camino las barreras acumuladas de tantas cordilleras y
valles escalonados en altitud que se encuentra por delante. Pero las nuevas
variantes surgidas aquí tienen mucho más fácil extenderse desde España hacia el
exterior (porque los niveles de variabilidad de nuestros vecinos son mucho
menores que los nuestros) que hacia el interior, dónde abrirse paso unos
centenares de kilómetros hacia el norte o hacia el sur tiene un coste evolutivo
importante.
Por
todo lo dicho, parece evidente que nuestro país responde a un diseño
estructural que viene a ser una especie de volcán biológico que acelera los
procesos evolutivos de los seres vivos y los exporta hacia los ecosistemas
vecinos.
Hace
ya tiempo que dijimos que las sociedades humanas son ecosistemas sociales, a
las que pueden aplicarse las mismas reglas que a los biológicos. Ergo, lo que
hemos dicho para estos también podemos hacerlo extensivo para aquellos. Y
siguiendo en esa línea argumental recordarán que, igualmente, venimos afirmando
hace años que la “Reconquista” española, es decir, los ochocientos años de
lucha en suelo ibérico entre cristianos y musulmanes sirvió como un ensayo para
la ulterior conquista del continente americano por parte española.
Cualquier
tiempo anterior sirve, desde luego, como base para afrontar todo lo que viene
después. Esa es una regla universal aplicable a cualquier momento y a cualquier
lugar. Pero hay procesos que nos prepararan para sacar el máximo provecho a los
acontecimientos del futuro y otros que provocan el efecto contrario. La Edad
Media peninsular es, probablemente, uno de los procesos históricos que mayores
potencialidades haya transmitido a los sujetos que la sufrieron para afrontar
las circunstancias concretas que el destino les había reservado. A continuación
repetiremos, una vez más, los argumentos que hemos utilizado ya en otros
artículos de nuestro blog:
“dije que España es el país con
mayor diversidad regional del mundo en un espacio geográfico de dimensiones
medias. Y les mostré las dos imágenes que ven más abajo:
Península Ibérica Corte transversal en el sentido de
los meridianos
También
afirmé que es un concentrado de los paisajes que se dan en todo el ámbito
peri-mediterráneo. Ahora veamos esto dinámicamente. Primero tracemos las líneas
de cumbres que se dan en las cordilleras peninsulares:
Líneas de cumbres de las
cordilleras ibéricas
Dichas
líneas delimitan una serie de regiones naturales que vemos aquí:”[1]
Regiones naturales de la
Península Ibérica
Esta
diversidad de las regiones naturales peninsulares, actuando dinámicamente
durante ochocientos años de conflictos armados, fueron preparando a la
Civilización Hispánica para dar el salto hacia el Nuevo Mundo, que bauticé hace
tiempo como “El Continente Transversal”, debido a que las líneas de cumbres de
sus cordilleras trazan líneas que se extienden, como los meridianos, en sentido
norte-sur, en abierto contraste con lo que sucede en el Viejo Mundo, donde
estas líneas se desarrollan en sentido este-oeste, como los paralelos.
Esa
transversalidad se convirtió en el telón de fondo que permitió a la “respuesta
multimodal española”, surgida en el entorno multiecológico peninsular durante
los ochocientos años que duró la “Reconquista” proyectarse sobre él, actuando
como un prisma que filtra la luz y la descompone en franjas paralelas en forma
de arco iris.
Descomposición
de la luz en un prisma de cristal
En
el Nuevo Mundo los españoles encontraron todos los ecosistemas posibles que se
dan en el Planeta Tierra (húmedos, secos, fríos, cálidos) y se repartieron por
ellos buscando allí los paisajes que se parecían más a su región natural de
procedencia. Este es el secreto que hizo posible la construcción del primer
gran Imperio Transversal de la Historia de la Humanidad. Un imperio que,
en 1800, se extendía casi desde el Círculo Polar Ártico hasta el Antártico.
