domingo, 6 de septiembre de 2015

El discurso cientifista

“Sólo la fe nos salva”, dijo Martín Lutero en 1517 en la ciudad alemana de Wittenberg mientras en España estaban preparando la coronación como rey de Carlos I (el primer Habsburgo). Con esta afirmación arranca la Reforma Protestante y con ella el mayor desgarro interno, la mayor división que haya tenido lugar nunca entre los cristianos. Con ella nace -igualmente- la moral subjetiva del protestantismo que se alza frente a la moral objetiva (“nos salvan nuestras obras”) del catolicismo.


Martín Lutero

El asunto es, desde luego, algo más complejo de lo que con esta introducción hemos planteado. La división religiosa dentro de la Iglesia de Occidente se venía gestando desde varios siglos atrás a través de las “herejías” cátara, valdense y husita, que fueron duramente reprimidas durante las últimas centurias medievales. Estas propuestas heterodoxas surgieron en la periferia de la Iglesia, pero en su núcleo duro la división también alcanzó unos niveles que no se veían desde hacía casi un milenio, con el “Cisma de Occidente” (1378–1417).

Los últimos siglos medievales europeos fueron muy violentos, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra, los combates asociados al Cisma de Occidente, la Guerra de las dos rosas (1455-1487), en Inglaterra, las inquisiciones Episcopal y Pontificia (no confundir con la española, que es posterior y que estuvo siempre sometida a la autoridad de los monarcas), que se cobraron las vidas de miles de “herejes”, especialmente en Francia. Durante los siglos XIV y XV el modelo social y político que había regido en Europa desde la caída del Imperio Romano de Occidente se caía a pedazos. El pasado no acababa de irse y el futuro no acababa de llegar. Los dos poderes universales (Papado e Imperio) eran cada vez más cuestionados, tanto desde dentro de sus propias filas (durante el Cisma de Occidente hubo dos papas disputándose -uno en Roma y otro en Avignon- la hegemonía dentro de la Iglesia) como desde los sectores más periféricos de la sociedad.

En el núcleo duro del poder europeo había facciones que apostaban claramente por la superación del modelo imperante. Este sector estaba liderado por el rey de Francia y contaba con la ayuda de los de Castilla y de Aragón. Eran estos los apoyos más firmes con los que contaba el Papa de Avignon. Era el bando de los estados emergentes de Europa en la Baja Edad Media, de los que empujaban para crear un nuevo orden basado en los estados-nación, para enterrar al feudalismo que aún resistía, apoyándose en las clases burguesas de las ciudades.

Pero, como también hemos visto, había alternativas menos aristocráticas y más populares, cuya expresión ideológica se había ido concretando a través de las diferentes propuestas “heréticas” medievales y que habían sido reprimidas sin piedad. Los que aún mantenían viva la llama de la resistencia habían tenido que ocultar su compromiso con la causa para poder seguir viviendo y van estructurando un discurso que cuestiona la validez de los valores morales que sostienen al orden feudal. Conectan con Dios desde la soledad de su mundo interior, reforzando así ese discurso subjetivista que será finalmente explicitado por Martín Lutero.

Vemos, por tanto, como el asunto viene de lejos y tiene un trasfondo social indudable. ¿Cómo se estructura la resistencia contra la ética -“objetiva”- imperante? Pues desde la “subjetividad” de los sectores más combativos de la sociedad, desde la “protesta” (de ahí el calificativo de “protestantes” que le endosan los defensores del orden constituido) contra los elementos más conservadores de la misma, que se concreta en las famosas 95 tesis de Lutero.

A lo largo del siglo XVI se produce un reagrupamiento de fuerzas en toda Europa. Ya hemos dicho que hay gente cuestionando el modelo social vigente, en todos los niveles de la estructura social. Hay monarcas muy poderosos (como el francés), los burgueses de las ciudades e, incluso, un sector importante tanto de la nobleza como del clero (especialmente en Alemania), no olvidemos que quien -finalmente- construye el discurso alternativo es un monje agustino.

Los conflictos más encarnizados que tienen lugar en Europa tras la expulsión de España de los Benimerines (1344) tendrán ya lugar en suelo francés o en los alrededores de este país. La Guerra de los Cien Años, las diversas contiendas libradas (antes y después) entre Francia e Inglaterra, Francia y el Ducado de Borgoña o Francia y emperador alemán (también la guerra civil castellana de 1366-1369, que puede ser considerada como un frente secundario de la Guerra de los Cien Años) nos revelan que la emergencia de la nación gala estaba provocando terremotos intensos a su alrededor. Como consecuencia empieza a tejerse en su entorno una malla de contención a la que llamé la “Camisa de Fuerza francesa”. Los viejos defensores del orden medieval se van dando cuenta de que si desean sobrevivir tienen que forjar nuevas alianzas con algunas de las fuerzas emergentes que van surgiendo en Europa. Había que contener a Francia como fuera, y la larga serie de conflictos que enumeramos más arriba habían dejado meridianamente claro que no era suficiente con la alianza establecida entre Inglaterra, el conglomerado flamenco-borgoñón y el emperador alemán (cada vez más contestado en su propia zona de influencia política).

Durante el último cuarto del siglo XV, la unión política llevada a cabo por castellanos y aragoneses convirtió a España en un estado de primer nivel dentro del nuevo orden político europeo. El descubrimiento de América llevado a cabo por una expedición castellana y, sobre todo, los choques armados que tuvieron lugar en Italia entre españoles y franceses, pusieron claramente de relieve que nuestro país se había convertido en el adversario más temible de la nación gala en el contexto europeo. La alianza con España se revela como la apuesta más segura para la defensa de la vieja constelación de fuerzas que habían sostenido en el pasado a los dos poderes universales. El matrimonio entre Felipe el Hermoso y la princesa Juana de Castilla terminará poniendo en las sienes del hijo de ambos (Carlos I de España y V de Alemania) las coronas de España, del conglomerado flamenco-borgoñón, de Austria y también del Imperio alemán. A partir de 1517 España se dedicará, durante casi doscientos años, a contener el avance francés por sus fronteras orientales, rompiendo así la estrategia expansiva de nuestros vecinos septentrionales.

Pero, mientras se estaba coronando como rey en España al primer Habsburgo, la “herejía” protestante iniciaba su andadura -precisamente- en el corazón del Imperio alemán, lo que irá elevando la tensión en el centro de Europa y creará un nuevo frente de lucha que irá degenerando paulatinamente desde los debates de orden dialéctico y teológico iniciales hasta los choques armados que irían extendiéndose cada vez más para culminar con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

El protestantismo fue el más vasto movimiento social que tuvo lugar a lo largo de la Edad Moderna en el Occidente europeo. Y los oligarcas más poderosos del viejo orden medieval supieron maniobrar, durante la primera mitad del siglo XVI, con la suficiente inteligencia como para conseguir que fuera España la que parara el avance, simultáneamente, tanto del monarca francés como de la reforma protestante. Así mataban varios pájaros de un tiro y echaban a pelear a unos emergentes contra otros, en beneficio de lo más añejo que quedaba de la vieja Europa. Sobre los aspectos políticos, económicos y militares de este enfrentamiento ya estuvimos hablando en el artículo anterior. Hoy nos centraremos en sus aspectos ideológicos.

Cuando los protestantes aceptaron el desafío militar que les lanzaron los católicos cortaron, ya para siempre, su propio proceso expansivo. El protestantismo no dejó de extenderse por Europa hasta que la guerra, asociada a su propio discurso religioso, se generalizó por toda la geografía de nuestra ecúmene. Cuando los cañones se ponen a hablar, acaban con los debates ideológicos y deslegitiman a sus portavoces. Las distintas propuestas “heréticas” medievales no eran más que la rebelión de la sociedad civil contra el viejo orden feudal europeo que se va abriendo paso lentamente, de manera confusa, probando diversas alternativas. Por fin, los luteranos terminan alcanzando el suficiente apoyo social, político y militar como para poder resistir la acción represiva del universo católico bajomedieval. El mundo que surge alrededor de las ciudades planta cara, de manera cada vez más consistente, al que se apoya en el mundo rural y sus viejas relaciones de poder.

Mientras el orden social que descansaba sobre la alianza de los dos poderes universales se caía a pedazos, España emergía como la gran potencia europea del momento y sus ejércitos, que no habían dejado de fortalecerse y de crecer durante ochocientos años, eran la expresión de un modelo social triunfante, como también lo era la monarquía francesa, que llevaba siglos extendiendo su autoridad política desde el núcleo parisino originario hacia su periferia anglo-normanda y borgoñona e, igualmente, el protestantismo que, desde Alemania, se expandía subvirtiendo el discurso tradicional del Occidente Cristiano medieval y colocando al personalismo burgués en el epicentro de todos los debates de orden teológico que estaba protagonizando. Los burgueses de las ciudades ya no estaban dispuestos a soportar la tutela de los teólogos medievales y reivindican la lectura de la Biblia (la fuente última de la legitimidad religiosa) en la lengua vernácula, para poder ser interpretada en la soledad del hogar y discutida después en el templo, convertido así en la asamblea de los fieles. De esta forma la relación entre el creyente y Dios se establece de manera directa y sin intermediarios.

