martes, 15 de octubre de 2024

La ficción de los pasados alternativos

 

Hay multitud de futuros potenciales posibles. Pero pasado solo hay uno, y no lo podemos elegir. Mejor o peor, es el que es.


Somos lo que somos porque venimos de dónde venimos

Esta doble tautología concatenada es un resumen de nuestro presente… de lo que somos. Somos, obviamente, una consecuencia de nuestro propio pasado.

Nos enfrentamos hoy a una multitud de propuestas revisionistas que pretenden hacernos creer que es posible cambiar la Historia o, al menos, sus consecuencias, y que cualquiera puede ponerse a juzgar a los personajes del pasado con la intención manifiesta de cambiar la narrativa de los hechos históricos… de sustituir la descripción de lo que pasó por un cuento construido a partir de las premisas propias de la literatura o del cine. Hay algunos individuos, muy activos en las redes sociales, que están sustituyendo la historia real por una especie de superproducción de Hollywood, llena de buenos y de malos, y no paran de hablarnos continuamente de “leyendas”… negras o rosas, denigratorias o apologéticas, apocalípticas o integradas, cuyo denominador común es que pretenden alejarnos de la verdadera secuencia de los hechos históricos y que buscan demonizar a colectivos actuales usando como pretexto esas leyendas construidas en el presente o en el pasado reciente para adaptar éste a necesidades políticas actuales, muchas de ellas puramente tácticas.

La cantidad de adjetivos que tales individuos introducen en sus narraciones delatan claramente sus intenciones. Los calificativos morales que destinan a personas que murieron hace tiempo y que, en consecuencia, no pueden levantarse de sus tumbas para defenderse o, al menos, para explicar las razones que les llevaron a hacer lo que hicieron es, cuando menos, patético.

Estamos siendo bombardeados desde todo tipo de medios, tanto los tradicionales como los del ciberespacio, con propuestas que sólo buscan hacernos olvidar lo que realmente pasó. Y la consecuencia última de todo esto es que nuestra mente se niega a ubicarse en el mundo real. Así de simple.

 

Nuestros genes nos traicionan

Se ha puesto de moda hacerse análisis genéticos, por unos cientos de euros o de dólares, a través de los cuales unas cuantas empresas capitalistas están ganando mucho dinero diciéndole, a todo aquel que esté dispuesto a pagar para averiguarlo, de qué parte del mundo proceden los diversos componentes que forman parte de su código genético. Y algunos se están llevando verdaderas sorpresas, obteniendo resultados muy diferentes de lo que esperaban. Era previsible. Hay multitud de sucesos o de acontecimientos del pasado que sus protagonistas prefirieron, en su momento, ocultar o, al menos, mantener en la más estricta intimidad, pero que algunos de sus descendientes están descubriendo ahora, encontrando conexiones inesperadas. Estos resultados muchas veces nos dicen que portamos rasgos genéticos tanto de los opresores como de los oprimidos, de los conquistadores y de los conquistados, de personas que vivieron muy cerca de donde nosotros vivimos ahora y de otras que vinieron de la otra punta de La Tierra.

¿Qué esperaban encontrar? Todos somos, de una o de otra manera, mestizos. Los genetistas nos están contando que los Homo Sapiens más puros de todo el planeta son las poblaciones negras del África Subsahariana. Precisamente las que siguen viviendo en el hogar ancestral de nuestra especie. Es lógico que los que no se han movido de su lugar de procedencia sean los que han conservado mayores rasgos genéticos de sus antepasados ¿verdad?

Resulta que los blancos de origen europeo llevan en su código genético, por término medio, entre un 2 y un 3 % de genes neandertales, es decir, del grupo de homínidos que habitaba en Europa antes de la llegada del Homo Sapiens. ¿Quién iba a decirnos que los seres más racistas de La Tierra son también los más contaminados por la genética neandertal? Doscientos años burlándonos de unos primitivos que, al final, resultaron ser nuestros antepasados remotos.

Y entre las poblaciones asiáticas se detecta también el resto de otra especie anterior: los denisovanos, que vivieron en la actual Siberia hace 50.000 años.

Somos mestizos y, precisamente por eso, somos más fuertes. Nos hemos enriquecido, durante cientos de miles de años, con las aportaciones de multitud de seres humanos de nuestra especie o de otras emparentadas con la nuestra, y ese proceso ha facilitado nuestra integración en el medio en todos los ecosistemas del planeta que nuestra especie ha colonizado y nos ha dotado de una variabilidad genética que nos permite enfrentarnos con solvencia a cualquier hábitat natural que podamos encontrar sobre la superficie sólida de nuestro mundo.

Esto es lo que somos. Estoy seguro que, por el camino, han sucedido multitud de cosas horribles. Nuestros antepasados remotos, puestos en la tesitura de competir con sus vecinos por unos recursos muy limitados, sobreviviendo a duras penas de manera precaria, recurrieron con frecuencia a la violencia e, incluso, a la esclavitud, para imponerse sobre sus rivales. Hay grupos humanos que, no hace tanto, eran caníbales. Los conquistadores españoles en América nos cuentan que los indios caribes, los propios aztecas y otras tribus diversas lo eran. En el mismo siglo XX, en Brasil, los jíbaros aún mantenían esas prácticas. ¿Llamaremos genocidas a los caribes, los jíbaros o los aztecas? ¿Y qué haremos si mañana un genetista nos dice que tenemos genes específicos de algunas de esas tribus que se comían a su prójimo sin la más mínima reserva moral? Como dije al principio, el pasado es el que es y no lo podemos cambiar.

 

¿Qué buscan las narrativas revisionistas?

La misión de los historiadores es, sencillamente, contarnos lo que pasó; sin adornos y sin valoraciones morales. Contarnos la verdad. Las narrativas revisionistas no son Historia, sólo buscan atizar las polémicas y las discusiones políticas del presente. Muchos de los que llaman “genocidas” a los conquistadores españoles en América, cuando se hagan una prueba de ADN descubrirán que buena parte de su genoma procede de esos supuestos “genocidas” a los que no paran de denigrar. ¿Y qué harán entonces? ¿Negarse a aceptar esa parte de su herencia genética? ¿Se arrancarán un riñón o el hígado para que su fisiología se alinee mejor con su narrativa? ¿Irán al psicoanalista para intentar, de alguna manera, liberarse del sentido de culpa que les invadirá cuando se enteren?

 

Los pasados alternativos

Ya que hemos entrado en el mundo de la ficción, profundicemos en ella e imaginemos que fuéramos capaces de viajar en el tiempo, hacia el pasado, para corregir los sucesos históricos que nunca debían haber ocurrido. Matamos a Colón en su cuna para que no descubra América, los españoles no sometan a los aztecas ni a los incas y no se puedan extender por el continente para, de esta manera, evitar el encontronazo entre los pueblos del Viejo y del Nuevo Mundo.

Si matamos a Colón en su cuna es obvio que él no podría haber descubierto América en 1492. Pero eso no garantizaría, en absoluto, que el “descubrimiento” no hubiera tenido lugar. Sencillamente, hubiera ocurrido de otra manera, con otros protagonistas diferentes… nada más. Es bastante ingenuo pensar que una vez descubiertos por los pueblos occidentales la brújula, el astrolabio y la dinámica de los vientos atlánticos, los europeos y, sobre todo, su vanguardia (es decir, los pueblos ibéricos) que estaban desde principios del siglo XV conquistando o colonizando todos los archipiélagos de la dorsal atlántica, no iban a seguir explorando los espacios geográficos que había más allá y encontrado lo que allí había. Y una vez descubierta América, de la manera que fuera ¿Qué les habría impedido a unos pueblos que vivían en el Renacimiento someter a otros que estaban en el Calcolítico?

Colón, sin Cortés, sin Pizarro, sin Magallanes, Sin Juan Sebastián Elcano… no sería el personaje del que hoy hablamos, sino un oscuro individuo perdido en libros de historia escritos por y para especialistas… una especie de Leif Erikson que podría alimentar sesudos debates historiográficos entre expertos, pero absolutamente ignorado por el gran público y por la clase política, por la sencilla razón de que sus actos no habrían tenido demasiadas consecuencias históricas.

A Colón lo hicieron grande los que llegaron tras él, los que desembarcaron en masa en el Nuevo Mundo una vez que se abrió ese camino. El viaje que de verdad cambió la historia de la humanidad no fue el primero que llevó a cabo (el de 1492) sino el segundo (el de 1493). El de 1492 hizo algo parecido a lo que hicieron los vikingos de Leif Erikson. El de 1493 fue el que marcó la diferencia. Recordemos que en abril de ese año los Reyes Católicos recibieron al descubridor en Barcelona y escucharon de su boca la narración del viaje que acababa de tener lugar. Y en septiembre (cinco meses más tarde) se hacían a la mar 17 naves (nada menos) con 2.000 hombres, caballos, animales de granja y de tiro, semillas, soldados, agricultores, ganaderos, herreros, albañiles, arquitectos… ¡El embrión de una nueva sociedad!, lo que delataba una verdadera voluntad de trasplantar hacia el Nuevo Mundo la sociedad que había en el Viejo. Eso no tiene nada que ver con lo que habían hecho los vikingos, los chinos, los malienses… Era algo completamente distinto y, precisamente por eso, cambió, para siempre, la Historia de la Humanidad.

Eliminar a un individuo no cambia las grandes tendencias históricas. Los europeos del siglo XV y -sobre todo- su vanguardia, vivían en una coyuntura histórica expansiva desde todos los puntos de vista (demográfico, militar, político, tecnológico, científico…). Eran algo así como un torrente de agua buscando una salida. No se paran las grandes tendencias de la historia apartando a unos pocos individuos del proceso.

