En los últimos cuatro artículos hemos visto las diferentes repercusiones que ha tenido la Guerra de los Treinta Años en los procesos históricos que han afectado desde entonces a la ecúmene europea. En el último de ellos hemos entrado a fondo en el tema religioso para mostrar nuestro particular punto de vista acerca del estado de la cuestión tras la finalización del citado conflicto.
En ese artículo dijimos que, desde la aparición de los imperios antiguos, las grandes religiones han venido acompañando a todos esos edificios políticos, pues resultan necesarias para darle consistencia a los mismos. También hablamos, hace un par de semanas, de la gran ruptura ideológica que se produjo en el seno de la europeidad y que denominé “la crisis de la conciencia europea”[1].
Martín Lutero
El conflicto que citamos al principio desgarró al Occidente Cristiano y lo fragmentó. Cada grupo de los que formaban parte de aquél complejo buscó su propio nicho dentro del nuevo ecosistema europeo y se convirtió en una pieza distinta de los engranajes de la nueva máquina que entre todos estábamos construyendo. Esto fue así porque mientras Europa se rompía interiormente -desde el punto de vista ideológico- se expandía, sin embargo, desde el político, el económico y el demográfico.
Un mundo que se expande y que se rompe a la vez, abre huecos para que todos sus componentes internos consoliden sus propias posiciones -aunque sean contradictorias-, aplaza la resolución de los conflictos pendientes y protagoniza una huida hacia adelante que se mantendrá hasta que cese su fase expansiva. Buena parte de la disidencia religiosa de la Europa del siglo XVII acabó en Norteamérica, decidida a intentar plasmar allí las utopías que no podían construir en el Viejo Mundo.
Y puesto que se había producido una profunda división religiosa en su seno mientras se construía un nuevo edificio (una laxa confederación de estados que funcionaba como tal en todos los niveles, excepto en el político) había que construir un nuevo discurso metafísico que diera cuerpo a todo aquello. Normalmente esa función es desempeñada por la religión, pero las viejas religiones europeas se habían quedado bloqueadas y eran incapaces de dar una respuesta coherente a las exigencias de aquella sociedad fuertemente expansiva. La gran conmoción provocada por la guerra había desacreditado a los clérigos, a sus aliados y a sus discursos. Había, por tanto, que empezar a construir un nuevo entramado de explicaciones que redefinieran la posición del hombre en medio de la naturaleza.
René Descartes
Y entonces... alguien dijo: “Pienso, luego existo”. A partir de esa consideración básica, enunciada por Descartes, arranca un proceso de replanteamiento global de todos nuestros conocimientos. Nada es incuestionable. Todo puede y debe ser analizado, desmenuzado, comprobado. Y sólo podremos decir que algo es verdad cuando haya sido totalmente verificado, en todas y cada una de sus diferentes facetas. Y si después de esto alguien descubriera que habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, se impone una nueva revisión exhaustiva, de tal forma que el nuevo corpus de conocimientos que vayamos construyendo sea absolutamente seguro e irrebatible. Es el método científico, que va permitiendo al hombre avanzar con paso “lento” pero seguro.
¿”Lento” dijimos? En realidad la adopción de ese método exhaustivo de comprobaciones dio lugar al más poderoso proceso de descubrimientos científicos y de transformaciones tecnológicas que la humanidad jamás había conocido. Esos descubrimientos y transformaciones provocaron cambios muy profundos en la forma de vida de los pueblos de la ecúmene europea, replanteando por completo el modelo social, el político y, como consecuencia, el discurso ideológico que los justifica. Pero los filósofos no se detendrán ahí, sino que, acompañando a las grandes transformaciones sociales que se van produciendo, fabrican nuevos discursos a cada paso para adaptarse a ellas.
El proceso descrito vivió una fase fuertemente expansiva que duró más de doscientos años, durante los cuales se instaló en el seno de la intelectualidad occidental la profunda convicción de que la Humanidad avanza, de manera inexorable, hacia un progreso infinito.
Pero en la segunda mitad del siglo XIX ese modelo expansivo empezó ya a dar sus primeros síntomas de agotamiento. Cuando los occidentales alcanzaron los confines geográficos del planeta y descubrieron, por tanto, que el mundo, que es su Universo más cercano, es algo finito.
Mientras hubo nuevos países que descubrir, nuevos pueblos que someter, nuevos territorios que colonizar, Occidente vivió una euforia expansiva en la que se veía a sí mismo como el pueblo elegido de este tiempo. Y así lo pensaban tanto los creyentes de sus viejas religiones (reforzando de esa manera el papel del Antiguo Testamento en el discurso de los cristianos reformados) como los seguidores de los nuevos filósofos y de los científicos, que se presentan ante el resto de la Humanidad como la cúspide de todo el conocimiento, tanto pasado como presente.