El modelo global se está poniendo en cuestión a diversos niveles y de diferentes maneras. En España lo que se cuestiona es la geopolítica europea. Nuestro país emerge, unido, como un bloque compacto que se expande por el mundo y que, al hacerlo, trastoca todas las relaciones de poder que se dan a su alrededor.

En Francia lo que se fortalece es el poder del monarca, apoyándose en los sectores de la población más dinámicos de entre los que le son leales. La expansión militar del estado francés encuentra resistencias muy duras en sus fronteras debido a las altas densidades de población que se dan en su área geográfica, que están entre las mayores de Europa.

En Alemania quien se fortalece es la burguesía de las ciudades, lo que provoca, al contrario que en Francia, un debilitamiento de la obsoleta estructura política del Sacro Imperio, muy vinculada con los modelos feudales, que resultan ya claramente anacrónicos a la altura del siglo XVI.

En Italia, el personalismo burgués se manifiesta, sobre todo, en el arte, a través de las diferentes expresiones estéticas antropocéntricas y neopaganas que tienen lugar durante el Renacimiento. El debate ideológico aquí queda contenido por la proximidad del papado, la creciente tutela de las fuerzas españolas sobre los principados y repúblicas independientes del centro y del norte y por el avance inexorable de los turcos por los Balcanes y por el Mediterráneo.

Los debates ideológicos, durante el siglo XVI, se manifiestan en términos religiosos y se visualizan a través del enfrentamiento dialéctico entre católicos y protestantes. Pero conforme pasan los años y estos últimos avanzan, se subdividen y toman posiciones en el ámbito político, los choques armados que utilizan a la religión como pretexto, van subiendo de nivel hasta su culminación en la Guerra de los Treinta Años, que constituye el primer ensayo de las guerras mundiales que veremos en el siglo XX.

Si vemos la Guerra de los Treinta Años como un conflicto religioso entre católicos y protestantes, su resultado acabó en tablas, pues lo que hizo fue consolidar la frontera ente ambas confesiones muy cerca de los límites que tenían cuando empezó. Y a partir de 1648 esos límites se congelaron hasta... ¡la segunda mitad del siglo XX!

¿En nuestro artículo “La sublimación del monoteísmo” dijimos:

Y puesto que se había producido una profunda división religiosa en su seno mientras se construía un nuevo edificio (una laxa confederación de estados que funcionaba como tal en todos los niveles, excepto en el político) había que construir un nuevo discurso metafísico que diera cuerpo a todo aquello. Normalmente esa función es desempeñada por la religión, pero las viejas religiones europeas se habían quedado bloqueadas y eran incapaces de dar una respuesta coherente a las exigencias de aquella sociedad fuertemente expansiva. La gran conmoción provocada por la guerra había desacreditado a los clérigos, a sus aliados y a sus discursos. Había, por tanto, que empezar a construir un nuevo entramado de explicaciones que redefinieran la posición del hombre en medio de la naturaleza.”[1]
Dijimos que, vista en términos religiosos, la guerra acabó en tablas ¿no? Pero uno de los principios fundamentales que venimos sosteniendo desde que empezamos a desarrollar nuestra serie histórica en este blog es que “los procesos históricos nunca se detienen. O se avanza o se retrocede”. Ergo si ninguno de los dos bandos avanzó desde entonces es que... ¡los dos estaban retrocediendo!... frente a un tercero, que acababa de aparecer.

¿Recuerda la ley de la doble negación? Primero surge la tesis (en este caso el catolicismo), en segundo lugar su antítesis (el protestantismo) y, finalmente, la síntesis... el cientifismo.

En realidad el cientifismo no es la síntesis sino la superación de ese enfrentamiento, es algo así como un salto energético, una subida de nivel provocada por la decepción de los humanos cuando contemplaron los desastres de la guerra que habían provocado los que habían estado luchando en nombre de Dios.

Si tanto los protestantes como los católicos lucharon en nombre de Dios y empataron (después de haber provocado, de manera directa -en combate- o indirecta -hambrunas, epidemias, etc.-, millones de muertos) es que, en realidad, Dios no estaba con ninguno de los dos ¿verdad?

Entonces ¿Con quién estaba ese Dios tan poco comunicativo? Pues, parece ser, que con los que se dedicaron a pensar por su cuenta, a juzgar por la evolución ulterior de los acontecimientos.

Y entonces... alguien dijo: “Pienso, luego existo”. A partir de esa consideración básica, enunciada por Descartes, arranca un proceso de replanteamiento global de todos nuestros conocimientos. Nada es incuestionable. Todo puede y debe ser analizado, desmenuzado, comprobado. Y sólo podremos decir que algo es verdad cuando haya sido totalmente verificado, en todas y cada una de sus diferentes facetas. Y si después de esto alguien descubriera que habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, se impone una nueva revisión exhaustiva, de tal forma que el nuevo corpus de conocimientos que vayamos construyendo sea absolutamente seguro e irrebatible. Es el método científico, que va permitiendo al hombre avanzar con paso “lento” pero seguro.
¿“Lento” dijimos? En realidad la adopción de ese método exhaustivo de comprobaciones dio lugar al más poderoso proceso de descubrimientos científicos y de transformaciones tecnológicas que la humanidad jamás había conocido. Esos descubrimientos y transformaciones provocaron cambios muy profundos en la forma de vida de los pueblos de la ecúmene europea, replanteando por completo el modelo social, el político y, como consecuencia, el discurso ideológico que los justifica. Pero los filósofos no se detendrán ahí, sino que, acompañando a las grandes transformaciones sociales que se van produciendo, fabrican nuevos discursos a cada paso para adaptarse a ellas.”[2]


René Descartes

Una religión es un conjunto de creencias y de explicaciones de la realidad que nos envuelve, sistematizadas por un grupo organizado de personas -los sacerdotes- que buscan transmitir al resto de la sociedad un modelo de comportamiento moral o ético que haga posible la convivencia entre los hombres y que sea congruente con la estructura social, política y económica realmente existente en un momento histórico y en un espacio geográfico determinados. Siempre hay congruencia (aunque no necesariamente sincronía) entre religión y sociedad. Ambas son hijas del mismo proceso histórico, aunque la primera tenga un “tempo” de desarrollo más lento que la segunda, lo que no deja de operar como una fuente de conflictos.

Enunciada de esta manera, nos puede parecer relativamente fácil clasificar así a los sistemas de creencias que, históricamente, se han presentado como tales, entre los cuales se encuentran el catolicismo y el protestantismo. A priori, a nadie se le ocurre llamar religión al “cientifismo”. Y sin embargo se ajusta, punto por punto, a la misma definición.

El “cientifismo” no es la ciencia. Es un sistema de explicaciones de la realidad social que dice apoyarse en los descubrimientos científicos aunque, en realidad, va más allá. Un conjunto de filósofos, ensayistas e ideólogos diversos, con un nivel de conocimientos científicos superiores a la media, ante el descrédito en el que habían caído los sacerdotes de las religiones oficiales, conscientes de que cualquier edificio social mínimamente consistente necesita un código ético sobre el que sustentarse y un sistema de explicaciones que le dé sentido, elaboran un discurso que cubre el vacío que dejaron los teólogos al retirarse, pretendiendo así llenar ese hueco, algo que consiguen sólo de manera parcial, porque aquellos partían de una visión totalizadora del mundo desde la que iban bajando hasta la realidad más inmediata, presentando así un discurso global con bastante coherencia interna. El “cientifismo”, por el contrario, parte de los hechos comprobados y se va elevando hacia arriba, dejando por el camino muchos huecos sin cubrir. Esos vacíos generan inseguridad, en especial entre los sectores menos dinámicos de la sociedad. A su relato le falta ese carácter totalizador del discurso monoteísta. Como consecuencia, los vacíos se cubren con suposiciones que, en su caso, son más fáciles de detectar que en el discurso de sus adversarios porque ellos pretenden basar el mismo en los hechos comprobados y no siempre es posible hacerlo.

El choque fundamental surge cuando se niega la trascendencia vital del ser humano. La negación de la existencia del alma y del resto de entidades de orden espiritual que han formado parte siempre del sistema de creencias de todas las religiones -no sólo de las monoteístas- es algo que violenta íntimamente a todo creyente, robándole el sistema de compensaciones ultraterrenales que estas poseen para poder hacer justicia en el más allá. La negación de la existencia de una vida espiritual más allá de la terrenal deja al fiel sin justicia y sin futuro. Al hacerlo, lo que el cientifista pretende es forzar esa lucha en el más acá, es decir, que la justicia y el futuro deben ser terrenales, son nuestra responsabilidad y no la de ningún ente metafísico.