Pero, sigamos profundizando la lógica interna de las narrativas ficticias acerca del pasado y supongamos, por un momento, que la hipotética muerte prematura de Cristóbal Colón hubiera impedido a los europeos alcanzar el continente americano o, al menos, retrasar varias generaciones su llegada. ¿Qué habría pasado entonces? Pues, sencillamente, que viviríamos en un mundo alternativo. Los miles de españoles, de europeos y de africanos que se trasladaron al continente americano, de grado o por la fuerza, se habrían quedado en sus lugares de origen, lo que habría frustrado millones de matrimonios pero permitido otros como contrapartida; las influencias culturales se habrían desplegado de otra manera, los idiomas que hoy se hablan en amplias extensiones geográficas de nuestro planeta serían diferentes, los valores morales y las diversas tradiciones también y, sobre todo, la composición genética de la inmensa mayoría de los habitantes de Europa, África y América sería distinta, aunque la genética de las poblaciones mantuviera parecidas proporciones de muchos de los rasgos actuales.

Ese mundo alternativo no sabemos si sería mejor o peor que el nuestro, pero sí muy diferente. Aunque hay algo seguro: que no sería el nuestro, que no formaríamos parte de él por la sencilla razón de que el reparto de los genes concretos de cada individuo sería diferente. Habría sido el fruto de un “sorteo” distinto de sus elementos constitutivos.

Si hay algo aleatorio en los procesos históricos son las vidas de los individuos concretos. Aunque las grandes tendencias empujen a los pueblos expansivos, por las razones que sean (tecnológicas, demográficas o políticas) a imponerse sobre los que viven coyunturas regresivas, las circunstancias individuales que te llevaron a conocer a la persona con la que decidiste compartir tu vida, los hijos que tuviste con ella, las oportunidades laborales que se te presentaron a lo largo de tu vida o de la de los que viven contigo sí que son fruto de una carambola cósmica irrepetible que te singulariza y te hacen único, exclusivo. El más pequeño cambio que se produzca en el medio, aunque no afecte a las grandes corrientes históricas, sí que se llevará por delante miles de proyectos de vida únicos e irrepetibles. Es el famoso efecto mariposa.

Es poco probable que una muerte prematura de Colón hubiera impedido la llegada masiva de los españoles a América, pero una cosa es segura: si tal cosa hubiera tenido lugar tú no estarías aquí y no podrías permitirte el lujo de juzgar moralmente a los que hicieron posible esa carambola cósmica que te que ha permitido vivir y, como una de sus muchas consecuencias, leer este artículo.

lunes, 12 de agosto de 2024

Los Trastámara

 


Dióscoro Puebla, Compromiso de Caspe. Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de (1867), Congreso de los Diputados (España)

Hay unanimidad entre los historiadores a la hora de afirmar que el reinado de los Reyes Católicos marca el punto de arranque tanto de la España moderna como de la España imperial; pero ambos monarcas (que como sabemos eran primos entre sí) pertenecen a la dinastía de los Trastámara, que llegó al trono de Castilla en 1369 (con Enrique II), al de Aragón en 1412 (con Fernando I de Antequera), al de Navarra en 1425 y al de Nápoles en 1442. Buena parte de las decisiones que tomaron Isabel y Fernando durante su reinado no son más que la culminación de un proyecto político que surgió exactamente un siglo antes de su matrimonio (1469) y que cerraron una centuria que había transformado profundamente la Península Ibérica. Los Reyes Católicos estrenaron el edificio que Enrique II de Trastámara había diseñado, cuyos cimientos había puesto y que sus sucesores siguieron levantando durante ese tormentoso pero apasionante siglo de la Historia de España.

 

El legado de Alfonso XI

Multitud de historiadores y de cronistas se refieren a esta dinastía con la despectiva expresión de “bastarda” porque Enrique II fue fruto de una relación extraconyugal de Alfonso XI de Castilla (1312-1350). Pero ni éste fue un rey cualquiera, ni la madre de Enrique II tampoco.

Alfonso XI tuvo una vida breve pero intensa. Había nacido en 1311. Heredó el reino de Castilla cuando sólo tenía un año, y empezó a gobernar de manera efectiva en 1325. Su tutora fue su abuela paterna María de Molina, la viuda de Sancho IV el Bravo, (1284-1295) un rey guerrero que supo contener la tercera invasión norteafricana sobre las tierras andaluzas, la de los benimerines. Sancho IV y María de Molina vivieron una época durísima, pero supieron dar la talla. La minoría de edad Alfonso XI transcurrió bajo el manto protector de una mujer que fue una verdadera estadista. Debemos recordar que la obra de Tirso de Molina “La prudencia en la mujer” es una versión novelada de su vida

"el más emblemático e importante personaje femenino de todo nuestro Siglo de Oro"[1]

Desde su coronación, con 14 años de edad, tuvo que abrirse paso entre una nobleza levantisca:

“Como su abuela, no era un ingenuo en absoluto y ocultaba a sus cortesanos sus verdaderos pensamientos; incluso contenía y disimulaba su cólera con virtuosismo; según la Gran Crónica «por no dar a entender el su enojo, encubrió el su coraçon con grande paçiencia, como buen rrey, e sabio e entendido en todas las cosas».[2] Este carácter tan diplomático le permitió sellar acuerdos con Inglaterra y Francia sin inmiscuirse en la Guerra de los Cien Años cuando estos dos reinos lo requirieron, Eduardo III en 1335 y Felipe VI en 1336, respectivamente; la eminencia gris en el Consejo del rey que cerró estos acuerdos fue el canciller de su sello de la puridad Fernán Sánchez de Valladolid, notario mayor de Castilla,[3] "de quien el Rey avia fiado ante desto otras muchas mandaderías, et de grandes fechos"[4][5]

Si su abuelo paterno pudo contener la invasión de los benimerines, Alfonso XI fue el que los expulsó -ya para siempre- y, de esta manera, puso fin a la Era de las invasiones africanas en la Península Ibérica, librando contra ellos la batalla definitiva -El Salado (1340)-, conquistando a continuación la ciudad de Algeciras (1344) y poniendo cerco poco después al último bastión norteafricano en nuestro país –Gibraltar– donde encontró la muerte, tras una vida de conquistas (Algeciras, Alcalá la Real, Priego de Córdoba, Carcabuey, Rute…), a causa de la epidemia de la peste negra que, como sabemos, arrasó todo el continente en el siglo XIV.

Por razón de estado contrajo matrimonio –con 17 años– con su prima María de Portugal en 1328. Pero la relación personal con ella se fue paulatinamente deteriorando y, además, tardó cinco años en darle un heredero que garantizara la continuidad dinástica (Fernando en 1333, que murió a los pocos meses de nacer) y después un segundo (Pedro, en 1334). Ya conocemos la importancia que la descendencia tenía para los monarcas medievales. Finalmente se terminó produciendo una separación de hecho entre el monarca y su mujer, que viviría el resto de su vida en el Monasterio de San Clemente, en Sevilla.

La amante de Alfonso XI, Leonor de Guzmán, aristócrata sevillana, nieta de un hermano de Guzmán el Bueno y viuda de Juan de Velasco, que había sido Adelantado de Andalucía en tiempos de Sancho IV el Bravo, actuó también como “la principal consejera del rey, por lo que fue una de las mujeres más poderosas de Europa y de facto reina de Castilla”[6].

Leonor de Guzmán fue la pareja de hecho de Alfonso XI hasta su muerte y le dio nada menos que diez hijos, los cuatro primeros de los cuales nacieron antes que el primogénito de María de Portugal. El tercero de la lista se llamaba Enrique, que era el mayor de los que aún vivían cuando su padre murió en 1350, con el que había mantenido una relación personal muy estrecha y del que había recibido el título de Conde de Trastámara entre otros.

Todos los hijos de Leonor fueron reconocidos por el rey y la mayoría, además, recibieron feudos, repartidos por todo el reino castellanoleonés, lo que los convirtió en un verdadero poder fáctico dentro del mismo. La red clientelar que tanto Alfonso XI como Leonor de Guzmán tejieron llegó a ser muy poderosa. El monarca, sin embargo, mantuvo los derechos al trono del único hijo legítimo que llegó a adulto, Pedro, que heredaría el reino en 1350 y que pasaría a la historia como Pedro I “el Cruel”.

Y cuando Pedro el Cruel se convirtió en rey de Castilla se dedicó, entre otras tareas, a ajustar cuentas con Leonor de Guzmán (que fue ejecutada en 1351), lo que le condujo al enfrentamiento con sus hijos y con toda la nómina de sus partidarios.

 

La guerra civil

“Esas circunstancias propiciaron la formación de un bando nobiliario contra el rey, encabezado por los bastardos que el anterior monarca castellano, Alfonso XI, había tenido de sus amores con Leonor de Guzmán. Por si fuera poco el repudio de Pedro I a su esposa Blanca de Borbón, de ascendencia gala, motivó la ayuda prestada por la corona francesa al bloque hostil al monarca castellano. Es más, en un momento dado el pontífice Inocencio VI llegó a excomulgar al rey de Castilla. La cuestión aún se complicó más debido al estallido de la guerra entre Pedro I de Castilla y Pedro IV el Ceremonioso de Aragón, que se inició en el año 1356 y que, interrumpida por algunas fases de tregua, duró cerca de diez años. El monarca castellano puso en marcha una política que puede calificarse de imperialista, pero fracasó en sus objetivos, pues no pudo ocupar ni Barcelona (1359), a la que llegó a poner cerco por mar, ni Valencia (1363).”[7]

Como vemos, Pedro I consiguió poner en su contra a la mayor parte de la nobleza castellana, a los reyes de Francia y de Aragón y al mismísimo Papa, lo que complicaba bastante su propia supervivencia política.

Al frente de los rebeldes se puso el mayor de los hijos supervivientes de Leonor de Guzmán, Enrique de Trastámara, y en el proceso Fadrique, el cuarto de ellos y maestre de la Orden de Santiago fue asesinado por orden del rey en 1358, y Juan, séptimo de la lista y señor de Jerez de los Caballeros así como Pedro, el más pequeño de los diez lo serían en 1359, este último con sólo 14 años de edad.