La percepción que, de manera creciente, va sintiendo el hombre contemporáneo de que los recursos son limitados y de que todos estamos compitiendo por ellos abren la puerta de nuevos enfrentamientos entre los que pueden aspirar a liderar la siguiente fase del desarrollo histórico, el del Capitalismo Monopolista. Y con la llegada del siglo XX vemos reaparecer la parte más siniestra y cruenta de los conflictos ideológicos. Las dos guerras mundiales presentan, en Europa, una secuencia de desarrollo muy parecida a la de la Guerra de los Treinta Años, aunque los grandes avances tecnológicos que habían tenido lugar por el camino vuelve, a los más recientes, mucho más sangrientos que el primero.
El desarrollo del pensamiento científico, a partir del siglo XVII, crea la sensación, en toda la sociedad, de que el tiempo que se está viviendo ha superado las miserias de los antiguos. Los intelectuales del XVIII hablan con desdén, para referirse a la Edad Media, de los “tiempos oscuros”. Y por contraste bautizan a su propia centuria como “El siglo de las luces”. La ciencia, con sus avances, y la tecnología, con sus inventos, consiguen transformar notablemente la vida cotidiana de los hombres. Pero, pese a los extraordinarios progresos que se están produciendo, siguen quedando fuera del alcance de la comprensión de los humanos una gran cantidad de facetas del Universo que nos envuelve, y el hombre sigue siendo un ser vulnerable a la enfermedad, a la vejez, a la muerte y sigue expuesto a los catastróficos embates de la naturaleza.
Los científicos van ampliando los horizontes del conocimiento humano, de forma sistemática, acotando pequeñas parcelas en las que controlan todas las variables, excepto aquellas que están investigando. Su método inspira confianza y seguridad. Existe la sensación de que, si les damos el suficiente tiempo y los medios adecuados, terminarán alcanzando los límites del conocimiento. Aunque, en realidad, los que más saben suelen ser también los más conscientes de cuantas cosas quedan por aprender (fue Sócrates –uno de los hombres más sabios de su tiempo- el que dijo: “sólo sé que no sé nada”). Esa seguridad que los científicos inducen a su alrededor crea la sensación, en el resto de la sociedad, de que nos alejamos aceleradamente de los “tiempos oscuros” y de que tenemos a la naturaleza bajo control.
Pero el hombre que, con su tecnología, está cambiando profundamente su relación con el medio natural no es, psicológicamente, muy distinto de sus antepasados de hace algunos siglos. Los que se destrozaron en los campos de batalla de toda Europa en la II Guerra Mundial son mentalmente tan primitivos como los que se batieron, en esos mismos escenarios, en la Guerra de los Treinta Años, con la diferencia de que ahora las armas son mucho más mortíferas y que el hombre, al avanzar tecnológicamente pero no éticamente, se ha vuelto muchísimo más peligroso.
Hay personas que se acercan a la ciencia con una mentalidad mágica. Y sustituyen el “abracadabra” que abría las puertas de la Cueva de Alí Babá por alguna fórmula parecida que venga ahora revestida por el prestigioso halo de la ciencia. ¿Qué más da decir una frase que apretar un botón? Han cambiado los escenarios pero se mantiene el espíritu de los humanos que los habitan. La parafernalia que despliegan algunos prestigiosos catedráticos para defender su territorio nos recuerdan a veces los viejos trucos que usaban los chamanes prehistóricos para defender su estatus social.
Por un lado, por tanto, está la ciencia –que es conocimiento- y por el otro ciertas actitudes desarrolladas por los humanos para rentabilizarla en sus disputas internas y para remarcar la diferencia entre los pueblos “cultos” y los “bárbaros”. A esto último le llamamos “cientifismo”. El “cientifismo” es, al fin y al cabo, otro marcador de etnicidad más. Otra manera de decirle al mundo lo distintos que somos los nuevos elegidos del resto de la Humanidad.
Y los europeos, que estaban redescubriendo en los siglos XVI y XVII el Antiguo Testamento –la religión del “Pueblo Elegido”-, aunque rompen ese marco –porque se les queda pequeño- algún tiempo después, gracias a los filósofos, a los científicos y a los técnicos, se mantienen en esa senda, porque los nuevos descubrimientos no hacen otra cosa que visualizar esa “superioridad”. El pacto de Dios con Abraham es sepultado por nuevas capas “geológicas” que se superponen por encima pero que lo usan como roca desde la que edifican los cimientos de los nuevos edificios que están construyendo.
A lo largo de la Historia el hombre ha ido avanzando desde el animismo hacia el politeísmo, desde éste hacia el monoteísmo, y desde él hasta el cientifismo. Su proceso mental es hacia la simplificación de los principios rectores de la naturaleza que lo envuelve. Es un camino hacia la abstracción.
