martes, 24 de abril de 2012

La historia de Colón



“Y Colón descubrió América”. Llevamos quinientos años escuchando esta historia y atribuyéndole a Cristóbal Colón el mérito de haber cambiado la Historia de la Humanidad. Todos hemos visto, oído y/o leído narraciones sobre la gran cabezonería de Colón, su firme convencimiento acerca de la existencia de tierras al otro lado del mar, la obcecación de sus interlocutores y su empeño en mantener posturas medievales obsoletas.

¿Cuántas veces hemos oído el cuento de Colón discutiendo con los sabios de Salamanca acerca de si La Tierra era plana o redonda? El problema que tiene esta versión es que es sencillamente falsa. Ese debate nunca se dio. La mayoría de la gente de cierto nivel cultural conocía la redondez de nuestro planeta ya desde la antigüedad y, aunque en la Edad Media proliferaron leyendas de todo tipo que intentaban infundir temor entre los hombres acerca de los peligros que acechaban a los navegantes en el Atlántico, esas leyendas eran interesadas, propagadas por gente que quería eliminar competidores de rutas que guardaban en secreto, para garantizarse el monopolio de las mismas. En cualquier caso sólo servían para engañar a los más crédulos y a los más ignorantes. Los inteligentes sabían leer entre líneas cuando las escuchaban y adivinar el verdadero objeto de las mismas.

En realidad el gran debate entre Colón y los sabios de Salamanca fue acerca del diámetro de La Tierra. Y los sabios tenían razón. Cada parte usó como argumento una edición diferente del mismo libro que, en su versión original, asignaba a nuestro planeta unas dimensiones bastante cercanas al tamaño que en realidad tiene. Pero la versión que Colón manejaba estaba mal traducida y reducía bastante su diámetro, colocando así al continente asiático a una distancia de Europa, por el oeste, parecida a la que se encuentra América en realidad.

Es bastante probable que, en su fuero interno, Colón ya supiera que sus interlocutores tenían razón (en que la versión que él manejaba estaba mal traducida). Lo que su comportamiento demostró en todo momento era que -para él- los argumentos eran algo secundario. En realidad “sabía” que había tierras al oeste, a una distancia aproximada a la que realmente se encuentra el Nuevo Mundo.

Pero si Colón ya “sabía” que había tierras al oeste es que alguien (tal vez él mismo) ya había estado allí. Lo que nos mete de lleno en la teoría del “predescubrimiento”, con su multitud de variantes.

“Desde los antiguos griegos (Eratóstenes) se conocía la medida de la circunferencia de la Tierra. Al parecer, la hipótesis de Colón sobre la posibilidad del viaje se basaba en cálculos erróneos sobre el tamaño de la esfera, ya que suponía que era más pequeña de lo que realmente es.

Otras teorías sostienen que Colón había oído datos, por habladurías de marinos, sobre la existencia de tierras mucho más cercanas a Europa de lo que se suponía científicamente que estaba Asia, y que emprendió la tarea de alcanzarla para comerciar sin depender de Génova ni de Portugal. Una de ellas, conocida como la teoría del prenauta, sugiere que durante el tiempo que Colón pasó en las islas portuguesas del Atlántico, se hizo cargo de un marino portugués o castellano moribundo cuya carabela había sido arrastrada desde el golfo de Guinea hasta el Caribe por las corrientes. Para algunos investigadores podría tratarse de Alonso Sánchez de Huelva aunque según otras fuentes podría ser portugués o vizcaíno. Esta teoría sugiere que el prenauta le confió a Colón el secreto. Según algunos estudiosos, la prueba más contundente a favor de esta teoría son las Capitulaciones de Santa Fe, ya que hablan de las tierras "descubiertas" al tiempo que otorgan a Colón una serie de privilegios no otorgados hasta entonces a nadie.”[1]

Imagínese que un día, un astrónomo, en un rutinario recorrido telescópico por los cielos de nuestro planeta, detecta un objeto dirigiéndose hacia nosotros. Una vez medida la distancia, la velocidad y la trayectoria que sigue el mismo llega a la conclusión de que pasará junto a nuestro mundo un día determinado, a una hora concreta y podrá decir, incluso, en que zonas de La Tierra será visible. Toda esa información la obtendrá nuestro científico haciendo un mero cálculo matemático de la trayectoria que sigue el objeto. No necesita más pruebas. Aunque esa cosa no haya pasado jamás cerca de La Tierra ni vuelva a hacerlo en el futuro. Aunque no haya ningún registro suyo en los anales históricos. Con el cálculo de su trayectoria ya tiene suficiente. A veces no es necesario que haya precedentes para saber que algo va a pasar. Basta considerar la lógica interna de los propios acontecimientos para percatarse del asunto.

Para dibujar una recta sólo necesitamos dos puntos. Para una figura más compleja algunos más. El astrónomo citado manejará, en sus cálculos, no sólo la inercia del objeto que se dirige hacia aquí sino, también, todas las fuerzas gravitatorias con las que se encontrará por el camino. En cualquier caso una cantidad finita de elementos, que ya estaban localizados antes de que éste surgiera en los confines de nuestro Sistema.

Los historiadores siempre han dado un valor extraordinario a los documentos del pasado que han llegado hasta nosotros. Es cierto que, con frecuencia, es lo único seguro que tenemos, pero todo suceso histórico se haya inscrito en un proceso, que tiene su propia lógica interna, su propia trayectoria. Como el objeto espacial del que les hablé más arriba. Hay unos modelos de desarrollo, unos patrones de despliegue cultural que pueden suplir, en un momento dado, la gran cantidad de lagunas con las que el historiador se enfrenta por falta de pruebas concretas.

Hacer descansar buena parte de nuestros conocimientos históricos sobre la base de los documentos que han llegado hasta nosotros tiene el inconveniente de que nos estamos haciendo eco de la propaganda de los poderosos del pasado, que se han encargado de filtrar esos documentos para que su versión se impusiera sobre las tradiciones alternativas. Y como los imperios y las ideologías se han ido turnando entre sí a través de los tiempos, imagínense qué porcentaje del reflejo documental que originalmente existió (que sólo recogía una parte de la realidad de su tiempo) ha llegado hasta nosotros. ¿Cuántos libros, de los que circulaban en tiempos de Roma, pudieron pasar los filtros de los invasores germanos, más los musulmanes, más los medievales cristianos, más los del Antiguo Régimen europeo, más los de la Ilustración, más los contemporáneos? En cada una de estas fases se perdió un tipo de libros determinado. ¿Qué es lo que ha podido sobrevivir a todos estos filtros? Obviamente lo más inofensivo, trivial e insípido, lo menos polémico, lo más conformista. Y la visión que lo que sobrevivió nos aporta del pasado se simplifica notablemente, se homogeniza, desaparecen buena parte de las minorías que existieron realmente y que tuvieron cierta incidencia histórica. Desaparecen grandes escuelas de pensamiento, como por ejemplo la potente tradición arriana española de la que les vengo hablando desde hace meses y que el discurso oficial lleva un milenio sepultando.

