Dióscoro Puebla, Compromiso de
Caspe. Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de (1867), Congreso
de los Diputados (España)
Hay
unanimidad entre los historiadores a la hora de afirmar que el reinado de los Reyes Católicos marca el punto de
arranque tanto de la España moderna como de la España imperial; pero ambos
monarcas (que como sabemos eran primos entre sí) pertenecen a la dinastía de
los Trastámara, que llegó al trono de
Castilla en 1369 (con Enrique II), al
de Aragón en 1412 (con Fernando I de
Antequera), al de Navarra en 1425 y al de Nápoles en 1442. Buena parte de
las decisiones que tomaron Isabel y Fernando durante su reinado no son más
que la culminación de un proyecto político que surgió exactamente un siglo
antes de su matrimonio (1469) y que cerraron una centuria que había transformado
profundamente la Península Ibérica. Los Reyes Católicos estrenaron el edificio
que Enrique II de Trastámara había diseñado, cuyos cimientos había puesto y que
sus sucesores siguieron levantando durante ese tormentoso pero apasionante
siglo de la Historia de España.
El legado de Alfonso XI
Multitud
de historiadores y de cronistas se refieren a esta dinastía con la despectiva
expresión de “bastarda” porque Enrique II fue fruto de una relación extraconyugal
de Alfonso XI de Castilla (1312-1350).
Pero ni éste fue un rey cualquiera, ni la madre de Enrique II tampoco.
Alfonso
XI tuvo una vida breve pero intensa. Había nacido en 1311. Heredó el reino de
Castilla cuando sólo tenía un año, y empezó a gobernar de manera efectiva en 1325.
Su tutora fue su abuela paterna María de
Molina, la viuda de Sancho IV el Bravo,
(1284-1295) un rey guerrero que supo contener la tercera invasión norteafricana
sobre las tierras andaluzas, la de los benimerines.
Sancho IV y María de Molina vivieron una época durísima, pero supieron dar la
talla. La minoría de edad Alfonso XI transcurrió bajo el manto protector de una
mujer que fue una verdadera estadista. Debemos recordar que la obra de Tirso de Molina “La prudencia en la mujer” es una versión novelada de su vida
"el
más emblemático e importante personaje femenino de todo nuestro Siglo de
Oro"
Desde
su coronación, con 14 años de edad, tuvo que abrirse paso entre una nobleza
levantisca:
“Como
su abuela, no era un ingenuo en absoluto y ocultaba a sus cortesanos sus
verdaderos pensamientos; incluso contenía y disimulaba su cólera con
virtuosismo; según la Gran Crónica «por no dar a entender el su enojo, encubrió
el su coraçon con grande paçiencia, como buen rrey, e sabio e entendido en
todas las cosas». Este carácter tan diplomático le
permitió sellar acuerdos con Inglaterra y Francia sin inmiscuirse en la Guerra
de los Cien Años cuando estos dos reinos lo requirieron, Eduardo III en 1335 y Felipe
VI en 1336, respectivamente; la eminencia gris en el Consejo del rey que cerró
estos acuerdos fue el canciller de su sello de la puridad Fernán Sánchez de
Valladolid, notario mayor de Castilla,
"de quien el Rey avia fiado ante desto otras muchas mandaderías, et de
grandes fechos"”
Si
su abuelo paterno pudo contener la invasión de los benimerines, Alfonso XI fue
el que los expulsó -ya para siempre- y, de esta manera, puso fin a la Era de las invasiones africanas en la Península
Ibérica, librando contra ellos la batalla definitiva -El Salado (1340)-, conquistando a continuación la ciudad de Algeciras (1344) y poniendo cerco poco
después al último bastión norteafricano en nuestro país –Gibraltar– donde encontró la muerte, tras una vida de conquistas
(Algeciras, Alcalá la Real, Priego de Córdoba, Carcabuey, Rute…), a causa de la
epidemia de la peste negra que, como
sabemos, arrasó todo el continente en el siglo XIV.
Por
razón de estado contrajo matrimonio –con 17 años– con su prima María de Portugal en 1328. Pero la
relación personal con ella se fue paulatinamente deteriorando y, además, tardó
cinco años en darle un heredero que garantizara la continuidad dinástica (Fernando en 1333, que murió a los pocos
meses de nacer) y después un segundo (Pedro,
en 1334). Ya conocemos la importancia que la descendencia tenía para los
monarcas medievales. Finalmente se terminó produciendo una separación de hecho entre
el monarca y su mujer, que viviría el resto de su vida en el Monasterio de San Clemente, en Sevilla.
La
amante de Alfonso XI, Leonor de Guzmán,
aristócrata sevillana, nieta de un hermano de Guzmán el Bueno y viuda de Juan
de Velasco, que había sido Adelantado de Andalucía en tiempos de Sancho IV el Bravo, actuó también como “la principal consejera del rey, por lo que
fue una de las mujeres más poderosas de Europa y de facto reina de Castilla”.
Leonor de Guzmán fue la
pareja de hecho de Alfonso XI hasta su muerte y le dio nada menos que diez
hijos, los cuatro primeros de los cuales nacieron antes
que el primogénito de María de Portugal. El tercero de la lista se llamaba Enrique, que era el mayor de los que aún
vivían cuando su padre murió en 1350, con el que había mantenido una relación
personal muy estrecha y del que había recibido el título de Conde de Trastámara entre otros.
Todos los hijos de
Leonor fueron reconocidos por el rey y la mayoría, además, recibieron feudos,
repartidos por todo el reino castellanoleonés, lo que los convirtió en un
verdadero poder fáctico dentro del mismo. La red clientelar que tanto Alfonso XI
como Leonor de Guzmán tejieron llegó a ser muy poderosa. El monarca, sin
embargo, mantuvo los derechos al trono del único hijo legítimo que llegó a adulto,
Pedro, que heredaría el reino en 1350 y que pasaría a la historia como Pedro I “el Cruel”.
Y
cuando Pedro el Cruel se convirtió en rey de Castilla se dedicó, entre otras
tareas, a ajustar cuentas con Leonor de Guzmán (que fue ejecutada en 1351), lo
que le condujo al enfrentamiento con sus hijos y con toda la nómina de sus
partidarios.
La guerra civil
“Esas
circunstancias propiciaron la formación de un bando nobiliario contra el rey,
encabezado por los bastardos que el anterior monarca castellano, Alfonso XI,
había tenido de sus amores con Leonor de Guzmán. Por si fuera poco el repudio
de Pedro I a su esposa Blanca de Borbón, de ascendencia gala, motivó la ayuda
prestada por la corona francesa al bloque hostil al monarca castellano. Es más,
en un momento dado el pontífice Inocencio VI llegó a excomulgar al rey de
Castilla. La cuestión aún se complicó más debido al estallido de la guerra
entre Pedro I de Castilla y Pedro IV el Ceremonioso de Aragón, que se inició en
el año 1356 y que, interrumpida por algunas fases de tregua, duró cerca de diez
años. El monarca castellano puso en marcha una política que puede calificarse
de imperialista, pero fracasó en sus objetivos, pues no pudo ocupar ni
Barcelona (1359), a la que llegó a poner cerco por mar, ni Valencia (1363).”
Como
vemos, Pedro I consiguió poner en su contra a la mayor parte de la nobleza
castellana, a los reyes de Francia y de Aragón y al mismísimo Papa, lo que
complicaba bastante su propia supervivencia política.
Al
frente de los rebeldes se puso el mayor de los hijos supervivientes de Leonor de Guzmán, Enrique de Trastámara, y en el proceso Fadrique, el cuarto de ellos y maestre de la Orden de Santiago fue asesinado por orden del rey en 1358, y Juan, séptimo de la lista y señor de
Jerez de los Caballeros así como Pedro,
el más pequeño de los diez lo serían en 1359, este último con sólo 14 años de
edad.
“El
primer enfrentamiento entre los dos bandos tuvo lugar en Toledo, en el año
1355, saliendo vencedor del mismo Pedro I. A raíz de aquellos sucesos el
príncipe bastardo se refugió en Francia. Unos años más tarde, en 1360, Enrique
de Trastámara pretendió invadir el reino de Castilla. En Nájera se encontraron
las tropas del rey de Castilla y las del rebelde Enrique. Pedro I resultó
vencedor, forzando a Enrique a exiliarse nuevamente en Francia.