Cuando se niega la existencia de una vida ultraterrena se argumenta que ésta no ha sido demostrada y que, por tanto, es una ilusión creada por nuestra mente precisamente como mecanismo de compensación psicológico para poder aceptar así nuestra dura realidad presente, induciendo un comportamiento conservador en él. Si se neutraliza dicho mecanismo se introduce un estímulo adicional para forzar el cambio social y tecnológico, así como la investigación científica. Es un argumento que resulta perfectamente válido para los que forman parte de la vanguardia, pero desarma a los que vienen por detrás, provocando una reacción involutiva.

Los cientifistas sostienen un duelo dialéctico con los defensores de las viejas religiones monoteístas en el que sólo se explicitan algunos de los términos del debate. Lo que está sobre la mesa es, tan solo, la punta del iceberg, en la parte sumergida del mismo hay un consenso implícito. Por eso hace tiempo que dije que “el cientifismo es la sublimación del monoteísmo”

A lo largo de la Historia el hombre ha ido avanzando desde el animismo hacia el politeísmo, desde éste hacia el monoteísmo, y desde él hasta el cientifismo. Su proceso mental es hacia la simplificación de los principios rectores de la naturaleza que lo envuelve. Es un camino hacia la abstracción.
Al principio fueron las fuerzas de la naturaleza. Después los dioses con apariencia humana. Más adelante el Dios único y omnipotente, que fue perdiendo su rostro poco a poco. Musulmanes y judíos prohibieron representarlo, algo parecido sucedió con algunos grupos protestantes. Algunos le llaman “El Innombrable”. El “Innombrable”, el no representable, dio, algún tiempo después, un paso más y dejó de ser Dios, para convertirse en Impulso Primigenio, principios rectores de la naturaleza, leyes que rigen el Universo… Entre el Dios de los monoteístas y el Impulso Primigenio podemos situar al “Dios de los relojeros”, ese ser cuya misión consiste en mantener la máquina del Universo en movimiento, pero que es absolutamente ajeno a los sufrimientos humanos.
La Humanidad continuó avanzando en su proceso de abstracción. En realidad lo que ha hecho es ocultar toda posible referencia al “Innombrable”, ha sublimado el monoteísmo, lo está haciendo desaparecer del campo de visión, siguiendo la doctrina de nuevos sacerdotes que no ofician en las iglesias sino en algunas aulas universitarias y los medios de “comunicación” de masas.[3]
A partir del siglo XVII se sistematiza el método de investigación científica y se desarrolla el discurso cientifista que pretende superar al religioso tradicional tachándolo de irracional. Pero toda sociedad necesita una superestructura ideológica desde la cual fluya el sistema de explicaciones que le diga al ciudadano de a pie quienes somos, qué estamos haciendo aquí, cual es nuestra relación con el medio y nuestra misión en él.

Dicho sistema, aunque tome prestado de la ciencia buena parte de su argumentario, lo que en realidad busca es la aceptación, por parte del “creyente” (aunque en este caso se niegue que lo es) de la estructura social vigente, que se presenta ahora como liberadora gracias a las transformaciones que han tenido lugar debido a las revoluciones científica, industrial y política.

Esta estructura social forma parte de un proceso evolutivo cuyas base materiales hemos ido viendo en los artículos anteriores y que recoge buena parte de los conceptos que se han venido usando en los estadios evolutivos anteriores, aunque ahora se disfracen con una nueva terminología:

“Los europeos, que estaban redescubriendo en los siglos XVI y XVII el Antiguo Testamento –la religión del “Pueblo Elegido”-, aunque rompen ese marco –porque se les queda pequeño- algún tiempo después, gracias a los filósofos, a los científicos y a los técnicos, se mantienen en esa senda, porque los nuevos descubrimientos no hacen otra cosa que visualizar esa “superioridad”. El pacto de Dios con Abraham es sepultado por nuevas capas “geológicas” que se superponen por encima pero que lo usan como roca desde la que edifican los cimientos de los nuevos edificios que están construyendo.[4]
El discurso del “pueblo elegido”, que había sido recuperado y redefinido por los protestantes a lo largo de los siglos XVI y XVII –especialmente por los calvinistas- se va convirtiendo en una narrativa racista a secas, que se plasma socialmente en las colonias a través del esclavismo, de las estructuras de castas en la India, del apartheid en Sudáfrica... pasa sin problemas hacia el cientifismo e, incluso, el ateísmo, usando a los genes como sustitutos del pacto entre Dios y Abraham. Yo puedo justificar la injusticia apoyándome en la Biblia o en la ciencia, pero está claro, en ambos casos, que es un discurso ¡ideológico!, aunque use a la ciencia para defenderlo.

En el siglo XX hemos visto desarrollarse en los Estados Unidos de Norteamérica la teoría del “Destino Manifiesto”, que es la versión 2.0 del discurso del “pueblo elegido”. También los nazis estructuraron otro que bebe en las mismas fuentes remotas. Vemos, por tanto, como el cientifismo opera como una religión vergonzante (en tanto que niega que lo sea) pero, como aquellas, construye un sistema de explicaciones que intenta situar al nuevo creyente en el nuevo contexto histórico que ha ido desarrollándose e inducir en él un comportamiento ético que sea congruente con el orden social realmente existente. Un orden social que, por cierto, cada vez es más oligárquico, es decir, que cada vez se parece más a aquella sociedad en la que surgió el auténtico monoteísmo y que analizamos en nuestro artículo “La religión del Imperio”.[5]

sábado, 25 de julio de 2015

El capitalismo como consecuencia lógica del desarrollo histórico del Imperio español

En el artículo anterior expliqué como el despliegue de los españoles en el continente americano durante la Edad Moderna responde a un patrón de desarrollo multiecológico que llevaba siglos ensayándose en la propia Península Ibérica y que denominé “La respuesta multimodal española”.

El Imperio español que se extiende por el mundo entre los siglos XV y XVIII es, en realidad, tres imperios distintos y simultáneos, cada uno de los cuales tiene su propia zona de actuación, su propia lógica de desarrollo y se inserta en un  proceso histórico, tanto previo como ulterior, diferente.

El primero de ellos es el Imperio de Poniente del Segundo Ciclo Mediterráneo, es decir, el Imperio aragonés bajomedieval, que recibe el refuerzo de las tropas castellanas a partir de la llegada al poder de los Reyes Católicos y que se proyecta sobre el occidente del Mare Nostrum librando, durante 300 años, un duelo singular con el Imperio de Levante (los turcos) que en su día llamé “el Duelo Mediterráneo”[1].

El segundo es el Imperio Transversal, que los españoles despliegan por el continente americano y que posee, incluso, sus propias colonias en el Pacífico Occidental, que llegan hasta las mismísimas puertas de los estados e imperios del Extremo Oriente asiático (India, China, Japón...) con los que se comercia activamente a través de las Filipinas. Es un verdadero imperio global (el primero de la Historia, en sentido cronológico) que conecta las regiones de nuestro mundo económica, demográfica y políticamente más potentes. Es la primera vez en la Historia en la que el hombre adquiere clara consciencia de los límites físicos de nuestro planeta, pues los marinos ibéricos (tanto españoles como portugueses) dan la vuelta al mundo, llegan hasta los confines del mismo y localizan todas las rutas marítimas posibles para alcanzarlos.

El tercero es la “Camisa de Fuerza francesa”, es decir, el conjunto de estados, señoríos y principados controlados por los Habsburgo españoles durante los siglos XVI y XVII, que se extienden desde Milán hasta Bélgica y que heredan la “función borgoñona”, es decir, el mandato de contener a Francia por el este y a Alemania por el oeste que los borgoñones habían cumplido durante buena parte de los siglos medievales y, antes que ellos, el reino de la Lotaringia, que se asentó -a su vez- sobre el viejo Limes renano que los romanos sostuvieron desde los tiempos de Julio César y que, antes que ellos, separó a los celtas de la Galia de sus vecinos orientales: los germanos.

Este tercer “imperio” es el más pequeño de los tres y, sin embargo, el que atrae hacia sí la mayor parte de los pensamientos, de los recursos humanos y materiales y las preocupaciones de los monarcas españoles durante las dos centurias citadas. Ese será nuestro “Vietnam” y la fuente principal de todas las desgracias y de los errores estratégicos cometidos por la “monarquía católica”. Es el único de los tres “imperios” que no se desarrolla como consecuencia de la evolución histórica natural derivada del proceso expansivo de los pueblos ibéricos que tuvo lugar durante la Baja Edad Media, sino que es un efecto secundario, no previsto ni buscado, de la política matrimonial seguida por los Reyes Católicos en su estrategia de neutralizar a Francia, el adversario tradicional de los aragoneses en su expansión por el Mediterráneo Occidental.

