domingo, 11 de agosto de 2013

Un mundo en declive

 Palacio de Westminster (fuente: www.all-free-photos.com)

“Niebla en el Canal, Europa ha quedado aislada”, con esta frase jocosa y arrogante los ingleses han ilustrado, históricamente, ese sentimiento de suficiencia, de superioridad, que les ha infundido su propia situación geográfica, su carácter insular, que es reforzado por su occidentalidad atlántica que les sitúa -como a la Península Ibérica- en la ruta de salida hacia los mundos ultramarinos, así como por su superficie y su clima, que les ha permitido alimentar a un número de personas suficiente como para poder forjar una de las grandes naciones-estado de la Europa moderna y contemporánea.

Ese aislamiento británico ha limitado su capacidad de intervención en la política continental, pero los ha convertido en espectadores activos que, desde la seguridad de su santuario, han movido los hilos diplomáticos y económicos (a veces incluso militares) para dividir a los “otros” europeos, para alimentar viejos conflictos cuya permanencia en el tiempo les permitía a ellos actuar como el fulcro de la balanza. Ha sido históricamente uno de los elementos más esenciales del equilibrio europeo, uno de sus cerebros, posición que ha compartido con otros actores que tenían menos margen de maniobra que ellos, como Holanda o los Territorios Pontificios.

Inglaterra, en la mayor parte de los conflictos europeos de los siglos XVII a XIX, ha sido un puesto avanzado de observación desde donde se mandaban emisarios hacia uno u otro bando para avisarle de lo que preparaba su enemigo. Han sido los árbitros de buena parte de esos enfrentamientos y, con frecuencia, han hecho todo lo posible para alargarlos, para equilibrarlos, para mantener las espadas en alto, para impedir -en definitiva- la aparición de ningún imperio europeo que pudiera en el futuro poner en peligro su “espléndido aislamiento” que para ellos es garantía de paz y de prosperidad a costa, lógicamente, de la de sus potenciales competidores.

Desde el siglo XVIII, además, ha sido una gran potencia mundial gracias a la construcción de uno de los mayores imperios coloniales que hayan existido nunca. Su marina fue dueña de los mares durante doscientos años. Sometió gran cantidad de pueblos, quitó y puso gobernantes en otros muchos que eran nominalmente independientes, patrocinó la emancipación de las colonias ajenas, conspiró y movió los hilos diplomáticos por todo el mundo. Sus espías y sus agentes tenían “licencia para matar” y actuaban en cualquier sitio. Sin lugar a dudas este país fue la primera potencia planetaria desde el fin de las guerras napoleónicas (1815) hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939).

Y desde entonces estamos asistiendo a su lento e inexorable declive. Durante ese conflicto se produjo el relevo en el liderazgo global y la sustitución de la “Pax Británica” por el mundo de la Guerra Fría, donde este país pasó a desempeñar un rol secundario y subordinado al de la gran potencia emergente de Occidente.

La irrupción de los Estados Unidos como el actor estelar en este nuevo orden permitió a los británicos, gracias al bagaje de elementos culturales e históricos que comparten con aquellos, unirse al nuevo bloque, lo que les ha dado un margen de maniobra político, económico y cultural mayor que el que han disfrutado sus vecinos y rivales franceses. Estos últimos han intentado formar un núcleo duro continental con los alemanes para conseguir un margen de autonomía frente al bloque anglosajón que no podrían haber logrado de otra manera. Los británicos, en cambio, han optado por estrechar lazos con los norteamericanos con la intención de actuar de puente entre las dos orillas del Atlántico y ganar peso maniobrando entre ambos mundos.

Ya hemos visto, en los dos últimos artículos, como el futuro político tanto de Italia como de Francia está ligado a la evolución del proyecto europeo. Ambos países, además de socios fundadores de la Unión Europea, ya participaron hace mil años en el intento de construcción de la primera estructura política continental, y lo han seguido haciendo después en el resto de intentos semejantes que se han producido desde entonces.

Inglaterra, en cambio, siempre se ha desenvuelto al margen de este tipo de propuestas y, en la medida en que ha podido, ha estado en el bando de los que han procurado deshacerlas.

Pero su compromiso atlántico con la gran potencia norteamericana los ha vinculado con un proyecto estratégico mucho más vasto que el de la Unión Europea. El Reino Unido ha sido y es una pieza esencial de ese Occidente que, desde Washington, ha movido los hilos del mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su destino va unido a ese modelo, dentro del cual la Unión Europea sólo es un subconjunto que actúa como elemento auxiliar.

Pero el mundo occidental, que se apoya en estructuras de dominación mundiales de diverso tipo, tales como la OTAN, la OCDE, la Trilateral, etc. para hacer valer su hegemonía, se enfrenta a tres grandes problemas que amenazan, a medio plazo, su existencia.