Una
nueva invasión se produjo en marzo de 1366. Las perspectivas que se abrían en
esos momentos para el bastardo nada tenían que ver con lo sucedido en
anteriores intentonas. De ahí que esa fecha se considere el comienzo de la
guerra fratricida. Enrique de Trastámara, el dirigente de las tropas invasoras,
que había vivido en Francia los últimos años, contaba en esa ocasión con la
ayuda de las Compañías Blancas, soldados mercenarios curtidos en las lides de
la guerra de los Cien Años, a cuyo frente se hallaba el militar bretón Bertrand
du Guesclin. Asimismo el príncipe bastardo había firmado unos años antes una
alianza con el monarca aragonés Pedro IV (Binéfar, octubre de 1363) […] Enrique de Trastámara invadió Castilla por La
Rioja, dirigiéndose hacia Burgos, ciudad que conquistó a finales de marzo
después de que la abandonara Pedro I.”
Aunque,
como hemos visto, los primeros choques armados tuvieron lugar en 1355, la
verdadera guerra civil se libró entre 1366 y 1369, que es cuando se implican en
ella los dos bandos que estaban librando en Francia la Guerra de los Cien Años, convirtiendo así el conflicto castellano
en un frente más de esa guerra internacional, lo que tendrá después importantes
repercusiones históricas. De esta manera las partes en disputa se terminan
alineando en aquella, lo que hará que una vez resuelto éste los Trastámara
devolvieran el favor a sus amigos franceses implicándose en su guerra contra
los ingleses.
[Enrique] “contrató en Francia un ejército de mercenarios, las llamadas
«Compañías blancas» por el color de sus banderas; contando además con el
auxilio de Aragón, pasó con sus tropas desde este reino a Castilla en marzo de
1366. Las compañías mercenarias las pagaron a partes iguales el rey de Francia,
el papado y Pedro IV de Aragón. Para
los dos primeros el reclutamiento cumplía dos propósitos: apoyar de forma
eficaz a Enrique de Trastámara, que obtuvo un ejército veterano pagado por sus
aliados, y deshacerse de los temibles mercenarios, cuyos desmanes perjudicaban
al Languedoc. […] Se reunieron entre
diez y doce mil en Montpellier, que pasaron por el Rosellón hacia la Navidad
para seguir luego aguas arriba del Ebro”
Las
tropas de Pedro I fueron incapaces de contener el avance de las “compañías blancas” y el monarca huyó a
Gascuña, en la zona de Francia que se encontraba en el ese momento en manos
inglesas.
“En
Bayona el rey Pedro obtuvo el auxilio del Príncipe Negro, comprometiéndose a
pagar los gastos de la campaña. Por las cláusulas secretas del Pacto de
Libourne, Guipúzcoa, Álava y parte de La Rioja serían para Navarra y el señorío
de Vizcaya y la villa de Castro-Urdiales para Inglaterra. Las
condiciones pactadas suponían un grave quebranto territorial y monetario para
Castilla, pero eran en la práctica imposibles de cumplir.”
En
resumen, tropas inglesas peleando en el bando de Pedro y francesas en el de
Enrique. Pero cuando los ingleses se dieron cuenta de que el rey no tenía la
más mínima posibilidad de pagar lo que había prometido decidieron marcharse,
dejándolo sólo de nuevo frente a las compañías blancas. Los dos ejércitos se
terminaron encontrando en los Campos de
Montiel el 14 de marzo de 1369. Ganaron los del Trastámara y el rey se
refugió a continuación con sus hombres en el castillo de la Estrella, donde
fueron sitiados:
“Pedro
se encerró en dicha fortaleza, mal preparada para resistir un asedio. Sitiado
en ella por su hermano, entró en tratos, a través de su fiel caballero Men
Rodríguez de Sanabria con Duguesclín para lograr la fuga a cambio de cederle
varias plazas. El francés lo condujo la noche de 22 de marzo con engaños e
intención a una tienda en la que se hallaron frente a frente Pedro y Enrique,
armado. Este dio muerte a su hermano. Corrió
el uno contra el otro y abrazados cayeron al suelo limitados a recurrir a dagas
por falta de espacio para tirar de espadas, quedando encima Pedro; pero
Duguesclín que no había intervenido hasta entonces, al ver que el rey estaba a
punto de terminar con Enrique, pronunciando, según la leyenda, las célebres
palabras «ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor», cogió del pie a Pedro
I y lo hizo caer debajo, circunstancia que aprovechó su hermanastro Enrique
para apuñalarlo repetidamente.”
Esta
es la versión de los hechos que ha pasado a la historia. Obviamente no hay
forma de contrastarla, ya que en el lugar sólo había tres personas y una de
ellas murió allí. Enrique de Trastámara
pasó a ser, desde ese momento, el nuevo rey de Castilla, con el nombre de Enrique II.
La intervención castellana en la
Guerra de los Cien Años
Una
vez asentado en el trono Enrique II cumplió los compromisos que había suscrito
con el rey de Francia:
“Castilla
intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreo naval. Hay que
señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses
al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el
dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se
hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372,
con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel
combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante
Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro
Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de
Pembroke, dirigente de la flota inglesa fue hecho prisionero y enviado a
Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de
Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, como «llegado el dicho conde de
Pelabroch a la villa de La Rochela (...) las doce galeras de Castilla pelearon
con él e le desbarataron e prendierónle a él e a todos los caballeros e omes de
armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por
su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de
la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que
los ingleses y pictavinos con todas sus gentes fueron capturados o muertos por
los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La
Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del
canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos
cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que,
como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los
castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los
tiempos de La Invencible».
[…]
Pero
a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se
encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante
francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la
costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana
llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las
ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras
muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos […] había
quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenia, en
aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, e1 reino de
Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia
de primera magnitud, con la que había que contar.”
Una nueva estrategia política
Aunque
Enrique II se había educado en la corte de Alfonso XI, el desarrollo de los
acontecimientos que habían ido teniendo lugar entre 1350 y 1369 lo
transformaron de manera profunda y también al país. La Castilla del primer
Trastámara ya no era la misma que la que su padre había dejado. Por lo que
hemos visto hasta aquí es obvio que la clave de su victoria había sido la
extensa red de lealtades y de contactos que sus progenitores habían tejido
antes de morir, así como los errores políticos de su adversario. A Enrique II
lo llevó al poder una marea aristocrática que se fue alzando paulatinamente
dentro del reino de Castilla, que fue apoyada desde fuera por el Papa y por los
reyes de Francia y de Aragón.
Este
es el motivo por el que la historiografía, cuando se refiere a su reinado,
habla de “marea señorializadora”,
de dónde deriva el apodo con el que pasó a la historia: “el de las Mercedes”.
“Enrique
II, según lo puso de manifiesto en su día el ilustre genealogista Salazar y
Castro, «con espíritu verdaderamente real y magnánimo hizo partícipes de su
fortuna a los que le habían ayudado a lograrla».”
Hay
quien deduce de estos hechos que hubo un retroceso en la evolución social del
reino, lo cual no es cierto si analizamos el proceso global. Si bien para
consolidarse en el trono tuvo que hacer bastantes concesiones tenía, sin
embargo, una hoja de ruta clarísima a largo plazo que no sólo cumplió sino que,
además, supo transmitir a su descendencia. Esa marea señorializadora que lo encumbró se terminó revelando como uno
de sus grandes activos políticos, ya que permitió a todos los Trastámara del
futuro contar con sólidas bases sociales en las que apoyarse. Y esta extensa
red de contactos que siempre tuvieron, en todas las direcciones, actuó
igualmente como un poderoso sensor que les permitió conocer con bastante
fidelidad el estado de ánimo de sus súbditos, lo que les hizo adaptarse con
rapidez a los intensos cambios sociales que tuvieron lugar en Castilla a lo
largo del siglo y medio que rigieron sus destinos. Si Pedro I, como consecuencia del autodestructivo proceso de
venganzas, acciones y reacciones en los que él solito se metió y que lo
condujeron a su acorralamiento paulatino se fue quedando sólo lentamente;
Enrique II, por el contrario, supo crear las sinergias suficientes a su
alrededor que le harían avanzar de menos a más y que, una vez alcanzado el
poder, le permitieron, primero consolidarse y, más adelante, iniciar una
política expansiva que convirtió a Castilla en una potencia continental.
