Palacio de Westminster (fuente: www.all-free-photos.com)
“Niebla en el Canal, Europa ha quedado aislada”, con esta frase jocosa y arrogante los ingleses han ilustrado, históricamente, ese sentimiento de suficiencia, de superioridad, que les ha infundido su propia situación geográfica, su carácter insular, que es reforzado por su occidentalidad atlántica que les sitúa -como a la Península Ibérica- en la ruta de salida hacia los mundos ultramarinos, así como por su superficie y su clima, que les ha permitido alimentar a un número de personas suficiente como para poder forjar una de las grandes naciones-estado de la Europa moderna y contemporánea.
Ese aislamiento británico ha limitado su capacidad de
intervención en la política continental, pero los ha convertido en espectadores
activos que, desde la seguridad de su santuario, han movido los hilos
diplomáticos y económicos (a veces incluso militares) para dividir a los
“otros” europeos, para alimentar viejos conflictos cuya permanencia en el
tiempo les permitía a ellos actuar como el fulcro de la balanza. Ha sido
históricamente uno de los elementos más esenciales del equilibrio europeo, uno
de sus cerebros, posición que ha compartido con otros actores que tenían menos
margen de maniobra que ellos, como Holanda o los Territorios
Pontificios.
Inglaterra, en la mayor parte de los conflictos europeos de
los siglos XVII a XIX, ha sido un puesto avanzado de observación desde
donde se mandaban emisarios hacia uno u otro bando para avisarle de lo que
preparaba su enemigo. Han sido los árbitros de buena parte de esos
enfrentamientos y, con frecuencia, han hecho todo lo posible para alargarlos,
para equilibrarlos, para mantener las espadas en alto, para impedir -en definitiva-
la aparición de ningún imperio europeo que pudiera en el futuro poner en
peligro su “espléndido aislamiento” que para ellos es garantía de paz y
de prosperidad a costa, lógicamente, de la de sus potenciales competidores.
Desde el siglo XVIII, además, ha sido una gran potencia
mundial gracias a la construcción de uno de los mayores imperios coloniales que
hayan existido nunca. Su marina fue dueña de los mares durante doscientos años.
Sometió gran cantidad de pueblos, quitó y puso gobernantes en otros muchos que
eran nominalmente independientes, patrocinó la emancipación de las colonias
ajenas, conspiró y movió los hilos diplomáticos por todo el mundo. Sus espías y
sus agentes tenían “licencia para matar” y actuaban en cualquier sitio.
Sin lugar a dudas este país fue la primera potencia planetaria desde el fin de
las guerras napoleónicas (1815) hasta el estallido de la Segunda Guerra
Mundial (1939).
Y desde entonces estamos asistiendo a su lento e inexorable
declive. Durante ese conflicto se produjo el relevo en el liderazgo global y la
sustitución de la “Pax Británica” por el mundo de la Guerra Fría,
donde este país pasó a desempeñar un rol secundario y subordinado al de la gran
potencia emergente de Occidente.
La irrupción de los Estados
Unidos como el actor estelar en este nuevo orden permitió a los británicos,
gracias al bagaje de elementos culturales e históricos que comparten con
aquellos, unirse al nuevo bloque, lo que les ha dado un margen de maniobra
político, económico y cultural mayor que el que han disfrutado sus vecinos y
rivales franceses. Estos últimos han intentado formar un núcleo duro
continental con los alemanes para conseguir un margen de autonomía frente al
bloque anglosajón que no podrían haber logrado de otra manera. Los británicos,
en cambio, han optado por estrechar lazos con los norteamericanos con la intención
de actuar de puente entre las dos orillas del Atlántico y ganar peso
maniobrando entre ambos mundos.
Ya hemos visto, en los dos últimos artículos, como el futuro
político tanto de Italia como de Francia está ligado a la evolución del
proyecto europeo. Ambos países, además de socios fundadores de la Unión
Europea, ya participaron hace mil años en el intento de construcción de la
primera estructura política continental, y lo han seguido haciendo después en
el resto de intentos semejantes que se han producido desde entonces.
Inglaterra, en cambio, siempre se ha desenvuelto al margen
de este tipo de propuestas y, en la medida en que ha podido, ha estado en el
bando de los que han procurado deshacerlas.
Pero su compromiso atlántico con la gran potencia
norteamericana los ha vinculado con un proyecto estratégico mucho más vasto que
el de la Unión Europea. El Reino Unido ha sido y es una pieza esencial de ese
Occidente que, desde Washington, ha movido los hilos del mundo desde el fin de
la Segunda Guerra Mundial. Su destino va unido a ese modelo, dentro del
cual la Unión Europea sólo es un subconjunto que actúa como elemento auxiliar.
Pero el mundo occidental, que se apoya en estructuras de
dominación mundiales de diverso tipo, tales como la OTAN, la OCDE, la
Trilateral, etc. para hacer valer su hegemonía, se enfrenta a tres grandes
problemas que amenazan, a medio plazo, su existencia.