“El primer enfrentamiento entre los dos bandos tuvo lugar en Toledo, en el año 1355, saliendo vencedor del mismo Pedro I. A raíz de aquellos sucesos el príncipe bastardo se refugió en Francia. Unos años más tarde, en 1360, Enrique de Trastámara pretendió invadir el reino de Castilla. En Nájera se encontraron las tropas del rey de Castilla y las del rebelde Enrique. Pedro I resultó vencedor, forzando a Enrique a exiliarse nuevamente en Francia.

Una nueva invasión se produjo en marzo de 1366. Las perspectivas que se abrían en esos momentos para el bastardo nada tenían que ver con lo sucedido en anteriores intentonas. De ahí que esa fecha se considere el comienzo de la guerra fratricida. Enrique de Trastámara, el dirigente de las tropas invasoras, que había vivido en Francia los últimos años, contaba en esa ocasión con la ayuda de las Compañías Blancas, soldados mercenarios curtidos en las lides de la guerra de los Cien Años, a cuyo frente se hallaba el militar bretón Bertrand du Guesclin. Asimismo el príncipe bastardo había firmado unos años antes una alianza con el monarca aragonés Pedro IV (Binéfar, octubre de 1363) […] Enrique de Trastámara invadió Castilla por La Rioja, dirigiéndose hacia Burgos, ciudad que conquistó a finales de marzo después de que la abandonara Pedro I.”[8]

Aunque, como hemos visto, los primeros choques armados tuvieron lugar en 1355, la verdadera guerra civil se libró entre 1366 y 1369, que es cuando se implican en ella los dos bandos que estaban librando en Francia la Guerra de los Cien Años, convirtiendo así el conflicto castellano en un frente más de esa guerra internacional, lo que tendrá después importantes repercusiones históricas. De esta manera las partes en disputa se terminan alineando en aquella, lo que hará que una vez resuelto éste los Trastámara devolvieran el favor a sus amigos franceses implicándose en su guerra contra los ingleses.

[Enrique] “contrató en Francia un ejército de mercenarios, las llamadas «Compañías blancas» por el color de sus banderas; contando además con el auxilio de Aragón, pasó con sus tropas desde este reino a Castilla en marzo de 1366. Las compañías mercenarias las pagaron a partes iguales el rey de Francia, el papado y Pedro IV de Aragón.[9] Para los dos primeros el reclutamiento cumplía dos propósitos: apoyar de forma eficaz a Enrique de Trastámara, que obtuvo un ejército veterano pagado por sus aliados, y deshacerse de los temibles mercenarios, cuyos desmanes perjudicaban al Languedoc. […] Se reunieron entre diez y doce mil en Montpellier, que pasaron por el Rosellón hacia la Navidad para seguir luego aguas arriba del Ebro[10][11]

Las tropas de Pedro I fueron incapaces de contener el avance de las “compañías blancas” y el monarca huyó a Gascuña, en la zona de Francia que se encontraba en el ese momento en manos inglesas.

“En Bayona el rey Pedro obtuvo el auxilio del Príncipe Negro, comprometiéndose a pagar los gastos de la campaña. Por las cláusulas secretas del Pacto de Libourne, Guipúzcoa, Álava y parte de La Rioja serían para Navarra y el señorío de Vizcaya y la villa de Castro-Urdiales para Inglaterra. [12] Las condiciones pactadas suponían un grave quebranto territorial y monetario para Castilla, pero eran en la práctica imposibles de cumplir.[13][14]

En resumen, tropas inglesas peleando en el bando de Pedro y francesas en el de Enrique. Pero cuando los ingleses se dieron cuenta de que el rey no tenía la más mínima posibilidad de pagar lo que había prometido decidieron marcharse, dejándolo sólo de nuevo frente a las compañías blancas. Los dos ejércitos se terminaron encontrando en los Campos de Montiel el 14 de marzo de 1369. Ganaron los del Trastámara y el rey se refugió a continuación con sus hombres en el castillo de la Estrella, donde fueron sitiados:

“Pedro se encerró en dicha fortaleza, mal preparada para resistir un asedio. Sitiado en ella por su hermano, entró en tratos, a través de su fiel caballero Men Rodríguez de Sanabria con Duguesclín para lograr la fuga a cambio de cederle varias plazas. El francés lo condujo la noche de 22 de marzo con engaños e intención a una tienda en la que se hallaron frente a frente Pedro y Enrique, armado. Este dio muerte a su hermano. [15] Corrió el uno contra el otro y abrazados cayeron al suelo limitados a recurrir a dagas por falta de espacio para tirar de espadas, quedando encima Pedro; pero Duguesclín que no había intervenido hasta entonces, al ver que el rey estaba a punto de terminar con Enrique, pronunciando, según la leyenda, las célebres palabras «ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor», cogió del pie a Pedro I y lo hizo caer debajo, circunstancia que aprovechó su hermanastro Enrique para apuñalarlo repetidamente.”[16]

Esta es la versión de los hechos que ha pasado a la historia. Obviamente no hay forma de contrastarla, ya que en el lugar sólo había tres personas y una de ellas murió allí. Enrique de Trastámara pasó a ser, desde ese momento, el nuevo rey de Castilla, con el nombre de Enrique II.

 

La intervención castellana en la Guerra de los Cien Años

Una vez asentado en el trono Enrique II cumplió los compromisos que había suscrito con el rey de Francia:

“Castilla intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreo naval. Hay que señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372, con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa fue hecho prisionero y enviado a Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, como «llegado el dicho conde de Pelabroch a la villa de La Rochela (...) las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendierónle a él e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que los ingleses y pictavinos con todas sus gentes fueron capturados o muertos por los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que, como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los tiempos de La Invencible».

[…]

Pero a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos […] había quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenia, en aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, e1 reino de Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia de primera magnitud, con la que había que contar.”[17]

 

Una nueva estrategia política

Aunque Enrique II se había educado en la corte de Alfonso XI, el desarrollo de los acontecimientos que habían ido teniendo lugar entre 1350 y 1369 lo transformaron de manera profunda y también al país. La Castilla del primer Trastámara ya no era la misma que la que su padre había dejado. Por lo que hemos visto hasta aquí es obvio que la clave de su victoria había sido la extensa red de lealtades y de contactos que sus progenitores habían tejido antes de morir, así como los errores políticos de su adversario. A Enrique II lo llevó al poder una marea aristocrática que se fue alzando paulatinamente dentro del reino de Castilla, que fue apoyada desde fuera por el Papa y por los reyes de Francia y de Aragón.

Este es el motivo por el que la historiografía, cuando se refiere a su reinado, habla de “marea señorializadora”,[18] de dónde deriva el apodo con el que pasó a la historia: “el de las Mercedes”.

“Enrique II, según lo puso de manifiesto en su día el ilustre genealogista Salazar y Castro, «con espíritu verdaderamente real y magnánimo hizo partícipes de su fortuna a los que le habían ayudado a lograrla».”[19]

Hay quien deduce de estos hechos que hubo un retroceso en la evolución social del reino, lo cual no es cierto si analizamos el proceso global. Si bien para consolidarse en el trono tuvo que hacer bastantes concesiones tenía, sin embargo, una hoja de ruta clarísima a largo plazo que no sólo cumplió sino que, además, supo transmitir a su descendencia. Esa marea señorializadora que lo encumbró se terminó revelando como uno de sus grandes activos políticos, ya que permitió a todos los Trastámara del futuro contar con sólidas bases sociales en las que apoyarse. Y esta extensa red de contactos que siempre tuvieron, en todas las direcciones, actuó igualmente como un poderoso sensor que les permitió conocer con bastante fidelidad el estado de ánimo de sus súbditos, lo que les hizo adaptarse con rapidez a los intensos cambios sociales que tuvieron lugar en Castilla a lo largo del siglo y medio que rigieron sus destinos. Si Pedro I, como consecuencia del autodestructivo proceso de venganzas, acciones y reacciones en los que él solito se metió y que lo condujeron a su acorralamiento paulatino se fue quedando sólo lentamente; Enrique II, por el contrario, supo crear las sinergias suficientes a su alrededor que le harían avanzar de menos a más y que, una vez alcanzado el poder, le permitieron, primero consolidarse y, más adelante, iniciar una política expansiva que convirtió a Castilla en una potencia continental.

El Trastámara nunca olvidó la deuda que había contraído con sus aliados. Cumplió sus compromisos con los franceses (ayuda naval en su guerra contra Inglaterra), lo que aprovechó para convertir a Castilla en una potencia marítima. Un poder naval que se mantendría ya hasta el siglo XIX y que está en la base de la construcción del Imperio Ultramarino español. Los objetivos que perseguía con esto, obviamente, no eran tan grandiosos. Lo que buscaba era asegurar la libre circulación de las naves castellanas por el Canal de la Mancha, buscando los puertos holandeses para colocar allí los excedentes de lana que producía la Mesta[20].

Sin embargo, los compromisos que había adquirido con el rey de Aragón -Pedro IV- en el tratado de Binéfar (1363), cuando no era más que un aristócrata exiliado y perseguido en su propio país (entregarle el reino de Murcia, entre otras plazas) nunca tuvo voluntad real de cumplirlos, lo que terminó convirtiendo a Pedro IV en su adversario más temible una vez que el Trastámara se asentó en el trono, que se alió con Portugal, con Navarra y con Granada, los viejos apoyos peninsulares de Pedro el Cruel en la Guerra Civil y que atacarán juntos a Castilla a partir de 1370:

“El panorama cambió en junio de 1370, fecha en la que se logró la constitución de una coalición anticastellana, dirigida por el monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso, pero integrada asimismo por los portugueses y los navarros, sin olvidar a los nazaríes del reino musulmán de Granada. […] Más Enrique II supo actuar con gran habilidad. Su primer paso fue la firma de un acuerdo con los nazaríes. El siguiente paso fue, sin duda, mucho más importante. En agosto de 1370 la flota castellana, dirigida por el almirante Ambrosio Bocanegra, venció a la marina portuguesa en Sanlúcar de Barrameda, poniendo fin de esta manera al bloqueo que los lusitanos habían establecido el año anterior. En consecuencia, el proyectado ataque luso-aragonés contra Castilla se esfumó. Por si fuera poco, en el mes de octubre de ese mismo año Enrique II firmaba una tregua con el rey de Navarra.