Como
expliqué hace tiempo, la transversalidad del Imperio español es el
desencadenante histórico de la modernidad europea y de su consecuencia: La
Revolución Industrial[2].
Ahora
echemos un nuevo vistazo a los dos últimos mapas que hemos presentado, tanto el
de las líneas de cumbres ibéricas como el de sus regiones naturales. El primero
de ellos, de manera esquemática, vendría a ser algo así:
¿No
les recuerda este esquema el de un corazón?
La
Península Ibérica ha funcionado durante la Edad Moderna como el corazón que,
con sus latidos, ha estado bombeando hombres y recursos entre los distintos
continentes que hay en el Planeta Tierra. El corazón, en el cuerpo de cualquier
ser vivo, funciona como el motor que organiza los flujos que distribuyen la
sangre por él. El “corazón español”, como cualquier otro, tiene dos lados: el
derecho u oriental, orientado hacia el Mediterráneo, que coincide con los
límites geográficos del antiguo Reino de Aragón y que posee una aurícula y un
ventrículo (Valle del Ebro y zonas costero-insulares-levantinas), que responden
a los estímulos que reciben desde el ámbito mediterráneo y los replican, y el izquierdo
u occidental, orientado hacia el Atlántico y a su través hacia América, un
mundo mucho más variado aún desde el punto de vista paisajístico que el
mediterráneo y que, para replicarlo en su interior necesita más
“compartimentos” que el otro. El escalonamiento de los valles occidentales de
la Península Ibérica responde adecuadamente a esa necesidad, generando el
efecto “prisma de cristal” que mostré más arriba y que en su día llamé
“respuesta multimodal española”.
El
“corazón español”, conectado con la “camisa de fuerza francesa” (conjunto de
territorios que estuvieron vinculados políticamente con la corona española en
el oriente francés entre 1517 y 1700), la Italia española (Nápoles, Sicilia y
Cerdeña) y el Imperio Transversal americano, al que habría que sumar el efecto
suplementario que la actuación del Imperio portugués estaba llevando a cabo en
Brasil, África y Asia en paralelo al desarrollo de las tres áreas del Imperio
español moderno, convirtió a la Península Ibérica en la organizadora de los
flujos humanos que se despliegan desde los albores de de la Era de los
Descubrimientos Geográficos y que fue asignando roles a todos aquellos
espacios que fueron siendo arrastrados hacia su órbita política. Es en ese
contexto en el que surgen las ocho burbujas estancas europeas que describí en el
artículo “La estructura del Sistema Europeo”[3],
los dos subimperios americanos de los que hablé en “Los imperios mestizos”[4]
y que no son otros que los virreinatos americanos de Nueva España y del Perú
-continuadores respectivos de los imperios azteca e inca- y la red de colonias
-tanto portuguesas como españolas- que se despliegan en África y Asia y que
incorporan a las civilizaciones del Extremo Oriente asiático a los flujos
comerciales marítimos intercontinentales, sentando así las bases materiales
para el salto tecnológico que dará origen a la Revolución Industrial.
Sobre
esa estructura se montaron los imperios ultramarinos de la Segunda Generación
(Inglaterra, Francia y Holanda), los de la tercera (Alemania, Italia, Bélgica,
Rusia) y los que vinieron después (EEUU, Japón, China...), todos ellos
continuadores del impulso primigenio que los pueblos ibéricos dieron a lo largo
del siglo XV, en los albores de la Era de los Descubrimientos Geográficos, convirtiendo
a la Península en el motor de arranque que puso en marcha el Mundo Moderno.
[1] “El
capitalismo como consecuencia lógica del desarrollo histórico del Imperio
español”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/07/el-capitalismo-como-consecuencia-logica.html
[2]
“El capitalismo como consecuencia lógica del desarrollo histórico
del Imperio español”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/07/el-capitalismo-como-consecuencia-logica.html
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