Ya les hablé la semana pasada de la famosa “Donación de Constantino”, un documento atribuido a este emperador romano, que en realidad era una falsificación del siglo VIII fabricada por los papas de esa época para hacer valer su primacía, incluso política, sobre los poderes terrenales. Que el documento era falso era una sospecha muy extendida desde el principio (los hombres medievales no eran tan tontos como muchas veces suponemos) hasta que finalmente pudo demostrarse a través de un minucioso análisis filológico.

En realidad muy pocas de las obras escritas por los antiguos ha llegado directamente hasta nosotros. La inmensa mayoría lo ha hecho a través de copias de copias. La labor de los copistas medievales ha sido imprescindible para garantizar la supervivencia de las mismas. Pero claro, esos copistas eran monjes, es decir, los individuos más ideologizados de su tiempo. Ellos tuvieron que tomar decenas de miles de decisiones acerca de qué libro merecía ser copiado y difundido y cual no. Y en la siguiente generación volvía a plantearse de nuevo el asunto. Así un siglo detrás de otro. Es poco probable que una obra que no cumpliera los estrictos criterios de moralidad que los monjes tenían pasara el filtro de ese milenio medieval y llegara hasta nosotros.

¿Qué podemos hacer para impedir que esa visión tan parcial de nuestro pasado sea la que se imponga? Pues lo primero es, obviamente, tomar conciencia del sesgo oligárquico inducido que arrastra la historiografía oficial por las razones que acabo de exponer, e intentar compensarlo a través de un análisis crítico de los elementos a nuestro alcance. Ya habrá observado que los artículos que vengo publicando en este blog los vengo denominando globalmente como “Dinámica Histórica”, porque pretendo poner el énfasis en las trayectorias, en los procesos, las inercias, las dinámicas en definitiva.

Con el mayor respeto hacia la Historia concebida al modo más tradicional, que sigue siendo absolutamente necesaria, sólo pretendo reforzar la perspectiva general de nuestro pasado incorporando un nuevo ángulo de visión.

Pero volviendo a la historia del descubrimiento de América, dijimos que Colón ha sido presentado desde hace quinientos años como un individuo que cambió la Historia de la Humanidad, aunque después insinué que, tal vez, se podía haber hecho eco de alguna tradición anterior. En el texto que reproduje, su autor refleja la tesis del prenauta (tesis que comparto en buena medida), pero hay autores mucho más “esotéricos” que van más allá y encuentran conexiones templarias u otras semejantes.

La verdad es que la personalidad del “descubridor” y el halo de secreto que le acompaña se prestan a todo tipo de especulaciones y fantasías que han dado pie a la creación de multitud de auténticos best sellers que son devorados por un público ávido de historias sorprendentes.

Pero el descubrimiento de América debe ser enmarcado dentro del proceso histórico del que forma parte, que no es otro que la Era de los Descubrimientos Geográficos que protagonizaron los pueblos ibéricos durante los siglos XV y XVI y que otros continuarían durante las centurias siguientes.

Una vez concluida la “Reconquista” en la Península, sus habitantes, que llevaban ya muchos siglos embarcados en una dinámica expansiva desde el punto de vista demográfico y ofensiva desde el militar, necesitaban nuevas áreas geográficas sobre las que proyectarse. Su mirada apuntaba hacia el sur, es decir, hacia el Magreb, y la imagen que se habían construido de sí mismos como vanguardia de la cristiandad les hacía priorizar, en cualquier caso, la conquista de los territorios habitados por infieles, antes que las áreas situadas en Europa.

Agotados pues los espacios peninsulares, que se habían ido conquistando con fuerzas fundamentalmente terrestres, los extra peninsulares requerían la construcción previa de una marina adecuada. Y a eso se dedicaron los primeros trastámaras castellanos durante el tramo final del siglo XIV. Los aliados franceses de Enrique II estaban muy interesados en la ayuda que este les podía prestar a ellos en la Guerra de los Cien Años en los frentes atlánticos contra Inglaterra. Y desde luego no salieron decepcionados:

“Castilla intervino en la guerra de los Cien Años, ante todo, en el terreo naval. Hay que señalar, a este respecto, que el fin principal que habían buscado los franceses al firmar con Enrique de Trastámara el tratado de Toledo era asegurarse el dominio del mar. El ataque al puerto de La Rochela, que en aquellas fechas se hallaba bajo el dominio de los ingleses, concluyó, el 23 de junio del año 1372, con un sonoro éxito naval franco-castellano. El gran protagonista de aquel combate, por lo que a la marina castellana se refiere, fue el almirante Ambrosio Bocanegra, pero también destacaron otros hombres de la mar, como Pedro Fernández Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. El conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa fue hecho prisionero y enviado a Castilla, en donde pasó algún tiempo en el castillo de Curiel. Pedro López de Ayala relata, en su Crónica de Enrique II, como «llegado el dicho conde de Pelabroch a la villa de La Rochela ( ... ) las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendierónle a él e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los navíos e tesoros que traían». Por su parte el cronista francés Jean Froissart pone de relieve la importancia de la colaboración castellana al afirmar que «no pudo escapar nadie, de modo que los ingleses y pictavinos con todas sus gentes fueron capturados o muertos por los españoles». La principal consecuencia de la victoria obtenida en La Rochela, desde la perspectiva de la corona de Castilla, fue la conversión del canal de la Mancha en un espacio marítimo de proyección libre para los marinos cántabros y vascos. El triunfo de La Rochela había sido tan importante que, como ha señalado Luis Suárez, «venía a establecer la superioridad naval de los castellanos, superioridad que no se vería comprometida seriamente hasta los tiempos de La Invencible».
[…]
Pero a finales de junio de 1377 los navegantes de Castilla, a cuyo frente se encontraba Fernán Sánchez de Tovar, colaboraron, una vez más, con el almirante francés Jean de Vienne en un nuevo ataque lanzado en esta ocasión contra la costa sur de Inglaterra. Durante cerca de un mes la flota franco-castellana llevó a cabo las más despiadadas operaciones que imaginarse puedan. Las ciudades de Rye, Portsmouth, Darmouth y Folkstone fueron testigos, entre otras muchas, de la furia desatada de los marinos franco-castellanos […] había quedado plenamente demostrada la espectacular fuerza naval que tenia, en aquellas fechas, la corona de Castilla. Pero, al mismo tiempo, e1 reino de Enrique II aparecía en el horizonte de la Cristiandad europea como una potencia de primera magnitud, con la que había que contar.”[2]

Castilla, por tanto, era ya una potencia naval a la altura de 1377 y no digamos la corona de Aragón:

“La corona de Aragón se había proyectado, desde tiempo atrás, tanto en términos militares como económicos, sobre el ámbito del Mediterráneo. Fernando I, consciente de la importancia de este ámbito de actuación, no dudó desde el primer momento en prestarle una atención especial. […] puso los cimientos de la espectacular ofensiva que, años más tarde, iba a protagonizar su hijo Alfonso V el Magnánimo sobre el reino de Nápoles.” [3]
[…]
“Alfonso V, desde el momento de su acceso al trono, se mostró decidido partidario de alentar las rutas comerciales de los catalanes en el Mediterráneo Oriental. En el transcurso de su reinado, por acudir a un ejemplo significativo, se establecieron consulados catalanes en Modó, localidad de Morea (año 1416), en Candía, que estaba situada en la isla de Creta (1433), y en Ragusa, ciudad de la costa adriática (1443). Paralelamente mantuvo el Magnánimo relaciones diplomáticas nada menos que con el Negus de Abisinia, al tiempo que establecía un protectorado sobre las islas de Rodas y de Chipre, ocupaba diversas plazas fuertes en Albania y negociaba con el sultán de Egipto. Su preocupación por proteger la navegación catalana que se dirigía hacia el Mediterráneo oriental le llevó, en el año 1453, a edificar un castillo en el puerto de Bengazi. La antigua Berenice, localidad de la costa africana, situada en el Golfo de la Gran Sirte. Allí se instaló un gobernador, el cual tenía la misión de proteger los navíos que hacían escala en dicho puerto. […] Alfonso V se mostró un indiscutible adalid en la lucha contra los turcos, lo que se plasmó en el tratado que firmó, en 1443, con el emperador de Constantinopla y con el déspota de Morea en 1451.”[4]

También los portugueses trabajaban en la misma dirección:

“Durante el reinado de don Fernando [I (1367-1383)] se favorecieron también las relaciones comerciales, constando la presencia de comerciantes internacionales en Lisboa durante su reinado. La navegación vive también una época dorada, permitiéndose la tala de bosques reales para la construcción de navíos, y concediendo importantes exenciones fiscales en actividades navieras. Destaca especialmente la creación de la Compañía Naviera, en la que tienen obligación de registrarse todos los navíos y disponía de un fondo común para reparación de buques.”[5]

Pero la rivalidad atlántica entre castellanos y portugueses se desencadena ya en el siglo XV. A partir de 1402 comienza la conquista de las Islas Canarias por la expedición de los franceses Jean de Bethancourt y Gadiffer de Lasalle, en nombre del rey de Castilla. La noticia actuará como un revulsivo en Portugal, cuyos dirigentes empiezan a temerse que Castilla les cierre las rutas marítimas del sur. Entre 1402 y 1405, los castellanos se habían anexionado las islas canarias de Lanzarote, Hierro y Fuerteventura (tres de siete); y tenían planes de anexión sobre las cuatro que quedaban. Había que ponerse en marcha pronto.

Es en ese contexto histórico en el que aparece, en Portugal, la figura de Enrique el Navegante (1394-1460). Él será el estratega que diseñe el plan de la expansión marítima portuguesa a través del Océano Atlántico, el agente globalizador por antonomasia. Los miles de exploradores, de descubridores, de conquistadores que se desparramarán por el mundo a partir del siglo XV desde el continente europeo primero, desde las nuevas europas después y desde las alter-europas más adelante, no han hecho más que continuar el camino que él emprendió. Hoy a ese proceso le llamamos “globalización”.


“En 1414 [Enrique el Navegante] convence a su padre para montar una campaña en conquista de Ceuta. [Esta tuvo lugar] en agosto de 1415, otorgando al reino de Portugal el dominio del comercio que ostentaba.”[6]
[…]
“En 1416 inicia la construcción de la “Ciudad del Infante” lo que hoy se conoce como Sagres, junto al Cabo de San Vicente, en el extremo sudoeste de Portugal. La ciudad creció rápidamente como polo de la más elevada tecnología para la navegación y cartografía de la época, como un arsenal naval, observatorio y escuela para el estudio de geografía y navegación (Escuela de Sagres). El mallorquín Jehuda Cresques (o Jafuda Cresques, en portugués), un famoso cartógrafo, fue invitado a Sagres para realizar un compendio del conocimiento geográfico, encargo que aceptó. Lagos, a poca distancia al Este, se convirtió en un lugar de construcción naval gracias a su puerto. Uno de los primeros resultados de esta empresa fue el descubrimiento de [las islas de] Madeira por João Gonçalves Zarco y Tristāo Vaz Texeira, posteriormente colonizadas.
[…]
En 1426, sus navegantes descubrían las primeras islas Azores, posiblemente por Gonçalo Velho Cabral, siendo también colonizadas por los portugueses.”[7].

Durante las primeras décadas del siglo XV tanto castellanos como portugueses toman posiciones en los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Madeira, Azores y, más adelante, también Cabo Verde). Ellos no lo sabían, pero acababan de convertirse en los guardianes de la puerta de la “Autopista de los alisios”.

En la era de la navegación a vela, en las inmensidades del océano no se puede navegar por cualquier ruta. A lo largo del siglo XV los marinos ibéricos fueron arrancándole poco a poco sus secretos al mar. Los secretos del mar son los caminos que los vientos han trazado sobre su superficie. El famoso “8” atlántico. El centro de ese “8”, donde las dos líneas se cruzan, es justo el punto donde África y América están más cerca, en la línea del ecuador. De tal manera que la única forma de navegar por el Atlántico, sin perecer en el intento, es dirigirse hacia el sur, desde las latitudes templadas europeas, hasta alcanzar, como mínimo, el Trópico de Cáncer. Por las latitudes tropicales hay que virar hacia el oeste para adentrarse profundamente en el océano. Sólo en esas profundidades atlánticas se pueden encontrar vientos que permitan virar tanto hacia el norte como hacia el sur. En el primer caso hay que esperar a alcanzar las latitudes de la Península Ibérica para poder girar hacia el este y así poder volver a casa. Si se escogió la ruta meridional también hay que llegar a las latitudes templadas, en este caso del sur de África, para poder hacer lo propio y, una vez alcanzadas las costas de Sudáfrica o de Namibia, se puede virar hacia el norte para tornar a las latitudes tropicales. Ese es el secreto del Atlántico. Pero no fue fácil descubrirlo. Por el camino se quedaron muchas tripulaciones. Conseguir que los marinos comprendieran que, si querían volver a casa, tenían que adentrarse profundamente en el mar y perder todas las referencias terrestres no fue nada fácil, como podrá imaginar. Pero una vez interiorizado esto el descubrimiento de América era, tan sólo, cuestión de tiempo.

El descubrimiento de América es la consecuencia lógica del fin de la “Reconquista”. Era lo que tocaba una vez que la criatura ibérica salió del cascarón y empezó a explorar el espacio circundante. Como vivimos en una península y nuestra inercia expansiva empujaba hacia el sur, había que hacerse a la mar para seguir creciendo y, aunque el primer impulso expansivo conducía directamente hacia las desérticas tierras del Magreb que, por otro lado, estaban bien defendidas, los ibéricos, poco a poco, empezaron a tomar por el camino piezas menores pero suculentas: las islas de la Macaronesia y en ese proceso descubrirían pronto la gran cantidad de alternativas que el Atlántico les ponía a su alcance, mostrándole –finalmente- un inmenso continente.

La verdad es que, visto el asunto desde esa perspectiva, la teoría del pre-descubrimiento por parte del mítico Alonso Sánchez de Huelva -o de cualquier otro- se presenta como la explicación más lógica y sencilla del descubrimiento americano. Y la tozudez de Colón adquiere un nuevo cariz mucho más razonable.