[…] Las tropas castellanas entraron en Portugal a finales del año 1372, avanzando, de éxito en éxito, por las localidades de Viseo, Coímbra, Santarém y la propia Lisboa, en donde entraron, finalmente, en febrero de 1373. Fernando I de Portugal no tuvo más remedio que pedir la paz, la cual se firmó en la ciudad de Santarém en marzo de 1373.

[…] en agosto de 1373 se alcanzaba la paz de San Vicente. Carlos II de Navarra se vio obligado a devolver a Castilla las villas de Vitoria y Logroño, al tiempo que se concertaron enlaces matrimoniales entre miembros de las familias gobernantes en ambos reinos. Los dos monarcas, el navarro y el castellano, celebraron una entrevista, sumamente cordial, en la localidad de Briones. En cierta medida el reino de Navarra quedaba colocado, tras dicha paz, bajo la tutela castellana.

[…] Pedro IV, consciente del panorama que le rodeaba, comprendió que no tenía más remedio que acudir a la vía de la negociación. […] al final  también se firmó la paz entre ambos reinos. El 12 de abril de 1375 Castilla y Aragón suscribieron en Almazán el tratado que lleva el nombre de dicha localidad. Pedro IV de Aragón no sólo renunciaba a sus viejas y nunca olvidadas aspiraciones al reino de Murcia, sino que devolvía a Castilla las plazas fronterizas de Molina y de Requena. Al mismo tiempo se acordó el matrimonio de la infanta aragonesa Leonor con el infante castellano Juan, primogénito de Enrique II y su futuro heredero en el trono. […] a partir del año 1375, podía hablarse de la existencia de una auténtica paz ibérica.”[21]

 

La política interior

Esa “marea señorializadora” de la que muchos autores han hablado hay, por lo menos, que matizarla bastante. Si bien es cierto que puso en manos de los muchos nobles que le habían apoyado multitud de feudos, dichos señoríos eran sólo de tipo jurisdiccional; los señores actuaban como gobernadores del feudo que se les había concedido, con carácter hereditario, pero sometidos a las leyes generales del reino, ante cuyos tribunales se podía recurrir. Los Trastámara siempre se reservaron el control de los órganos máximos de apelación.

“…es oportuno manifestar que la obra emprendida por Enrique II fue sólo la primera fase de lo que podríamos denominar la estructuración institucional de la monarquía, labor que sería continuada por sus sucesores. Particularmente importante fue la labor desarrollada entre los años 1369 y 1371, o lo que es lo mismo, entre el final de la guerra fratricida y las decisivas Cortes que se reunieron en la localidad de Toro en el otoño de 1371.[22]

El tema de las Cortes durante el reinado de Enrique II ayuda a entender de una manera más completa la evolución del reino de Castilla durante ese periodo. Durante los 19 años que gobernó Pedro I (1350-1369) sólo convocó Cortes dos veces, en Valladolid (1351) y Sevilla (1362). Enrique II ya celebró dos durante la Guerra Civil de 1366-1369 (ambas en Burgos, en 1366 y 1367); y 7 más durante sus 10 años de reinado (1369-1379), que se celebraron en Toro (1369 y 1371), Medina del campo (1370), Burgos (1373, 1374 y 1377) y Soria (1375), lo que nos ilustra bastante acerca de la concepción que el monarca tenía del Estado. Pero el proceso de institucionalización de la monarquía durante su reinado fue mucho más allá:

“Las Cortes, no lo olvidemos, eran una asamblea representativa de los estamentos sociales de aquel tiempo, lo cual no implica, ni mucho menos, que fueran una institución democrática, como en ocasiones se ha sugerido. Ahora bien, en sus reuniones se establecía un fructífero diálogo entre el rey y el reino, aunque ciertamente a aquél le correspondiera, con total plenitud, la función legislativa.”[23]

“... el primer Trastámara fortaleció de manera notable el papel que desempeñaban los expertos en asuntos jurídicos en el Consejo Real. Cuando en las citadas Cortes de 1371 los procuradores del tercer estado pidieron a Enrique II que incluyese ciudadanos en el Consejo Real […] el rey de Castilla respondió afirmando que ya había oidores y alcaldes de las provincias que son alcaldes en la corte «y es la nuestra merced que éstos sean del nuestro consejo». Era evidente que el primer monarca de la dinastía Trastámara pretendía hacer del Consejo Real, institución que en los años anteriores había tenido más bien el carácter de un órgano representativo de los estamentos sociales, un instrumento al servicio del poder regio, para lo cual debía estar integrado básicamente por letrados, es decir, por técnicos especializados en las tareas de gobierno.”[24]

“Pero sin duda la principal novedad introducida por el primer Trastámara en el aparato del Estado fue la consolidación de la Audiencia, institución en cierto modo equivalente a un tribunal superior de justicia […] fue en las Cortes de Toro del año 1371 […] cuando se procedió a establecer, de forma definitiva, la organización y funcionamiento de la Audiencia. Se trataba de un tribunal colegiado, compuesto por siete oidores, de los cuales tres serían prelados y los otros cuatro letrados. No es nada sorprendente que, en las citadas Cortes de 1371, se dijera que los puestos de responsabilidad judicial debían recaer en personas que supieran «leer los libros de los fueros e de los derechos» y no, en cambio, en los caballeros, los cuales únicamente entendían del manejo de las armas.”[25]

Todo esto significa que, pese a la importante “marea señorializadora” que muchos autores ven crecer durante los primeros tiempos del reinado de Enrique II, dicho monarca aprovechó el impulso que recibió de la misma para acelerar el proceso de institucionalización del Estado, es decir, de superación del modelo feudal y, en consecuencia, del fortalecimiento de aquél, proceso en el que buscó y obtuvo el apoyo de la burguesía de las ciudades. Hay que resaltar que, además de las reuniones a Cortes ya citadas celebró durante su reinado dos “ayuntamientos”, palabra que definía una institución parecida a las Cortes pero en la que sólo había representantes de las ciudades; y de los mismos salieron acuerdos que implicaban la sustitución de nobles por titulados universitarios, como hemos visto, a los que se veía mejor capacitados para desempeñar las tareas administrativas. Esta política fue sentando las bases que permitieron tanto el fortalecimiento del Estado como la “eclosión del mundo ibérico”, que ya vimos hace algún tiempo[26].

 

Juan I

A Enrique II le sucedió su hijo Juan I (1379-1390), que mantuvo las líneas maestras que trazó su padre. Siguió apoyando con la marina de guerra castellana a las tropas francesas contra Inglaterra en la Guerra de los Cien Años y profundizando el proceso de institucionalización de la monarquía. Los dos sucesos más destacados de su reinado -que le vinieron impuestos desde el exterior- fueron, en primer lugar, el estallido del Cisma de Occidente, es decir, la ruptura del mundo católico en dos bandos enfrentados que obedecían a sendos papas cuyas sedes respectivas estaban situadas en Roma y en Aviñón (Francia), lo que le hizo convocar una asamblea de expertos en Medina del Campo en 1380, a la que sus contemporáneos llamaron “cónclave”, que se inclinó por apoyar al de Aviñón como hicieron sus aliados franceses, aragoneses y navarros.

Pero el segundo y mayor problema al que tuvo que hacer frente a lo largo de su reinado fue las reclamaciones del inglés Juan de Gante, Duque de Lancaster y yerno de Pedro I el Cruel, ya que estaba casado con Constanza, su hija y potencial heredera al trono de Castilla y contaba con el apoyo de los petristas o “emperogilados”, que habían acompañado a su exilio inglés a la princesa. Juan de Gante contaba con la ayuda del rey de Portugal que decidió respaldar de forma activa sus derechos:

“En julio del año 1380 el rey de Portugal y el duque de Lancaster, Juan de Gante, firmaban un acuerdo, en el que se estipulaba que los soldados ingleses irían a tierras lusitanas para, desde allí, invadir Castilla.”[27]

El acuerdo contemplaba también el futuro casamiento entre Beatriz, la hija de Fernando I de Portugal (que en ese momento tenía siete años) con un sobrino del Duque de Lancaster. Juan I reaccionó inmediatamente invadiendo Portugal, obligando a su rey a firmar un nuevo acuerdo con Castilla en 1382 que deshacía el que tenía con el inglés y comprometía el matrimonio de la princesa portuguesa con el propio Juan I, que acababa de enviudar, lo que podía terminar llevando a éste al trono del país vecino. Esta situación terminó desencadenando la guerra civil en Portugal:

“Ciertamente un importante sector de la alta nobleza lusitana apoyaba a Juan I de Castilla, pero en el bando opuesto se alineaba, aparte de amplios sectores populares, la burguesía de la zona marítima portuguesa, entiéndase básicamente la de las ciudades de Oporto y de Lisboa. La mencionada burguesía, firme aliada de los ingleses, no quería de ningún modo el triunfo del bloque castellano, pues lo consideraba totalmente contrario a sus intereses.”[28]

“El panorama, no obstante, sufrió un giro espectacular en el año 1385. El primer paso fue la proclamación de Joao de Avis como rey de Portugal. Lo que tuvo lugar en una asamblea reunida en la ciudad de Coímbra el día 6 de abril. Con esa decisión se creaba una nueva dinastía en el reino vecino. […] El hecho de armas decisivo se produjo en el mes de agosto del citado año 1385. Nos referimos a la batalla de Aljubarrota. […] Aljubarrota no sólo hundió las aspiraciones de Juan I sobre Portugal sino que puso en peligro la indiscutible hegemonía que la corona de Castilla había logrado establecer, desde años atrás, sobre los diversos reinos de la península Ibérica. Si contemplamos aquel suceso desde otras perspectivas hay que señalar que Aljubarrota se convertirá, andando el tiempo, en el emblema por excelencia del nacionalismo portugués, particularmente dirigido contra Castilla y lo castellano.”[29]

En 1386 7.000 ingleses desembarcaron en La Coruña con la intención de arrebatar el trono a Juan I, pero la campaña no les fue nada bien, lo que obligó al Duque de Lancaster a entablar negociaciones que culminaron con el Tratado de Bayona (1388), en el que se acordó el matrimonio del heredero del castellano (Enrique) con la del inglés (Catalina) y se permitía el regreso de todos los exiliados petristas a Castilla. Se cerraba así, definitivamente, el conflicto histórico surgido casi 40 años antes entre los dos hijos de Alfonso XI.