El Limes renano representa, en Europa, la más potente de las “fronteras intangibles” que la atraviesan desde la Protohistoria, tal y como expresé hace  ya tiempo en el artículo que abrió la serie histórica de este blog[2]. Es una barrera que, desde hace dos mil quinientos años no ha dejado de cobrarse vidas humanas en los miles de batallas que se han venido sucediendo en ese área. Es un territorio que atrae hacía sí a los ejércitos que se desenvuelven desde el Atlántico hasta el Oder y desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. La frontera que, a finales del primer milenio anterior a la Era Cristiana separó a los celtas de los germanos lo ha seguido haciendo con sus herederos desde entonces y cobrándose las vidas de sus mejores soldados.

Durante la Baja Edad Media ese área estuvo controlada por el Duque de Borgoña, que fue viendo como sus dominios iban siendo paulatinamente conquistados por el rey de Francia. Para los descendientes de Carlos el Temerario la alianza estratégica con España, a principios del siglo XVI, se presentaba como la única opción segura de supervivencia política, ante el inexorable avance francés hacia el este. La llegada al poder, tanto en el reino flamenco-borgoñón como en España, de Carlos I era la forma de revertir el desarrollo de los acontecimientos y de recuperar la iniciativa militar en su ya secular duelo con Francia. El plan estratégico fue diseñado por Adriano de Utrecht, el mentor de Carlos I, y tanto éste como sus herederos de la rama española de los Habsburgo lo aplicarían a rajatabla como verdaderos autómatas[3], por eso sostengo que la llegada de los Habsburgo al poder en nuestro país constituye un verdadero golpe de estado que termina poniendo al estado español al servicio de fuerzas extranjeras que tenían un diseño estratégico que no respondía, en absoluto, a los intereses, no ya de nuestro país sino ni siquiera de ninguna de sus facciones dominantes.

Desde 1517 la prioridad de la política exterior española fue controlar el avance francés... ¡¡por sus fronteras orientales!! (No por los Pirineos). Por tanto nos convertimos, de facto, en los guardaespaldas de Alemania. Por consiguiente, a largo plazo, nuestra “decadencia” política estaba cantada. La defensa de las fronteras de los dos “imperios” restantes (el de Poniente -en el Mediterráneo- y el Transversal -en América-), cuyas lógicas que enlazaban con nuestro proceso político previo, se subordinan a la de la Camisa de Fuerza francesa, que era algo que interesaba... a los austriacos y, paradójicamente, a holandeses y británicos, no a nosotros. Los beneficiarios más inmediatos de esa política fueron los turcos en el Mediterráneo y los ingleses en el Atlántico.

Y, sin embargo, el desarrollo histórico de cada uno de estos tres “imperios” enlazan, mil años después, con las estrategias políticas que, en su proceso expansivo, desplegó el Imperio Romano. En cada una de esas tres áreas los españoles recogen el legado de Roma y lo proyectan sobre el futuro. Esto, obviamente, no es una decisión consciente sino que -de alguna manera- son estrategias inducidas por la interacción que se establece entre el hombre y su medio. Los procesos históricos no suelen obedecer al diseño consciente de los hombres, individualmente considerados, que obrarían -como tales- con una estrategia personal, orientada hacia el corto plazo, sino que recogen las tendencias que se van perfilando a nivel colectivo y que tienen mucho que ver con factores como el clima, el relieve, la geopolítica, etc. Los hombres, en ausencia de factores mucho más vitales que condicionen sus actos, van a dónde va el agua. Por eso los castellanos y los portugueses apuntaron hacia el Atlántico y los aragoneses hacia el Mediterráneo.

En tiempo de paz o en medio de procesos expansivos los hombres, como el agua, buscan los valles y se establecen en ellos, desarrollan la agricultura y el comercio, se hacen a la mar, incrementan su población y crean estados más vastos y poderosos. En tiempo de guerra o en medio de procesos involutivos hacen lo contrario, porque en los valles es dónde se libran las batallas más masivas y sangrientas. En cierta medida los procesos históricos vienen predeterminados por los factores geográficos y -hasta cierto punto- se pueden predecir.

En el anterior artículo dije que España es el país con mayor diversidad regional del mundo en un espacio geográfico de dimensiones medias. Y les mostré las dos imágenes que ven más abajo:


Península Ibérica             Corte transversal en el sentido de los meridianos


También afirmé que es un concentrado de los paisajes que se dan en todo el ámbito peri-mediterráneo. Ahora veamos esto dinámicamente. Primero tracemos las líneas de cumbres que se dan en las cordilleras peninsulares:


Líneas de cumbres de las cordilleras ibéricas


Dichas líneas delimitan una serie de regiones naturales que vemos aquí:


Regiones naturales de la Península Ibérica


En el corazón de la Península se encuentra la Meseta Central española, una fortaleza gigante de unos 300.000 km2 aproximadamente de superficie que prefigura su función histórica. No es casual que el único estado que alguna vez se ha superpuesto sobre este área se llamara precisamente “Castilla”, identificándose así con su propia función histórico-política. Ya dije que las tácticas de guerra castellanas oscilaban, según la época, entre el “encastillamiento” (fase defensiva) y el contraataque (fase ofensiva). Como dije antes, cuando las cosas van bien se sigue el camino del agua y cuando van mal la dirección contraria.

Aunque la Península Ibérica sólo tenga 600.000  km2 el efecto psicológico que produce entre los hombres que viven en ella (y también entre los que la visitan) es que es mucho mayor. Esto es así por la cantidad de barreras naturales que la rompen y por la variedad de paisajes y de ecosistemas que se dan en ella. Por eso la llamé el “Subcontinente Ibérico”[4]. Como continente se comportó cuando los romanos la invadieron (tardaron 200 años en conseguirlo), cuando se generalizó la guerra entre musulmanes y cristianos en la Edad Media (un conflicto de -nada menos- que 800 años) y también cuando atacaron las fuerzas napoleónicas, que encontraron en España su segunda Rusia (un estado de dimensiones continentales). La historia ha demostrado que atacar a España produce efectos históricos inesperados: O el agresor tiene la implacable tenacidad y la infinita paciencia que tuvieron los romanos o se encuentra, como dije hace tiempo, con la “respuesta multimodal española”, que definí como una reacción diferida, escalonada y múltiple, que termina convirtiéndose en un infierno para el ocupante, que galvaniza la resistencia de las clases populares y provoca una desautorización de las clases aristocráticas y de las autoridades institucionales que colaboraron con el agresor.

Aunque es un país relativamente pequeño y despoblado (históricamente ha tenido la tercera parte de habitantes que Francia, con su misma superficie) crea, como acabo de decir, la sensación de que es mucho mayor. El hombre que es capaz de sobreponerse a sus implacables sequías, de derrotar a los invasores que lo han atacado desde la Protohistoria, de sacarle fruto a su pedregosa y árida tierra y de cruzar las barreras naturales que lo fragmentan, una vez que sale de ese hábitat se vuelve extraordinariamente eficaz, es capaz de adaptarse a casi cualquier medio y de improvisar sobre la marcha soluciones ad hoc porque, pese a su relativa pobreza material posee un gran bagaje histórico acumulado y una gran resiliencia, se ha visto obligado a ensayar multitud de soluciones diversas para resolver problemas de todo tipo. Ha aprendido a pegarse al territorio y a valerse de él para sobrevivir en cualquier circunstancia. También se desenvuelve con facilidad tanto en entornos cálidos como en grandes altitudes, si lo comparamos con cualquier otro europeo.

Volviendo al hilo de nuestra argumentación dijimos que España recogió, en los albores de la Edad Moderna, el legado de Roma en los tres escenarios geográficos a los que me referí:

En el Mediterráneo Occidental porque abre un nuevo ciclo político, cuyo eje se sitúa en este mar, mil años después de que cayera el Imperio Romano de Occidente, cerrando así el anterior, es decir, abren la puerta que los romanos cerraron y que había permanecido así desde entonces.

En el Limes renano porque acuden a apuntalarlo justo en el momento en el que se está rompiendo, evitando así el enfrentamiento directo entre las dos potencias que se asoman a las orillas del Rhin.

Y en América, lo que hacen los españoles no es más que replicar el Imperio Romano, al otro lado del mar.

Pero la vinculación entre los tres “imperios” españoles modernos crea unas sinergias que provocan un salto cualitativo en el desarrollo de los procesos históricos. En política, cuando varios elementos se unen de manera voluntaria no suman, sino que multiplican. Y esto fue lo que pasó.

Si España sólo se hubiera unido políticamente con el reino flamenco-borgoñón, pero no hubiera construido en paralelo su imperio americano, ni se hubiera estado batiendo con los turcos durante ese tiempo, hubiera actuado como una potencia regional dentro de la zona y como gendarme desde la misma, pero no habría provocado un incremento tan importante en el comercio europeo como el que tuvo lugar por la aparición de los metales preciosos y los productos exóticos americanos, ni habría generado tampoco la importante demanda de productos manufacturados que las colonias españolas y portuguesas generaron -en primer lugar- y los países de Asia Oriental -después-, lo que serviría de acicate para el desarrollo del comercio, de la industria, de la tecnología y de la ciencia, que fueron las bases que dieron lugar a la Revolución Industrial y a las revoluciones políticas contemporáneas.