Personalmente creo que es poco probable que el prenauta fuera portugués o vizcaíno por el propio comportamiento que siguió Colón: Primero intentó convencer al rey de Portugal, un monarca que controlaba todo lo que se movía dentro de su propio reino, especialmente si tenía algo que ver con el mar, y que castigaba con dureza cualquier revelación de secretos de estado (y los descubrimientos geográficos eran en Portugal secretos de estado). Si Colón lo intentó primero en Lisboa es que la corona portuguesa no había tenido nada que ver, ni por activa ni por pasiva, con ese viaje del prenauta.

Y dentro del reino de Castilla es obvio que los más implicados en los proyectos del Atlántico “Sur” eran los marinos que cotidianamente estaban compitiendo con los portugueses en ese espacio geográfico.

Pero la presencia de Colón en el puerto de Palos y en el Monasterio de la Rábida, antes de dirigirse a la corte castellana, puede ser el dato más revelador, porque habría ido buscando a los viejos amigos y compañeros del mítico Alonso Sánchez de Huelva. Colón, para ellos, era un desconocido, pero ellos no lo eran para Colón, y eso le daba una indudable ventaja a nuestro personaje, que jugaba así con las cartas marcadas, sabiendo a priori qué argumentos podría usar y con quién. ¿Se imagina revelándole su “secreto” a Fray Antonio de Marchena o a Fray Juan Pérez en confesión? El sacerdote quedaba atrapado y obligado a defender su tesis sin poder dar una sola pista acerca de las razones que tenía. Colón jugaba con el factor sorpresa, poniendo en marcha una estrategia que había sido largamente meditada.

¿Y si Colón no hubiera existido? ¿Se habría descubierto América? Pues claro que sí. Por las razones expuestas más arriba como mucho se habría retrasado algunos años, pero no demasiados.

¿Y si la hubieran descubierto los portugueses? Pues es bastante probable que lo hubieran mantenido en secreto, para evitar la competencia castellana, hasta que los castellanos hubieran terminado enterándose, claro.

Desde que Portugal comenzó la exploración sistemática de las costas africanas al sur de Cabo Bojador el secreto fue su norma. Es lo que se conoce como “política de sigilo”. Las razones por las que en Portugal los descubrimientos geográficos eran secreto de estado son obvias: su gran rival, en esta carrera atlántica, era Castilla, cuya población multiplicaba por cinco a la portuguesa. Del secreto seguido por sus navegantes dependía la supervivencia de los propios proyectos expansivos portugueses. Los agentes de este país eran los mejores expertos de su tiempo en el arte de la desinformación (algo de lo que ahora sabemos bastante), unos auténticos fabricantes de mitos y de leyendas que buscaban atemorizar a sus competidores.

Por las mismas razones los marinos de Huelva y de Cádiz (los pinzones, Juan de la Cosa, el mítico Alonso Sánchez, etc.) eran lo más avezados, temerarios y mejor informados de todos los marinos castellanos. Eran marinos de la frontera, se jugaban la vida cada día no sólo por culpa de los peligros de la mar sino, también, por el peligro portugués y berberisco, sus más directos competidores en esa disputada zona del Atlántico. Si había alguien que no se tragaba las leyendas difundidas por el aparato propagandístico portugués eran los marinos andaluces, que les tenían bien tomada la medida a sus competidores más directos.

Hacía ya tiempo que circulaban historias por Andalucía (y también en Portugal) sobre la existencia de tierras al suroeste, porque la Corriente del Golfo tiene esa componente y arrastraba de vez en cuando restos procedentes del continente americano. Eso era algo sabido por los experimentados marinos del suroeste. La pregunta era ¿A qué distancia estaba esa tierra? Cada vez se conocía mejor la dinámica de los vientos del Atlántico y cada vez esos marinos se atrevían a hacer expediciones más lejanas.

A diferencia de Portugal, en Castilla no había un plan estatal de exploración del Atlántico, ocupados como estaban digiriendo la unificación con el reino de Aragón, en mantener la guerra con los nazaríes granadinos y atentos, también, a los conflictos que se estaban produciendo en el Mediterráneo. Los agentes más activos en la exploración del Océano eran los armadores privados del suroeste. Esto hacía que la difusión de las nuevas técnicas y conocimientos se hiciera de manera más espontánea, aunque cada patrón procuraba guardar sus propios secretos o mantenerlos al menos dentro de su círculo de confianza. Por todo ello no es nada casual que Colón aterrizara en Castilla precisamente por el Monasterio de La Rábida, a un tiro de piedra de donde se reunía la flor y nata de lo más avezado de la marina atlántica del suroeste, entre unos monjes que gozaban de la confianza de los armadores de Palos y que tenían, además, conexiones con la reina.

Portugal era un país cada vez más marinero y comerciante. Un país adecuado para fundar colonias costeras y poner en comunicación regiones lejanas. Castilla era una gran potencia terrestre, con una buena marina y una trayectoria conquistadora y colonizadora. La presencia de los portugueses solos en América hubiera significado la fundación de algunas ciudades costeras, cuya existencia hubieran intentado ocultar durante todo el tiempo que hubiera sido posible. La presencia castellana, en cambio significaba la apertura de nuevos frentes de lucha al otro lado del mar, la construcción de un imperio terrestre ultramarino. Eran el sigilo frente a la multitud, los comerciantes frente a los guerreros, el secreto frente a la luz y los taquígrafos.

América era demasiado grande para impedir la presencia en ella de Castilla a través de la “política de sigilo” o a través de bulas papales. Era imposible mantenerla apartada del Nuevo Mundo cuando, además, controlaba una de las puertas de la “Autopista de los Alisios” (las Islas Canarias). El guión del descubrimiento y de la conquista americana, por tanto, ya había sido escrito mucho antes de que Colón naciera.

España entró en tromba en el continente americano, de una manera que ningún otro país estaba en posición de emular y entonces todo cambió. Nadie podía emular a los españoles porque nadie tenía su historia, su poderosa fuerza expansiva, la capacidad de sufrimiento de sus guerreros. Nadie había movilizado a su población como lo había hecho este país durante los largos siglos medievales, nadie llevaba grabado a fuego en su subconsciente el brutal impacto de los 250 años de combate contra las formidables acometidas de los invasores norteafricanos.

El epílogo por tanto de esta historia podría ser: “los españoles atravesaron el océano y ya nunca nada volvería a ser igual”.



[2] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. pp. 46-49.
[3] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Ibid Pp. 116-119.
[4] Ibid. Pp. 176-177.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_I_de_Portugal
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante
[7] http://es.wikipedia.org/wiki/Enrique_el_Navegante

lunes, 16 de abril de 2012

La “función borgoñona”

Hoy empezaremos echando un nuevo vistazo a un viejo mapa que les mostré hace ya algunos meses en el artículo “Las fronteras intangibles”[1]. Se trata del que nos muestra al Imperio Romano en su momento álgido, sobre el 200 de nuestra era.