Una curiosidad historiográfica del reinado de Juan I fue la adopción por parte de la monarquía castellana de la Era Cristiana para medir el tiempo en 1383. Hasta ese momento había estado vigente la Era Hispánica, con la misma secuencia mensual de la cristiana pero que empezaba a contar el tiempo a partir del año 38 a.C. Por eso a todos los documentos españoles anteriores a ese momento hay que restarle 38 años para conocer su fecha exacta de datación.

Sobre el proceso de institucionalización de la monarquía castellana durante el reinado de Juan I es interesante conocer la opinión de Julio Valdeón al respecto:

“Es preciso poner de manifiesto que las Cortes castellano-leonesas alcanzaron su momento de mayor plenitud en tiempos de Juan I, concretamente en los años 1386-1390, época de apogeo de la institución o, por decirlo en términos poéticos, de «pleamar», como ha señalado Luis Suárez. Independientemente del gran número de convocatorias que hubo en dicho reinado, lo más significativo fue que la participación de las Cortes en los asuntos de la vida política y social de sus reinos logró, sin duda alguna, las más altas cotas de toda la historia de dicha institución. Las Cortes de la época de Juan I, así lo ha puesto de relieve José Manuel Pérez-Prendes, intentaron llevar a cabo «una revolución jurídico-política», pretendiendo convertirse, ni más ni menos, que en un «órgano controlador de la monarquía».”[30]

 

Enrique III

Juan I murió, de forma accidental, en octubre de 1390, dejando como heredero a un niño de once años, en un momento político muy complicado, con una economía maltrecha y multitud de facciones políticas actuando en la corte; facciones que el experimentado difunto había sabido mantener a raya pero que un heredero tan joven e inexperto no. Los enfrentamientos entre ellas llegaron hasta tal nivel en la fase de transición entre los dos reinados que no fueron capaces, siquiera, de designar un regente que llevara a cabo las tareas de gobierno hasta que el monarca alcanzara la mayoría de edad:

“Las Cortes de Madrid de 1391 […] acordaron, el día 31 de enero, formar un Consejo de Regencia, el cual estaría constituido por 14 procuradores (que se relevarían, en dos turnos semestrales), nueve nobles y dos prelados. Al frente del Consejo se situó Juan García Manrique, arzobispo de Santiago de Compostela.”[31]

Un Consejo de Regencia con… ¡25 miembros!, es decir, absolutamente inoperante. El vacío de poder era evidente y el reino de Castilla parecía encaminarse hacia una nueva guerra civil.

¿Y qué ocurre cuando en cualquier país se produce un vacío de poder? pues que florecen los demagogos y los fanáticos por doquier y emergen todos los conflictos larvados que un estado organizado suele mantener a raya.

En junio de 1391 se produjo en Sevilla una explosión antijudía, dirigida por un fanático, Ferrán Martínez, que era arcediano de Écija:

“El día 6 de junio de 1391 estalló, por fin, la violencia. Los matadores de judíos, expresión con que se conoce a los fanáticos seguidores del arcediano de Écija, atacaron sin piedad la judería de la ciudad de Sevilla. A los hebreos se les ponía en el dilema de la conversión al cristianismo o la muerte. Sin duda muchos judíos perecieron, aunque sea de todo punto imposible conocer el número de víctimas. La violencia antijudía se propagó inmediatamente desde Sevilla a las localidades vecinas, como Alcalá de Guadaíra, Carmona, Écija o Santa Olalla. Pero la ola incendiaria no se detuvo, antes al contrario continuó su progresión, llegando, a mediados del mes de junio, a la ciudad de Córdoba y, a continuación, a la zona del alto Guadalquivir: Andújar, Jaén, Úbeda o Baeza. Los pasos siguientes se dieron en la Meseta sur, siendo sus principales víctimas las aljamas judaicas de Villa Real, Cuenca, Huete y la propia Toledo. Es cierto, no obstante, que la ola de violencia iba amortiguando sus efectos a medida que se propagaba hacia el norte. Ello se debía, básicamente, a las medidas precautorias que tomaban las autoridades, conocedoras de lo que se avecinaba. Pese a todo, el clima de pánico alcanzó incluso a la Meseta norte, como sucedió, por ejemplo, en las juderías de Segovia, de Burgos y de Logroño.

Por si fuera poco, la violencia antijudía rebasó el ámbito de la corona de Castilla, penetrando en la de Aragón. Allí se produjo la destrucción de la judería de Valencia, pero también sufrieron grandes pérdidas las aljamas judaicas de Cataluña, en especial las de Barcelona y Gerona. En definitiva, la comunidad judaica de tierras hispanas, y en primer lugar la de la corona de Castilla, había sufrido un considerable varapalo. El cronista Pedro López de Ayala señaló lo siguiente: «Perdiéronse por este levantamiento en este tiempo las aljamas de los judíos de Sevilla e Córdoba e Burgos e Toledo e Logroño, e otras muchas del regno; e en Aragón las de Barcelona e Valencia e otras muchas; e los que escaparon quedaron muy pobres.» Como ha señalado el historiador israelí Benzion Netanyahu, «ningún movimiento popular antijudío de la Edad Media causó al pueblo judío tan asombrosas pérdidas como los disturbios españoles de 1391».”

“¿Cuántos judíos perecieron en aquellos sangrientos sucesos? Se ha barajado una cifra global situada en torno a las 4000 víctimas. Hubo, asimismo, numerosos robos, pillaje y destrucción de muchas juderías. Pero sin duda la consecuencia principal de la violencia que se desató en junio de 1391 fue la conversión masiva al cristianismo de una gran cantidad de judíos. Se los denominará en adelante conversos, marranos o cristianos nuevos. Al fin y al cabo, como ha señalado Emilio Mitre, los sucesos de 1391 fueron un auténtico «recodo» en las relaciones judeo-cristianas, pero también actuaron como un hito básico en la memoria histórica de los hebreos, algo así como una «referencia trágica de la que se echó mano habitualmente».[32]

Aunque en España ha habido otros episodios de violencia antijudía, el de 1391 fue, sin duda, el peor de todos. Ese es uno de los muchos cadáveres de nuestra historia que ocultamos en el armario. Así pues el reinado de Enrique III (1390-1406) se estrenó con una matanza de la que el joven monarca no fue, en absoluto, responsable, pero que le hicieron aterrizar bruscamente en la dura realidad de la Castilla de finales del siglo XIV.

Enrique III fue declarado mayor de edad y, en consecuencia, se puso al mando del gobierno, el 2 de agosto de 1393, dos meses antes de cumplir los 14 años. Por muy joven que fuera eso era mejor que permitir que 25 individuos de tendencias políticas enfrentadas siguieran administrando el país en su nombre. Poco después se casó con su prima Catalina de Lancaster, tal y como había acordado su padre con Juan de Gante en el Tratado de Bayona cinco años antes. La primera tarea que tuvo que asumir fue poner orden entre la levantisca nobleza que le rodeaba, empezando por sus propios parientes, a los que la historiografía denomina los epígonos Trastámara. Se enfrentó con ellos apoyándose en la nueva nobleza que estaba emergiendo en la corte a través de las instituciones que se venían consolidando en ella desde los tiempos de su abuelo (los Hurtado de Mendoza, Fernández de Córdoba, López de Estúñiga…). Uno tras otro irán cayendo algunos de los nobles más poderosos del reino (Conde de Noreña, Leonor de Navarra, Duque de Benavente…).

Una vez restablecida la autoridad en el país pudo mirar hacia el exterior. Primero firmó con Portugal una tregua de diez años. Después lanzó a la marina castellana contra los piratas del Atlántico, que habían florecido durante el interregno con el apoyo de la corona inglesa (el más conocido de todos fue Harry Pay, señor de Poole) lo que terminó llevando de nuevo a los castellanos hasta Inglaterra, donde remontaron el Támesis, llegando hasta las proximidades de Londres en 1404.

Por esas mismas fechas comenzó la conquista de las islas canarias, dirigida por los franceses Jean de Bethancourt y Gadiffer de Lasalle, pero en nombre de la corona castellana.

Siguiendo con las curiosidades historiográficas, debemos citar la embajada que al rey mandó a la corte de Tamerlán, emperador de los mongoles, que partió de Castilla en 1403, volviendo en 1405 después de haber cumplido su misión:

“De ese viaje se ha conservado un curioso relato, titulado La embajada a Tamorlán, cuyo autor fue Ruy González de Clavijo, uno de los miembros de la delegación castellana. Otros miembros de la citada embajada fueron el religioso dominico fray Alonso Páez de Santa María y Gómez de Salazar, que actuó como secretario. El texto que narra las peripecias de la mencionada embajada, sumamente interesante por las noticias que ofrece de los territorios por donde pasaron, pasa revista a las diversas etapas del viaje, que dio comienzo en Sanlúcar de Barrameda y retornó a Alcalá de Henares, pasando, entre otros lugares, por Rodas, Constantinopla, Trebisonda, Arzinga, Soltania y Samarcanda. Los integrantes de aquella embajada cumplieron sus objetivos, pues llegaron a entrevistarse con Tamorlán en la ciudad de Samarcanda. Es evidente que aquel proyecto, que finalmente no llegó a ningún resultado positivo, tenía mucho de utópico. De todos modos, como ha señalado Francisco López Estrada, «las embajadas entre Enrique III y Tamorlán constituyen el episodio más importante de la diplomacia medieval castellana» [hubo un primer intento –fracasado- en 1401]. Asimismo aquellos hechos ponían de relieve la preocupación que existía en Castilla por el progreso de los musulmanes en el Mediterráneo.”[33]

 

Juan II de Castilla

Enrique III murió, en 1406, ¡con 27 años! dejando como heredero a un niño de un año. Se abría un nuevo interregno. Pero esta vez había dos adultos al frente, que tenían las ideas mucho más claras que los cortesanos de 1390. Se trataba de su madre, Catalina de Lancaster, y de su tío paterno Fernando. Ambos llegaron rápidamente a un acuerdo, repartiéndose las tareas y las zonas geográficas de actuación mutuas: el norte para Catalina, así como las relaciones diplomáticas con los países europeos (no olvidemos que la reina Madre era inglesa) y el sur, así como el mando sobre los ejércitos de la frontera para Fernando. Mientras Catalina firmaba la paz con los ingleses, consiguiendo la libertad de comercio en los puertos de este país para los marinos castellanos, Fernando se lanzaba directamente con el ejército de la frontera contra el reino de Granada. El mayor éxito militar de su corta vida llegó en septiembre de 1410, con la conquista de la ciudad de Antequera, un hecho de armas que lo terminaría definiendo, ya que será conocido desde entonces como Fernando de Antequera.