El
Trastámara nunca olvidó la deuda que había contraído con sus aliados. Cumplió
sus compromisos con los franceses (ayuda naval en su guerra contra Inglaterra),
lo que aprovechó para convertir a Castilla en una potencia marítima. Un poder
naval que se mantendría ya hasta el siglo XIX y que está en la base de la
construcción del Imperio Ultramarino español. Los objetivos que perseguía con
esto, obviamente, no eran tan grandiosos. Lo que buscaba era asegurar la libre
circulación de las naves castellanas por el Canal
de la Mancha, buscando los puertos holandeses para colocar allí los
excedentes de lana que producía la Mesta.
Sin
embargo, los compromisos que había adquirido con el rey de Aragón -Pedro IV- en
el tratado de Binéfar (1363), cuando
no era más que un aristócrata exiliado y perseguido en su propio país
(entregarle el reino de Murcia, entre otras plazas) nunca tuvo voluntad real de
cumplirlos, lo que terminó convirtiendo a Pedro IV en su adversario más temible
una vez que el Trastámara se asentó en el trono, que se alió con Portugal, con
Navarra y con Granada, los viejos apoyos peninsulares de Pedro el Cruel en la Guerra
Civil y que atacarán juntos a Castilla a partir de 1370:
“El
panorama cambió en junio de 1370, fecha en la que se logró la constitución de
una coalición anticastellana, dirigida por el monarca aragonés Pedro IV el Ceremonioso,
pero integrada asimismo por los portugueses y los navarros, sin olvidar a los
nazaríes del reino musulmán de Granada. […] Más Enrique II supo actuar con gran habilidad. Su primer paso fue la
firma de un acuerdo con los nazaríes. El siguiente paso fue, sin duda, mucho
más importante. En agosto de 1370 la flota castellana, dirigida por el
almirante Ambrosio Bocanegra, venció a la marina portuguesa en Sanlúcar de
Barrameda, poniendo fin de esta manera al bloqueo que los lusitanos habían
establecido el año anterior. En consecuencia, el proyectado ataque luso-aragonés
contra Castilla se esfumó. Por si fuera poco, en el mes de octubre de ese mismo
año Enrique II firmaba una tregua con el rey de Navarra.
[…] Las tropas castellanas entraron en Portugal a finales del año 1372,
avanzando, de éxito en éxito, por las localidades de Viseo, Coímbra, Santarém y
la propia Lisboa, en donde entraron, finalmente, en febrero de 1373. Fernando I
de Portugal no tuvo más remedio que pedir la paz, la cual se firmó en la ciudad
de Santarém en marzo de 1373.
[…] en agosto de 1373 se alcanzaba la paz de San Vicente. Carlos II de
Navarra se vio obligado a devolver a Castilla las villas de Vitoria y Logroño,
al tiempo que se concertaron enlaces matrimoniales entre miembros de las
familias gobernantes en ambos reinos. Los dos monarcas, el navarro y el
castellano, celebraron una entrevista, sumamente cordial, en la localidad de
Briones. En cierta medida el reino de Navarra quedaba colocado, tras dicha paz,
bajo la tutela castellana.
[…] Pedro IV, consciente del panorama que le rodeaba, comprendió que no
tenía más remedio que acudir a la vía de la negociación. […] al final
también se firmó la paz entre ambos reinos. El 12 de abril de 1375
Castilla y Aragón suscribieron en Almazán el tratado que lleva el nombre de
dicha localidad. Pedro IV de Aragón no sólo renunciaba a sus viejas y nunca
olvidadas aspiraciones al reino de Murcia, sino que devolvía a Castilla las
plazas fronterizas de Molina y de Requena. Al mismo tiempo se acordó el
matrimonio de la infanta aragonesa Leonor con el infante castellano Juan,
primogénito de Enrique II y su futuro heredero en el trono. […] a partir del año 1375, podía hablarse de la
existencia de una auténtica paz ibérica.”
La política interior
Esa
“marea señorializadora” de la que
muchos autores han hablado hay, por lo menos, que matizarla bastante. Si bien
es cierto que puso en manos de los muchos nobles que le habían apoyado multitud
de feudos, dichos señoríos eran sólo de tipo jurisdiccional; los señores
actuaban como gobernadores del feudo que se les había concedido, con carácter
hereditario, pero sometidos a las leyes generales del reino, ante cuyos
tribunales se podía recurrir. Los
Trastámara siempre se reservaron el control de los órganos máximos de
apelación.
“…es
oportuno manifestar que la obra emprendida por Enrique II fue sólo la primera
fase de lo que podríamos denominar la estructuración institucional de la
monarquía, labor que sería continuada por sus sucesores. Particularmente
importante fue la labor desarrollada entre los años 1369 y 1371, o lo que es lo
mismo, entre el final de la guerra fratricida y las decisivas Cortes que se
reunieron en la localidad de Toro en el otoño de 1371.
El
tema de las Cortes durante el reinado de Enrique
II ayuda a entender de una manera más completa la evolución del reino de
Castilla durante ese periodo. Durante los 19 años que gobernó Pedro I (1350-1369) sólo convocó Cortes dos
veces, en Valladolid (1351) y Sevilla (1362). Enrique II ya celebró dos durante la Guerra Civil de 1366-1369
(ambas en Burgos, en 1366 y 1367); y
7 más durante sus 10 años de reinado (1369-1379), que se celebraron en Toro (1369
y 1371), Medina del campo (1370), Burgos (1373, 1374 y 1377) y Soria (1375), lo que nos ilustra
bastante acerca de la concepción que el monarca tenía del Estado. Pero el
proceso de institucionalización de la monarquía durante su reinado fue mucho
más allá:
“Las
Cortes, no lo olvidemos, eran una asamblea representativa de los estamentos
sociales de aquel tiempo, lo cual no implica, ni mucho menos, que fueran una
institución democrática, como en ocasiones se ha sugerido. Ahora bien, en sus reuniones
se establecía un fructífero diálogo entre el rey y el reino, aunque ciertamente
a aquél le correspondiera, con total plenitud, la función legislativa.”
“...
el primer Trastámara fortaleció de manera notable el papel que desempeñaban los
expertos en asuntos jurídicos en el Consejo Real. Cuando en las citadas Cortes
de 1371 los procuradores del tercer estado pidieron a Enrique II que incluyese
ciudadanos en el Consejo Real […] el rey de Castilla respondió afirmando que ya había oidores y alcaldes
de las provincias que son alcaldes en la corte «y es la nuestra merced que
éstos sean del nuestro consejo». Era evidente que el primer monarca de la
dinastía Trastámara pretendía hacer del Consejo Real, institución que en los
años anteriores había tenido más bien el carácter de un órgano representativo
de los estamentos sociales, un instrumento al servicio del poder regio, para lo
cual debía estar integrado básicamente por letrados, es decir, por técnicos
especializados en las tareas de gobierno.”
…
“Pero
sin duda la principal novedad introducida por el primer Trastámara en el
aparato del Estado fue la consolidación de la Audiencia, institución en cierto
modo equivalente a un tribunal superior de justicia […]
fue en las Cortes de Toro del año 1371 […]
cuando se procedió a establecer, de forma
definitiva, la organización y funcionamiento de la Audiencia. Se trataba de un
tribunal colegiado, compuesto por siete oidores, de los cuales tres serían
prelados y los otros cuatro letrados. No es nada sorprendente que, en las
citadas Cortes de 1371, se dijera que los puestos de responsabilidad judicial
debían recaer en personas que supieran «leer los libros de los fueros e de los
derechos» y no, en cambio, en los caballeros, los cuales únicamente entendían
del manejo de las armas.”
Todo
esto significa que, pese a la importante “marea
señorializadora” que muchos autores ven crecer durante los primeros tiempos
del reinado de Enrique II, dicho monarca aprovechó el impulso que recibió de la
misma para acelerar el proceso de institucionalización del Estado, es decir, de
superación del modelo feudal y, en consecuencia, del fortalecimiento de aquél,
proceso en el que buscó y obtuvo el apoyo de la burguesía de las ciudades. Hay
que resaltar que, además de las reuniones a Cortes ya citadas celebró durante
su reinado dos “ayuntamientos”,
palabra que definía una institución parecida a las Cortes pero en la que sólo
había representantes de las ciudades; y de los mismos salieron acuerdos que
implicaban la sustitución de nobles por titulados universitarios, como hemos
visto, a los que se veía mejor capacitados para desempeñar las tareas
administrativas. Esta política fue sentando las bases que permitieron tanto el
fortalecimiento del Estado como la “eclosión
del mundo ibérico”, que ya vimos hace algún tiempo.