Si España sólo hubiera construido el Imperio Americano, pero se hubiera mantenido al margen de los conflictos europeos, habría creado una gran civilización auto-referenciada, que habría defendido el Atlántico como un espacio propio y exclusivo e impedido al resto de pueblos ultrapirenaicos participar de manera directa en el desarrollo económico generado por el Imperio español. Los aristócratas españoles hubieran sido mucho más ricos y hubieran estado más vinculados con las actividades comerciales. La economía peninsular habría sido mucho más diversificada y próspera de lo que fue, pero también menos dinámica de lo que ha sido el conjunto de la economía europea desde entonces.

Y si España sólo se hubiera hecho fuerte en el Mediterráneo Occidental, pero no hubiera actuado de manera tan directa en los otros dos escenarios, hubiera terminado construyendo algo parecido a lo que fue el Imperio Romano de Occidente, pero con la capital en España y, por tanto, más escorado hacia el Atlántico, lo que hubiera significado que Francia, las islas británicas y Marruecos habrían quedado, de una u otra manera, subordinadas políticamente a esa estructura imperial, que también habría terminado extendiéndose, más tarde o más temprano, por el continente americano.

La vinculación política de estos tres imperios convierte a los españoles de los siglos XV y XVI en los arquitectos del mundo moderno y al Imperio español en el esqueleto que lo sostiene desde entonces. La vinculación económica entre Europa, América y Asia Oriental, que españoles y portugueses establecieron durante esas dos centurias han determinado la fisonomía del mundo global que ha venido después.

Los pueblos ibéricos abrieron las rutas, establecieron los primeros contactos con los pueblos del resto de continentes y establecieron los precedentes que los que vinieron después tuvieron que imitar.

Pero España también asignó los roles que los pueblos del Occidente europeo siguieron después, insertándose en la estructura de comunicación y de poder que acababan de construir, de la manera que se les asignó desde ésta, tal y como expliqué en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[5].

Los españoles se autoasignaron la función de guardar y sostener el orden que ellos habían creado. Pero abrieron -de facto- las rutas comerciales asociadas a su estructura imperial a los comerciantes de los países de Europa que también estaban volcados hacia el Atlántico, en especial a ingleses y holandeses, porque hasta la Guerra de los Treinta Años los franceses fueron el enemigo principal a batir. Los italianos quedaron atrapados en la línea del frente que creó el “Duelo Mediterráneo”, lo que les dejó sin apenas margen de maniobra y los austriacos fueron protegidos de cualquier posible agresión desde el oeste, lo que les permitió hegemonizar el universo germánico hasta la emergencia política del estado prusiano.

Cuando los imperios ultramarinos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) consiguen introducirse en el engranaje que los ibéricos habían construido, descubren la multitud de nichos sin cubrir que había en esas estructuras. Éstos tenían una debilidad estratégica: la demografía. Dije más arriba que la población francesa ha triplicado históricamente a la española. Y la española ha cuadruplicado o quintuplicado a la portuguesa. Hay un factor que va mucho más allá del voluntarismo de los hombres: Las matemáticas. Lo que hay que explicar no es por qué Francia relevó a España en el liderazgo planetario, algo que tenía que pasar -inevitablemente- alguna vez, sino por qué tardó tanto en hacerlo.

Y también hay que explicar por qué dejaron que, cuando el monopolio español se rompió, los ingleses se les adelantaran. Esto último tiene mucho que ver con el carácter continental del estado francés frente a la insularidad británica.

La debilidad demográfica de los pueblos ibéricos fue la razón que determinó que en vez de comportarse como verdaderos imperios, en el sentido antiguo del término, que controlaban desde el ámbito político las líneas maestras de las actividades económicas de sus súbditos y defendían a estos de la competencia de comerciantes extranjeros en sus zonas de influencia económica, actuaron -simplemente- como la vanguardia de los pueblos europeos y, al hacerlo, permitieron que los mercaderes, los contrabandistas y los piratas eludieran, con relativa facilidad, el control que unos estados más fuertes hubieran ejercido sobre ellos.

Como fueron los ibéricos los que construyeron la estructura política que abriría los flujos del comercio planetario, sus dirigentes se dedicaron fundamentalmente, dada la debilidad demográfica de la que partían, a vigilar la infraestructura sobre la que todo el edificio se sustentaba, permitiendo así a sus competidores utilizarla en beneficio propio. Ingleses, holandeses y -en menor medida- franceses se irían adueñando de buena parte de los flujos y de las rutas comerciales que españoles y portugueses habían creado, usando para ello, cuando era posible, medios legales y, cuando no, ilegales. Así comercio, contrabando y piratería se confundían con frecuencia, ya que eran actividades que podían ser ejercidas por los mismos individuos en momentos diferentes.

Sobre esta base se desarrolló el capitalismo que, visto desde este particular ángulo de visión, no es algo que ingleses y holandeses desarrollaran debido a su espíritu emprendedor, como nos vienen contando desde entonces, sino que -por el contrario- eran las actividades más lucrativas que la estructura política construida por los ibéricos les brindaban. Los anglo-holandeses no se hicieron ricos y prósperos porque fueran más activos que otros pueblos (ya hemos visto que siguieron la estela de los que iban por delante), sino porque supieron cubrir los vacíos que las estructuras políticas ultramarinas ibéricas tenían y, una vez alcanzado cierto umbral cuantitativo, pudieron empezar a permitirse actuar por su propia cuenta. (Los que empiezan trabajando como contratas auxiliares terminan poniendo su propio negocio).

En realidad lo que hicieron los españoles y portugueses fue crear un imperio... ¡europeo!, en el que ellos terminan trabajando de ¡capataces![6]. Y esto fue así porque el golpe de estado que hubo en España en 1517 (La coronación del primer Habsburgo) puso a la estructura política del Imperio español (imperio de facto) al servicio del “Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico” (imperio de iure) y de las estrategias políticas diseñadas por Adriano de Utrecht, que perseguían utilizar el poder español para salvar el complejo flamenco-borgoñón y -en consecuencia- la “función borgoñona”[7].






[1]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-duelo-mediterraneo.html
[2] “Las fronteras intangibles”: http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] “Los autómatas del Escorial”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-automatas-del-escorial.html
[5]  http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-estructura-del-sistema-europeo.html
[6] “Los capataces del Imperio”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-capataces-del-imperio.html
[7] La “función borgoñona”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-funcion-borgonona.html

martes, 30 de junio de 2015

Una historia singular


Hoy presento, una vez más, la imagen que nos muestra al mundo mediterráneo. Y de nuevo le pido que observe el diferente color que nos muestra su ribera norte, con predominio de los tonos verdes, del de su ribera sur, donde dominan los pardos. Y como la Península Ibérica es una zona de transición ente ambas, presentando una gran variedad de tonos intermedios entre los que se dan en el norte y en el sur, pese a que su tamaño es relativamente modesto. Observe como tanto Italia como la Península de los Balcanes, que se hayan situados en nuestra misma latitud, son más verdes que nuestro país.
Es obvio que los tonos pardos que predominan en el norte de África se corresponden con el Desierto del Sáhara, ese inmenso mar de arena sobre el que apenas llueve y que el sol castiga durante todo el año. África limita por el norte con el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior de La Tierra y uno de los más cálidos.
Hasta la construcción del Canal de Suez, el Mediterráneo sólo conectaba con el resto de mares de nuestro planeta a través del Estrecho de Gibraltar, un paso que, en su punto más angosto, mide 14 kilómetros de ancho. Como era y -prácticamente- sigue siendo el único punto de contacto entre el mar interior y los mares libres, a su través fluye un gran caudal de agua que debe compensar los desniveles de líquido que se dan entre sus extremos.
Si alguien fuera capaz de construir una muralla que aislara totalmente al Océano Atlántico del Mar Mediterráneo (la naturaleza ya lo hizo hace millones de años), veríamos como el nivel del Mare Nostrum comenzaría a bajar inexorablemente, como sucede con otros mares interiores, tales como el Mar Caspio o el Mar Muerto, cuyas superficies se encuentran situadas muchos metros “bajo el nivel del mar” (aunque parezca un juego de palabras). Y es que, aunque el Mediterráneo reciba las aguas de las cuencas del Nilo, del Danubio (a través del Mar Negro), del Po, el Ródano o el Ebro, no es suficiente cantidad como para poder compensar las masas de líquido que evapora. Por eso un gran caudal de agua entra continuamente en él, desde el Atlántico, para compensar esa pérdida y mantener el nivel correspondiente.
La masa de agua que se evapora en el Mediterráneo, que durante el verano es superior -lógicamente- a la que lo hace durante el invierno, crea una sensación de sofoco por el exceso de humedad, entre los habitantes de sus orillas, especialmente durante el verano, que contrasta fuertemente con la sequedad del desierto norteafricano, creando una barrera gaseosa que aísla la tórrida y seca atmósfera del norte de África de la húmeda y fresca continental europea.
En nuestra latitud los vientos dominantes son del oeste, es decir, que fluyen desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, aunque un poco más al sur, en la de las islas canarias, el flujo dominante es del noreste, y se conoce como “vientos alisios”. Ese flujo del noreste tiene la culpa de que las costas africanas situadas en la latitud de las canarias sean desérticas (porque el viento viene del continente) y de que en este archipiélago el nivel de humedad aumente conforme nos desplazamos hacia el oeste o disminuya cuando lo hacemos hacia el este.