Unos meses antes, en mayo de 1410, moría sin descendencia el rey de Aragón, Martín I el Humano, que era su tío materno, abriendo allí también una crisis sucesoria. La elección del candidato a monarca en el reino vecino se complicará mucho más, además, por la estructura confederal de la corona aragonesa, ya que a diferencia de Castilla no había unas cortes representativas de todo el reino, sino tres: las de Cataluña, Aragón y Valencia. La solución que encontraron se reflejó en la Concordia de Alcañiz (15 de febrero de 1412) que estableció que cada una de las tres cortes designaría tres compromisarios (9 en total) que se reunirían en la ciudad de Caspe para decidir por votación quién sería el nuevo rey.

“Los pretendientes a la corona de Aragón pudieron presentar en Caspe cuantas alegaciones creyeron oportunas hasta el día 22 de junio.”[34]

Las reglas que habían establecido para la selección del candidato eran:

1.      La elección recaería en un varón.

2.      Se excluía la ilegitimidad de origen.

3.      Era imprescindible garantizar el mantenimiento de la corona de Aragón.

Fernando era el pariente más cercano del fallecido y, como regente de Castilla tenía, además, una influencia política muy superior a la de cualquiera de los candidatos alternativos. Así que, durante los dos años que transcurrieron entre el fallecimiento del rey de Aragón y la decisión que finalmente tomaron los compromisarios, llevó a cabo una intensa labor de lobby en el país vecino. La reciente conquista de Antequera, igualmente, fue una de sus mejores bazas propagandísticas. Como remate contaba con el respaldo del papa Benedicto XIII (El Papa Luna) que era aragonés.

El 24 de junio tuvo lugar la decisión final de los compromisarios. El gran defensor de la candidatura del castellano fue el fraile valenciano Vicente Ferrer. El elegido en el Compromiso de Caspe fue, finalmente, Fernando de Antequera, que se convirtió así en Fernando I de Aragón. El regente de Castilla se convertía en rey de Aragón y la Casa de Trastámara pasaba a gobernar en los dos países desde ese momento.

“Fernando abandonó Castilla en el año 1412, al pasar a ocupar el trono aragonés, tras la decisión tomada a su favor en el compromiso de Caspe. [… sin embargo] no se desentendió por completo de la regencia que había ejercido en Castilla, como suponía Catalina de Lancaster. Antes al contrario, nombró a varias personas de su confianza como lugartenientes. Pero sin duda iba a tener mucha más importancia para el futuro otra de las decisiones tomadas por el nuevo monarca aragonés. En efecto, Fernando de Antequera había dejado a sus hijos, a los que se denominará en adelante los infantes de Aragón, muy bien situados en Castilla. Juan sucedió a su padre en el ducado de Peñafiel, en tanto que otros dos hijos suyos, Enrique y Sancho, se convirtieron, respectivamente, en los maestres de las órdenes militares de Santiago y Alcántara. Parecía haberse constituido una nobleza de parientes más fuerte incluso que la de los epígonos Trastámaras de anteriores décadas. Así pues, como ha señalado Eloy Benito Ruano, los infantes de Aragón «con los bienes patrimoniales y con los sucesivamente adquiridos (…) eran en conjunto más poderosos en Castilla que el mismo rey».”[35]

Fernando de Antequera murió pronto (en 1416), siendo reemplazado por su hijo mayor, Alfonso V. En junio de 1418, además, murió Catalina de Lancaster. En octubre de ese mismo año Juan II se casó con su prima hermana María de Aragón, hija de Fernando, lo que convirtió a su tío también en su suegro, aunque a título póstumo. El 7 de marzo de 1419 fue declarado mayor de edad, por fin, por las Cortes en Madrid, asumiendo de esta manera las funciones de gobierno.

El poderoso reino de Castilla se había convertido, en unos pocos años, prácticamente en algo así como un protectorado de Aragón, aunque muy sui géneris porque los hijos de Fernando de Antequera (incluido el ya rey de Aragón Alfonso) eran los más poderosos señores feudales de Castilla. Pero hemos de tener en cuenta que, en realidad, eran todos castellanos. La futura unidad de ambos reinos se presentía ya.

En ese contexto histórico se abre paso la figura del valido Álvaro de Luna, que llegó a ser la persona más poderosa y el verdadero gobernante del reino. La historia del largo reinado de Juan II (1406-1454) es, en realidad, la de la lucha de Álvaro de Luna contra los infantes de Aragón, que se terminará resolviendo con la derrota de éstos en la batalla de Olmedo (1445). Pero para entonces ya le habían surgido al primero dos grandes contrapesos en la propia familia real: el príncipe heredero (el futuro Enrique IV) y la segunda esposa del monarca (Isabel de Portugal), ambos consiguieron llevar al cadalso a Álvaro de Luna en la Plaza Mayor de Valladolid, en 1453.

La derrota de Olmedo obligó a los infantes de Aragón supervivientes (pues Enrique murió como consecuencia de las heridas recibidas en la batalla) al exilio definitivo, confiscando la corona todos sus bienes. Pero mucho antes de que tuviera lugar ese desenlace Juan se había casado con Blanca, la heredera del reino de Navarra, que llegó al trono en 1425 y, con ella, su esposo y consorte. Así pues la estirpe de Fernando de Antequera seguía extendiendo su poder y Navarra se convertía así en el tercer país en el que asumían el mando los Trastámara.

Juan II fue, como hemos visto, rey de Castilla durante casi medio siglo. Ese largo reinado fue un tiempo de desarrollo económico, de crecimiento demográfico y de consolidación de la autoridad real. También de activo comercio tanto por el Atlántico como por el Mediterráneo.

“…fueron surgiendo colonias de comerciantes castellanos en diversas localidades de la costa atlántica de Flandes y de Francia, como Brujas, Ruán, Nantes o Dieppe. Es más, en el año 1414 se estableció en Brujas un consulado de mercaderes castellanos y en 1430 se asentó otro en Nantes. […] En la corona de Castilla había, en el siglo XV, otro importante foco de actividad comercial de inequívoca proyección internacional. Se trataba del área que se extendía entre Sevilla y la costa atlántica de Andalucía. Los grandes dinamizadores de ese foco fueron los hombres de negocio italianos, y en primer lugar los genoveses, que tenían en Sevilla una colonia muy importante, aunque también las había en Cádiz, Jerez, Sanlúcar de Barrameda o Puerto de Santa María. Se exportaban en esa área ante todo aceite, cochinilla, cueros, cera y mercurio procedente de Almadén. Como contrapartida los genoveses traían a tierras hispanas paños de Florencia u otras ciudades italianas, especias y, en menor medida, herramientas varias, papel, hilados de oro o resina. Ésta zona, por otra parte, conectaba con el mundo africano, del que interesaban principalmente el oro del Sudán, en concreto de las minas de Bombuk, y los esclavos negros. Hay que señalar, por otra parte, que los genoveses desempeñaron en tierras andaluzas, y en primer lugar en la ciudad de Sevilla, un importantísimo papel en el ámbito de la actividad bancaria.”[36]

Juan II fue el padre de dos futuros reyes de Castilla: Enrique IV y su hermana Isabel que, junto a su esposo y primo Fernando II de Aragón, abrirá de par en par las puertas de la España moderna. Los reinos ibéricos estaban a punto de estallar.

 

Enrique IV

El reinado de Enrique IV (1454-1474) fue una época de transición entre el de Juan II y el de Isabel la Católica. Este monarca fue un juguete en manos de la nobleza cortesana, dentro de la cual desempeñó un papel estelar su valido Juan Pacheco, que carecía de la visión de estado que sí tuvo Álvaro de Luna durante el reinado de Juan II. Es muy difícil de digerir que un rey absoluto como era Enrique IV aceptara desheredar a su propia hija –Juana- en beneficio de su hermano -Alfonso, un niño manipulado por la nobleza-, lo que significaba una desautorización implícita del propio monarca.