Juan I
A
Enrique II le sucedió su hijo Juan I (1379-1390),
que mantuvo las líneas maestras que trazó su padre. Siguió apoyando con la
marina de guerra castellana a las tropas francesas contra Inglaterra en la Guerra de los Cien Años y profundizando
el proceso de institucionalización de la monarquía. Los dos sucesos más
destacados de su reinado -que le vinieron impuestos desde el exterior- fueron, en
primer lugar, el estallido del Cisma de Occidente,
es decir, la ruptura del mundo católico en dos bandos enfrentados que obedecían
a sendos papas cuyas sedes respectivas estaban situadas en Roma y en Aviñón (Francia),
lo que le hizo convocar una asamblea de expertos en Medina del Campo en 1380, a la que sus contemporáneos llamaron “cónclave”, que se inclinó por apoyar al
de Aviñón como hicieron sus aliados franceses, aragoneses y navarros.
Pero
el segundo y mayor problema al que tuvo que hacer frente a lo largo de su
reinado fue las reclamaciones del inglés Juan
de Gante, Duque de Lancaster y yerno de
Pedro I el Cruel, ya que estaba casado con Constanza, su hija y potencial heredera al trono de Castilla y
contaba con el apoyo de los petristas
o “emperogilados”, que habían
acompañado a su exilio inglés a la princesa. Juan de Gante contaba con la ayuda
del rey de Portugal que decidió respaldar de forma activa sus derechos:
“En
julio del año 1380 el rey de Portugal y el duque de Lancaster, Juan de Gante,
firmaban un acuerdo, en el que se estipulaba que los soldados ingleses irían a
tierras lusitanas para, desde allí, invadir Castilla.”
El
acuerdo contemplaba también el futuro casamiento entre Beatriz, la hija de Fernando I de Portugal (que en ese momento
tenía siete años) con un sobrino del Duque de Lancaster. Juan I reaccionó
inmediatamente invadiendo Portugal, obligando a su rey a firmar un nuevo
acuerdo con Castilla en 1382 que deshacía el que tenía con el inglés y
comprometía el matrimonio de la princesa portuguesa con el propio Juan I, que
acababa de enviudar, lo que podía terminar llevando a éste al trono del país
vecino. Esta situación terminó desencadenando la guerra civil en Portugal:
“Ciertamente
un importante sector de la alta nobleza lusitana apoyaba a Juan I de Castilla,
pero en el bando opuesto se alineaba, aparte de amplios sectores populares, la
burguesía de la zona marítima portuguesa, entiéndase básicamente la de las
ciudades de Oporto y de Lisboa. La mencionada burguesía, firme aliada de los
ingleses, no quería de ningún modo el triunfo del bloque castellano, pues lo
consideraba totalmente contrario a sus intereses.”
…
“El
panorama, no obstante, sufrió un giro espectacular en el año 1385. El primer
paso fue la proclamación de Joao de Avis como rey de Portugal. Lo que tuvo
lugar en una asamblea reunida en la ciudad de Coímbra el día 6 de abril. Con
esa decisión se creaba una nueva dinastía en el reino vecino. […]
El hecho de armas decisivo se produjo en
el mes de agosto del citado año 1385. Nos referimos a la batalla de
Aljubarrota. […] Aljubarrota no sólo
hundió las aspiraciones de Juan I sobre Portugal sino que puso en peligro la
indiscutible hegemonía que la corona de Castilla había logrado establecer,
desde años atrás, sobre los diversos reinos de la península Ibérica. Si
contemplamos aquel suceso desde otras perspectivas hay que señalar que
Aljubarrota se convertirá, andando el tiempo, en el emblema por excelencia del
nacionalismo portugués, particularmente dirigido contra Castilla y lo
castellano.”
En
1386 7.000 ingleses desembarcaron en La Coruña con la intención de arrebatar el
trono a Juan I, pero la campaña no les fue nada bien, lo que obligó al Duque de
Lancaster a entablar negociaciones que culminaron con el Tratado de Bayona (1388), en el que se acordó el matrimonio del
heredero del castellano (Enrique) con
la del inglés (Catalina) y se
permitía el regreso de todos los exiliados petristas a Castilla. Se cerraba así,
definitivamente, el conflicto histórico surgido casi 40 años antes entre los
dos hijos de Alfonso XI.
Una
curiosidad historiográfica del reinado de Juan I fue la adopción por parte de
la monarquía castellana de la Era
Cristiana para medir el tiempo en 1383. Hasta ese momento había estado
vigente la Era Hispánica, con la
misma secuencia mensual de la cristiana pero que empezaba a contar el tiempo a partir
del año 38 a.C. Por eso a todos los documentos españoles anteriores a ese
momento hay que restarle 38 años para conocer su fecha exacta de datación.
Sobre
el proceso de institucionalización de la monarquía castellana durante el
reinado de Juan I es interesante conocer la opinión de Julio Valdeón al respecto:
“Es
preciso poner de manifiesto que las Cortes castellano-leonesas alcanzaron su
momento de mayor plenitud en tiempos de Juan I, concretamente en los años 1386-1390,
época de apogeo de la institución o, por decirlo en términos poéticos, de «pleamar»,
como ha señalado Luis Suárez. Independientemente del gran número de
convocatorias que hubo en dicho reinado, lo más significativo fue que la
participación de las Cortes en los asuntos de la vida política y social de sus reinos
logró, sin duda alguna, las más altas cotas de toda la historia de dicha
institución. Las Cortes de la época de Juan I, así lo ha puesto de relieve José
Manuel Pérez-Prendes, intentaron llevar a cabo «una revolución jurídico-política»,
pretendiendo convertirse, ni más ni menos, que en un «órgano controlador de la
monarquía».”
Enrique III
Juan
I murió, de forma accidental, en octubre de 1390, dejando como heredero a un
niño de once años, en un momento político muy complicado, con una economía
maltrecha y multitud de facciones políticas actuando en la corte; facciones que
el experimentado difunto había sabido mantener a raya pero que un heredero tan
joven e inexperto no. Los enfrentamientos entre ellas llegaron hasta tal nivel
en la fase de transición entre los dos reinados que no fueron capaces,
siquiera, de designar un regente que llevara a cabo las tareas de gobierno
hasta que el monarca alcanzara la mayoría de edad:
“Las
Cortes de Madrid de 1391 […] acordaron, el día 31 de enero, formar un Consejo de Regencia, el cual
estaría constituido por 14 procuradores (que se relevarían, en dos turnos
semestrales), nueve nobles y dos prelados. Al frente del Consejo se situó Juan
García Manrique, arzobispo de Santiago de Compostela.”
Un
Consejo de Regencia con… ¡25 miembros!, es decir, absolutamente
inoperante. El vacío de poder era evidente y el reino de Castilla parecía
encaminarse hacia una nueva guerra civil.
¿Y
qué ocurre cuando en cualquier país se produce un vacío de poder? pues que
florecen los demagogos y los fanáticos por doquier y emergen todos los
conflictos larvados que un estado organizado suele mantener a raya.
En
junio de 1391 se produjo en Sevilla una explosión antijudía, dirigida por un fanático,
Ferrán Martínez, que era arcediano de Écija:
“El
día 6 de junio de 1391 estalló, por fin, la violencia. Los matadores
de judíos, expresión con que se conoce a
los fanáticos seguidores del arcediano de Écija, atacaron sin piedad la judería
de la ciudad de Sevilla. A los hebreos se les ponía en el dilema de la
conversión al cristianismo o la muerte. Sin duda muchos judíos perecieron,
aunque sea de todo punto imposible conocer el número de víctimas. La violencia
antijudía se propagó inmediatamente desde Sevilla a las localidades vecinas,
como Alcalá de Guadaíra, Carmona, Écija o Santa Olalla. Pero la ola incendiaria
no se detuvo, antes al contrario continuó su progresión, llegando, a mediados
del mes de junio, a la ciudad de Córdoba y, a continuación, a la zona del alto
Guadalquivir: Andújar, Jaén, Úbeda o Baeza. Los pasos siguientes se dieron en
la Meseta sur, siendo sus principales víctimas las aljamas judaicas de Villa
Real, Cuenca, Huete y la propia Toledo. Es cierto, no obstante, que la ola de
violencia iba amortiguando sus efectos a medida que se propagaba hacia el
norte. Ello se debía, básicamente, a las medidas precautorias que tomaban las
autoridades, conocedoras de lo que se avecinaba. Pese a todo, el clima de
pánico alcanzó incluso a la Meseta norte, como sucedió, por ejemplo, en las juderías
de Segovia, de Burgos y de Logroño.