Las importantes diferencias de temperatura que se producen entre las masas terrestres euroafricanas y las marítimas del Atlántico son el motivo de la existencia permanente sobre las latitudes templadas de este océano del famoso “Anticiclón de las Azores”:

“… un anticiclón dinámico subtropical situado, normalmente, en el centro del Atlántico Norte, a la altura de las islas portuguesas de las Azores. Es el centro de acción que induce sobre el clima de Europa, Norte de África y América del Norte.”[1]

Conclusión: la persistencia de este potente anticiclón al oeste de nuestras costas, sobre todo en verano (que es cuando ocupa las latitudes más septentrionales) actúa como una muralla que desvía los húmedos vientos atlánticos del oeste, siguiendo la dirección de las aguas de las agujas del reloj, hacia el norte, y que entran en Europa por Francia y las islas británicas. Una vez superada nuestra longitud geográfica una parte de ese viento baja de nuevo hacia el sur, entra en el Mediterráneo por el sur de Francia y se recarga con las masas de agua evaporada de las que antes les hablé. Por eso en Italia y en los Balcanes llueve más que en España. Por eso toda Europa es verde, excepto la Península Ibérica.
La dinámica atmosférica que se da en nuestro entorno geográfico y que hemos descrito brevemente, deja su huella evidente en el paisaje y condiciona los ecosistemas biológicos que se dan en él y, en consecuencia, también en los culturales, condicionando fuertemente los procesos históricos. Ya hemos hablado en los últimos artículos de los ciclos mediterráneos y de su periódico relevo por otros de carácter continental. En su día dijimos que el Imperio Mediterráneo era un experimento multiecológico que se fue desarrollando por fases (fenicios, griegos, cartagineses, romanos) y que cuando agotó su recorrido dio lugar a una implosión que aprovecharon sus vecinos continentales (los germanos desde la verde continentalidad europea, los árabes desde la parda continentalidad norteafricana), que llegaron con soluciones culturales fuertemente adaptadas a sus ecosistemas de origen y, por tanto, mucho más simples desde el punto de vista estructural que las que tuvieron su punto de arranque en el ámbito mediterráneo.
Para interconectar a todos los pueblos de la Tierra hacía falta un contexto cultural complejo, capaz de articular en una sola estructura orgánica a gentes procedentes de los distintos ámbitos ecológicos que pueden darse a lo largo y ancho de nuestro planeta. El lugar más idóneo para ello que se da en el mundo es el Mar Mediterráneo, el mayor mar interior del mismo. En ningún otro se da la masa crítica suficiente para poder hacerlo posible. Roma creó el contexto (Roma como final de trayecto, como punto de llegada. Egipto, Fenicia, Grecia y Cartago como fases previas de ese mismo proceso), el espacio cultural peri-mediterráneo y el espacio ideológico monoteísta cristiano, que son las consecuencias del proceso político e histórico que les precedió.
Una vez agotado este primer ciclo son relevados desde las áreas vecinas, al producirse la descomposición política del Imperio Mediterráneo. Pero las semillas del mundo clásico quedaron repartidas por todo su antiguo ámbito geográfico, prestas para germinar cuando llegara la estación correspondiente.
Como dijimos hace tiempo, los procesos evolutivos siempre van más rápido en las áreas fronterizas que se dan entre dos ecosistemas que en el interior de los mismos. Esto les da una ventaja comparativa tanto a los pueblos ibéricos como a los de la Península de Anatolia, como podrán observar en la imagen que mostramos al principio. Y el segundo ciclo mediterráneo, en consecuencia, se incubó en esos dos extremos de dicho mar. Dos imperios se despliegan por él a partir del siglo XV. El de Levante (conocido como Imperio turco), avanzando hacia el oeste, y el de Poniente (el español), que lo hace hacia el este. Los dos chocan en el centro del Mare Nostrum y durante trescientos años libran un duelo singular2 que acaba en tablas y que sólo sirve para debilitar a ambos, en beneficio de los que estaban contemplándolo desde una distancia segura. 
Pero el citado duelo era, solamente, una parte de esta historia. Si los turcos estaban encerrados en el extremo oriental del mundo mediterráneo, en el área de solape entre este espacio cultural y el del Próximo Oriente asiático, rodeados de pueblos con gran bagaje histórico a sus espaldas con los que competir por su propio espacio vital, los españoles -por el contrario- tenían toda su fachada atlántica virgen, libre para poderse desplegar por ella. Sólo había que desarrollar la tecnología suficiente como para poder adentrarse en las profundidades de la Mar Océano y descorrer el velo que protegía a todo un continente que se ocultaba en el otro extremo del Atlántico. Ese proceso ya estaba en marcha cuando los Habsburgo llegaron y estos se limitaron a mantener los procedimientos que se estaban desplegando, por cierto con una extraordinaria relación coste/beneficio para ellos. 
Observe ahora el mapa físico de la Península Ibérica:


Si cruzáramos España de sur a norte por el meridiano que pasa por Valladolid o por el de Toledo, atravesaríamos un país que nos muestra este corte transversal:

Ese escalonamiento de la altitud de los valles interiores amplifica el efecto que la latitud ya produce de por sí. Y convierte a nuestro país en un pequeño continente, produciendo una concentración de ecosistemas en un espacio mucho menor de lo que podemos encontrar en ningún otro lugar de La Tierra
Ocho cordilleras compartimentan un espacio geográfico de apenas 600.000 km2. Seis de las cuales están orientadas en el sentido de los paralelos, produciendo así el efecto amplificador del que he hablado.
Hay una séptima: La Ibérica. La única claramente transversal, que rompe la Península en dos partes: La oriental, con una clara vocación mediterránea, y la occidental, que mira hacia el Atlántico. Casi todos los territorios que formaron parte de los reinos bajomedievales de Castilla y León y de Portugal vierten sus aguas hacia el oeste, que es hacia donde las lleva la pendiente y, en consecuencia, empuja a sus habitantes a “bajar” hacia el litoral atlántico, el mar que estaba más allá del fin de La Tierra medieval. Hay, por tanto, un impulso natural que los arrastra a explorar lo desconocido. Una vez que se hicieron a la mar -tuvieran las intenciones que tuvieran y, al principio, sólo pretendían comunicarse por él con sus vecinos septentrionales y/o conquistar las tierras de los meridionales- el océano le fue mostrando poco a poco sus secretos: el “8” atlántico y los archipiélagos de la Macaronesia. Toda una invitación para adentrarse en el mar, para explorar lo desconocido.
Simultáneamente a estos viajes de exploración, colonización (Azores y Madeira) y conquista (Las Canarias), los aragoneses, es decir los españoles orientales, aquellos cuyas aguas vierten hacia el Mare Nostrum y la naturaleza los empuja, por tanto, hacia el este, crearon un verdadero imperio mediterráneo que incluía dentro del mismo a Cerdeña y Sicilia, que los enfrentó con Francia -durante trescientos años- y les llevó a Grecia, Turquía, las costas norteafricanas... insertándoles profundamente en la vida política, económica y cultural que se estaba desarrollando en este ámbito. La unión de las coronas de Castilla y de Aragón, a finales del siglo XV, terminó de articular ambos procesos, que habían evolucionado en sentido convergente durante los 800 años previos a esa vinculación, gracias al enemigo común que compartieron en la Península.
España es una especie de concentrado de los paisajes y de los ecosistemas que se pueden ver en todo el ámbito peri-mediterráneo, en un espacio mucho menor. Sabemos que la evolución se acelera, tanto en términos biológicos como en términos culturales, si aislamos a las especies que forman un ecosistema en un espacio pequeño. Eso fue lo que pasó en la Edad Media española... Especialmente durante el período que llamé “Era de las invasiones africanas” (1086-1344), un proceso de brutal aceleración histórica que duró diez generaciones. La España del siglo XV era una píldora concentrada de experiencias políticas y militares que habían sido grabadas a fuego en el subconsciente colectivo de sus habitantes, en un entorno multiecológico que, sin embargo, había estado en contacto permanente, en movimiento, en ebullición, durante varios siglos. Eran el resultado acabado de un proceso que parecía haber sido diseñado como un ensayo de lo que vendría después.
Cuando se descorrió el velo de la Mar Océano apareció, al fondo, el Continente Transversal, el único de toda la Tierra en el que el relieve está orientado mayoritariamente en sentido norte-sur y que se extiende, además, de polo a polo. Un impresionante telón sobre el que proyectar el más acabado producto cultural incubado en el “cañón mediterráneo”, que había sido acelerado en el “ciclotrón” ibérico en dos fases, una primera -más lenta- de 375 años (711-1086) y una segunda -mucho más intensa- de más de cuatrocientos (1086-1492). Cuando el proyectil se lanzó sobre el telón americano, sus diversos componentes buscaron en su tierra de destino el ecosistema que más se parecía a su región originaria, desplegando así lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”.
Varios pueblos europeos se desplegaron durante la Edad Moderna por el continente americano, cada uno de los cuales lo hizo con su propio estilo. Sólo los españoles buscaron expresamente las tierras altas para establecerse (Mesoamérica, Perú, Bolivia, Colombia...) y se extendieron por toda la variedad de climas que este continente presentaba. Como eran pocos, poseían una gran tradición militar (eran hidalgos en una elevada proporción) y había escasez de campesinos entre sus filas, apenas colonizaron tierras: Las conquistaron y se establecieron en ellas como clase dominante, tal y como -antes que ellos- habían hecho los aztecas o los incas. Nada nuevo, visto desde el lado de un campesino de Mesoamérica o del Tahuantinsuyo. Eso explica que un puñado de españoles, que buscaron expresamente los lugares más densamente poblados para establecerse, rodeados de millones de indígenas que podían haberlos devuelto al mar perfectamente si hubieran tenido un estímulo suficiente para ello, se asentaran con rapidez en el territorio, se insertaran en él aprovechando las propias estructuras de poder que tenían los nativos (El Virreinato de Nueva España se despliega desde las estructuras de poder de los aztecas y el del Perú desde las de los incas).
El resto de europeos que aparecieron por allí se comportaron de manera muy diferente. Portugueses y holandeses (pueblos litorales) crearon imperios litorales, al estilo de los fenicios de la antigüedad, en los que el comercio fue la principal actividad económica, aunque –en el caso portugués- se va produciendo, poco a poco, un proceso colonizador en el que son obligados a participar también los indios y negros de origen africano. Ingleses y franceses darán prioridad a la colonización, en las mismas latitudes geográficas que ellos ocupan en Europa, avanzando hacia el oeste, siguiendo la línea de los paralelos, lo que significa desplazar a los indígenas de sus tierras, que van siendo arrollados conforme el proceso gana potencia. Esto es en realidad lo que en Europa habían hecho los pueblos neolíticos miles de años atrás con los cazadores que les precedieron y el Hombre de Cromañón con los neandertales, mucho antes todavía. Es un patrón muy antiguo y excluyente.
Pero para competir con los españoles en los ecosistemas más cálidos, dado que no tenían suficientes colonos europeos para enfrentarse con ellos en esas latitudes, desarrollan el sistema que llamé “estructura por capas”, que es el sistema esclavista que se desarrolló en las colonias del sur de Norteamérica y en Haití. Con ese modelo social se enfrentaron con las estructuras sociales mestizas del Virreinato de la Nueva España. Mientras en los dominios españoles se producía de manera bastante natural el mestizaje racial entre los europeos y los indígenas –fundamentalmente-, a los que se unirían algunos miles de negros, sobre todo en la época del “asiento”, en las colonias tropicales y subtropicales inglesas y francesas se introducen esclavos negros de manera masiva y sistemática y se endurece el sistema de castas del Antiguo Régimen europeo para impedir la mezcla de razas. Es una forma rápida de colarse en las áreas geográficas en disputa con los españoles que, sin embargo, proyecta un horizonte de enfrentamientos raciales hacia el futuro.
El poderoso despliegue terrestre español en América que tiene lugar en los siglos XVI y XVII sorprendió a todos sus potenciales competidores, dejándolos fuera de juego. De hecho nos sigue sorprendiendo a nosotros mismos porque, como buenos europeos que hemos aprendido a ser usamos, para estudiar nuestra propia historia, las categorías mentales de los que fueron nuestros adversarios y nos vemos a través de sus lentes.
Lo que sucedió en la América española entre 1492 y 1800 es el resultado del encuentro entre un pueblo que se había estado preparando durante los 800 años anteriores para el gran salto y los del Continente Transversal. Aunque no hubiera sido pensada tampoco fue improvisada (por parte de los españoles, se entiende, que son, en este caso, el sujeto agente) porque se despliega siguiendo estrategias y tácticas bien ensayadas e interiorizadas por aquellos que las llevan a cabo. Son los imperios de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses) los que se ven obligados a improvisar, los que tienen que cambiar el chip y quemar etapas para poder neutralizar el poder español. Pero de eso hablaremos otro día.

[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Anticicl%C3%B3n_de_las_Azores

miércoles, 27 de mayo de 2015

La conexión atlántica

En el artículo anterior explicamos nuestra visión acerca de los profundos cambios históricos que tuvieron lugar, a escala planetaria, como consecuencia del despliegue del Homo Ibérico por el mundo a partir del siglo XV que, como dijimos, representa el impulso del Segundo Ciclo Mediterráneo en el desarrollo de la Civilización Occidental.

Hace tiempo que explicamos que, históricamente, se han sucedido dos ciclos mediterráneos, que han sido reemplazados después por sendas ofensivas de los pueblos procedentes de los continentes circundantes. El Imperio romano durante el siglo V de nuestra era cedería ante el avance de los germanos y el español, a partir del XVII, lo haría ante la presión combinada de una amplia coalición de pueblos europeos liderada por Francia. En ambos casos los frentes de lucha más activos fueron también los más occidentales.

Desde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) hemos visto desplegarse en el occidente europeo a los tres estados que fundarían los imperios ultramarinos de la segunda generación (Francia, Inglaterra y Holanda) seguir la estela de los españoles y portugueses por el Océano Atlántico para intentar reemplazarlos en el liderazgo político planetario. Los españoles y los portugueses fueron los constructores y los mantenedores de esa estructura. Los imperios de la segunda generación se montaron sobre ella, situándose en la cúspide. Ha habido, por tanto, un relevo en el liderazgo, pero no una sustitución del modelo.

Los españoles construyeron el Imperio Romano de América, al que incorporaron, no obstante, algunos elementos estructurales innovadores que cambiarían la lógica interna de los procesos históricos a partir de entonces y provocarían una aceleración de los mismos y un importante salto cualitativo.

Como los portugueses -contemporáneos suyos- y los fenicios y griegos -en la antigüedad- fueron capaces de crear y sostener durante siglos un imperio muy lejos de su patria originaria, comunicándose con él a través del mar de manera permanente, lo que representaba un importante salto adelante con respecto a la dinámica histórica de los pueblos medievales del viejo mundo aunque, como acabamos de ver, contaron con antecedentes en el mundo antiguo, precisamente entre los precursores del primer ciclo mediterráneo; es decir, que lo que españoles y portugueses estaban haciendo durante los siglos XV y XVI era desplegar las órdenes contenidas en su ADN de pueblos mediterráneos, una vez alcanzado el estadio histórico en el que correspondía hacerlo.

Pero la debilidad demográfica de los portugueses, así como su idiosincrasia de pueblo litoral, les impidió dar el salto hacia la siguiente fase, que era la de la construcción de un imperio terrestre, tarea que los españoles -como los romanos mil quinientos años atrás- sí pudieron hacer, en unas condiciones más duras que los latinos, dada la distancia con respecto a la metrópoli a la que se encontraba éste y a la gran variedad de ecosistemas naturales y, en consecuencia, sociales que se encontraron o que construyeron allí.

Esta variedad de ecosistemas presentes en el Imperio español es la que lo singulariza históricamente y lo convierte en el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad[1]. Aunque, como dije hace tiempo, la transversalidad ya se daba, en cierta medida, en el Imperio romano e incluso en las entidades políticas precursoras del mismo (cartagineses, griegos, fenicios...) dado que el Mediterráneo es el punto de encuentro de los ecosistemas que se dan en los continentes que lo circundan y todo pueblo que se haya dedicado al comercio marítimo entre sus orillas se ha tenido que desenvolver entre otros que eran estructuralmente muy diferentes a él y cuyas formas de vida contrastaban de manera notable.

Vimos como la Península Ibérica es un espacio geográfico que presenta  asimismo una gran diversidad concentrada en un territorio de dimensiones relativamente modestas. Hubo también una transversalidad notable en el Imperio inca y, en mucha menor medida, en el azteca.