Podemos definir su reinado como una guerra civil de baja intensidad, sostenida por las diversas facciones nobiliarias que manipularon hasta el absurdo a los diversos miembros de la familia real en su propio beneficio. En ese caldo de cultivo transcurrió la infancia y la adolescencia de Isabel, su hermana, que comprendió muy pronto que sólo con la ayuda de sus primos aragoneses podría abrirse paso en medio de aquella selva. Desde el punto de vista simbólico, el más claro ejemplo de hasta dónde se había degradado la autoridad real durante sus años de gobierno lo constituye, sin lugar a dudas, la farsa de Ávila. El 5 de julio de 1465:

“… un importante sector de la nobleza, que decía encontrarse descontento de la desastrosa política desarrollada por Enrique IV, procedió a deponer al rey de Castilla, aunque lo hiciera de forma puramente teatral. Recordemos a los más significativos personajes que protagonizaron aquel vergonzoso acto: el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo; Juan Pacheco, el marqués de Villena, que fuera durante tantos años principal colaborador de Enrique IV; el conde de Plasencia; el conde de Benavente; el conde de Paredes de Nava; Diego López de Estúñiga; el maestre de Alcántara, etc. […] La farsa de Ávila ha sido vista, tradicionalmente, como uno de los peores momentos por los que atravesó la monarquía castellana en todo el transcurso de la Edad Media.”[37]

Durante los años siguientes no dejará de aumentar el bando nobiliario que aspiraba a deponer a Enrique para reemplazarlo por su hermano Alfonso. Durante ese tiempo se fue corriendo el rumor de que su heredera –Juana- no era hija suya sino de uno de los cortesanos que le respaldaban -Beltrán de la Cueva-, de ahí deriva el apodo con el que se conocería desde entonces a la princesa: “la Beltraneja”.

Pero el candidato de la nobleza para el trono de Castilla –Alfonso– murió en 1468, lo que de rebote convirtió a su hermana Isabel en la beneficiaria inmediata de toda la campaña de descrédito orquestada contra Enrique IV.

“Isabel, sin embargo, no parecía estar dispuesta a desempeñar ese papel. Ella aspiraba, sin la menor duda, a ocupar el trono castellano, pero no para actuar el servicio de esta o de aquella bandería, tal y como venía ocurriendo en los últimos años, sino para robustecer la autoridad monárquica. En una carta fechada el día 8 de julio de 1468, es decir, sólo tres después de la muerte de su hermano Alfonso, y que iba dirigida a las ciudades del reino, Isabel afirmaba que era «notorio e manifiesto ser yo legítima heredera y derecha sucesoria de estos reinos y señoríos».

De ahí que, tras entrevistarse Isabel con su hermano Enrique IV, se llegara al acuerdo de los Toros de Guisando, el cual fue firmado el 18 de septiembre del año 1468. El citado pacto reconocía a Isabel como heredera del trono de Castilla, en tanto que Juana pasaba a un segundo plano. Aquel acuerdo se tomó, según los argumentos esgrimidos en el texto del tratado, «por el bien y sosiego del reino», para «atajar las guerras», así como para «proveer como estos reinos no hayan de quedar ni queden sin legítimos sucesores del linaje del dicho señor rey y de la dicha infanta». La exclusión de Juana, la presunta hija de Enrique IV, obedecía a que se consideraba ilegítimo el matrimonio celebrado por el monarca castellano con Juana de Portugal.”[38]

Por ese acuerdo Isabel se comprometía a no contraer matrimonio sin el consentimiento del rey, una cláusula que ella, sin embargo, no estaba dispuesta a cumplir, cómo se puso de manifiesto muy poco tiempo después. La futura Isabel la Católica estaba decidida a poner fin a la situación de desgobierno generalizado que se extendía por el país y tenía sus propios planes al respecto:

“Al poco tiempo redactó un documento, dirigido a todas las ciudades del reino, en el que señalaba que Fernando era, sin duda alguna, el rey más conveniente para el futuro de Castilla.

Fernando, por su parte, se desplazó desde tierras aragonesas, llegando a la localidad de Dueñas el día 12 de octubre. […] el 18 de octubre de 1469, tuvo lugar el esperado matrimonio de Isabel y Fernando.”[39]

Isabel ponía a su hermano, de esta manera, ante hechos consumados (una forma de actuar muy típica de aquellos tiempos convulsos), lo que ponía al país al borde de la guerra civil. El 12 de diciembre de 1474 moría Enrique IV en Madrid y la guerra se extendía por el reino de Castilla, entre los partidarios de Isabel y los de Juana “la Beltraneja”.

 

Los Trastámara de Aragón

Como ya hemos visto, en 1412 fue coronado Fernando de Antequera en el reino de Aragón. Este acontecimiento marcó el comienzo de un nuevo tiempo político en el que la misma familia gobernaba sobre los dos reinos más poderosos de la Península Ibérica. Fernando, como también vimos, era en ese momento regente en Castilla, rol que siguió manteniendo desde la distancia, a través de personas interpuestas, asegurándose que el bando de sus partidarios en este reino no dejara de aumentar. Aunque se llevó con él hacía Aragón a su primogénito –Alfonso-, dejó en Castilla a Enrique y a Juan. Ya hemos visto que su reinado fue muy corto, tan sólo de cuatro años, pero resultó suficiente para asentar a la nueva dinastía en el trono y para comprender y poder transmitirle a su heredero la complejidad que presentaba la monarquía aragonesa, que tenía muchos más contrapesos políticos que la de Castilla y una posición geoestratégica que cubría espacios muy diversos, ya que además de las actuales comunidades autónomas de Aragón, Cataluña, Comunidad Valenciana y Baleares, abarcaba las tres grandes islas del mediterráneo central (Córcega, Cerdeña y Sicilia). Aragón, además, ejerció una importante influencia política tanto en Castilla y en Navarra (por el oeste) como en Nápoles (por el este) y competía en el Mediterráneo Occidental con Francia y con la república de Génova, que le disputaban su hegemonía con el apoyo, además, de otras repúblicas del norte de Italia e, incluso, del propio Papa. Todas estas presiones geopolíticas exigían que al frente hubiera un verdadero estadista y, desde luego, Fernando de Antequera lo era.

Pronto tuvo que sofocar la rebelión armada de uno de los candidatos derrotados en el compromiso de Caspe (Jaime de Urgel), pero inmediatamente después tuvo que volcar su atención sobre el Mediterráneo, firmando una tregua con la república de Génova en 1413 y alcanzando un acuerdo con el sultán de Egipto que le permitió establecer un consulado de la ciudad de Barcelona en Alejandría. Poco después firmó otro con el sultán de Fez. También prometió ayuda contra los turcos al déspota de Morea, Teodoro Porfirogeneta.

“… como señaló en su día Vicens Vives, Fernando I «cumplió (…) con las exigencias de la corona de Aragón en el Mediterráneo: defensa del comercio catalán en Egipto y Berbería y mantenimiento de la ruta de las Islas».”[40]

 

Alfonso V el Magnánimo

Tras la muerte de Fernando I fue coronado su hijo mayor -Alfonso V (1416-1458)-, que estaba casado con María de Castilla, hermana del rey castellano Juan II (que a su vez lo estaba con una hermana de Alfonso V, lo que nos puede dar una idea de la estrecha relación que había entonces entre las coronas de Aragón y de Castilla).

Alfonso V residió, durante la mayor parte de su reinado, en los territorios italianos de la corona aragonesa, mientras que su esposa actuaba en los peninsulares como su lugarteniente. En 1436 delegó parte de esa lugartenencia (Aragón y Valencia) en su hermano Juan, que como ya vimos era también rey consorte de Navarra. María se encargaba así exclusivamente de Cataluña.

En 1442 conquistó el reino de Nápoles, nombrando como heredero suyo para éste a su hijo bastardo Ferrante, que abriría, a la muerte de Alfonso, la rama napolitana de los Trastámara.

“Nápoles se convirtió en el año 1442, de facto, en lo que diversos historiadores han denominado el imperio catalano-aragonés. Alfonso V prácticamente asentó sus reales en aquella ciudad, lo que se tradujo en el absentismo de sus reinos hispánicos.”[41]

La presencia casi permanente de Alfonso V en Nápoles a partir de 1442, desde el punto de vista estratégico, significó la práctica expulsión de los franceses y los genoveses del Mediterráneo Central, convirtiendo al reino de Aragón en la potencia mediterránea por antonomasia, rol que heredaría la España de los Reyes Católicos y que mantendría hasta 1700. Pero también significaba que, de facto, su hermano y heredero Juan se convirtió en el verdadero gobernante en Aragón y en Valencia, mientras su esposa María hacía lo propio en Cataluña. Esto ayuda a entender el fuerte crecimiento durante ese tiempo, tanto económico como demográfico, del puerto de Valencia y de su hinterland, como puerta principal de entrada y de salida de mercancías en el Aragón peninsular, y el relativo declive, en paralelo, de Barcelona y de su área de influencia durante el siglo XV (Valencia tenía a mediados del siglo XIV 20.000 habitantes y 40.000 en la época de Alfonso V, mientras Barcelona caía desde los 50.000 hasta los 20.000 en ese mismo periodo).

La corona de Aragón en 1443. Fuente: Wikipedia.

En cuanto a la política exterior se continuaron desarrollando las líneas maestras que había establecido Fernando I, fundando nuevos consulados aragoneses en Modó (península de Morea), Candía (Creta) y Ragusa (en el Adriático). Construyó un puesto avanzado en Bengasi (Libia), donde había un gobernador y un puerto de escala para los comerciantes. También ocupó varias plazas fuertes en Albania, estableció protectorados sobre las islas de Rodas y de Chipre, relaciones diplomáticas con el sultán de Egipto y con el negus de Abisinia (actual Etiopía) y firmó tratados con el emperador de Constantinopla (1443) y con el déspota de Morea (1451) que lo comprometían a defender sus respectivos territorios contra los turcos.