Por
si fuera poco, la violencia antijudía rebasó el ámbito de la corona de
Castilla, penetrando en la de Aragón. Allí se produjo la destrucción de la
judería de Valencia, pero también sufrieron grandes pérdidas las aljamas
judaicas de Cataluña, en especial las de Barcelona y Gerona. En definitiva, la
comunidad judaica de tierras hispanas, y en primer lugar la de la corona de
Castilla, había sufrido un considerable varapalo. El cronista Pedro López de
Ayala señaló lo siguiente: «Perdiéronse por este levantamiento en este tiempo
las aljamas de los judíos de Sevilla e Córdoba e Burgos e Toledo e Logroño, e
otras muchas del regno; e en Aragón las de Barcelona e Valencia e otras muchas;
e los que escaparon quedaron muy pobres.» Como ha señalado el historiador israelí
Benzion Netanyahu, «ningún movimiento popular antijudío de la Edad Media causó
al pueblo judío tan asombrosas pérdidas como los disturbios españoles de 1391».”
…
“¿Cuántos
judíos perecieron en aquellos sangrientos sucesos? Se ha barajado una cifra
global situada en torno a las 4000 víctimas. Hubo, asimismo, numerosos robos,
pillaje y destrucción de muchas juderías. Pero sin duda la consecuencia
principal de la violencia que se desató en junio de 1391 fue la conversión
masiva al cristianismo de una gran cantidad de judíos. Se los denominará en
adelante conversos, marranos o cristianos nuevos. Al fin y al cabo, como ha señalado
Emilio Mitre, los sucesos de 1391 fueron un auténtico «recodo» en las
relaciones judeo-cristianas, pero también actuaron como un hito básico en la
memoria histórica de los hebreos, algo así como una «referencia trágica de la
que se echó mano habitualmente».
Aunque
en España ha habido otros episodios de violencia antijudía, el de 1391 fue, sin
duda, el peor de todos. Ese es uno de los muchos cadáveres de nuestra historia que
ocultamos en el armario. Así pues el reinado de Enrique III (1390-1406) se estrenó con una matanza de la que el
joven monarca no fue, en absoluto, responsable, pero que le hicieron aterrizar
bruscamente en la dura realidad de la Castilla de finales del siglo XIV.
Enrique III
fue declarado mayor de edad y, en consecuencia, se puso al mando del gobierno,
el 2 de agosto de 1393, dos meses antes de cumplir los 14 años. Por muy joven
que fuera eso era mejor que permitir que 25 individuos de tendencias políticas
enfrentadas siguieran administrando el país en su nombre. Poco después se casó
con su prima Catalina de Lancaster,
tal y como había acordado su padre con Juan de Gante en el Tratado de Bayona
cinco años antes. La primera tarea que tuvo que asumir fue poner orden entre la
levantisca nobleza que le rodeaba, empezando por sus propios parientes, a los
que la historiografía denomina los epígonos
Trastámara. Se enfrentó con ellos apoyándose en la nueva nobleza que estaba
emergiendo en la corte a través de las instituciones que se venían consolidando
en ella desde los tiempos de su abuelo (los Hurtado de Mendoza, Fernández de
Córdoba, López de Estúñiga…). Uno tras otro irán cayendo algunos de los nobles
más poderosos del reino (Conde de Noreña, Leonor de Navarra, Duque de Benavente…).
Una
vez restablecida la autoridad en el país pudo mirar hacia el exterior. Primero
firmó con Portugal una tregua de diez años. Después lanzó a la marina
castellana contra los piratas del Atlántico, que habían florecido durante el interregno
con el apoyo de la corona inglesa (el más conocido de todos fue Harry Pay, señor de Poole) lo que terminó
llevando de nuevo a los castellanos hasta Inglaterra, donde remontaron el
Támesis, llegando hasta las proximidades de Londres en 1404.
Por
esas mismas fechas comenzó la conquista de las islas canarias, dirigida por los
franceses Jean de Bethancourt y Gadiffer de Lasalle, pero en nombre de
la corona castellana.
Siguiendo
con las curiosidades historiográficas, debemos citar la embajada que al rey
mandó a la corte de Tamerlán,
emperador de los mongoles, que partió de Castilla en 1403, volviendo en 1405 después
de haber cumplido su misión:
“De
ese viaje se ha conservado un curioso relato, titulado La
embajada a Tamorlán, cuyo autor fue Ruy
González de Clavijo, uno de los miembros de la delegación castellana. Otros
miembros de la citada embajada fueron el religioso dominico fray Alonso Páez de
Santa María y Gómez de Salazar, que actuó como secretario. El texto que narra
las peripecias de la mencionada embajada, sumamente interesante por las
noticias que ofrece de los territorios por donde pasaron, pasa revista a las
diversas etapas del viaje, que dio comienzo en Sanlúcar de Barrameda y retornó
a Alcalá de Henares, pasando, entre otros lugares, por Rodas, Constantinopla,
Trebisonda, Arzinga, Soltania y Samarcanda. Los integrantes de aquella embajada
cumplieron sus objetivos, pues llegaron a entrevistarse con Tamorlán en la
ciudad de Samarcanda. Es evidente que aquel proyecto, que finalmente no llegó a
ningún resultado positivo, tenía mucho de utópico. De todos modos, como ha
señalado Francisco López Estrada, «las embajadas entre Enrique III y Tamorlán constituyen
el episodio más importante de la diplomacia medieval castellana» [hubo un
primer intento –fracasado- en 1401].
Asimismo aquellos hechos ponían de relieve la preocupación que existía en
Castilla por el progreso de los musulmanes en el Mediterráneo.”
Juan II de Castilla
Enrique
III murió, en 1406, ¡con 27 años!
dejando como heredero a un niño de un año. Se abría un nuevo interregno. Pero
esta vez había dos adultos al frente, que tenían las ideas mucho más claras que
los cortesanos de 1390. Se trataba de su madre, Catalina de Lancaster, y de su tío paterno Fernando. Ambos llegaron rápidamente a un acuerdo, repartiéndose
las tareas y las zonas geográficas de actuación mutuas: el norte para Catalina,
así como las relaciones diplomáticas con los países europeos (no olvidemos que
la reina Madre era inglesa) y el sur, así como el mando sobre los ejércitos de
la frontera para Fernando. Mientras Catalina firmaba la paz con los ingleses,
consiguiendo la libertad de comercio en los puertos de este país para los
marinos castellanos, Fernando se lanzaba directamente con el ejército de la
frontera contra el reino de Granada. El mayor éxito militar de su corta vida
llegó en septiembre de 1410, con la conquista de la ciudad de Antequera, un hecho de armas que lo terminaría
definiendo, ya que será conocido desde entonces como Fernando de Antequera.
Unos
meses antes, en mayo de 1410, moría sin descendencia el rey de Aragón, Martín I el Humano, que era su tío
materno, abriendo allí también una crisis sucesoria. La elección del candidato a
monarca en el reino vecino se complicará mucho más, además, por la estructura
confederal de la corona aragonesa, ya que a diferencia de Castilla no había unas
cortes representativas de todo el reino, sino tres: las de Cataluña, Aragón y
Valencia. La solución que encontraron se reflejó en la Concordia de Alcañiz (15 de febrero de 1412) que estableció que
cada una de las tres cortes designaría tres compromisarios (9 en total) que se
reunirían en la ciudad de Caspe para
decidir por votación quién sería el nuevo rey.
“Los
pretendientes a la corona de Aragón pudieron presentar en Caspe cuantas
alegaciones creyeron oportunas hasta el día 22 de junio.”
Las reglas que habían establecido
para la selección del candidato eran:
1. La
elección recaería en un varón.
2. Se
excluía la ilegitimidad de origen.
3. Era
imprescindible garantizar el mantenimiento de la corona de Aragón.