Pero la constitución del Imperio español, que llegará a extenderse desde el sur de Canadá hasta la Tierra del Fuego, integrando en su seno desde los altiplanos andinos hasta los manglares de Florida, pasando por los desiertos de Atacama o de Norteamérica, las costas del Caribe y las selvas del Amazonas o de Centroamérica, representa un salto notable en ese proceso, ya que integra prácticamente dentro del mismo a casi todos los entornos ecológicos posibles dentro del orbe, a lo que hemos de añadir el desafío intelectual que representaba la constatación de que vivíamos en un mundo finito, a raíz de que la nao Victoria, comandada por Juan Sebastián Elcano, completara la primera vuelta al mundo. Únale a esto el establecimiento de relaciones estables entre los pueblos de Europa Occidental y de Asia Oriental (India, China, Japón...), la creación de la primera moneda global por parte de los españoles (El real de a ocho), aceptada prácticamente en todo el mundo civilizado, la aparición de los primeros tratados sobre derecho internacional, o los debates de índole moral surgidos alrededor del tema de los derechos de los indios, que ampliaban el horizonte ético de los pueblos medievales europeos y nos metían de lleno en el ámbito de la modernidad.

La llegada de los nuevos productos americanos a Europa (chocolate, patata, tabaco, quinina...), la de otros que, sin ser oriundos de América, podían cultivarse allí de forma masiva por razones climatológicas (azúcar, café, algodón...) y la llegada de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo (oro y plata) alteraron radicalmente e intensificaron las relaciones comerciales en Europa, dando lugar a una competencia feroz que provocaría un incremento de la especialización y un aprovechamiento más intenso de las ventajas comparativas de la que cada cual disponía, de la productividad y del desarrollo científico y tecnológico.

Las consecuencias, a medio plazo, de este proceso fueron la Revolución Industrial, las oleadas de revoluciones políticas que le acompañaron y los grandes enfrentamientos armados que se extienden por Europa, de una magnitud desconocida en las etapas históricas precedentes. Me estoy refiriendo a la Guerra de los Treinta años, las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales.

Recapitulemos: Hemos hablado de dos ciclos mediterráneos como desarrollos lógicos del encuentro en nuestra latitud de pueblos adaptados a ecosistemas naturales diferentes que están estructurados de distinta manera y que tienen ventajas económicas comparativas que estimulan el comercio, el desarrollo político y cultural, los incrementos en la productividad, en la demografía, en la tecnología y en la ciencia.

Pero hay una gran diferencia entre los imperios romano y español: que el primero desarrolló una estructura económica que, en buena medida, se mantuvo dentro de los límites políticos del Imperio y permaneció asociada a él. Una vez alcanzado el cénit del mismo (sobre el año 200 de nuestra era) comenzó su declive político y, con él, un proceso involutivo que arrastró al resto de facetas que estaban asociadas con el mismo: demografía, economía, comercio, tecnología, ciencia, religión, cultura...

El comienzo del declive político  del Imperio español, en cambio, que podemos datar en torno al 1640, tan sólo significó que los españoles  pasaron el testigo a nuevos agentes políticos que, hasta ese momento, venían desempeñando un papel secundario dentro del proceso. La decadencia política española no es más que una crisis de crecimiento del modelo, una reasignación de roles que abriría una nueva fase de desarrollo en la civilización occidental.

Observemos el siguiente mapa:

El Eje del Imperio español


 Al mirar un mapamundi siempre tuve la sensación de que la Península Ibérica parece estar huyendo de Europa, con rumbo suroeste y, al hacerlo, la arrastra tras de sí. Una idea parecida debió inspirar a José Saramago a escribir su obra de ficción “La Balsa de Piedra”. Es una sensación que viene reforzada, además, por el paisaje que vemos por aquí, que nos recuerda al de otros países situados lejos de nuestro entorno geográfico inmediato, como debió parecerle a Hernán Cortés en México cuando lo bautizó con el nombre de “Nueva España”.

España es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de caminos, una manera de conectar con los otros, una forma de mirar al mundo y de interpretar la realidad que nos envuelve, una atalaya desde donde se puede observar el horizonte que se oculta tras la Mar Océano, una antena que capta todas las descargas de energía que se producen en el Hemisferio Occidental.

Y ese carácter de encrucijada geográfica que tiene nuestro país prefiguró, desde hace miles de años, su función política y canalizó los procesos históricos asociados a la misma. Como una clepsidra (reloj de agua) su relieve conduce los flujos que la naturaleza trae hasta aquí y los redistribuye, conectando mundos lejanos y distintos planos de la realidad. Y esos flujos van dejando un poso tras de sí que el tiempo convirtió en una estructura que se desplegó como el embrión del esqueleto que sostiene al mundo global que entre todos fuimos construyendo a partir del siglo XV.

Esa pequeña piececita que se observa en el meollo del Hemisferio Occidental, donde se encuentran las placas tectónicas, los flujos de energía del magma subyacente, las corrientes marinas que atraviesan el Atlántico, rompiendo en la Península para internarse una parte en el sumidero mediterráneo, mientras el resto enfila hacia las islas británicas. Ese lugar donde los vientos oceánicos rompen sus frentes contra el relieve de la Meseta Central, escalonado a distintos niveles y formando pasillos horizontales que amplifican los contrastes entre el norte y el sur peninsular, con la de las bajas presiones saharianas que desvían los vientos del oeste hacia el norte durante el estío, resecando la tierra y pintando de pardo nuestro paisaje, en abierto contraste con el verde de nuestros vecinos septentrionales; esa piececita -repito- se convirtió en un corazón que bombeó hombres y recursos hacia los cuatro puntos cardinales durante la Era de los Descubrimientos Geográficos y conectó al mundo entero, transportando a través de sus rutas de distribución mercancías, personas, conocimientos, ideas...

Sabemos que los animales metazoos (vertebrados, artrópodos, moluscos...) están compuestos por multitud de células vivas que se unen para hacer un trabajo juntas que consiste en dar vida al ser que las contiene. El hombre está compuesto por millones de ellas que ignoran nuestra existencia, pese a que nos están permitiendo vivir gracias a su trabajo o, lo que es lo mismo, a sus tendencias instintivas.

El leucocito -o glóbulo blanco- no tiene ni idea de que el bichito al que está persiguiendo es una bacteria portadora de una enfermedad que puede poner en peligro la vida del ser-continente dentro del cual vive. Tampoco es necesario que lo sepa. Simplemente es así. Pero hay una conexión evidente entre su vida y la nuestra. Son dos planos diferentes de la misma realidad. Están interconectados aunque se ignoren mutuamente.

Las sociedades humanas son una asociación de individuos que buscan optimizar su relación con el medio en el que viven a través de una serie de reglas que han ido adoptando a lo largo del tiempo y que son fruto de la experiencia acumulada de los grupos que las constituyen. Pero los hombres no son los únicos elementos activos de esa asociación. Hay otros seres vivos interactuando con ellos y también otros que, sin estar vivos en el sentido orgánico del término, tienen una dinámica muy potente y reaccionan -igualmente- en respuesta a nuestras acciones. El conjunto, por tanto, tiene su propia lógica de desarrollo, que es independiente de la de sus partes, y esa lógica supra humana nos arrastra y condiciona buena parte de nuestra existencia.

En el desarrollo de los procesos históricos, la voluntad de los hombres que los protagonizan representa, tan solo, uno de los componentes a tener en cuenta. En realidad ni siquiera es uno de los elementos causales más determinantes de los mismos, pues los planes que los humanos van trazando por el camino se corrigen sobre la marcha, en una interacción continua con el resto de elementos activos que forman parte del sistema, resultando ser, finalmente, uno de los elementos más adaptativos de la máquina de la que forma parte. Como dijo Carlos Marx: “No es la conciencia la que determina el ser, sino que es el ser el que determina la conciencia”.

Las sociedades humanas son ecosistemas sociales cuyos procesos sólo pueden entenderse dinámicamente, teniendo en cuenta el entorno natural en el que se desenvuelven, y responden a unos patrones evolutivos prefijados que tienen una doble direccionalidad potencial: o se avanza o se retrocede, es decir, o se evoluciona o se involuciona.

Evolución significa intensificar la productividad  global del modelo, crecimiento de la población, incremento en el número y en el tamaño de las ciudades que forman parte del mismo, en la complejidad de su sistema político y social, en el ámbito geográfico que forma parte del mismo, en el desarrollo científico, técnico y artístico, una mayor integración entre las partes que forman parte del sistema...

Involución significa justo lo contrario. La tendencia general de las clases dirigentes dentro de esa estructura es a frenar su desarrollo, porque al crecer se vuelve menos abarcable, menos previsible, menos manejable y esto les infunde miedo.

Son las clases subalternas, las que no están bien integradas dentro del mismo, los sectores de la población que el sistema expulsa hacia la periferia, los que empujan en la dirección de incrementar la complejidad del modelo. Y hay dirigentes que saben ver en la fuerza convectiva que emerge desde el fondo de la sociedad una vía de ascenso social, una posibilidad de ponerse al frente de las transformaciones que le acompañan y de adaptarlo a sus propias necesidades.

Avanzar o retroceder, ese el dilema que se presenta cada vez que hay una crisis de crecimiento, y en la resolución del mismo intervienen, por supuesto, las inercias que el modelo lleva consigo pero, también, la lucha interior que se libra en el seno de cualquier sociedad entre las facciones que aspiran a liderarla.




[1]  “El Imperio transversal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-imperio-transversal.html