En su día les dije que observaran las fronteras más occidentales de los germanos con el Imperio y otra vez vuelvo sobre lo mismo. Observen la línea que separaba a éste de los bárbaros, a la altura de la Francia actual:




El “Limes” romano continental europeo discurría (salvo en su tramo final, a la altura de la actual Rumanía, la “Dacia” romana) siguiendo los cursos de los ríos Rhin y Danubio. En la orilla occidental del primero y en la meridional del segundo se atrincheraron los romanos para contener, durante 400 años, las embestidas procedentes del universo germánico. Aunque el paisaje natural, en las dos orillas del Rhin, es prácticamente el mismo sabemos que, antes de que los romanos llegaran allí, este río ya actuaba como la línea divisoria entre dos de los grandes pueblos de la protohistoria europea: los celtas –al oeste- y los germanos –al este-.

El Rhin, por tanto, viene actuando desde hace 2.300 años como la frontera entre dos pueblos, dos culturas, dos universos mentales, dos ecosistemas sociales en definitiva: al oeste los galos, posteriormente romanizados, sometidos por los francos a partir del siglo V, a los que hoy llamamos franceses. Al este los germanos, nunca romanizados, que construyeron en la Edad Media aquella laxa confederación de señores feudales que recibió el rimbombante nombre de “Sacro Imperio Romano-Germánico” y que hoy se llama Alemania.

Si viene siguiendo la serie de artículos sobre Dinámica Histórica que vengo publicando desde el mes de enero recordará lo que dije de los juegos de oposiciones en el artículo que cité más arriba y, también, lo que hablé sobre los bordes fronterizos entre dos ecosistemas[2].

Pues bien, el Rhin lleva 2.300 años convertido en la línea fronteriza entre dos ecosistemas, y como tal desempeñando la función que de ella se espera. Los romanos se atrincheraron allí y organizaron el territorio -en consecuencia con esa función- como un espacio fronterizo sometido a la continua presión militar germánica y que debía dar apoyo logístico a los puestos militares que se habían diseminado por todo el territorio. En esa zona hubo generosos repartos de tierras a los soldados veteranos una vez licenciados, para crear una trama social de pequeños campesinos capaces también de organizar la defensa del territorio en el supuesto de que saltaran los cerrojos militares que cubrían la primera línea.

Fueron pasando los siglos y los romanos cada vez tenían más problemas para movilizar soldados con los que cubrir las vacantes que se iban produciendo en el Limes. Poco a poco empiezan a reclutar hombres al otro lado del Rhin, fuera de los límites imperiales. Las legiones del Limes se fueron paulatinamente germanizando, de tal manera que llegó un momento en el que los que supuestamente tenían que proteger a Roma de los ataques de los bárbaros eran tan germanos como los propios atacantes. Por eso un día (el 25 de diciembre del 406) una parte de las tropas romanas que debían proteger ese “Limes” simplemente cambiaron de bando, uniéndose a los invasores durante uno de los días de fiesta más importante del calendario romano, y comenzaron así las que conocemos como “invasiones bárbaras”.

Pero durante los 200 años anteriores a esa fecha, el número de veteranos licenciados de origen germano que recibían tierra en la zona del Limes fue en aumento continuo, desplazando de manera paulatina a los primitivos habitantes de la misma, que eran de etnia celta.

Por tanto, durante el Bajo Imperio Romano, en la franja de tierras que había al oeste del Rhin, fue surgiendo una sociedad militarizada y muy romanizada, donde los celtas se fueron mezclando con los germanos, vinculada con el poder imperial mucho más directamente que el resto de habitantes que componían la Galia. Así cristalizó esa sociedad y así se proyectó hacia el futuro.

Tras las invasiones bárbaras sus habitantes pasarán a formar parte del reino Franco, como el resto de la Galia romana. Y esa franja de tierra será el eje central del Imperio de Carlomagno (siglos VIII y IX), la primera formación política que fue capaz de integrar (durante tres generaciones) a los antiguos celtas y a los germanos. El Imperio Carolingio fue una experiencia efímera. Todos los intentos de integrar a franceses y alemanes dentro de la misma estructura política han corrido siempre la misma suerte.

El acta de defunción del Imperio Carolingio fue el Tratado de Verdún (843):

“Se conoce como tratado de Verdún al acuerdo celebrado entre Lotario I del Sacro Imperio Romano Germánico, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, hijos de Ludovico Pío y nietos de Carlomagno. Por este tratado, los tres hermanos pusieron fin a años de hostilidades en que se enzarzaron debido a su ambición de controlar la totalidad del Imperio carolingio, lo que fue permitido por la debilidad de su padre.

Por el tratado de Verdún (843), los tres nietos de Carlomagno desintegraron el Imperio. Carlos se llevó las regiones occidentales. Luis tomó para sí las orientales. Lotario, por su parte, por su ambición, obtuvo las capitales imperiales: Roma y Aquisgrán, enclavadas en una estrecha franja de terreno [la franja de las que les vengo hablando] entre los dominios de sus dos hermanos, que iba desde Italia hasta el Mar del Norte.

El tratado tuvo consecuencias políticas incalculables. Aparte de sepultar para siempre el sueño de una resurrección del Imperio romano en Europa Occidental (que sería infructuosamente buscado por el Sacro Imperio Romano Germánico), creó la semilla de lo que después serían las naciones de Francia al oeste (el territorio de Carlos, que por primera vez recibe esa denominación en vez del tradicional nombre de Galia) y Alemania al este (los dominios de Luis). El territorio de Lotario será conocido en la Edad Media como la Lotaringia, denominación geográfica que abarca Flandes (las actuales Bélgica y Holanda), las regiones francesas de Alsacia y Lorena, y la Italia septentrional. Esta colección de tierras era demasiado inestable para seguir unida en un mismo cetro, y se desintegró bastante rápido, en un nuevo tratado celebrado el año 870, el tratado de Mersen, dejando de desempeñar un papel unitario en la historia universal.”[3]

Conforme fue avanzando la Edad Media -en la zona más meridional del viejo limes romano- la Lotaringia se fue transformando en el Ducado de Borgoña, un estado-barrera entre Alemania y Francia que supo aprovecharse de la rivalidad entre ambos países y de las debilidades estructurales del modelo de relaciones sociales del universo feudal para abrirse paso como un “ecosistema de frontera”. Pronto recuperan la vieja relación privilegiada que las fuerzas vivas del “Limes” tenían en la antigüedad con las autoridades imperiales romanas, cuyos herederos funcionales -en la Plena Edad Media- eran los papas romanos. De esa relación privilegiada obtenían las dos partes una gran rentabilidad. Los borgoñones recibían una legitimación moral del papado que en esa época valía su peso en oro. La amenaza implícita de excomunión contra un rey era entonces más valiosa que un ejército de 10.000 hombres. Así los borgoñones suplían su debilidad militar relativa con prestigio, influencia moral y poder diplomático.

La Santa Sede, por su parte, al partir en dos la cristiandad medieval con un estado-barrera debilitaba a los poderes temporales, reforzando la autoridad “espiritual” del Papa. En la mente tenían la creación de un estado teocrático supra-europeo[4] en el que los señores feudales respondieran ante el Papa también en términos políticos.