 

Juan II de Aragón

“Juan II de Aragón aparece como el personaje de mayor fuerza en un siglo ya lleno de singulares personalidades políticas”

Jaime Vicens Vives

“… la personalidad sin duda más arrolladora del siglo XV peninsular, y una de las más singulares de todo el Occidente europeo”

Eloísa Ramírez Vaquero[42]

Juan II de Aragón posee una de las biografías más dilatadas y densas de entre los reyes medievales. Castellano de nacimiento (nació en Medina del Campo en 1398). Era hijo de Fernando de Antequera y fue uno de infantes de Aragón. Durante la mayor parte de su vida fue uno de los señores feudales más poderosos de Castilla, hasta que fue expulsado de ella tras la batalla de Olmedo (en 1445). Pero para entonces ya había acumulado una gran experiencia política tanto en Aragón como en Navarra. En 1415 fue nombrado por su padre -Fernando I- lugarteniente real en la isla de Sicilia, cargo en el que reemplazó a la que pocos años después se convertiría en su primera mujer -Blanca de Navarra-. Cuando Fernando murió, Juan volvió a sus feudos castellanos. En 1419 se casó con Blanca que, como ya vimos, era la princesa heredera del reino de Navarra y subió al trono en 1425, convirtiendo así a su marido en rey consorte. A partir de entonces sus intereses y sus actos se diversifican, ya que era un personaje poderoso, de manera simultánea, en tres reinos diferentes: Castilla, Aragón y Navarra. En Castilla encabezaba la facción nobiliaria más poderosa del país. En Aragón recibió importantes responsabilidades, llegando a actuar como ya vimos a partir de 1436 como lugarteniente de su hermano en Aragón y en Valencia. Y en Navarra fue rey consorte desde 1425 y de hecho tras la muerte de su mujer en 1441, lo que desencadenó una guerra civil en este reino entre agramonteses (partidarios del rey) y beamonteses (seguidores de su hijo Carlos de Viana, que consideraban que tras la muerte de Blanca el verdadero rey de Navarra tenía que ser su hijo y no su marido). Obviamente detrás de cada facción en lucha había toda una constelación de intereses contrapuestos que encarnaban viejas rivalidades históricas.

Al poco de enviudar, Juan se volvió a casar, esta vez con una castellana -Juana Enríquez-, hija del almirante de Castilla, para reforzar la alianza nobiliaria en la guerra civil castellana que estaban librando contra Álvaro de Luna y que perdieron tras la Batalla de Olmedo. Juana Enríquez le dio varios hijos, entre ellos el futuro Fernando el Católico, nacido en 1452.

Tras la muerte de Alfonso V será coronado como rey de Aragón en 1458 (con 60 años de edad, lo que era algo insólito en esa época) y vio como la guerra civil que ya venía librando en Navarra se extendió también a Cataluña, pues Carlos de Viana acabó siendo también el líder de las fuerzas opositoras del principado. La muerte de Carlos en 1461 no hizo más que avivar el fuego de la guerra civil, que se extendería hasta el año 1472.

Mientras tanto, en Castilla, como ya vimos, Isabel estaba librando un pulso contra su hermano -Enrique IV- y había llegado a la conclusión de que sólo podría imponerse a sus adversarios con ayuda aragonesa, lo que le llevó a acordar el matrimonio con su primo Fernando, obviamente con el visto bueno de su padre Juan II. Tras el casamiento en 1469 de Isabel y Fernando nos encontramos con un paisaje en el que se están librando simultáneamente tres guerras civiles, en los tres reinos peninsulares donde gobiernan los Trastámara. Pero en cada una de ellas uno de los bandos en disputa actúa de forma coordinada con sus aliados de los otros dos reinos, lo que les permite desplazar tropas entre los mismos, conduciéndoles finalmente a la victoria. Isabel será coronada como reina de Castilla en 1474, lo que recrudecerá la guerra civil castellana entre sus partidarios y los de la “Beltraneja”, que cuenta con el respaldo del ejército portugués. Pero por esos años tanto el conflicto catalán como el navarro están ya prácticamente concluidos, lo que permite a los aragoneses volcarse sobre los escenarios castellanos, llevándolos allí también a la victoria y a la firma de la paz entre Castilla y Portugal a través del Tratado de Alcáçovas-Toledo. En 1479 murió por fin Juan II de Aragón (con 80 años cumplidos, lo que le convierte en uno de los más longevos de la Edad Media española) y es coronado su hijo Fernando II, uniéndose de facto a partir de ese momento los reinos de Castilla y de Aragón.

 

La trascendencia histórica de la Casa de Trastámara

Los últimos Trastámara son los más famosos de todos, se trata de Isabel I de Castilla y de Fernando II de Aragón (que la historiografía castellana denomina Fernando V), los Reyes Católicos. Pero estos monarcas merecen un capítulo específico sólo para ellos. El reinado de los Reyes Católicos representa la culminación del proyecto político desarrollado durante el siglo que los precedió por Enrique II y por todos sus descendientes. El tiempo transcurrido entre 1369 y 1517 en la Península Ibérica es, desde mi punto de vista, el del estallido del mundo ibérico, una época violenta pero próspera, en la que los reinos peninsulares se transmutaron interiormente y que cambiaron el mundo... todo el mundo, ya que nadie puede hoy imaginarse cómo sería éste si América no hubiera sido encontrada por tres naves castellanas, si los españoles no hubieran dado la vuelta al mundo, si no hubieran construido un imperio en América, librado un pulso militar con los turcos en el Mediterráneo durante 300 años o irrumpido en masa a principios del siglo XVI en los escenarios centroeuropeos.

Con sus luces y con sus sombras la dinastía de los Trastámara cambió el mundo para siempre. Los reyes católicos no habrían sido lo que fueron si Juan II de Aragón no se hubiera estado dedicando durante 80 años a vincular Castilla con Aragón y con Navarra. Juan II no hubiera podido hacer ese trabajo si Fernando de Antequera (abuelo de Fernando el Católico, en honor al cual éste llevaba su nombre) no hubiera hecho el suyo. El de Antequera, a su vez, no hubiera existido si Enrique II no hubiera entrado en 1366 con sus compañías blancas en Castilla y éste no puede entenderse sin la labor previa de Leonor de Guzmán y de Alfonso XI.

Todas estas historias encadenadas encarnan un proceso de éxito colectivo que fue permitiendo que nuestro país, generación tras generación, fuera superando sus estrechos límites medievales e irrumpiera, con una fuerza que sorprendió a todos sus contemporáneos, en el mundo moderno.

La saga de los Trastámara son un conjunto de individuos con una fuerte personalidad (salvo alguna excepción, como el caso de Enrique IV) que se abrió paso en un mundo implacable, pero que tenían un proyecto colectivo al que se mantuvieron fieles todo el tiempo. Unas personas apasionadas y apasionantes, con multitud de recursos políticos; que sabían negociar cuando las armas fallaban y salir adelante cuando todos los daban por perdidos; que llegaban a acuerdos con monarcas de países lejanos, que supieron apoyarse en la fuerza ascendente de la burguesía de las ciudades, que desarrollaron marinas poderosas y extendieron el comercio por todo el Atlántico conocido y por todo el Mediterráneo.

Hace ya muchos años que siento que ésta es una dinastía injustamente olvidada. La historiografía oficial lleva 500 años poniendo los focos sobre los austrias y los borbones… porque eran poderosos. Pero poca gente se pregunta de dónde les vino ese poder. Los austrias y los borbones usaron el edificio que otros habían construido. Ya es hora que estudiamos a los que lo hicieron.



[1] González Vergel, Alberto. «La prudencia en la mujer de Tirso de Molina. Versión y dirección de Alberto González Vergel». https://www.teatrofernangomez.es/actividades/la-prudencia-en-la-mujer . Consultado el 16 de octubre de 2023.

[2] Gran Crónica de Alfonso XI, vol. II, pág. 379.

[3] Cf. Cayetano Rosell (ed.), op. cit., vol. I, p. 285.

[4] Iñarrea Las Heras, Ignacio (2012). «Castilla y la Guerra de los Cien Años, entre 1337 y 1366, en la literatura francesa del siglo XIV». RLM, XXIV. Consultado el 19 de octubre de 2023.

[7] Valdeón Baruque, Julio: Los Trastámara. El triunfo de una dinastía bastarda. Ediciones Temas de hoy, S. A. Madrid. 2001. pp-22-23.

[8] Ibíd. pp. 23-24.

[9] Díaz Martín, Luis Vicente (2007). Pedro I el Cruel (2.ª edición). Gijón: Ediciones Trea S.L. p. 226.

[10] Ibíd. p. 227.

[12] Díaz Martín, Luis Vicente. Ibíd. p. 243.

[13] Ibíd. p. 243-244.

[15] Díaz Martín, Luis Vicente. Ibíd. p. 275.

[17] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. pp. 46-49.

[18] Ibíd.

[19] Ibíd. p. 32.

[20] Mesta: Agregado o reunión de los dueños de ganados mayores y menores, que cuidaban de su crianza y pasto, y vendían para el común abastecimiento (definición de la RAE).

El Honrado Concejo de la Mesta de Pastores fue creado en 1273 por Alfonso X el Sabio, reuniendo a todos los pastores de León y de Castilla y otorgándoles importantes privilegios como la exención del servicio militar, de testificar en los juicios, derechos de paso y pastoreo, etc. Las agrupaciones de pastores y ganaderos se unieron en la "Real sociedad de ganaderos de la Mesta", en 1273, aunque su denominación y reglamentación es de 1347, reinando Alfonso XI. Su creación intentaba evitar posibles conflictos entre agricultores y ganaderos, ya que estos últimos, debían atravesar las tierras de los agricultores con sus rebaños dos veces al año, produciendo daños en sus cultivos. Esto se subsanó, construyendo unos itinerarios concretos; los de mayor importancia se llamaban cañadas. ( https://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/description/172318 )

[21] Ibíd. pp. 42-45.

[22] Ibíd. p. 38.

[23] Ibíd. p. 40.

[24] Ibíd. p. 38.

[25] Ibíd. p. 39.

[27] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Ibíd. p. 58.

[28] Ibíd. p. 61.

[29] Ibíd. pp. 62-63.

[30] Ibíd. p. 69.

[31] Ibíd. p. 78.

[32] Ibíd. pp. 83-84.

[33] Ibíd. pp. 98-99.

[34] Ibíd. p. 107.

[35] Ibíd. p. 123.

[36] Ibíd. p. 155.

[37] Ibíd. pp. 205-207.

[38] Ibíd. p. 212.

[39] Ibíd. pp. 213-214.

[40] Ibíd. p. 119.

[41] Ibíd. p. 174.

[42] Ramírez Vaquero, Eloísa (1999). «La reina Blanca y Navarra». Príncipe de Viana 60 (217): 323-340. ISSN 0032-8472.