Fernando
era el pariente más cercano del fallecido y, como regente de Castilla tenía,
además, una influencia política muy superior a la de cualquiera de los candidatos
alternativos. Así que, durante los dos años que transcurrieron entre el
fallecimiento del rey de Aragón y la decisión que finalmente tomaron los
compromisarios, llevó a cabo una intensa labor de lobby en el país vecino. La
reciente conquista de Antequera,
igualmente, fue una de sus mejores bazas propagandísticas. Como remate contaba
con el respaldo del papa Benedicto XIII
(El Papa Luna) que era aragonés.
El
24 de junio tuvo lugar la decisión final de los compromisarios. El gran
defensor de la candidatura del castellano fue el fraile valenciano Vicente Ferrer. El elegido en el Compromiso de Caspe fue, finalmente, Fernando de Antequera, que se convirtió así
en Fernando I de Aragón. El regente
de Castilla se convertía en rey de Aragón y la Casa de Trastámara pasaba a gobernar en los dos países desde ese
momento.
“Fernando
abandonó Castilla en el año 1412, al pasar a ocupar el trono aragonés, tras la
decisión tomada a su favor en el compromiso de Caspe. […
sin embargo] no se desentendió por
completo de la regencia que había ejercido en Castilla, como suponía Catalina
de Lancaster. Antes al contrario, nombró a varias personas de su confianza como
lugartenientes. Pero sin duda iba a tener mucha más importancia para el futuro
otra de las decisiones tomadas por el nuevo monarca aragonés. En efecto,
Fernando de Antequera había dejado a sus hijos, a los que se denominará en
adelante los infantes de Aragón, muy bien situados en Castilla. Juan sucedió a su
padre en el ducado de Peñafiel, en tanto que otros dos hijos suyos, Enrique y Sancho,
se convirtieron, respectivamente, en los maestres de las órdenes militares de
Santiago y Alcántara. Parecía haberse constituido una nobleza de parientes más
fuerte incluso que la de los epígonos Trastámaras de anteriores décadas. Así
pues, como ha señalado Eloy Benito Ruano, los infantes de Aragón «con los
bienes patrimoniales y con los sucesivamente adquiridos (…) eran en conjunto
más poderosos en Castilla que el mismo rey».”
Fernando
de Antequera murió pronto (en 1416), siendo reemplazado por su hijo mayor, Alfonso V. En junio de 1418, además,
murió Catalina de Lancaster. En
octubre de ese mismo año Juan II se casó con su prima hermana María de Aragón, hija de Fernando, lo
que convirtió a su tío también en su suegro, aunque a título póstumo. El 7 de
marzo de 1419 fue declarado mayor de edad, por fin, por las Cortes en Madrid,
asumiendo de esta manera las funciones de gobierno.
El
poderoso reino de Castilla se había convertido, en unos pocos años,
prácticamente en algo así como un protectorado de Aragón, aunque muy sui géneris porque los hijos de Fernando de Antequera (incluido el ya
rey de Aragón Alfonso) eran los más
poderosos señores feudales de Castilla. Pero hemos de tener en cuenta que, en
realidad, eran todos castellanos. La futura unidad de ambos reinos se presentía
ya.
En
ese contexto histórico se abre paso la figura del valido Álvaro de Luna, que llegó a ser la persona más poderosa y el
verdadero gobernante del reino. La
historia del largo reinado de Juan II (1406-1454) es, en realidad, la de la lucha de Álvaro de Luna contra los infantes
de Aragón, que se terminará resolviendo con la derrota de éstos en la
batalla de Olmedo (1445). Pero para
entonces ya le habían surgido al primero dos grandes contrapesos en la propia
familia real: el príncipe heredero (el futuro Enrique IV) y la segunda esposa
del monarca (Isabel de Portugal), ambos consiguieron llevar al cadalso a Álvaro de Luna en la Plaza Mayor de
Valladolid, en 1453.
La
derrota de Olmedo obligó a los infantes de Aragón supervivientes (pues Enrique murió
como consecuencia de las heridas recibidas en la batalla) al exilio definitivo,
confiscando la corona todos sus bienes. Pero mucho antes de que tuviera lugar ese
desenlace Juan se había casado con Blanca, la heredera del reino de
Navarra, que llegó al trono en 1425 y, con ella, su esposo y consorte. Así pues
la estirpe de Fernando de Antequera seguía extendiendo su poder y Navarra se
convertía así en el tercer país en el que asumían el mando los Trastámara.
Juan
II fue, como hemos visto, rey de Castilla durante casi medio siglo. Ese largo
reinado fue un tiempo de desarrollo económico, de crecimiento demográfico y de
consolidación de la autoridad real. También de activo comercio tanto por el Atlántico
como por el Mediterráneo.
“…fueron
surgiendo colonias de comerciantes castellanos en diversas localidades de la
costa atlántica de Flandes y de Francia, como Brujas, Ruán, Nantes o Dieppe. Es
más, en el año 1414 se estableció en Brujas un consulado de mercaderes
castellanos y en 1430 se asentó otro en Nantes. […]
En la corona de Castilla había, en el
siglo XV, otro importante foco de actividad comercial de inequívoca proyección
internacional. Se trataba del área que se extendía entre Sevilla y la costa
atlántica de Andalucía. Los grandes dinamizadores de ese foco fueron los
hombres de negocio italianos, y en primer lugar los genoveses, que tenían en
Sevilla una colonia muy importante, aunque también las había en Cádiz, Jerez,
Sanlúcar de Barrameda o Puerto de Santa María. Se exportaban en esa área ante
todo aceite, cochinilla, cueros, cera y mercurio procedente de Almadén. Como contrapartida
los genoveses traían a tierras hispanas paños de Florencia u otras ciudades
italianas, especias y, en menor medida, herramientas varias, papel, hilados de
oro o resina. Ésta zona, por otra parte, conectaba con el mundo africano, del
que interesaban principalmente el oro del Sudán, en concreto de las minas de Bombuk,
y los esclavos negros. Hay que señalar, por otra parte, que los genoveses
desempeñaron en tierras andaluzas, y en primer lugar en la ciudad de Sevilla,
un importantísimo papel en el ámbito de la actividad bancaria.”
Juan
II fue el padre de dos futuros reyes de Castilla: Enrique IV y su hermana
Isabel que, junto a su esposo y primo Fernando II de Aragón, abrirá de par en
par las puertas de la España moderna. Los
reinos ibéricos estaban a punto de estallar.
Enrique IV
El
reinado de Enrique IV (1454-1474) fue
una época de transición entre el de Juan II y el de Isabel la Católica. Este
monarca fue un juguete en manos de la nobleza cortesana, dentro de la cual
desempeñó un papel estelar su valido Juan
Pacheco, que carecía de la visión de estado que sí tuvo Álvaro de Luna durante el reinado de Juan II. Es muy difícil de digerir que
un rey absoluto como era Enrique IV aceptara desheredar a su propia hija –Juana-
en beneficio de su hermano -Alfonso, un niño manipulado por la nobleza-, lo que
significaba una desautorización implícita del propio monarca.
Podemos
definir su reinado como una guerra civil
de baja intensidad, sostenida por las diversas facciones nobiliarias que
manipularon hasta el absurdo a los diversos miembros de la familia real en su
propio beneficio. En ese caldo de cultivo transcurrió la infancia y la
adolescencia de Isabel, su hermana,
que comprendió muy pronto que sólo con la ayuda de sus primos aragoneses podría
abrirse paso en medio de aquella selva. Desde el punto de vista simbólico, el
más claro ejemplo de hasta dónde se había degradado la autoridad real durante
sus años de gobierno lo constituye, sin lugar a dudas, la farsa de Ávila. El 5 de julio de 1465:
“…
un importante sector de la nobleza, que decía encontrarse descontento de la
desastrosa política desarrollada por Enrique IV, procedió a deponer al rey de
Castilla, aunque lo hiciera de forma puramente teatral. Recordemos a los más
significativos personajes que protagonizaron aquel vergonzoso acto: el arzobispo
de Toledo, Alfonso Carrillo; Juan Pacheco, el marqués de Villena, que fuera
durante tantos años principal colaborador de Enrique IV; el conde de Plasencia;
el conde de Benavente; el conde de Paredes de Nava; Diego López de Estúñiga; el
maestre de Alcántara, etc. […] La farsa de Ávila ha sido vista, tradicionalmente, como uno de los
peores momentos por los que atravesó la monarquía castellana en todo el
transcurso de la Edad Media.”