Tal y como expresamos en nuestro artículo “España: ¿Puente o frontera?”[5], los “ecosistemas de frontera” actúan como verdadero motor de cambio, exportando continuamente nuevas “especies” hacia los ecosistemas vecinos y el Ducado de Borgoña no es ninguna excepción a esa regla general. La mayor revolución espiritual de la Edad Media continental europea, la orden cluniacense, fue creciendo bajo la protección de los duques de Borgoña, formándose una gran alianza, en el corazón de Europa, entre el papado, los borgoñones y los cluniacenses que lideró, durante los tiempos medievales, una profunda renovación de las costumbres que tendrán a los monjes benedictinos como sus agentes principales y que buscaban construir el gran estado teocrático europeo, sometido a la autoridad del Papa, en el que lo “temporal” se confunde, de manera interesada[6] con lo “espiritual”, marcando el comienzo de la dura pugna por la hegemonía entre los poderes políticos (siempre divididos, gracias a la magistral utilización de la famosa “diplomacia vaticana”, combinada con las amenazas del “infierno” contra los que desobedecían la voluntad manifiesta de los papas) y los religiosos que, en el caso católico, siempre tuvieron unidad de mando y, por tanto, coordinación continental.

Ya hemos ido viendo el papel que, en la historia medieval española, desempeñó esta triple alianza. Pero es obvio que, para ellos, la Península Ibérica sólo era un escenario parcial dentro de una guerra global. La división política de los monarcas europeos era su objetivo principal, especialmente el aislamiento mutuo de los escenarios franceses –por un lado- y alemanes –por el otro-. Pero otro de sus grandes objetivos era convertir al papado en el gran transformador de las costumbres para poder conducir al “rebaño” cristiano en la dirección que la Iglesia marcaba. Las diversas órdenes monásticas se encargarán de esa tarea. Durante esos siglos habrá varias propuestas, que se irán complementando entre sí, cada una de las cuales cubrirá un flanco diferente dentro del "ecosistema" feudal. Pero es evidente que el papel desempeñado por los cluniacenses, durante los siglos XI y XII y los cistercienses, inmediatamente después, fue el más destacado dentro de la gran pluralidad de propuestas monásticas medievales.

También recordarán que, tanto en “La Génesis de nuestra identidad”[7] como en “El boomerang español”[8], hablé de la influencia de la experiencia borgoñona en los campos de batalla españoles frente a los almorávides y la creciente implicación del papado en la “Reconquista” española como uno de los elementos desencadenantes de las cruzadas. En su día comentamos que quien quisiera liderar un mundo de guerreros tenía que ser uno de ellos y que la experiencia española fue un elemento determinante en el proceso de reflexión que condujeron a ese ambicioso proyecto. En Tierra Santa la Iglesia católica creó y desarrolló otra potente herramienta de intervención en el universo feudal: las órdenes de caballería, esos hombres mitad monjes mitad soldados que hicieron llegar las directrices papales de manera directa hasta los campos de batalla, en un proceso de desarrollo de la lógica teocrática que planteé más arriba.

El destacado papel desempeñado durante los siglos XI y XII en la Península Ibérica, tanto por los cluniacenses como por los borgoñones, es consecuencia del desarrollo de la lógica fronteriza consustancial con el proyecto borgoñón y que encontró en España otro “limes” donde mutar para seguir creciendo. Entonces se tejió una alianza entre las clases dominantes de los dos países que “resucitó” quinientos años después, cuando se produjo la coronación de Carlos I.

El fracaso final de las cruzadas, la agudización de los conflictos entre Papado e Imperio, entre poderes temporales y espirituales, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y el Cisma de Occidente (1378–1417), fueron debilitando la hegemonía del Papa en el continente durante la Baja Edad Media. Durante esos siglos finales del Medievo Inglaterra se va acercando, de manera paulatina, a la vieja alianza romano-borgoñona. Durante la Guerra de los Cien Años los reyes borgoñones actúan con frecuencia en coalición con las fuerzas inglesas en los campos de batalla franceses. Poco a poco van ganando peso, dentro de los dominios borgoñones sus regiones más septentrionales: el área flamenca, como consecuencia de esa nueva y cada vez más estrecha relación entre borgoñones e ingleses.

La emergente Inglaterra de los siglos XV y XVI termina completando, por el norte, al eje romano-borgoñón, heredando palatinamente algunas de las funciones –las diplomáticas por supuesto- que fueron monopolio papal durante la Edad Media. De una manera creciente la actuación diplomática de los británicos en los escenarios continentales prolonga en el tiempo las estrategias diseñadas en Roma muchos siglos antes. Y entre esas políticas heredadas figura, en primerísimo lugar, el sostenimiento de los estados-barrera de la franja del Rhin.

El heterogéneo conglomerado de señoríos del oriente francés cada vez es menos borgoñón y más flamenco y es en ese contexto histórico en el que se produce el matrimonio entre la castellana Juana la Loca con el flamenco-borgoñón Felipe el Hermoso. Como consecuencia, en 1517, es coronado su hijo –Carlos I- como rey de España. Esta nueva asociación política viene a reforzar con savia nueva a los ya viejas y desgastadas organizaciones políticas del viejo limes romano, metiendo a España, de cabeza, en el corazón de los conflictos estructurales del continente europeo. La presencia española en esa zona tiene como objetivo frenar, en lo posible, el avance de la Historia. Las mentes que dirigían el viejo orden feudal habían trazado un plan para enfrentar entre sí a las nuevas y emergentes naciones-estado que estaban surgiendo en Europa en los albores de la modernidad. Y la nueva España que acababa de eclosionar se convirtió en la guardiana del viejo orden feudal europeo a la que se asignó como tarea principal rodear y contener a Francia. En un próximo artículo describiré como se concretó esa tarea. Hoy seguiremos hablando de los flamenco-borgoñones.

Mientras Carlos I estaba siendo coronado como rey de España, Martín Lutero estaba clavando en la puerta de la iglesia de Wittenberg sus 95 tesis que marcan el arranque de la Reforma Protestante. Durante el resto del siglo XVI y buena parte del XVII las guerras de religión asolarán Europa. Ya mostré en “Las fronteras intangibles”[9] como, cuando los cañones dejaron de tronar (en 1659), las fronteras religiosas entre católicos y protestantes reproducían, con bastante exactitud, la línea fronteriza del viejo Limes romano. Y como el reino flamenco-borgoñón llevaba siglos situado precisamente sobre ella vio reforzada, una vez más (es su destino), su función fronteriza. La mayor parte de estos territorios quedaron, como corresponde a su viejo rol de defensores del orden romano, del lado católico. Pero hubo un par de enclaves que optaron por la nueva fe reformada (Holanda, al norte, y algunos cantones suizos, al sur). Como corresponde a su carácter fronterizo no podían ser reformistas corrientes, tenían que llevar su compromiso con la nueva causa a un nivel mucho más militante que el resto de sus correligionarios, desarrollando una versión del protestantismo mucho más radical (el calvinismo). Si iban a quedar en la línea del frente necesitaban un mayor compromiso con la causa para resistir.