El más inmediato de ellos es el previsible declive paulatino de la Unión Europea, que se ha metido ella solita en un callejón sin salida, intentando conciliar dentro de sí tres propuestas políticas distintas e incompatibles:

Primero: El proyecto inicial de algunos socios (entre ellos los españoles) que apuntaba en la dirección de la construcción de unos Estados Unidos de Europa, es decir, una verdadera unión política, que alimentó los sueños de los pueblos y ha servido de combustible para llegar hasta aquí, aunque a estas alturas ya se ha hecho evidente que era un falso discurso, un engaño para que buena parte de los europeos de a pie aceptara el modelo real. Es obvio que una unión política a 28, sin una estructura democrática que la rija, con el endemoniado sistema ideado para la toma de decisiones y la amplia discrecionalidad de los mecanismos de bloqueo, el extraordinario margen de maniobra de los lobbies, la escasez del presupuesto común y la ausencia de una unidad fiscal no hace otra cosa más que alimentar los enfrentamientos que terminarán rompiendo el modelo.

Segundo: El viejo proyecto británico-escandinavo-alpino de crear, simplemente, una zona de libre comercio, siguiendo el modelo de la EFTA. Capitalismo puro y duro. La Europa de los mercaderes, que contaba con el respaldo de Washington desde el primer momento (puesto que este modelo convierte a los europeos -de facto- en auxiliares suyos, mientras que el primero apuntaba hacia la creación de un competidor estratégico) pero que, a largo plazo ata de pies y manos a los políticos de la zona y los convierte en meros títeres en manos de unos mercados que son incapaces de controlar. Este modelo ha ido ganando cada vez más fuerza dentro de la Unión, y no deja de agudizar los enfrentamientos de tipo estructural que existen en el conjunto.

Tercero: Aprovechándose de las fricciones entre los partidarios de ambos modelos Alemania trata de sacar adelante su viejo proyecto hegemonista e intenta aplicar en la Unión Europea actual algunas de las estrategias y de las tácticas que le permitieron formar el II Reich, en tiempos de Bismarck, de entre los restos de la Confederación Germánica. Como entonces, ignoran que sus vecinos (en este caso norteamericanos y rusos) no se van a quedar cruzados de brazos dejando que aparezca una nueva potencia en su retaguardia. También intentan obviar los recelos seculares que existen por toda Europa ante los últimos intentos expansionistas germanos que aún siguen vivos en la memoria colectiva de los pueblos.

El segundo gran desafío estratégico al que se enfrenta el mundo occidental es la aparición de varias nuevas grandes potencias. En un primer momento en Asia (China, India, Indonesia...) y más adelante en el propio continente americano (Brasil, México o una posible Unión Iberoamericana más adelante). Los chinos de hecho han reemplazado ya a la antigua Unión Soviética como el principal adversario estratégico de los norteamericanos. Los cálculos de los economistas apuntan a que el “sorpasso” se producirá, en términos de PIB, en torno al año 2025, y lo que vendrá después será la sustitución paulatina de los occidentales por los orientales en los diversos escenarios políticos mundiales. Lo que Occidente tiene ante sí es un declive paulatino, durante la primera mitad del siglo XXI, que la ya interminable crisis económica europea no deja de agudizar y de acercar y que la previsible decadencia que cité más arriba rematará.

Y el tercer gran desafío estratégico lo constituyen los propios límites del sistema capitalista. Creo que a estas alturas de la historia es ya evidente que la manera que hoy tenemos de organizar la sociedad es insostenible a largo plazo. Las costuras del capitalismo están saltando, se mire hacia donde se mire y la política del avestruz que se ha seguido hasta ahora ha demostrado, como dice el refrán, que es “pan para hoy y hambre para mañana”. El modelo global tiene que ser refundado, pero en esa tarea, desde luego, no van a estar los representantes del viejo orden. Es obvio que lo tienen que protagonizar nuevos actores y que el impulso tiene que venir desde zonas muy alejadas de los centros de decisión del pasado.

Volviendo a nuestro hilo original les recuerdo que estábamos hablando del papel que el Reino Unido venía desempeñando como puente entre las dos orillas del Atlántico y lo convertían en una pieza esencial dentro del mundo occidental. Como he explicado después parece evidente que en el futuro inmediato de ese mundo se está preparando una gran tempestad que puede poner en peligro, a medio plazo, el modelo completo. Si el futuro de Francia y de Italia, como ya dije, estaba ligado al de la Unión Europea, el de Inglaterra lo está al de Occidente en general, tiene un poco más de tiempo que aquellos, pero no demasiado más. Forma parte de un mundo en declive que se va hundiendo despacio, y que aún conserva buena parte de su viejo poder; pero lo que tiene ante sí no es más que una decadencia paulatina. Estamos viviendo una época que recuerda a los últimos tiempos del Imperio Romano. 


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