Durante
los años siguientes no dejará de aumentar el bando nobiliario que aspiraba a
deponer a Enrique para reemplazarlo por su hermano Alfonso. Durante ese tiempo
se fue corriendo el rumor de que su heredera –Juana- no era hija suya sino de
uno de los cortesanos que le respaldaban -Beltrán de la Cueva-, de ahí deriva
el apodo con el que se conocería desde entonces a la princesa: “la Beltraneja”.
Pero
el candidato de la nobleza para el trono de Castilla –Alfonso– murió en 1468, lo
que de rebote convirtió a su hermana Isabel
en la beneficiaria inmediata de toda la campaña de descrédito orquestada contra
Enrique IV.
“Isabel,
sin embargo, no parecía estar dispuesta a desempeñar ese papel. Ella aspiraba,
sin la menor duda, a ocupar el trono castellano, pero no para actuar el
servicio de esta o de aquella bandería, tal y como venía ocurriendo en los
últimos años, sino para robustecer la autoridad monárquica. En una carta
fechada el día 8 de julio de 1468, es decir, sólo tres después de la muerte de
su hermano Alfonso, y que iba dirigida a las ciudades del reino, Isabel
afirmaba que era «notorio e manifiesto ser yo legítima heredera y derecha
sucesoria de estos reinos y señoríos».
De
ahí que, tras entrevistarse Isabel con su hermano Enrique IV, se llegara al
acuerdo de los Toros de Guisando, el cual fue firmado el 18 de septiembre del
año 1468. El citado pacto reconocía a Isabel como heredera del trono de
Castilla, en tanto que Juana pasaba a un segundo plano. Aquel acuerdo se tomó,
según los argumentos esgrimidos en el texto del tratado, «por el bien y sosiego
del reino», para «atajar las guerras», así como para «proveer como estos reinos
no hayan de quedar ni queden sin legítimos sucesores del linaje del dicho señor
rey y de la dicha infanta». La exclusión de Juana, la presunta hija de Enrique
IV, obedecía a que se consideraba ilegítimo el matrimonio celebrado por el
monarca castellano con Juana de Portugal.”
Por
ese acuerdo Isabel se comprometía a no contraer matrimonio sin el
consentimiento del rey, una cláusula que ella, sin embargo, no estaba dispuesta
a cumplir, cómo se puso de manifiesto muy poco tiempo después. La futura Isabel la Católica estaba decidida a
poner fin a la situación de desgobierno generalizado que se extendía por el
país y tenía sus propios planes al respecto:
“Al
poco tiempo redactó un documento, dirigido a todas las ciudades del reino, en
el que señalaba que Fernando era, sin duda alguna, el rey más conveniente para
el futuro de Castilla.
Fernando,
por su parte, se desplazó desde tierras aragonesas, llegando a la localidad de Dueñas
el día 12 de octubre. […] el 18 de octubre de 1469, tuvo lugar el esperado matrimonio de Isabel y
Fernando.”
Isabel
ponía a su hermano, de esta manera, ante hechos consumados (una forma de actuar
muy típica de aquellos tiempos convulsos), lo que ponía al país al borde de la
guerra civil. El 12 de diciembre de 1474 moría Enrique IV en Madrid y la guerra
se extendía por el reino de Castilla, entre los partidarios de Isabel y los de Juana “la Beltraneja”.
Los Trastámara de Aragón
Como
ya hemos visto, en 1412 fue coronado Fernando
de Antequera en el reino de Aragón. Este acontecimiento marcó el comienzo
de un nuevo tiempo político en el que la misma familia gobernaba sobre los dos
reinos más poderosos de la Península Ibérica. Fernando, como también vimos, era
en ese momento regente en Castilla, rol que siguió manteniendo desde la
distancia, a través de personas interpuestas, asegurándose que el bando de sus
partidarios en este reino no dejara de aumentar. Aunque se llevó con él hacía
Aragón a su primogénito –Alfonso-, dejó en Castilla a Enrique y a Juan. Ya
hemos visto que su reinado fue muy corto, tan sólo de cuatro años, pero resultó
suficiente para asentar a la nueva dinastía en el trono y para comprender y
poder transmitirle a su heredero la complejidad que presentaba la monarquía
aragonesa, que tenía muchos más contrapesos políticos que la de Castilla y una
posición geoestratégica que cubría espacios muy diversos, ya que además de las
actuales comunidades autónomas de Aragón, Cataluña, Comunidad Valenciana y
Baleares, abarcaba las tres grandes islas del mediterráneo central (Córcega,
Cerdeña y Sicilia). Aragón, además, ejerció una importante influencia política
tanto en Castilla y en Navarra (por el oeste) como en Nápoles (por el este) y
competía en el Mediterráneo Occidental con Francia y con la república de Génova,
que le disputaban su hegemonía con el apoyo, además, de otras repúblicas del
norte de Italia e, incluso, del propio Papa. Todas estas presiones geopolíticas
exigían que al frente hubiera un verdadero estadista y, desde luego, Fernando
de Antequera lo era.
Pronto
tuvo que sofocar la rebelión armada de uno de los candidatos derrotados en el
compromiso de Caspe (Jaime de Urgel), pero inmediatamente después tuvo que volcar
su atención sobre el Mediterráneo, firmando una tregua con la república de
Génova en 1413 y alcanzando un acuerdo con el sultán de Egipto que le permitió establecer
un consulado de la ciudad de Barcelona en Alejandría. Poco después firmó otro
con el sultán de Fez. También prometió ayuda contra los turcos al déspota de
Morea, Teodoro Porfirogeneta.
“…
como señaló en su día Vicens Vives, Fernando I «cumplió (…) con las exigencias
de la corona de Aragón en el Mediterráneo: defensa del comercio catalán en
Egipto y Berbería y mantenimiento de la ruta de las Islas».”
Alfonso V el Magnánimo
Tras
la muerte de Fernando I fue coronado su hijo mayor -Alfonso V (1416-1458)-, que
estaba casado con María de Castilla, hermana del rey castellano Juan II (que a su
vez lo estaba con una hermana de Alfonso V, lo que nos puede dar una idea de la
estrecha relación que había entonces entre las coronas de Aragón y de Castilla).
Alfonso
V residió, durante la mayor parte de su reinado, en los territorios italianos
de la corona aragonesa, mientras que su esposa actuaba en los peninsulares como
su lugarteniente. En 1436 delegó parte de esa lugartenencia (Aragón y Valencia)
en su hermano Juan, que como ya vimos era también rey consorte de Navarra.
María se encargaba así exclusivamente de Cataluña.
En
1442 conquistó el reino de Nápoles, nombrando como heredero suyo para éste a su
hijo bastardo Ferrante, que abriría,
a la muerte de Alfonso, la rama napolitana de los Trastámara.
“Nápoles
se convirtió en el año 1442, de facto, en lo que diversos historiadores han
denominado el imperio catalano-aragonés. Alfonso V prácticamente asentó sus
reales en aquella ciudad, lo que se tradujo en el absentismo de sus reinos
hispánicos.”
La
presencia casi permanente de Alfonso V en Nápoles a partir de 1442, desde el
punto de vista estratégico, significó la práctica expulsión de los franceses y
los genoveses del Mediterráneo Central, convirtiendo al reino de Aragón en la
potencia mediterránea por antonomasia, rol que heredaría la España de los Reyes
Católicos y que mantendría hasta 1700. Pero también significaba que, de facto,
su hermano y heredero Juan se convirtió en el verdadero gobernante en Aragón y
en Valencia, mientras su esposa María hacía lo propio en Cataluña. Esto ayuda a
entender el fuerte crecimiento durante ese tiempo, tanto económico como
demográfico, del puerto de Valencia y de su hinterland, como puerta principal
de entrada y de salida de mercancías en el Aragón peninsular, y el relativo
declive, en paralelo, de Barcelona y de su área de influencia durante el siglo XV
(Valencia tenía a mediados del siglo XIV 20.000 habitantes y 40.000 en la época
de Alfonso V, mientras Barcelona caía desde los 50.000 hasta los 20.000 en ese
mismo periodo).
La
corona de Aragón en 1443. Fuente: Wikipedia.
En
cuanto a la política exterior se continuaron desarrollando las líneas maestras
que había establecido Fernando I, fundando nuevos consulados aragoneses en Modó (península de Morea), Candía (Creta) y Ragusa (en el Adriático). Construyó un puesto avanzado en Bengasi (Libia), donde había un
gobernador y un puerto de escala para los comerciantes. También ocupó varias
plazas fuertes en Albania, estableció protectorados sobre las islas de Rodas y de Chipre, relaciones diplomáticas con el sultán de Egipto y con el negus de Abisinia (actual Etiopía) y firmó
tratados con el emperador de Constantinopla (1443) y con el déspota de Morea (1451) que lo comprometían a
defender sus respectivos territorios contra los turcos.
Juan II de Aragón
“Juan II de Aragón aparece como el
personaje de mayor fuerza en un siglo ya lleno de singulares personalidades
políticas”
Jaime
Vicens Vives
“… la personalidad sin duda más
arrolladora del siglo XV peninsular, y una de las más singulares de todo el
Occidente europeo”
Eloísa
Ramírez Vaquero
Juan II de Aragón
posee una de las biografías más dilatadas y densas de entre los reyes
medievales. Castellano de nacimiento (nació en Medina del Campo en 1398). Era
hijo de Fernando de Antequera y fue uno de infantes
de Aragón. Durante la mayor parte de su vida fue uno de los señores
feudales más poderosos de Castilla, hasta que fue expulsado de ella tras la
batalla de Olmedo (en 1445). Pero para entonces ya había acumulado una gran
experiencia política tanto en Aragón como en Navarra. En 1415 fue nombrado por
su padre -Fernando I- lugarteniente real en la isla de Sicilia, cargo en el que
reemplazó a la que pocos años después se convertiría en su primera mujer
-Blanca de Navarra-. Cuando Fernando murió, Juan volvió a sus feudos
castellanos. En 1419 se casó con Blanca que, como ya vimos, era la princesa
heredera del reino de Navarra y subió al trono en 1425, convirtiendo así a su
marido en rey consorte. A partir de entonces sus intereses y sus actos se
diversifican, ya que era un personaje poderoso, de manera simultánea, en tres
reinos diferentes: Castilla, Aragón y Navarra. En Castilla encabezaba la
facción nobiliaria más poderosa del país. En Aragón recibió importantes
responsabilidades, llegando a actuar como ya vimos a partir de 1436 como
lugarteniente de su hermano en Aragón y en Valencia. Y en Navarra fue rey
consorte desde 1425 y de hecho tras la muerte de su mujer en 1441, lo que
desencadenó una guerra civil en este reino entre agramonteses (partidarios del
rey) y beamonteses (seguidores de su hijo Carlos de Viana, que consideraban que
tras la muerte de Blanca el verdadero rey de Navarra tenía que ser su hijo y no
su marido). Obviamente detrás de cada facción en lucha había toda una
constelación de intereses contrapuestos que encarnaban viejas rivalidades
históricas.
Al
poco de enviudar, Juan se volvió a casar, esta vez con una castellana -Juana
Enríquez-, hija del almirante de Castilla, para reforzar la alianza nobiliaria
en la guerra civil castellana que estaban librando contra Álvaro de Luna y que perdieron tras la Batalla de Olmedo. Juana Enríquez le dio varios hijos, entre ellos
el futuro Fernando el Católico, nacido
en 1452.
Tras
la muerte de Alfonso V será coronado como rey de Aragón en 1458 (con 60 años de
edad, lo que era algo insólito en esa época) y vio como la guerra civil que ya
venía librando en Navarra se extendió también a Cataluña, pues Carlos de Viana
acabó siendo también el líder de las fuerzas opositoras del principado. La
muerte de Carlos en 1461 no hizo más que avivar el fuego de la guerra civil,
que se extendería hasta el año 1472.
Mientras
tanto, en Castilla, como ya vimos, Isabel estaba librando un pulso contra su hermano
-Enrique IV- y había llegado a la conclusión de que sólo podría imponerse a sus
adversarios con ayuda aragonesa, lo que le llevó a acordar el matrimonio con su
primo Fernando, obviamente con el visto bueno de su padre Juan II. Tras el
casamiento en 1469 de Isabel y Fernando nos encontramos con un paisaje en el
que se están librando simultáneamente tres guerras civiles, en los tres reinos
peninsulares donde gobiernan los Trastámara. Pero en cada una de ellas uno de
los bandos en disputa actúa de forma coordinada con sus aliados de los otros
dos reinos, lo que les permite desplazar tropas entre los mismos, conduciéndoles
finalmente a la victoria. Isabel será coronada como reina de Castilla en 1474,
lo que recrudecerá la guerra civil castellana entre sus partidarios y los de la
“Beltraneja”, que cuenta con el
respaldo del ejército portugués. Pero por esos años tanto el conflicto catalán
como el navarro están ya prácticamente concluidos, lo que permite a los
aragoneses volcarse sobre los escenarios castellanos, llevándolos allí también
a la victoria y a la firma de la paz entre Castilla y Portugal a través del Tratado de Alcáçovas-Toledo. En 1479
murió por fin Juan II de Aragón (con 80 años cumplidos, lo que le convierte en
uno de los más longevos de la Edad Media española) y es coronado su hijo
Fernando II, uniéndose de facto a partir de ese momento los reinos de Castilla
y de Aragón.
La trascendencia histórica de la Casa
de Trastámara
Los
últimos Trastámara son los más famosos de todos, se trata de Isabel I de Castilla y de Fernando II de Aragón (que la
historiografía castellana denomina Fernando V), los Reyes Católicos. Pero estos monarcas merecen un capítulo
específico sólo para ellos. El reinado de los Reyes Católicos representa la culminación del proyecto político desarrollado
durante el siglo que los precedió por Enrique II y por todos sus descendientes.
El tiempo transcurrido entre 1369 y 1517 en la Península Ibérica es, desde mi
punto de vista, el del estallido del
mundo ibérico, una época violenta pero próspera, en la que los reinos peninsulares se transmutaron
interiormente y que cambiaron el mundo... todo el mundo, ya que nadie puede
hoy imaginarse cómo sería éste si América no hubiera sido encontrada por tres
naves castellanas, si los españoles no hubieran dado la vuelta al mundo, si no
hubieran construido un imperio en América, librado un pulso militar con los
turcos en el Mediterráneo durante 300 años o irrumpido en masa a principios del
siglo XVI en los escenarios centroeuropeos.
Con sus luces y con sus
sombras la dinastía de los Trastámara cambió el mundo para siempre.
Los reyes católicos no habrían sido lo que fueron si Juan II de Aragón no se
hubiera estado dedicando durante 80 años a vincular Castilla con Aragón y con
Navarra. Juan II no hubiera podido hacer ese trabajo si Fernando de Antequera (abuelo
de Fernando el Católico, en honor al cual éste llevaba su nombre) no hubiera
hecho el suyo. El de Antequera, a su vez, no hubiera existido si Enrique II no
hubiera entrado en 1366 con sus compañías blancas en Castilla y éste no puede
entenderse sin la labor previa de Leonor de Guzmán y de Alfonso XI.
Todas
estas historias encadenadas encarnan un proceso
de éxito colectivo que fue permitiendo que nuestro país, generación tras
generación, fuera superando sus estrechos límites medievales e irrumpiera, con
una fuerza que sorprendió a todos sus contemporáneos, en el mundo moderno.
La
saga de los Trastámara son un conjunto de individuos con una fuerte
personalidad (salvo alguna excepción, como el caso de Enrique IV) que se abrió
paso en un mundo implacable, pero que tenían un proyecto colectivo al que se
mantuvieron fieles todo el tiempo. Unas personas apasionadas y apasionantes,
con multitud de recursos políticos; que sabían negociar cuando las armas
fallaban y salir adelante cuando todos los daban por perdidos; que llegaban a
acuerdos con monarcas de países lejanos, que supieron apoyarse en la fuerza
ascendente de la burguesía de las ciudades, que desarrollaron marinas poderosas
y extendieron el comercio por todo el Atlántico conocido y por todo el Mediterráneo.
Hace
ya muchos años que siento que ésta es una dinastía injustamente olvidada. La
historiografía oficial lleva 500 años poniendo los focos sobre los austrias y
los borbones… porque eran poderosos.
Pero poca gente se pregunta de dónde les
vino ese poder. Los austrias y los borbones usaron el edificio que otros
habían construido. Ya es hora que estudiamos a los que lo hicieron.