Una vez que Holanda quedó segregada del resto de los dominios flamencos y –además- en el bando protestante, pasó a depender, todavía más de su alianza con Inglaterra para afirmar su identidad frente a sus adversarios. Algún tiempo después, la llegada al poder español de la dinastía francesa de los borbones (1701) cambió por completo las reglas de juego del equilibrio europeo, puesto que el país que debía aislar a Francia del resto de Europa había basculado ahora hacia el lado francés. La Guerra de Sucesión española (1701-1713) consiguió paliar el efecto de la nueva alianza franco-española entregando a Austria lo que quedaba hasta entonces -en manos españolas- del viejo reino flamenco-borgoñón, convertido ahora en guardaespaldas de Alemania y de Holanda. Los restos más meridionales de ese conglomerado político irán cayendo de manera paulatina en manos francesas. Y el viejo Flandes español se convertirá –ya en el siglo XIX- en la nueva Bélgica, que todavía hoy separa a Francia de Holanda.

La aparición de la nueva Alemania unificada, en 1871, tras la Guerra Franco-Prusiana nos mete de lleno en los conflictos militares del siglo XX, en los que los estados-barrera han desparecido prácticamente de la escena porque, como en los tiempos de Roma, los ejércitos del este y los del oeste se atrincheraron en las dos orillas del Rhin. Dos guerras mundiales después, las dos partes enfrentadas decidieron jugar a llevarse bien y de nuevo los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo) empezaron a hacer de fiel de la balanza, participando en el proyecto europeo (como en los tiempos de Carlomagno) pero, sin perder de vista su alianza con Inglaterra (mucho más evidente en el caso holandés). No es sorprendente que en muchas votaciones de las que se producen en el seno de la Unión Europea los holandeses se alineen con ingleses y escandinavos (es algo instintivo) y jueguen a neutralizar la alianza franco-alemana, a veces con el apoyo de belgas y luxemburgueses.

Observen el mapa de Europa: Si Inglaterra fuera un martillo Holanda es la cuña sobre la que golpea. Una cuña situada en la desembocadura del Rhin, ese viejo río que es una vieja herida abierta en el corazón de Europa. Esa es su función: La función borgoñona.


[1] http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html
[3] http://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_Verd%C3%BAn
[4] Que llegó a tener una presencia real, aunque no fuera oficializada nunca. De hecho la expresión “poderes universales”, utilizada por los historiadores para referirse al Papado y al Imperio, es un reconocimiento implícito de la existencia de ese súper estado teocrático
[6] La famosa y falsa “Donación de Constantino” es el documento que marca el comienzo de la usurpación del poder “temporal” –es decir, político- por los papas.

lunes, 2 de abril de 2012

España: ¿Puente o frontera?

Los 150 años en los que la casa de Trastámara gobernó en los diferentes estados peninsulares (1366-1516): Castilla, Aragón y Navarra (a los habría que añadir el reino de Nápoles, en Italia), que se solapan en buena medida con los que la de Avís gobernó en Portugal (1385-1580) -ya dijimos que esta dinastía desempeña, en el país lusitano, un papel muy parecido a la de Trastámara en el nuestro-, son los de la eclosión del mundo ibérico.

Hay gran cantidad de libros que hablan de este interesantísimo período histórico, que lo despiezan y analizan desde todos los puntos de vista. Quien esté siguiendo de manera asidua mi blog se habrá dado cuenta ya que el punto de vista que vengo reflejando en él -más que propiamente histórico- está centrado en las dinámicas sociales. La Historia no es un encadenamiento de sucesos fortuitos, sino que tiene una lógica interna que es independiente de la voluntad de los individuos que la protagonizan. Varias veces me he referido a los diversos espacios geográficos a los que he hecho alguna referencia como “ecosistemas”, porque las sociedades humanas se estructuran interiormente como auténticos ecosistemas sociales y, a través de la biología, hemos aprendido que cada vez que el equilibrio interno de un ecosistema se rompe suele tener consecuencias catastróficas y desencadena una serie de reacciones y reajustes que, con el tiempo, terminan estableciendo un nuevo equilibrio, con nuevas especies ocupando los nichos que las antiguas abandonaron. Quien no tenga en cuenta esa lógica de funcionamiento de los sistemas sociales está condenado a repetir procesos históricos pretéritos que vuelven de manera recurrente, en los mismos escenarios, aunque con nuevos protagonistas.

Los ecosistemas sociales no son algo distinto de los biológicos. En realidad forman parte de ellos. Son otra dimensión de la biología. El hombre es un animal, todo lo social y tecnológico que se quiera, pero que construye sus sociedades dentro del ecosistema biológico en el que vive y, al hacerlo, lo modifica y lo hace reaccionar, sufriendo después las consecuencias de sus poco meditadas intervenciones en el mismo. Por tanto las reglas que los biólogos han establecido para sus sistemas no sólo se aplican en las sociedades por su analogía formal con ellos. No son reglas semejantes a las de los sistemas naturales. Son las mismas reglas, con ciertas especificidades, a lo sumo, que las matizarían. Biología, Ecología, Economía y Sociología, en el fondo son diferentes facetas de lo mismo. Hay una unidad troncal que las vincula y las interrelaciona.

Los meteorólogos saben perfectamente que, en el hemisferio norte, la circulación del viento en los anticiclones gira en el sentido de las agujas del reloj y en las borrascas lo hacen en sentido contrario. Observando durante años y años la evolución de la dinámica atmosférica han aprendido a anticiparse a la evolución de la misma y hoy se atreven a hacer previsiones que tienen bastantes probabilidades de cumplirse, sin tener que recurrir para ello a ninguna bola de cristal. Han descubierto la existencia de ciclos temporales secos que se alternan con otros húmedos y son capaces de calcular estadísticamente que probabilidad hay este año de que se produzcan huracanes en la zona del Caribe, por ejemplo. Probabilidad que es distinta de la del año pasado y también de la del próximo.

Pues algo parecido sucede con los procesos históricos. Tienen ciclos. A veces hay “borrascas” y otras “anticiclones” y en cada zona climática -en cada “ecosistema”- funcionan de una manera distinta pero con una lógica propia y repetitiva. Ya he mostrado, en otros artículos, la recurrencia de determinados procesos en determinados lugares. He utilizado con frecuencia los paralelismos históricos como argumento para mostrar alguna característica del “clima” local, para mostrar como lo que en un principio podría parecer anecdótico en realidad era algo estructural e impuesto por el medio a sus habitantes.

Pues bien, estos ciento cincuenta años a los que hice referencia al principio son trascendentales en la Historia de la Humanidad, y lo son porque en ellos se produce la eclosión del mundo ibérico, que es como decir el arranque de “la globalización”; cuando la débil interrelación que hasta entonces se había venido dando entre las distintas ecúmenes humanas da un salto cualitativo, por obra y gracia de los pueblos ibéricos, y se convierte en una interrelación fuerte, cuando los pueblos europeos, arrastrados por los peninsulares, toman contacto directo con el resto de pueblos de La Tierra, cuando se rasgan todos los velos que ocultaban los mundos remotos y el océano deja de ser una barrera infranqueable para convertirse en un puente hacia el infinito.

