Si echamos un vistazo a la
fotografía vía satélite de la ecúmene europea no percibimos sobre el terreno
unas señales que nos permitan intuir cuales pudieran ser los límites orientales
de Francia. Si miramos un mapa físico podremos trazarlos con relativa
aproximación porque sabemos que no andan demasiado lejos del viejo limes romano
establecido en el cauce del Rhin.
El límite a la expansión de los germanos en la antigüedad lo terminó estableciendo, por el oeste, el cauce del Rhin hace varios miles de años. El viejo limes romano, por tanto, donde se establecieron a
lo largo del Imperio poblaciones mixtas desde el punto de vista étnico, muy
militarizadas e identificadas con el rol defensivo que se les asignó entonces,
ha seguido cumpliendo su función separadora entre alemanes y franceses, tal y
como he desarrollado ya en varios artículos (Ver La “función borgoñona”,
La Camisa de Fuerza francesa, Las fronteras intangibles o La
estructura del Sistema Europeo). El resto de fronteras de Francia sí
que están bastante claras desde el punto
de vista geográfico y resultan aún mucho mejor defendibles que las germanas. El
Canal de la Mancha se interpone entre este país e Inglaterra, los Pirineos
la separan de España y los Alpes hacen lo propio en el caso italiano.
Los límites de este país, como vemos, han estado siempre relativamente claros,
aunque se hayan movido bastante por el este, debido al pulso mantenido desde la
caída del Imperio de Occidente entre los franceses propiamente dichos y los
“pueblos del Limes”.
Desde el fin de las guerras napoleónicas esa frontera
oriental, establecida ya en el Rhin por su parte central, parece haber dado de
sí todo lo que podía. Desde entonces alemanes y franceses se ven las caras sin
intermediarios que los separen, en ese tramo de la frontera.
Ya hemos visto como, desde los tiempos de Carlomagno, se
vienen intentando construir imperios eurípetos tanto desde el lado
francés como desde el germano. Dentro del último de esos intentos nos
encontramos en este momento. Esta vez, para variar, parece haber parece haber
cierto consenso por ambas partes. Pero el posible estancamiento del proceso unificador europeo
dejaría a Francia sin muchas alternativas estratégicas viables.
En la época de las naciones estado un país de las
dimensiones y la población de Francia era un proyecto grandioso e ilusionante. Tenía por delante -y supo
aprovecharlo- la posibilidad de construir el gran Imperio colonial francés, que le llevó a someter un buen trozo de
África y algunas zonas muy sustanciosas de Asia e, incluso, de Oceanía. Esa
operación le otorgó un liderazgo planetario evidente, aunque con fecha de
caducidad. Pero a principios del siglo XXI el
colonialismo decimonónico ya es pasado y el posible fracaso del proyecto
europeo sitúa a nuestros vecinos en una tierra de nadie en el plano
estratégico. Su posición estructural se debilita de hecho por momentos, cogida
como está entre el hegemonismo anglosajón, por el oeste, y el germano, por el
este.
Cuando los políticos franceses se han enfrentado a ese tipo
de tesituras en el pasado, han jugado -de manera un tanto demagógica- la carta
mediterránea. Si se quedan sin espacio político en su propia latitud siempre
miran hacia el sur. Así viene sucediendo desde la Edad Media.
Es cierto que el sur de Francia se asoma la Mediterráneo,
como España o como Italia, y que su paisaje y clima son muy parecidos a los de
sus vecinos ribereños de este mar. Pero también lo es que los centros de
decisión políticos, en este país, siempre estuvieron en el norte y que carecen
de la suficiente sensibilidad mediterránea como para poder liderar en serio un
proyecto político de este tipo. Fue ese dato el que permitió a los aragoneses
cerrarles el paso en la Baja Edad Media, lo que a la postre determinó la
hegemonía española en la parte occidental de este mar hasta la Guerra de los Treinta Años. El relevo,
en realidad, no llegó a producirse. El repliegue español en esta zona, a partir
del siglo XVIII fue sustituido por una entrada masiva de pueblos de latitudes
más septentrionales, en cuyo despliegue los que actuaron como punta de lanza
fueron, más bien, los británicos, cuyos centros de decisión están (en línea
recta) mucho más lejos, pero su actitud mental quizá se sitúe más cerca, por
aquello de ser un pueblo mucho más volcado sobre el mar.
La Francia centralista, dirigida desde París, es un proyecto
político con-ti-nen-tal y, como tal, está condenado al enfrentamiento
estratégico con los alemanes, que le cierran el paso a su expansión por el
este. Si quisiera, en el futuro, jugar a fondo su carta mediterránea tendría
que ser refundada, cambiar toda su estructura organizativa y situar su centro
de decisiones mucho más hacia el sur. Si hiciera todo eso, posiblemente tendría
mucho más margen de maniobra frente a alemanes e ingleses, pero entonces no
sería Francia, sino otra cosa. Y en cualquier caso ya llegaría tarde, porque la
época de las naciones estado ha pasado y ahora es el momento de las
construcciones políticas de tipo
supranacional. Aunque no sea descartable algún tipo de construcción -a medio
plazo- de ámbito más regional cuyo centro se sitúe cerca de las costas
meridionales francesas, especular sobre esa posibilidad -a día de hoy- es más
bien un ejercicio de política-ficción.
Queda la alternativa de aceptar la subordinación actual de
la política francesa al proyecto hegemonista germano, una reedición del modelo
de la Francia de Vichy, que les conduce a una paulatina absorción cultural por
parte de sus vecinos orientales o, por el contrario, dar un volantazo hacia el
oeste y hacer lo mismo con respecto a los centros de decisión anglosajones. En
cualquier caso la estrella gala parece que se apaga. La “isla” cultural
francesa no casa con el carácter continental de su estado, se está quedando
sin oxígeno, sin “espacio vital” a su alrededor. Quizá sea el momento de llevar
la imaginación al poder, de diseñar nuevos proyectos, de concebir una nueva manera
de relacionarse con el mundo.
Este es, tal y como yo lo veo, el actual dilema francés.