Al principio fueron las fuerzas de la naturaleza. Después los dioses con apariencia humana. Más adelante el Dios único y omnipotente, que fue perdiendo su rostro poco a poco. Musulmanes y judíos prohibieron representarlo, algo parecido sucedió con algunos grupos protestantes. Algunos le llaman “El Innombrable”. El “Innombrable”, el no representable, dio, algún tiempo después, un paso más y dejó de ser Dios, para convertirse en Impulso Primigenio, principios rectores de la naturaleza, leyes que rigen el Universo… Entre el Dios de los monoteístas y el Impulso Primigenio podemos situar al “Dios de los relojeros”, ese ser cuya misión consiste en mantener la máquina del Universo en movimiento, pero que es absolutamente ajeno a los sufrimientos humanos.
La Humanidad continuó avanzando en su proceso de abstracción. En realidad lo que ha hecho es ocultar toda posible referencia al “Innombrable”, ha sublimado el monoteísmo, lo está haciendo desaparecer del campo de visión, siguiendo la doctrina de nuevos sacerdotes que no ofician en las iglesias sino en algunas aulas universitarias (porque no en todas las facultades se enseña verdadera ciencia, algunas sólo destilan ideología) y los medios de “comunicación” de masas.
Hay países que, hasta ayer prácticamente, eran mayoritariamente ateos (como Yugoslavia, por ejemplo) y que, en nuestra propia generación, se ha desintegrado a tiros para hacer valer unos marcadores de etnicidad que, en última instancia, son religiosos (¿?). ¿Alguien tiene una explicación racional para ello?
Entre el monoteísmo y el cientifismo sólo hay una fina membrana de separación, que algunos individuos cruzan varias veces al día. ¿Qué tienen todos ellos en común? Que proyectan su propia narrativa sobre lo que ignoran. Que están sentando cátedra, protegidos por sus disfraces de “expertos oficiales”, un día sí y el otro también, que intentan callar las opiniones del prójimo con “verdades” que, a la postre, también son opiniones… pero de los “expertos” claro, es decir, de los “elegidos”.
Los creyentes de las viejas religiones están convencidos de la existencia del alma. Algunos cientifistas sostienen que no hay nada más allá de lo que vemos. ¿Cómo pueden estar tan seguros? ¿Alguien lo ha demostrado? ¿Se imaginan a un escéptico hombre medieval contemplando a un señor del siglo XXI hablando a través de un móvil? Podría “racionalmente” llegar a la conclusión de que tal individuo está rematadamente loco. A nuestro hombre medieval, cogido por sorpresa en una hipotética escena de este tipo, le debía resultar difícil de entender nuestras explicaciones sobre las ondas hertzianas para justificar su visión, y su experiencia le diría que lo más probable es que nos hubiéramos puesto de acuerdo para tomarle el pelo.
Hay multitud de creencias que no se pueden demostrar pero tampoco refutar. Sencillamente nuestro estado actual de conocimientos no nos permite zanjar la cuestión. Ahora bien, toda creencia ampliamente extendida y con una larga tradición por detrás es fruto de la experiencia acumulada de millones de personas, que tal vez no hayan seguido un método rigurosamente científico para llegar a esas conclusiones, pero que han construido y sostenido durante siglos una sociedad con esas explicaciones.
Cuando la ciencia termine alcanzando una demostración irrefutable sobre el asunto, tal vez demuestre que las explicaciones antiguas eran ingenuas, pero interpretaban algo que existía realmente.
Las solidaridades sociales se han tejido históricamente con este tipo de argumentos. Quien quiere matar el alma lo que pretende, en realidad, es romper esas solidaridades. Si mis antepasados han desaparecido por completo ya no estoy obligado a conservar sus valores morales. ¿Entiende la jugada?
Con las ideologías –se presenten o no como religiosas- que descansan sobre unos principios tan abstractos lo que se pretende es acabar con las señas de identidad de los pueblos, con la resistencia a las fuerzas que pretenden monopolizar el ámbito de las explicaciones sobre la naturaleza, sobre lo sagrado.
La ética se sustenta sobre la émica. En otras palabras: La moral se despliega a partir de explicaciones subjetivas, que reflejan –lógicamente- el punto de vista de quien la ha creado. Por eso es importante defender las propias explicaciones culturales de los distintos pueblos, aunque también hay que saber trascenderlas para no quedarse atrapados en ellas.
“Si quieres ser universal, habla de tu pueblo” es una frase que algunos atribuyen a Chéjov y otros a Tolstoi. Si queremos construir un mundo en el que todos quepamos tenemos que empezar respetando las creencias de nuestros vecinos.