El más inmediato de ellos es el previsible declive paulatino de la
Unión Europea, que se ha metido ella solita en un
callejón sin salida, intentando conciliar dentro de sí tres propuestas políticas
distintas e incompatibles:
Primero: El proyecto inicial de algunos socios (entre
ellos los españoles) que apuntaba en la dirección de la construcción de unos Estados
Unidos de Europa, es decir, una verdadera unión política, que
alimentó los sueños de los pueblos y ha servido de combustible para llegar
hasta aquí, aunque a estas alturas ya se ha hecho evidente que era un falso
discurso, un engaño para que buena parte de los europeos de a pie aceptara el
modelo real. Es obvio que una unión política a 28, sin una estructura
democrática que la rija, con el endemoniado sistema ideado para la toma de
decisiones y la amplia discrecionalidad de los mecanismos de bloqueo, el
extraordinario margen de maniobra de los lobbies, la escasez del presupuesto
común y la ausencia de una unidad fiscal no hace otra cosa más que alimentar
los enfrentamientos que terminarán rompiendo el modelo.
Segundo: El viejo proyecto
británico-escandinavo-alpino de crear, simplemente, una zona de libre
comercio, siguiendo el modelo de la EFTA. Capitalismo puro y duro. La
Europa de los mercaderes, que contaba con el respaldo de Washington desde el
primer momento (puesto que este modelo convierte a los europeos -de facto- en
auxiliares suyos, mientras que el primero apuntaba hacia la creación de
un competidor estratégico) pero que, a largo plazo ata de pies y manos a los
políticos de la zona y los convierte en meros títeres en
manos de unos mercados que son incapaces de controlar. Este modelo ha ido
ganando cada vez más fuerza dentro de la Unión, y no deja de agudizar los
enfrentamientos de tipo estructural que existen en el conjunto.
Tercero: Aprovechándose de las fricciones entre los
partidarios de ambos modelos Alemania trata de sacar adelante su viejo proyecto hegemonista e intenta aplicar en
la Unión Europea actual algunas de las estrategias y de las tácticas que le
permitieron formar el II Reich, en tiempos de Bismarck, de entre los restos de
la Confederación Germánica. Como entonces, ignoran que sus vecinos (en
este caso norteamericanos y rusos) no se van a quedar cruzados de brazos
dejando que aparezca una nueva potencia en su retaguardia. También intentan obviar los
recelos seculares que existen por toda Europa ante los últimos intentos
expansionistas germanos que aún siguen vivos en la memoria colectiva de los
pueblos.
El segundo gran desafío estratégico al que se
enfrenta el mundo occidental es la aparición de varias nuevas grandes potencias.
En un primer momento en Asia (China, India, Indonesia...) y más adelante en el
propio continente americano (Brasil, México o una posible Unión Iberoamericana más adelante). Los chinos de hecho han
reemplazado ya a la antigua Unión Soviética como el principal adversario estratégico
de los norteamericanos. Los cálculos de los economistas apuntan a que el
“sorpasso” se producirá, en términos de PIB, en torno al año 2025, y lo que
vendrá después será la sustitución paulatina de los occidentales por los
orientales en los diversos escenarios políticos mundiales. Lo que Occidente
tiene ante sí es un declive paulatino, durante la primera mitad del siglo XXI,
que la ya interminable crisis económica europea no deja de agudizar y de
acercar y que la previsible decadencia que cité más arriba rematará.
Y el tercer gran
desafío estratégico lo constituyen los propios límites del sistema
capitalista. Creo que a estas alturas de la historia es ya evidente que la manera
que hoy tenemos de organizar la sociedad es insostenible a largo plazo. Las
costuras del capitalismo están saltando, se mire hacia donde se mire y la
política del avestruz que se ha seguido hasta ahora ha demostrado, como dice el
refrán, que es “pan para hoy y hambre para mañana”. El
modelo global tiene que ser refundado, pero en esa tarea, desde luego, no van a
estar los representantes del viejo orden. Es obvio que lo tienen que
protagonizar nuevos actores y que el impulso tiene que venir desde zonas muy
alejadas de los centros de decisión del pasado.
Volviendo a nuestro hilo original les recuerdo que estábamos
hablando del papel que el Reino Unido venía desempeñando como puente entre las
dos orillas del Atlántico y lo convertían en una pieza esencial dentro del
mundo occidental. Como he explicado después parece evidente que en el futuro
inmediato de ese mundo se está preparando una gran tempestad que puede poner en
peligro, a medio plazo, el modelo completo. Si el futuro de Francia y de
Italia, como ya dije, estaba ligado al de la Unión Europea, el de Inglaterra lo
está al de Occidente en general, tiene un poco más de tiempo que aquellos, pero
no demasiado más. Forma parte de un mundo
en declive que se va hundiendo despacio, y que aún conserva buena parte de
su viejo poder; pero lo que tiene ante sí no es más que una decadencia
paulatina. Estamos viviendo una época que recuerda a los últimos tiempos del
Imperio Romano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario