sábado, 25 de julio de 2015

El capitalismo como consecuencia lógica del desarrollo histórico del Imperio español

En el artículo anterior expliqué como el despliegue de los españoles en el continente americano durante la Edad Moderna responde a un patrón de desarrollo multiecológico que llevaba siglos ensayándose en la propia Península Ibérica y que denominé “La respuesta multimodal española”.

El Imperio español que se extiende por el mundo entre los siglos XV y XVIII es, en realidad, tres imperios distintos y simultáneos, cada uno de los cuales tiene su propia zona de actuación, su propia lógica de desarrollo y se inserta en un  proceso histórico, tanto previo como ulterior, diferente.

El primero de ellos es el Imperio de Poniente del Segundo Ciclo Mediterráneo, es decir, el Imperio aragonés bajomedieval, que recibe el refuerzo de las tropas castellanas a partir de la llegada al poder de los Reyes Católicos y que se proyecta sobre el occidente del Mare Nostrum librando, durante 300 años, un duelo singular con el Imperio de Levante (los turcos) que en su día llamé “el Duelo Mediterráneo”[1].

El segundo es el Imperio Transversal, que los españoles despliegan por el continente americano y que posee, incluso, sus propias colonias en el Pacífico Occidental, que llegan hasta las mismísimas puertas de los estados e imperios del Extremo Oriente asiático (India, China, Japón...) con los que se comercia activamente a través de las Filipinas. Es un verdadero imperio global (el primero de la Historia, en sentido cronológico) que conecta las regiones de nuestro mundo económica, demográfica y políticamente más potentes. Es la primera vez en la Historia en la que el hombre adquiere clara consciencia de los límites físicos de nuestro planeta, pues los marinos ibéricos (tanto españoles como portugueses) dan la vuelta al mundo, llegan hasta los confines del mismo y localizan todas las rutas marítimas posibles para alcanzarlos.

El tercero es la “Camisa de Fuerza francesa”, es decir, el conjunto de estados, señoríos y principados controlados por los Habsburgo españoles durante los siglos XVI y XVII, que se extienden desde Milán hasta Bélgica y que heredan la “función borgoñona”, es decir, el mandato de contener a Francia por el este y a Alemania por el oeste que los borgoñones habían cumplido durante buena parte de los siglos medievales y, antes que ellos, el reino de la Lotaringia, que se asentó -a su vez- sobre el viejo Limes renano que los romanos sostuvieron desde los tiempos de Julio César y que, antes que ellos, separó a los celtas de la Galia de sus vecinos orientales: los germanos.

Este tercer “imperio” es el más pequeño de los tres y, sin embargo, el que atrae hacia sí la mayor parte de los pensamientos, de los recursos humanos y materiales y las preocupaciones de los monarcas españoles durante las dos centurias citadas. Ese será nuestro “Vietnam” y la fuente principal de todas las desgracias y de los errores estratégicos cometidos por la “monarquía católica”. Es el único de los tres “imperios” que no se desarrolla como consecuencia de la evolución histórica natural derivada del proceso expansivo de los pueblos ibéricos que tuvo lugar durante la Baja Edad Media, sino que es un efecto secundario, no previsto ni buscado, de la política matrimonial seguida por los Reyes Católicos en su estrategia de neutralizar a Francia, el adversario tradicional de los aragoneses en su expansión por el Mediterráneo Occidental.

El Limes renano representa, en Europa, la más potente de las “fronteras intangibles” que la atraviesan desde la Protohistoria, tal y como expresé hace  ya tiempo en el artículo que abrió la serie histórica de este blog[2]. Es una barrera que, desde hace dos mil quinientos años no ha dejado de cobrarse vidas humanas en los miles de batallas que se han venido sucediendo en ese área. Es un territorio que atrae hacía sí a los ejércitos que se desenvuelven desde el Atlántico hasta el Oder y desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. La frontera que, a finales del primer milenio anterior a la Era Cristiana separó a los celtas de los germanos lo ha seguido haciendo con sus herederos desde entonces y cobrándose las vidas de sus mejores soldados.

Durante la Baja Edad Media ese área estuvo controlada por el Duque de Borgoña, que fue viendo como sus dominios iban siendo paulatinamente conquistados por el rey de Francia. Para los descendientes de Carlos el Temerario la alianza estratégica con España, a principios del siglo XVI, se presentaba como la única opción segura de supervivencia política, ante el inexorable avance francés hacia el este. La llegada al poder, tanto en el reino flamenco-borgoñón como en España, de Carlos I era la forma de revertir el desarrollo de los acontecimientos y de recuperar la iniciativa militar en su ya secular duelo con Francia. El plan estratégico fue diseñado por Adriano de Utrecht, el mentor de Carlos I, y tanto éste como sus herederos de la rama española de los Habsburgo lo aplicarían a rajatabla como verdaderos autómatas[3], por eso sostengo que la llegada de los Habsburgo al poder en nuestro país constituye un verdadero golpe de estado que termina poniendo al estado español al servicio de fuerzas extranjeras que tenían un diseño estratégico que no respondía, en absoluto, a los intereses, no ya de nuestro país sino ni siquiera de ninguna de sus facciones dominantes.

Desde 1517 la prioridad de la política exterior española fue controlar el avance francés... ¡¡por sus fronteras orientales!! (No por los Pirineos). Por tanto nos convertimos, de facto, en los guardaespaldas de Alemania. Por consiguiente, a largo plazo, nuestra “decadencia” política estaba cantada. La defensa de las fronteras de los dos “imperios” restantes (el de Poniente -en el Mediterráneo- y el Transversal -en América-), cuyas lógicas que enlazaban con nuestro proceso político previo, se subordinan a la de la Camisa de Fuerza francesa, que era algo que interesaba... a los austriacos y, paradójicamente, a holandeses y británicos, no a nosotros. Los beneficiarios más inmediatos de esa política fueron los turcos en el Mediterráneo y los ingleses en el Atlántico.

Y, sin embargo, el desarrollo histórico de cada uno de estos tres “imperios” enlazan, mil años después, con las estrategias políticas que, en su proceso expansivo, desplegó el Imperio Romano. En cada una de esas tres áreas los españoles recogen el legado de Roma y lo proyectan sobre el futuro. Esto, obviamente, no es una decisión consciente sino que -de alguna manera- son estrategias inducidas por la interacción que se establece entre el hombre y su medio. Los procesos históricos no suelen obedecer al diseño consciente de los hombres, individualmente considerados, que obrarían -como tales- con una estrategia personal, orientada hacia el corto plazo, sino que recogen las tendencias que se van perfilando a nivel colectivo y que tienen mucho que ver con factores como el clima, el relieve, la geopolítica, etc. Los hombres, en ausencia de factores mucho más vitales que condicionen sus actos, van a dónde va el agua. Por eso los castellanos y los portugueses apuntaron hacia el Atlántico y los aragoneses hacia el Mediterráneo.

En tiempo de paz o en medio de procesos expansivos los hombres, como el agua, buscan los valles y se establecen en ellos, desarrollan la agricultura y el comercio, se hacen a la mar, incrementan su población y crean estados más vastos y poderosos. En tiempo de guerra o en medio de procesos involutivos hacen lo contrario, porque en los valles es dónde se libran las batallas más masivas y sangrientas. En cierta medida los procesos históricos vienen predeterminados por los factores geográficos y -hasta cierto punto- se pueden predecir.

En el anterior artículo dije que España es el país con mayor diversidad regional del mundo en un espacio geográfico de dimensiones medias. Y les mostré las dos imágenes que ven más abajo:


Península Ibérica             Corte transversal en el sentido de los meridianos


También afirmé que es un concentrado de los paisajes que se dan en todo el ámbito peri-mediterráneo. Ahora veamos esto dinámicamente. Primero tracemos las líneas de cumbres que se dan en las cordilleras peninsulares:


Líneas de cumbres de las cordilleras ibéricas


Dichas líneas delimitan una serie de regiones naturales que vemos aquí:


Regiones naturales de la Península Ibérica


En el corazón de la Península se encuentra la Meseta Central española, una fortaleza gigante de unos 300.000 km2 aproximadamente de superficie que prefigura su función histórica. No es casual que el único estado que alguna vez se ha superpuesto sobre este área se llamara precisamente “Castilla”, identificándose así con su propia función histórico-política. Ya dije que las tácticas de guerra castellanas oscilaban, según la época, entre el “encastillamiento” (fase defensiva) y el contraataque (fase ofensiva). Como dije antes, cuando las cosas van bien se sigue el camino del agua y cuando van mal la dirección contraria.

Aunque la Península Ibérica sólo tenga 600.000  km2 el efecto psicológico que produce entre los hombres que viven en ella (y también entre los que la visitan) es que es mucho mayor. Esto es así por la cantidad de barreras naturales que la rompen y por la variedad de paisajes y de ecosistemas que se dan en ella. Por eso la llamé el “Subcontinente Ibérico”[4]. Como continente se comportó cuando los romanos la invadieron (tardaron 200 años en conseguirlo), cuando se generalizó la guerra entre musulmanes y cristianos en la Edad Media (un conflicto de -nada menos- que 800 años) y también cuando atacaron las fuerzas napoleónicas, que encontraron en España su segunda Rusia (un estado de dimensiones continentales). La historia ha demostrado que atacar a España produce efectos históricos inesperados: O el agresor tiene la implacable tenacidad y la infinita paciencia que tuvieron los romanos o se encuentra, como dije hace tiempo, con la “respuesta multimodal española”, que definí como una reacción diferida, escalonada y múltiple, que termina convirtiéndose en un infierno para el ocupante, que galvaniza la resistencia de las clases populares y provoca una desautorización de las clases aristocráticas y de las autoridades institucionales que colaboraron con el agresor.

Aunque es un país relativamente pequeño y despoblado (históricamente ha tenido la tercera parte de habitantes que Francia, con su misma superficie) crea, como acabo de decir, la sensación de que es mucho mayor. El hombre que es capaz de sobreponerse a sus implacables sequías, de derrotar a los invasores que lo han atacado desde la Protohistoria, de sacarle fruto a su pedregosa y árida tierra y de cruzar las barreras naturales que lo fragmentan, una vez que sale de ese hábitat se vuelve extraordinariamente eficaz, es capaz de adaptarse a casi cualquier medio y de improvisar sobre la marcha soluciones ad hoc porque, pese a su relativa pobreza material posee un gran bagaje histórico acumulado y una gran resiliencia, se ha visto obligado a ensayar multitud de soluciones diversas para resolver problemas de todo tipo. Ha aprendido a pegarse al territorio y a valerse de él para sobrevivir en cualquier circunstancia. También se desenvuelve con facilidad tanto en entornos cálidos como en grandes altitudes, si lo comparamos con cualquier otro europeo.

Volviendo al hilo de nuestra argumentación dijimos que España recogió, en los albores de la Edad Moderna, el legado de Roma en los tres escenarios geográficos a los que me referí:

En el Mediterráneo Occidental porque abre un nuevo ciclo político, cuyo eje se sitúa en este mar, mil años después de que cayera el Imperio Romano de Occidente, cerrando así el anterior, es decir, abren la puerta que los romanos cerraron y que había permanecido así desde entonces.

En el Limes renano porque acuden a apuntalarlo justo en el momento en el que se está rompiendo, evitando así el enfrentamiento directo entre las dos potencias que se asoman a las orillas del Rhin.

Y en América, lo que hacen los españoles no es más que replicar el Imperio Romano, al otro lado del mar.

Pero la vinculación entre los tres “imperios” españoles modernos crea unas sinergias que provocan un salto cualitativo en el desarrollo de los procesos históricos. En política, cuando varios elementos se unen de manera voluntaria no suman, sino que multiplican. Y esto fue lo que pasó.

Si España sólo se hubiera unido políticamente con el reino flamenco-borgoñón, pero no hubiera construido en paralelo su imperio americano, ni se hubiera estado batiendo con los turcos durante ese tiempo, hubiera actuado como una potencia regional dentro de la zona y como gendarme desde la misma, pero no habría provocado un incremento tan importante en el comercio europeo como el que tuvo lugar por la aparición de los metales preciosos y los productos exóticos americanos, ni habría generado tampoco la importante demanda de productos manufacturados que las colonias españolas y portuguesas generaron -en primer lugar- y los países de Asia Oriental -después-, lo que serviría de acicate para el desarrollo del comercio, de la industria, de la tecnología y de la ciencia, que fueron las bases que dieron lugar a la Revolución Industrial y a las revoluciones políticas contemporáneas.

Si España sólo hubiera construido el Imperio Americano, pero se hubiera mantenido al margen de los conflictos europeos, habría creado una gran civilización auto-referenciada, que habría defendido el Atlántico como un espacio propio y exclusivo e impedido al resto de pueblos ultrapirenaicos participar de manera directa en el desarrollo económico generado por el Imperio español. Los aristócratas españoles hubieran sido mucho más ricos y hubieran estado más vinculados con las actividades comerciales. La economía peninsular habría sido mucho más diversificada y próspera de lo que fue, pero también menos dinámica de lo que ha sido el conjunto de la economía europea desde entonces.

Y si España sólo se hubiera hecho fuerte en el Mediterráneo Occidental, pero no hubiera actuado de manera tan directa en los otros dos escenarios, hubiera terminado construyendo algo parecido a lo que fue el Imperio Romano de Occidente, pero con la capital en España y, por tanto, más escorado hacia el Atlántico, lo que hubiera significado que Francia, las islas británicas y Marruecos habrían quedado, de una u otra manera, subordinadas políticamente a esa estructura imperial, que también habría terminado extendiéndose, más tarde o más temprano, por el continente americano.

La vinculación política de estos tres imperios convierte a los españoles de los siglos XV y XVI en los arquitectos del mundo moderno y al Imperio español en el esqueleto que lo sostiene desde entonces. La vinculación económica entre Europa, América y Asia Oriental, que españoles y portugueses establecieron durante esas dos centurias han determinado la fisonomía del mundo global que ha venido después.

Los pueblos ibéricos abrieron las rutas, establecieron los primeros contactos con los pueblos del resto de continentes y establecieron los precedentes que los que vinieron después tuvieron que imitar.

Pero España también asignó los roles que los pueblos del Occidente europeo siguieron después, insertándose en la estructura de comunicación y de poder que acababan de construir, de la manera que se les asignó desde ésta, tal y como expliqué en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[5].

Los españoles se autoasignaron la función de guardar y sostener el orden que ellos habían creado. Pero abrieron -de facto- las rutas comerciales asociadas a su estructura imperial a los comerciantes de los países de Europa que también estaban volcados hacia el Atlántico, en especial a ingleses y holandeses, porque hasta la Guerra de los Treinta Años los franceses fueron el enemigo principal a batir. Los italianos quedaron atrapados en la línea del frente que creó el “Duelo Mediterráneo”, lo que les dejó sin apenas margen de maniobra y los austriacos fueron protegidos de cualquier posible agresión desde el oeste, lo que les permitió hegemonizar el universo germánico hasta la emergencia política del estado prusiano.

Cuando los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) consiguen introducirse en el engranaje que los ibéricos habían construido, descubren la multitud de nichos sin cubrir que había en esas estructuras. Éstos tenían una debilidad estratégica: la demografía. Dije más arriba que la población francesa ha triplicado históricamente a la española. Y la española ha cuadruplicado o quintuplicado a la portuguesa. Hay un factor que va mucho más allá del voluntarismo de los hombres: Las matemáticas. Lo que hay que explicar no es por qué Francia relevó a España en el liderazgo planetario, algo que tenía que pasar -inevitablemente- alguna vez, sino por qué tardó tanto en hacerlo.

Y también hay que explicar por qué dejaron que, cuando el monopolio español se rompió, los ingleses se les adelantaran. Esto último tiene mucho que ver con el carácter continental del estado francés frente a la insularidad británica.

La debilidad demográfica de los pueblos ibéricos fue la razón que determinó que en vez de comportarse como verdaderos imperios, en el sentido antiguo del término, que controlaban desde el ámbito político las líneas maestras de las actividades económicas de sus súbditos y defendían a estos de la competencia de comerciantes extranjeros en sus zonas de influencia económica, actuaron -simplemente- como la vanguardia de los pueblos europeos y, al hacerlo, permitieron que los mercaderes, los contrabandistas y los piratas eludieran, con relativa facilidad, el control que unos estados más fuertes hubieran ejercido sobre ellos.

Como fueron los ibéricos los que construyeron la estructura política que abriría los flujos del comercio planetario, sus dirigentes se dedicaron fundamentalmente, dada la debilidad demográfica de la que partían, a vigilar la infraestructura sobre la que todo el edificio se sustentaba, permitiendo así a sus competidores utilizarla en beneficio propio. Ingleses, holandeses y -en menor medida- franceses se irían adueñando de buena parte de los flujos y de las rutas comerciales que españoles y portugueses habían creado, usando para ello, cuando era posible, medios legales y, cuando no, ilegales. Así comercio, contrabando y piratería se confundían con frecuencia, ya que eran actividades que podían ser ejercidas por los mismos individuos en momentos diferentes.

Sobre esta base se desarrolló el capitalismo que, visto desde este particular ángulo de visión, no es algo que ingleses y holandeses desarrollaran debido a su espíritu emprendedor, como nos vienen contando desde entonces, sino que -por el contrario- eran las actividades más lucrativas que la estructura política construida por los ibéricos les brindaban. Los anglo-holandeses no se hicieron ricos y prósperos porque fueran más activos que otros pueblos (ya hemos visto que siguieron la estela de los que iban por delante), sino porque supieron cubrir los vacíos que las estructuras políticas ultramarinas ibéricas tenían y, una vez alcanzado cierto umbral cuantitativo, pudieron empezar a permitirse actuar por su propia cuenta. (Los que empiezan trabajando como contratas auxiliares terminan poniendo su propio negocio).

En realidad lo que hicieron los españoles y portugueses fue crear un imperio... ¡europeo!, en el que ellos terminan trabajando de ¡capataces![6]. Y esto fue así porque el golpe de estado que hubo en España en 1517 (La coronación del primer Habsburgo) puso a la estructura política del Imperio español (imperio de facto) al servicio del “Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico” (imperio de iure) y de las estrategias políticas diseñadas por Adriano de Utrecht, que perseguían utilizar el poder español para salvar el complejo flamenco-borgoñón y -en consecuencia- la “función borgoñona”[7].






[1]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-duelo-mediterraneo.html
[2] “Las fronteras intangibles”: http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] “Los autómatas del Escorial”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-automatas-del-escorial.html
[5]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-estructura-del-sistema-europeo.html
[6] “Los capataces del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[7] La “función borgoñona”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html

martes, 30 de junio de 2015

Una historia singular


Hoy presento, una vez más, la imagen que nos muestra al mundo mediterráneo. Y de nuevo le pido que observe el diferente color que nos muestra su ribera norte, con predominio de los tonos verdes, del de su ribera sur, donde dominan los pardos. Y como la Península Ibérica es una zona de transición ente ambas, presentando una gran variedad de tonos intermedios entre los que se dan en el norte y en el sur, pese a que su tamaño es relativamente modesto. Observe como tanto Italia como la Península de los Balcanes, que se hayan situados en nuestra misma latitud, son más verdes que nuestro país.
Es obvio que los tonos pardos que predominan en el norte de África se corresponden con el Desierto del Sáhara, ese inmenso mar de arena sobre el que apenas llueve y que el sol castiga durante todo el año. África limita por el norte con el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior de La Tierra y uno de los más cálidos.
Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo conectaba con el resto de mares de nuestro planeta a través del Estrecho de Gibraltar, un paso que, en su punto más angosto, mide 14 kilómetros de ancho. Como era y -prácticamente- sigue siendo el único punto de contacto entre el mar interior y los mares libres, a su través fluye un gran caudal de agua que debe compensar los desniveles de líquido que se dan entre sus extremos.
Si alguien fuera capaz de construir una muralla que aislara totalmente al Océano Atlántico del Mar Mediterráneo (la naturaleza ya lo hizo hace millones de años), veríamos como el nivel del Mare Nostrum comenzaría a bajar inexorablemente, como sucede con otros mares interiores, tales como el Mar Caspio o el Mar Muerto, cuyas superficies se encuentran situadas muchos metros “bajo el nivel del mar” (aunque parezca un juego de palabras). Y es que, aunque el Mediterráneo reciba las aguas de las cuencas del Nilo, del Danubio (a través del Mar Negro), del Po, el Ródano o el Ebro, no es suficiente cantidad como para poder compensar las masas de líquido que evapora. Por eso un gran caudal de agua entra continuamente en él, desde el Atlántico, para compensar esa pérdida y mantener el nivel correspondiente.
La masa de agua que se evapora en el Mediterráneo, que durante el verano es superior -lógicamente- a la que lo hace durante el invierno, crea una sensación de sofoco por el exceso de humedad, entre los habitantes de sus orillas, especialmente durante el verano, que contrasta fuertemente con la sequedad del desierto norteafricano, creando una barrera gaseosa que aísla la tórrida y seca atmósfera del norte de África de la húmeda y fresca continental europea.
En nuestra latitud los vientos dominantes son del oeste, es decir, que fluyen desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, aunque un poco más al sur, en la de las islas canarias, el flujo dominante es del noreste, y se conoce como “vientos alisios”. Ese flujo del noreste tiene la culpa de que las costas africanas situadas en la latitud de las canarias sean desérticas (porque el viento viene del continente) y de que en este archipiélago el nivel de humedad aumente conforme nos desplazamos hacia el oeste o disminuya cuando lo hacemos hacia el este.

Las importantes diferencias de temperatura que se producen entre las masas terrestres euroafricanas y las marítimas del Atlántico son el motivo de la existencia permanente sobre las latitudes templadas de este océano del famoso “Anticiclón de las Azores”:

“… un anticiclón dinámico subtropical situado, normalmente, en el centro del Atlántico Norte, a la altura de las islas portuguesas de las Azores. Es el centro de acción que induce sobre el clima de Europa, Norte de África y América del Norte.”[1]

Conclusión: la persistencia de este potente anticiclón al oeste de nuestras costas, sobre todo en verano (que es cuando ocupa las latitudes más septentrionales) actúa como una muralla que desvía los húmedos vientos atlánticos del oeste, siguiendo la dirección de las aguas de las agujas del reloj, hacia el norte, y que entran en Europa por Francia y las islas británicas. Una vez superada nuestra longitud geográfica una parte de ese viento baja de nuevo hacia el sur, entra en el Mediterráneo por el sur de Francia y se recarga con las masas de agua evaporada de las que antes les hablé. Por eso en Italia y en los Balcanes llueve más que en España. Por eso toda Europa es verde, excepto la Península Ibérica.
La dinámica atmosférica que se da en nuestro entorno geográfico y que hemos descrito brevemente, deja su huella evidente en el paisaje y condiciona los ecosistemas biológicos que se dan en él y, en consecuencia, también en los culturales, condicionando fuertemente los procesos históricos. Ya hemos hablado en los últimos artículos de los ciclos mediterráneos y de su periódico relevo por otros de carácter continental. En su día dijimos que el Imperio Mediterráneo era un experimento multiecológico que se fue desarrollando por fases (fenicios, griegos, cartagineses, romanos) y que cuando agotó su recorrido dio lugar a una implosión que aprovecharon sus vecinos continentales (los germanos desde la verde continentalidad europea, los árabes desde la parda continentalidad norteafricana), que llegaron con soluciones culturales fuertemente adaptadas a sus ecosistemas de origen y, por tanto, mucho más simples desde el punto de vista estructural que las que tuvieron su punto de arranque en el ámbito mediterráneo.
Para interconectar a todos los pueblos de la Tierra hacía falta un contexto cultural complejo, capaz de articular en una sola estructura orgánica a gentes procedentes de los distintos ámbitos ecológicos que pueden darse a lo largo y ancho de nuestro planeta. El lugar más idóneo para ello que se da en el mundo es el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior del mismo. En ningún otro se da la masa crítica suficiente para poder hacerlo posible. Roma creó el contexto (Roma como final de trayecto, como punto de llegada. Egipto, Fenicia, Grecia y Cartago como fases previas de ese mismo proceso), el espacio cultural peri-mediterráneo y el espacio ideológico monoteísta cristiano, que son las consecuencias del proceso político e histórico que les precedió.
Una vez agotado este primer ciclo son relevados desde las áreas vecinas, al producirse la descomposición política del Imperio Mediterráneo. Pero las semillas del mundo clásico quedaron repartidas por todo su antiguo ámbito geográfico, prestas para germinar cuando llegara la estación correspondiente.
Como dijimos hace tiempo, los procesos evolutivos siempre van más rápido en las áreas fronterizas que se dan entre dos ecosistemas que en el interior de los mismos. Esto les da una ventaja comparativa tanto a los pueblos ibéricos como a los de la Península de Anatolia, como podrán observar en la imagen que mostramos al principio. Y el segundo ciclo mediterráneo, en consecuencia, se incubó en esos dos extremos de dicho mar. Dos imperios se despliegan por él a partir del siglo XV. El de Levante (conocido como Imperio turco), avanzando hacia el oeste, y el de Poniente (el español), que lo hace hacia el este. Los dos chocan en el centro del Mare Nostrum y durante trescientos años libran un duelo singular2 que acaba en tablas y que sólo sirve para debilitar a ambos, en beneficio de los que estaban contemplándolo desde una distancia segura. 
Pero el citado duelo era, solamente, una parte de esta historia. Si los turcos estaban encerrados en el extremo oriental del mundo mediterráneo, en el área de solape entre este espacio cultural y el del Próximo Oriente asiático, rodeados de pueblos con gran bagaje histórico a sus espaldas con los que competir por su propio espacio vital, los españoles -por el contrario- tenían toda su fachada atlántica virgen, libre para poderse desplegar por ella. Sólo había que desarrollar la tecnología suficiente como para poder adentrarse en las profundidades de la Mar Océano y descorrer el velo que protegía a todo un continente que se ocultaba en el otro extremo del Atlántico. Ese proceso ya estaba en marcha cuando los Habsburgo llegaron y estos se limitaron a mantener los procedimientos que se estaban desplegando, por cierto con una extraordinaria relación coste/beneficio para ellos. 
Observe ahora el mapa físico de la Península Ibérica:


Si cruzáramos España de sur a norte por el meridiano que pasa por Valladolid o por el de Toledo, atravesaríamos un país que nos muestra este corte transversal:

Ese escalonamiento de la altitud de los valles interiores amplifica el efecto que la latitud ya produce de por sí. Y convierte a nuestro país en un pequeño continente, produciendo una concentración de ecosistemas en un espacio mucho menor de lo que podemos encontrar en ningún otro lugar de La Tierra
Ocho cordilleras compartimentan un espacio geográfico de apenas 600.000 km2. Seis de las cuales están orientadas en el sentido de los paralelos, produciendo así el efecto amplificador del que he hablado.
Hay una séptima: La Ibérica. La única claramente transversal, que rompe la Península en dos partes: La oriental, con una clara vocación mediterránea, y la occidental, que mira hacia el Atlántico. Casi todos los territorios que formaron parte de los reinos bajomedievales de Castilla y León y de Portugal vierten sus aguas hacia el oeste, que es hacia donde las lleva la pendiente y, en consecuencia, empuja a sus habitantes a “bajar” hacia el litoral atlántico, el mar que estaba más allá del fin de La Tierra medieval. Hay, por tanto, un impulso natural que los arrastra a explorar lo desconocido. Una vez que se hicieron a la mar -tuvieran las intenciones que tuvieran y, al principio, sólo pretendían comunicarse por él con sus vecinos septentrionales y/o conquistar las tierras de los meridionales- el océano le fue mostrando poco a poco sus secretos: el “8” atlántico y los archipiélagos de la Macaronesia. Toda una invitación para adentrarse en el mar, para explorar lo desconocido.
Simultáneamente a estos viajes de exploración, colonización (Azores y Madeira) y conquista (Las Canarias), los aragoneses, es decir los españoles orientales, aquellos cuyas aguas vierten hacia el Mare Nostrum y la naturaleza los empuja, por tanto, hacia el este, crearon un verdadero imperio mediterráneo que incluía dentro del mismo a Cerdeña y Sicilia, que los enfrentó con Francia -durante trescientos años- y les llevó a Grecia, Turquía, las costas norteafricanas... insertándoles profundamente en la vida política, económica y cultural que se estaba desarrollando en este ámbito. La unión de las coronas de Castilla y de Aragón, a finales del siglo XV, terminó de articular ambos procesos, que habían evolucionado en sentido convergente durante los 800 años previos a esa vinculación, gracias al enemigo común que compartieron en la Península.
España es una especie de concentrado de los paisajes y de los ecosistemas que se pueden ver en todo el ámbito peri-mediterráneo, en un espacio mucho menor. Sabemos que la evolución se acelera, tanto en términos biológicos como en términos culturales, si aislamos a las especies que forman un ecosistema en un espacio pequeño. Eso fue lo que pasó en la Edad Media española... Especialmente durante el período que llamé “Era de las invasiones africanas” (1086-1344), un proceso de brutal aceleración histórica que duró diez generaciones. La España del siglo XV era una píldora concentrada de experiencias políticas y militares que habían sido grabadas a fuego en el subconsciente colectivo de sus habitantes, en un entorno multiecológico que, sin embargo, había estado en contacto permanente, en movimiento, en ebullición, durante varios siglos. Eran el resultado acabado de un proceso que parecía haber sido diseñado como un ensayo de lo que vendría después.
Cuando se descorrió el velo de la Mar Océano apareció, al fondo, el Continente Transversal, el único de toda la Tierra en el que el relieve está orientado mayoritariamente en sentido norte-sur y que se extiende, además, de polo a polo. Un impresionante telón sobre el que proyectar el más acabado producto cultural incubado en el “cañón mediterráneo”, que había sido acelerado en el “ciclotrón” ibérico en dos fases, una primera -más lenta- de 375 años (711-1086) y una segunda -mucho más intensa- de más de cuatrocientos (1086-1492). Cuando el proyectil se lanzó sobre el telón americano, sus diversos componentes buscaron en su tierra de destino el ecosistema que más se parecía a su región originaria, desplegando así lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”.
Varios pueblos europeos se desplegaron durante la Edad Moderna por el continente americano, cada uno de los cuales lo hizo con su propio estilo. Sólo los españoles buscaron expresamente las tierras altas para establecerse (Mesoamérica, Perú, Bolivia, Colombia...) y se extendieron por toda la variedad de climas que este continente presentaba. Como eran pocos, poseían una gran tradición militar (eran hidalgos en una elevada proporción) y había escasez de campesinos entre sus filas, apenas colonizaron tierras: Las conquistaron y se establecieron en ellas como clase dominante, tal y como -antes que ellos- habían hecho los aztecas o los incas. Nada nuevo, visto desde el lado de un campesino de Mesoamérica o del Tahuantinsuyo. Eso explica que un puñado de españoles, que buscaron expresamente los lugares más densamente poblados para establecerse, rodeados de millones de indígenas que podían haberlos devuelto al mar perfectamente si hubieran tenido un estímulo suficiente para ello, se asentaran con rapidez en el territorio, se insertaran en él aprovechando las propias estructuras de poder que tenían los nativos (El Virreinato de Nueva España se despliega desde las estructuras de poder de los aztecas y el del Perú desde las de los incas).
El resto de europeos que aparecieron por allí se comportaron de manera muy diferente. Portugueses y holandeses (pueblos litorales) crearon imperios litorales, al estilo de los fenicios de la antigüedad, en los que el comercio fue la principal actividad económica, aunque –en el caso portugués- se va produciendo, poco a poco, un proceso colonizador en el que son obligados a participar también los indios y negros de origen africano. Ingleses y franceses darán prioridad a la colonización, en las mismas latitudes geográficas que ellos ocupan en Europa, avanzando hacia el oeste, siguiendo la línea de los paralelos, lo que significa desplazar a los indígenas de sus tierras, que van siendo arrollados conforme el proceso gana potencia. Esto es en realidad lo que en Europa habían hecho los pueblos neolíticos miles de años atrás con los cazadores que les precedieron y el Hombre de Cromañón con los neandertales, mucho antes todavía. Es un patrón muy antiguo y excluyente.
Pero para competir con los españoles en los ecosistemas más cálidos, dado que no tenían suficientes colonos europeos para enfrentarse con ellos en esas latitudes, desarrollan el sistema que llamé “estructura por capas”, que es el sistema esclavista que se desarrolló en las colonias del sur de Norteamérica y en Haití. Con ese modelo social se enfrentaron con las estructuras sociales mestizas del Virreinato de la Nueva España. Mientras en los dominios españoles se producía de manera bastante natural el mestizaje racial entre los europeos y los indígenas –fundamentalmente-, a los que se unirían algunos miles de negros, sobre todo en la época del “asiento”, en las colonias tropicales y subtropicales inglesas y francesas se introducen esclavos negros de manera masiva y sistemática y se endurece el sistema de castas del Antiguo Régimen europeo para impedir la mezcla de razas. Es una forma rápida de colarse en las áreas geográficas en disputa con los españoles que, sin embargo, proyecta un horizonte de enfrentamientos raciales hacia el futuro.
El poderoso despliegue terrestre español en América que tiene lugar en los siglos XVI y XVII sorprendió a todos sus potenciales competidores, dejándolos fuera de juego. De hecho nos sigue sorprendiendo a nosotros mismos porque, como buenos europeos que hemos aprendido a ser usamos, para estudiar nuestra propia historia, las categorías mentales de los que fueron nuestros adversarios y nos vemos a través de sus lentes.
Lo que sucedió en la América española entre 1492 y 1800 es el resultado del encuentro entre un pueblo que se había estado preparando durante los 800 años anteriores para el gran salto y los del Continente Transversal. Aunque no hubiera sido pensada tampoco fue improvisada (por parte de los españoles, se entiende, que son, en este caso, el sujeto agente) porque se despliega siguiendo estrategias y tácticas bien ensayadas e interiorizadas por aquellos que las llevan a cabo. Son los imperios de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) los que se ven obligados a improvisar, los que tienen que cambiar el chip y quemar etapas para poder neutralizar el poder español. Pero de eso hablaremos otro día.

[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Anticicl%C3%B3n_de_las_Azores

miércoles, 27 de mayo de 2015

La conexión atlántica

En el artículo anterior explicamos nuestra visión acerca de los profundos cambios históricos que tuvieron lugar, a escala planetaria, como consecuencia del despliegue del Homo Ibérico por el mundo a partir del siglo XV que, como dijimos, representa el impulso del Segundo Ciclo Mediterráneo en el desarrollo de la Civilización Occidental.

Hace tiempo que explicamos que, históricamente, se han sucedido dos ciclos mediterráneos, que han sido reemplazados después por sendas ofensivas de los pueblos procedentes de los continentes circundantes. El Imperio romano durante el siglo V de nuestra era cedería ante el avance de los germanos y el español, a partir del XVII, lo haría ante la presión combinada de una amplia coalición de pueblos europeos liderada por Francia. En ambos casos los frentes de lucha más activos fueron también los más occidentales.

Desde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) hemos visto desplegarse en el occidente europeo a los tres estados que fundarían los imperios ultramarinos de la segunda generación (Francia, Inglaterra y Holanda) seguir la estela de los españoles y portugueses por el Océano Atlántico para intentar reemplazarlos en el liderazgo político planetario. Los españoles y los portugueses fueron los constructores y los mantenedores de esa estructura. Los imperios de la segunda generación se montaron sobre ella, situándose en la cúspide. Ha habido, por tanto, un relevo en el liderazgo, pero no una sustitución del modelo.

Los españoles construyeron el Imperio Romano de América, al que incorporaron, no obstante, algunos elementos estructurales innovadores que cambiarían la lógica interna de los procesos históricos a partir de entonces y provocarían una aceleración de los mismos y un importante salto cualitativo.

Como los portugueses -contemporáneos suyos- y los fenicios y griegos -en la antigüedad- fueron capaces de crear y sostener durante siglos un imperio muy lejos de su patria originaria, comunicándose con él a través del mar de manera permanente, lo que representaba un importante salto adelante con respecto a la dinámica histórica de los pueblos medievales del viejo mundo aunque, como acabamos de ver, contaron con antecedentes en el mundo antiguo, precisamente entre los precursores del primer ciclo mediterráneo; es decir, que lo que españoles y portugueses estaban haciendo durante los siglos XV y XVI era desplegar las órdenes contenidas en su ADN de pueblos mediterráneos, una vez alcanzado el estadio histórico en el que correspondía hacerlo.

Pero la debilidad demográfica de los portugueses, así como su idiosincrasia de pueblo litoral, les impidió dar el salto hacia la siguiente fase, que era la de la construcción de un imperio terrestre, tarea que los españoles -como los romanos mil quinientos años atrás- sí pudieron hacer, en unas condiciones más duras que los latinos, dada la distancia con respecto a la metrópoli a la que se encontraba éste y a la gran variedad de ecosistemas naturales y, en consecuencia, sociales que se encontraron o que construyeron allí.

Esta variedad de ecosistemas presentes en el Imperio español es la que lo singulariza históricamente y lo convierte en el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad[1]. Aunque, como dije hace tiempo, la transversalidad ya se daba, en cierta medida, en el Imperio romano e incluso en las entidades políticas precursoras del mismo (cartagineses, griegos, fenicios...) dado que el Mediterráneo es el punto de encuentro de los ecosistemas que se dan en los continentes que lo circundan y todo pueblo que se haya dedicado al comercio marítimo entre sus orillas se ha tenido que desenvolver entre otros que eran estructuralmente muy diferentes a él y cuyas formas de vida contrastaban de manera notable.

Vimos como la Península Ibérica es un espacio geográfico que presenta  asimismo una gran diversidad concentrada en un territorio de dimensiones relativamente modestas. Hubo también una transversalidad notable en el Imperio inca y, en mucha menor medida, en el azteca.

Pero la constitución del Imperio español, que llegará a extenderse desde el sur de Canadá hasta la Tierra del Fuego, integrando en su seno desde los altiplanos andinos hasta los manglares de Florida, pasando por los desiertos de Atacama o de Norteamérica, las costas del Caribe y las selvas del Amazonas o de Centroamérica, representa un salto notable en ese proceso, ya que integra prácticamente dentro del mismo a casi todos los entornos ecológicos posibles dentro del orbe, a lo que hemos de añadir el desafío intelectual que representaba la constatación de que vivíamos en un mundo finito, a raíz de que la nao Victoria, comandada por Juan Sebastián Elcano, completara la primera vuelta al mundo. Únale a esto el establecimiento de relaciones estables entre los pueblos de Europa Occidental y de Asia Oriental (India, China, Japón...), la creación de la primera moneda global por parte de los españoles (El real de a ocho), aceptada prácticamente en todo el mundo civilizado, la aparición de los primeros tratados sobre derecho internacional, o los debates de índole moral surgidos alrededor del tema de los derechos de los indios, que ampliaban el horizonte ético de los pueblos medievales europeos y nos metían de lleno en el ámbito de la modernidad.

La llegada de los nuevos productos americanos a Europa (chocolate, patata, tabaco, quinina...), la de otros que, sin ser oriundos de América, podían cultivarse allí de forma masiva por razones climatológicas (azúcar, café, algodón...) y la llegada de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo (oro y plata) alteraron radicalmente e intensificaron las relaciones comerciales en Europa, dando lugar a una competencia feroz que provocaría un incremento de la especialización y un aprovechamiento más intenso de las ventajas comparativas de la que cada cual disponía, de la productividad y del desarrollo científico y tecnológico.

Las consecuencias, a medio plazo, de este proceso fueron la Revolución Industrial, las oleadas de revoluciones políticas que le acompañaron y los grandes enfrentamientos armados que se extienden por Europa, de una magnitud desconocida en las etapas históricas precedentes. Me estoy refiriendo a la Guerra de los Treinta años, las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales.

Recapitulemos: Hemos hablado de dos ciclos mediterráneos como desarrollos lógicos del encuentro en nuestra latitud de pueblos adaptados a ecosistemas naturales diferentes que están estructurados de distinta manera y que tienen ventajas económicas comparativas que estimulan el comercio, el desarrollo político y cultural, los incrementos en la productividad, en la demografía, en la tecnología y en la ciencia.

Pero hay una gran diferencia entre los imperios romano y español: que el primero desarrolló una estructura económica que, en buena medida, se mantuvo dentro de los límites políticos del Imperio y permaneció asociada a él. Una vez alcanzado el cénit del mismo (sobre el año 200 de nuestra era) comenzó su declive político y, con él, un proceso involutivo que arrastró al resto de facetas que estaban asociadas con el mismo: demografía, economía, comercio, tecnología, ciencia, religión, cultura...

El comienzo del declive político  del Imperio español, en cambio, que podemos datar en torno al 1640, tan sólo significó que los españoles  pasaron el testigo a nuevos agentes políticos que, hasta ese momento, venían desempeñando un papel secundario dentro del proceso. La decadencia política española no es más que una crisis de crecimiento del modelo, una reasignación de roles que abriría una nueva fase de desarrollo en la civilización occidental.

Observemos el siguiente mapa:

El Eje del Imperio español


 Al mirar un mapamundi siempre tuve la sensación de que la Península Ibérica parece estar huyendo de Europa, con rumbo suroeste y, al hacerlo, la arrastra tras de sí. Una idea parecida debió inspirar a José Saramago a escribir su obra de ficción “La Balsa de Piedra”. Es una sensación que viene reforzada, además, por el paisaje que vemos por aquí, que nos recuerda al de otros países situados lejos de nuestro entorno geográfico inmediato, como debió parecerle a Hernán Cortés en México cuando lo bautizó con el nombre de “Nueva España”.

España es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de caminos, una manera de conectar con los otros, una forma de mirar al mundo y de interpretar la realidad que nos envuelve, una atalaya desde donde se puede observar el horizonte que se oculta tras la Mar Océano, una antena que capta todas las descargas de energía que se producen en el Hemisferio Occidental.

Y ese carácter de encrucijada geográfica que tiene nuestro país prefiguró, desde hace miles de años, su función política y canalizó los procesos históricos asociados a la misma. Como una clepsidra (reloj de agua) su relieve conduce los flujos que la naturaleza trae hasta aquí y los redistribuye, conectando mundos lejanos y distintos planos de la realidad. Y esos flujos van dejando un poso tras de sí que el tiempo convirtió en una estructura que se desplegó como el embrión del esqueleto que sostiene al mundo global que entre todos fuimos construyendo a partir del siglo XV.

Esa pequeña piececita que se observa en el meollo del Hemisferio Occidental, donde se encuentran las placas tectónicas, los flujos de energía del magma subyacente, las corrientes marinas que atraviesan el Atlántico, rompiendo en la Península para internarse una parte en el sumidero mediterráneo, mientras el resto enfila hacia las islas británicas. Ese lugar donde los vientos oceánicos rompen sus frentes contra el relieve de la Meseta Central, escalonado a distintos niveles y formando pasillos horizontales que amplifican los contrastes entre el norte y el sur peninsular, con la de las bajas presiones saharianas que desvían los vientos del oeste hacia el norte durante el estío, resecando la tierra y pintando de pardo nuestro paisaje, en abierto contraste con el verde de nuestros vecinos septentrionales; esa piececita -repito- se convirtió en un corazón que bombeó hombres y recursos hacia los cuatro puntos cardinales durante la Era de los Descubrimientos Geográficos y conectó al mundo entero, transportando a través de sus rutas de distribución mercancías, personas, conocimientos, ideas...

Sabemos que los animales metazoos (vertebrados, artrópodos, moluscos...) están compuestos por multitud de células vivas que se unen para hacer un trabajo juntas que consiste en dar vida al ser que las contiene. El hombre está compuesto por millones de ellas que ignoran nuestra existencia, pese a que nos están permitiendo vivir gracias a su trabajo o, lo que es lo mismo, a sus tendencias instintivas.

El leucocito -o glóbulo blanco- no tiene ni idea de que el bichito al que está persiguiendo es una bacteria portadora de una enfermedad que puede poner en peligro la vida del ser-continente dentro del cual vive. Tampoco es necesario que lo sepa. Simplemente es así. Pero hay una conexión evidente entre su vida y la nuestra. Son dos planos diferentes de la misma realidad. Están interconectados aunque se ignoren mutuamente.

Las sociedades humanas son una asociación de individuos que buscan optimizar su relación con el medio en el que viven a través de una serie de reglas que han ido adoptando a lo largo del tiempo y que son fruto de la experiencia acumulada de los grupos que las constituyen. Pero los hombres no son los únicos elementos activos de esa asociación. Hay otros seres vivos interactuando con ellos y también otros que, sin estar vivos en el sentido orgánico del término, tienen una dinámica muy potente y reaccionan -igualmente- en respuesta a nuestras acciones. El conjunto, por tanto, tiene su propia lógica de desarrollo, que es independiente de la de sus partes, y esa lógica supra humana nos arrastra y condiciona buena parte de nuestra existencia.

En el desarrollo de los procesos históricos, la voluntad de los hombres que los protagonizan representa, tan solo, uno de los componentes a tener en cuenta. En realidad ni siquiera es uno de los elementos causales más determinantes de los mismos, pues los planes que los humanos van trazando por el camino se corrigen sobre la marcha, en una interacción continua con el resto de elementos activos que forman parte del sistema, resultando ser, finalmente, uno de los elementos más adaptativos de la máquina de la que forma parte. Como dijo Carlos Marx: “No es la conciencia la que determina el ser, sino que es el ser el que determina la conciencia”.

Las sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una doble direccionalidad potencial: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o se involuciona.

Evolución significa intensificar la productividad  global del modelo, crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de las ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema político y social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el desarrollo científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las partes que forman parte del sistema...

Involución significa justo lo contrario. La tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa estructura es a frenar su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos abarcable, menos previsible, menos manejable y esto les infunde miedo.

Son las clases subalternas, las que no están bien integradas dentro del mismo, los sectores de la población que el sistema expulsa hacia la periferia, los que empujan en la dirección de incrementar la complejidad del modelo. Y hay dirigentes que saben ver en la fuerza convectiva que emerge desde el fondo de la sociedad una vía de ascenso social, una posibilidad de ponerse al frente de las transformaciones que le acompañan y de adaptarlo a sus propias necesidades.

Avanzar o retroceder, ese el dilema que se presenta cada vez que hay una crisis de crecimiento, y en la resolución del mismo intervienen, por supuesto, las inercias que el modelo lleva consigo pero, también, la lucha interior que se libra en el seno de cualquier sociedad entre las facciones que aspiran a liderarla.




[1]  “El Imperio transversal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-imperio-transversal.html

sábado, 4 de abril de 2015

Homo Ibérico

En el artículo anterior intentamos dar una idea de la magnitud de los profundos cambios sociales que tuvieron lugar en España desde la llegada al poder de Almanzor (980) hasta la expulsión de los benimerines (1344). Fueron quince generaciones durante las cuales cristalizó el modelo social que ha caracterizado históricamente a nuestro país y al que denominé: “el mundo de la frontera”.

Durante ese tiempo la Península Ibérica fue un inmenso campo de batalla dónde se batieron ejércitos de decenas de miles de hombres, dónde chocaron dos mundos, dos proyectos de civilización alternativos y mutuamente excluyentes; proyectos de naturaleza continental, surgidos en lo más profundo de las masas de tierra que se asoman al Mediterráneo. En esas profundidades terrestres los paisajes son monocromáticos: el verde del universo germánico o el pardo de los desiertos africanos y asiáticos. Ya dijimos en su día que los monoteístas se despliegan a partir de estructuras imperiales o de paisajes monocromáticos (lo que hay en el cielo es reflejo de lo que hay en la tierra).

El Islam es una cosmovisión surgida en el corazón de las tierras más áridas del suroeste asiático, concebido para que el fiel asuma su dura realidad y la convierta en un activo social. Esa es su gran fortaleza y, también, su mayor debilidad. Son los especialistas de los entornos áridos y, por eso mismo, cuando se alejan de ese medio se vuelven mucho más vulnerables que el resto de pueblos que los rodean. En su proceso expansivo de los siglos VII y VIII avanzaron con rapidez por la franja árida del Viejo Mundo, pero se detuvieron cuando alcanzaron las praderas atlánticas de la España septentrional y de Francia. Allí se las verían con los especialistas de esos otros paisajes.

La variada y -a la vez- compacta geografía peninsular reunía las condiciones precisas para articular una respuesta cultural, filosófica, política y militar a esa cosmovisión. La yihad musulmana actuó como desencadenante de la anti-yihad ibérica, que estructuró su discurso a través del santiaguismo, núcleo duro fundacional de un proyecto político al que hoy llamamos España.

“España, mucho antes de ser un estado, era un proyecto político compartido por todos los pueblos cristianos que vivían en la Península Ibérica. Era la utopía de los cristianos medievales peninsulares que se fue construyendo paso a paso, ladrillo a ladrillo, por todos y cada uno de ellos. Utopía por la que murieron centenares de miles de personas a lo largo de los siglos medievales. España era la unidad, el futuro. Y se construyó libremente, por millones de hombres libres que nacieron, vivieron y murieron pensando que algún día sus descendientes vivirían en paz, protegidos por la fuerza de un gran estado unido en el que todos se incorporarían en pie de igualdad.”[1]

España era una nueva sensibilidad mediterránea que añadía nuevos matices -una nueva música- al viejo tronco de los pueblos que se han proyectado histórica y políticamente a través del Mare Nostrum (fenicios, cartagineses, griegos y romanos).

¿Qué es lo que tiene el mundo peri-Mediterráneo que lo singularice frente al resto de tierras que lo circundan? Tiene un paisaje diferente en cada valle. Una riqueza infinita de colores, de formas, de rostros... Es un lugar cálido y acogedor donde la gente sale de sus casas, se sienta en las calles a hablar con sus vecinos y se comunica con ellos. Un mundo urbanizado e intercomunicado desde hace miles de años, donde el mar hizo de puente y puso en contacto a los hombres que vivían junto a sus riberas. Un facilitador de intercambios que hizo posible que los productos elaborados en el desierto argelino pudieran distribuirse, dos días después, en la verde Francia desde el puerto de Marsella, o que el garum gaditano estuviera en Roma tres o cuatro días después de haberse elaborado. El lugar donde florecieron los experimentos multiecológicos que hicieron posible articular la civilización occidental.

No hay civilización sin intercambios, sin que los que son diferentes encuentren la forma de colaborar entre sí y de enriquecerse mutuamente. Si todos producimos lo mismo ¿para qué vamos a comerciar? ¿Para qué vamos a organizar complejos sistemas de redistribución? ¿Para qué vamos a fundar un estado? Podemos vivir autárquicamente, como en lo más profundo de los tiempos medievales o de la Protohistoria europea. El estado, las sociedades complejas, la cultura, la civilización... son la consecuencia del encuentro entre los que son diferentes y del establecimiento de un modelo de relaciones estable entre los mismos que sea aceptado por la mayoría. En ese modelo de relación todos deben tener algo que ganar, deben tener un estímulo que los empuje a colaborar. Los sistemas de relación impuestos no son estables si los dominados, después de haberlos aceptado -aunque fuera de mala gana- no encuentran una razón para dar por buena la dominación. Los romanos sometieron a los celtíberos por la fuerza. Pero después construyeron acueductos y calzadas, trajeron productos exóticos, máquinas... elevaron la producción agraria, permitiendo así alimentar a muchas más personas... por eso pudieron imponer su sistema político. Si no hubieran elevado los niveles de vida de la gente su sistema no habría sobrevivido.

A lo largo de la Edad Media se produce en la Península Ibérica un proceso de acumulación de fuerzas. La tensión interior del Homo Ibérico se va elevando bajo la tremenda presión a la que lo someten las fuerzas invasoras, y se recrea de una nueva forma el viejo experimento multiétnico que los romanos fueron construyendo a lo largo de medio milenio en el Mar Mediterráneo. Pero aquí tiene lugar en un espacio más reducido y compacto que, sin embargo, albergaba en su seno casi toda la variedad de entornos físicos que se pueden encontrar a lo largo de ese inmenso espacio geográfico y cultural. Durante ese tiempo se estructura lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”[2], es decir, la Civilización Hispana.

Cuando los ibéricos desbordan los límites físicos de su península originaria y se hacen a la mar, los vientos atlánticos canalizarán su impulso vital hacia el oeste y lo proyectarán sobre todo un continente que los estaba esperando al otro lado del océano.

Recapitulemos: En las orillas del Mediterráneo se estuvo gestando desde los tiempos de las civilizaciones cretense y egipcia un nuevo proyecto cultural que fenicios y griegos difunden por las mismas y que los cartagineses primero y los romanos después van transformando en la estructura política más poderosa que se había conocido nunca en el Viejo Mundo -al menos, al oeste de China-.

Cubierto su ciclo histórico primigenio, dicho proyecto se desintegra durante el primer milenio de nuestra era y cede ante la presión de sus adversarios que no paran de hostigarlos desde los continentes que circundan el Mare Nostrum y que articulan dos respuestas culturales alternativas al impulso mediterráneo: la germánica y la musulmana.

Pero en los campos de batalla donde ambos proyectos se encuentran, que representan a su vez los límites ecológicos de los mismos, se irá incubando durante un milenio el segundo ciclo mediterráneo, que protagonizaron españoles y turcos desde los comienzos del siglo XVI.

Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo tenía una puerta de salida hacia el exterior: el Estrecho de Gibraltar. El Imperio Turco se despliega desde el fondo de ese callejón sin salida (marítima, se entiende), en el área de solape entre el viejo proyecto político del Próximo Oriente que culminó con el Imperio Persa y el siguiente que lo hizo por el Mediterráneo. Estaba atrapado en un viejo espacio cultural donde los diversos grupos étnicos que se lo disputaban estaban ya presentes allí varios milenios atrás.

Pero en el occidente de la Península Ibérica se encontraba todavía, a finales del siglo XV, el Finisterre europeo, El Fin de la Tierra medieval al que acudían buena parte de los peregrinos que hacían el Camino de Santiago. Hacia poniente se extendía la Mar Incógnita, el Océano Atlántico que seguía ocultando a los hombres buena parte de sus secretos más preciados.

Y los pueblos ibéricos, al franquear los límites de su espacio peninsular, tras hacerse a la mar y dejarse llevar por los vientos atlánticos, se convirtieron en el proyectil que disparó hacia el oeste el cañón mediterráneo, que era el más acabado proyecto cultural que se había conocido nunca en el occidente del Viejo Mundo.

Todo el bagaje acumulado durante milenios en las orillas del Mare Nostrum salió, como una saeta, lanzado hacia el oeste desde la Balsa de Piedra ibérica, incorporándose a los flujos y a la dinámica que la naturaleza creó hace millones de años y que canaliza a través de las corrientes y de los vientos oceánicos.

Y la vieja civilización mediterránea, en su versión ibérica, se encontró con otros pueblos, con otras culturas que llevaban milenios evolucionando de manera independiente y paralela a la de los europeos. Y se hibridó con ellos, creando una civilización mestiza que integró en su ADN elementos de sus dos mundos originarios, provocando una descarga energética, un cortocircuito de alcance mundial que cambiaría, ya para siempre, las relaciones económicas, culturales, políticas... que se dan entre los dos electrodos de ese sistema y que provocaron el salto energético hacia el mundo global e interconectado que se ha venido construyendo desde entonces.

Esa conexión intercontinental marca el arranque del mundo moderno, su estallido primigenio, la vinculación -ya consciente y explícita- de todos los ecosistemas culturales que los humanos habían venido creando por toda la Tierra. Pero también es el preludio, el primer aviso, de otras conexiones futuras. Aquellas que pondrán en relación a los hombres con otros entornos culturales más allá de nuestro planeta.


El Eje del Imperio español

Y, sin embargo, cuando el Homo Ibérico desborda los límites de su península originaria, no sólo parte hacia el oeste. También lo hace hacia el este, donde protagoniza el encontronazo que abrirá el ciclo del Duelo Mediterráneo con los turcos, que ya describí en su día[3] y hacia el nordeste, desplegándose por los campos de batalla continentales europeos a partir de la franja flamenco-borgoñona (la vieja Lotaringia altomedieval) que, como hemos visto también, lleva consigo una vieja función política, cargada de historia, que llamé “la función borgoñona”[4], y que nos conecta con tiempos remotos, con el mundo de los celtas y de los germanos, con el limes renano de los romanos...

La unión de las coronas de España y de Borgoña, en la persona de Carlos I, vuelve a vincular (quinientos años después) a españoles y borgoñones: dos pueblos fronterizos, dos guardianes del mundo mediterráneo, dos defensores de la vieja Roma. Los españoles frente al Islam, la expresión ideológica de los habitantes de “Aridalandia”, los borgoñones frente al universo germánico. Es la conexión entre las dos fuerzas que llevaban un milenio combatiendo a los que en la Alta Edad Media derribaron los muros del Imperio Mediterráneo.

Y los españoles, desde la vieja Lotaringia, junto a borgoñones y flamencos, le dan al viejo limes renano una nueva utilidad. Hasta entonces esa línea había servido para separar -para aislar- a los viejos celtas romanizados de la Galia Trasalpina, que en la Edad Media se integran en el reino de Francia, de los germanos, que durante el milenio medieval se estructuraron políticamente a través del “Sacro Imperio Romano Germánico”, la pata laica, guerrera y secular que sostenía el orden social feudal que, como sabemos, descansaba sobre la estructura de los dos poderes universales: papado e imperio.

Roma y Germania, el Papa y el Emperador, poder espiritual versus poder secular representaron, durante mil años, el núcleo duro en torno al cual se estructuró aquel mundo estático que cubrió el interregno entre el primer y el segundo ciclo mediterráneo.

Pero la presencia de los españoles en la línea de contención histórica de los germanos, a partir del siglo XVI, transformó radicalmente la correlación de fuerzas de los pueblos europeos y sus dinámicas históricas. De entrada los hispanos de estáticos no tenían nada. Era un pueblo que se había puesto en movimiento y que se encontraba, en ese momento, en pleno proceso expansivo. No estaban allí para contener a nadie sino, por el contrario, para cambiar el curso de la historia. Para establecer unas nuevas reglas de juego.

Y el viejo reino flamenco-borgoñón de Carlos el Temerario, que a duras penas había conseguido sobrevivir durante la Baja Edad Media a la presión combinada de los franceses –por el oeste- y los germanos –por el este-, recibe una inyección de savia nueva y se transforma en el estado gendarme de la Europa Occidental, distribuyendo sus fuerzas de choque por todas las direcciones y construyendo, desde sus bases de la vieja Lotaringia, el nuevo orden europeo que consta, como explicamos en “La estructura del sistema europeo”[5] de ocho burbujas estancas, ocho nichos ecológicos diferenciados que los españoles articulaban de manera orgánica desde sus bases borgoñonas, mediterráneas y peninsulares y que –como recordará- eran:

·         Francia
·         Holanda
·         Inglaterra
·         Alemania
·         La Italia del norte
·         Los territorios pontificios
·         Portugal
·         Marruecos
Cada uno de los cuales representaba una función diferente dentro de ese sistema, que ya expliqué en el artículo citado y que actuaban como órganos dentro de un cuerpo único europeo, que se estructuraban a partir de su esqueleto organizativo, de su estructura de mando y de sus canales o flujos de distribución.

Teniendo en cuenta que mientras los tercios españoles se batían por toda Europa, quitando y poniendo reyes en un sitio y en otro, al otro lado del mar sus compatriotas estaban conquistando todo un continente y organizando los flujos económicos que conectarían ambos mundo. Por las mismas rutas de penetración de los tercios llegaron el cacao, el tabaco, la quinina, el oro y la plata americanos, las noticias sobre mundos remotos... Las redes comerciales europeas dan un salto, tanto cuantitativo como cualitativo, que transforma por completo toda la correlación de fuerzas y los circuitos de distribución. La competencia entre los distintos actores se intensifica en todos los ámbitos de la vida y, con ella, la tecnología, la ciencia, los debates ideológicos... y los choques armados, que desembocan en aquella gran guerra europea que conocemos como La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), primer ensayo de las guerras mundiales del siglo XX.

Durante los siglos XVI y XVII la estructura política del imperio de los Habsburgo españoles se convirtió en la columna vertebral del mundo moderno. Desde ella se asignaron roles a cada uno de los espacios políticos circundantes que enumeré más arriba y que convirtieron a Inglaterra, Holanda y Francia en potencias ultramarinas, que fueron complementando de manera creciente la función de comerciantes globales que los españoles, por razones puramente demográficas, no podían cubrir y que a la postre los catapultaría hacia el liderazgo planetario.

También la alianza austro-española, que se mantuvo durante todo ese tiempo, está en la base de la aparición, dos siglos más tarde, del Imperio Alemán, pues garantizó, a los aliados germánicos de los españoles, la estabilidad y el respaldo necesarios para ir estructurando un estado, cada vez más poderoso, que superara a la jaula de grillos que fue la Alemania medieval. Esa estructura política era ya lo suficientemente fuerte –en torno al 1800- como para ser capaz de plantarle cara con dignidad a las fuerzas napoleónicas y después poder construir el II Reich.

Asimismo, el protectorado que los españoles establecieron de facto sobre la Italia del norte y del centro fue creando las precondiciones que terminarían posibilitando la aparición del estado italiano en el siglo XIX, incluyendo dentro de esa estructura su relativa subordinación estratégica ante las fuerzas continentales europeas que lo han caracterizado.

En resumen, España construyó el modelo de relaciones europeo que nos ha traído hasta aquí. La desaparición de los tercios españoles -a partir de 1700- de los escenarios continentales, no variaron de manera significativa las funciones de cada una de sus partes porque los roles ya estaban asignados y el sistema era ya lo suficientemente consistente como para defenderse solo.

Una vez que España desapareció de la escena principal, los nuevos líderes planetarios se dedicarían de manera sistemática a borrar los ecos de su influencia pasada porque su mero recuerdo desestabilizaba las “sólidas” realidades políticas de los imperios ultramarinos del siglo XIX y de la primera mitad del XX y, en el caso norteamericano, que reemplazó en Occidente a los anteriores, porque ponía en evidencia la deuda histórica que tenía con la vieja estructura política ibérica y porque cuestionaba el monolitismo de su modelo político. Para medir la capacidad desestabilizadora que el recuerdo de aquella España tiene basta aplicar mi vieja teoría de los anticuerpos, que dice que cuanto más virulentos son los ataques, mayor es la percepción del peligro que representa.

¿Alguien critica al despótico gobierno de los faraones, de los reyes asirios o de los babilonios?  ¿Qué sentido tendría cebarse hoy con aquellos personajes? Pues ninguno, porque tal crítica no tendría ninguna consecuencia sobre nuestras vidas presentes. Pero cuestionar moralmente la acción de los conquistadores españoles en América sí que tiene sentido porque la posible legitimidad o deslegitimidad de su conquista puede tener consecuencias sobre el orden social presente en algunos o en muchos de los países americanos e, incluso, en la aceptación del actual orden político y económico internacional.

No te comportarás igual si consideras que los anglosajones son los grandes agentes civilizadores del mundo globalizado que si, por el contrario, consideras que son unos usurpadores de glorias ajenas que han cambiado la narración de los hechos históricos en su propio provecho para atribuirse méritos de otros. El potencial desestabilizador de este último discurso es formidable. Por eso hay que cebarse contra la imagen que tenemos del pasado de un pequeño país que, sin embargo, posee una gran historia y, con ella, la llave para entender nuestro presente y, a través suya, nuestro probable futuro.