Esto no sucede por casualidad. Durante los siglos medievales asistimos en la Península Ibérica a un proceso de acumulación de fuerzas, en el corazón de la frontera, que crea una caldera a presión donde se va incubando la criatura que romperá el cascarón cuando concluya la Era de las Invasiones Africanas.

Los biólogos nos han enseñado que cada ecosistema tiene unas especies propias que lo caracterizan y posee cierto equilibrio interno que le da estabilidad. Pero en sus bordes exteriores, donde un ecosistema se encuentra con el vecino, se dan unas peculiares características que permiten la aparición de especies que aprovechan ese límite para evolucionar con más rapidez que las que viven en el corazón de los sistemas más estables.

Hay animales que buscan su alimento en un ecosistema y se refugian después en el vecino. Especies que saben aprovechar el contraste que se da entre ambos mundos para prosperar y construir una nueva relación con el medio. En los límites entre dos sistemas se aceleran los procesos evolutivos y por ello la frontera se convierte en algo vivo, en un verdadero motor de progreso, exportando nuevas especies hacia el corazón de las grandes formaciones que flanquean esas fronteras. Vienen a desempeñar el papel de los “límites divergentes” de las placas tectónicas. En cualquier caso las especies de los bordes, mucho más sensibles a los cambios que las de los grandes sistemas, están explorando continuamente los espacios circundantes y saben detectar, mejor que nadie, los nichos que han quedado temporalmente vacantes dentro de su radio de acción y desde ellos, una vez ocupados, se expanden con rapidez.

La especie humana es la demostración más palpable de lo que vengo diciendo. El hombre era un primate arbóreo que se quedó sin retaguardia cuando las selvas africanas se fueron secando. Los grandes ríos de ese continente le cortaron la retirada y tuvo que colonizar la sabana desde el borde de una selva en repliegue. El proceso duró lo suficiente como para permitir que un pequeño grupo evolucionara con rapidez (los grupos grandes evolucionan más lentamente) y ese ritmo evolutivo lo capacitó no sólo para conquistar las sabanas del África Oriental sino para saltar después desde ella a los ecosistemas que había más allá, pasando después de un continente a otro y readaptándose de nuevo en cada nueva fase colonizadora.

Ahora observen esta imagen del Mar Mediterráneo:



¿Se da cuenta por qué vengo diciendo desde hace meses que la Península Ibérica tiene un ecosistema diferente que el resto de nuestros vecinos? ¿Por qué afirmo que es un territorio fronterizo? ¿Por qué hablo de diversidad regional y de unidad del conjunto? ¿De que aquí no valen las políticas aplicadas en los países del norte ni tampoco en los del sur? ¿Se da cuenta por qué afirmo que es un subcontinente?

Mire ahora al otro extremo del Mediterráneo, a Turquía. ¿No cree que hay un gran parecido estructural entre los dos países? Reténgalo en la memoria, porque dentro de un par de meses hablaremos de esto, cuando les describa el duelo mediterráneo. Es cierto que en determinadas zonas de Italia y de Grecia nos encontramos un color que nos recuerda al nuestro -precisamente en las áreas de esos países que, históricamente, han tenido una mayor relación con España-, pero también que el paisaje predominante, pese a que estamos en la misma latitud, es mucho más verde que el de aquí. En nuestro caso habría que hablar también de la dinámica atmosférica y del famoso anticiclón de las Azores que desvía, durante varios meses cada año, los vientos atlánticos hacia el norte de nuestras latitudes, levantando una muralla de aire al oeste de nuestro país (en una zona donde los vientos dominantes proceden precisamente del oeste). De esta manera la meteorología refuerza a la orografía, acentuando la continentalidad de la Península Ibérica y acrecentando el efecto fortaleza del que ya les hablé otro día.

La invasión musulmana no se paró en España por casualidad. El Islam ha construido un universo mental que está fuertemente adaptado a los ecosistemas áridos. Su expansión militar se detuvo precisamente cuando encontró el límite de ese ecosistema. Cuando sus soluciones culturales dejaron de ser adaptativas. 

¿Recuerda lo que conté sobre los bordes entre ecosistemas diferentes? ¿Qué pequeños grupos de individuos evolucionan con más rapidez que los grupos más masivos? ¿Qué la frontera actúa como motor de cambio? ¿Qué las nuevas especies surgidas en el foco de los cambios se desparraman después por los ecosistemas vecinos y los van transformando?

La Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente (desde distancia segura) les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico, pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. En una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla. La lucha contra los musulmanes (que no acabó en 1492 como dicen los libros) duró más de mil años.

Nuestro país es un territorio fronterizo si la iniciativa política viene desde fuera. En ese caso estamos condenados eternamente a ser un campo de batalla entre civilizaciones que entran en conflicto y chocan justo en el punto donde nosotros vivimos. Ese era el papel que los musulmanes nos reservaban y nos rebelamos contra él. Si las inercias medievales se hubieran seguido manteniendo tal vez hubiéramos dejado de ser una tierra militarmente fronteriza (aunque siguiéramos siéndolo desde el punto de vista ecológico). En tiempos de los romanos formábamos parte del eje central mediterráneo. ¿Por qué no seguimos siéndolo? Pues porque caímos en el discurso maniqueo de los monoteístas (el monoteísmo casa bastante bien con los paisajes monocolores y también con las estructuras imperiales). Nos dejamos atrapar en nuestra identidad católico-romana-borgoñona e interiorizamos psicológicamente que éramos la periferia de Europa y no el oeste del eje mediterráneo. Se nos ha educado para hacer de guardaespaldas de los pueblos del norte. Ha sido un proceso sutil, fríamente planificado y ejecutado de manera sistemática a lo largo de la Edad Moderna, aunque apoyándose en las bases que sentaron los cluniacenses y borgoñones medio milenio antes.

En realidad, si observamos la imagen que les mostré más arriba e imaginamos que tomamos la iniciativa política y diseñamos ¡¡nosotros!! nuestra propia estrategia, la frontera puede automáticamente convertirse en una bisagra que articule el norte con el sur. Se trata de convertir las fronteras en puentes. Lo que hicimos con el Océano hace quinientos años.

¿Se ha paseado por las calles de Córdoba? Una ciudad que ha crecido a orillas del Guadalquivir, a la que se accede, por el sur desde su gran campiña. Pero desde el corazón de la ciudad se divisa, por el norte, la silueta inconfundible de Sierra Morena. Córdoba está en la frontera entre la campiña y la sierra. Es la bisagra que conecta los dos mundos. Lo mismo podemos decir de Granada, situada en el punto donde la Vega enlaza con las estribaciones de la Sierra. Y de Sevilla, donde en la antigüedad confluían no dos, sino tres ecosistemas: el espacio lacustre del “Lacus Ligustinus” de los romanos, la tierra alta del Aljarafe y el borde occidental de la campiña sevillana.

Todas las capitales de provincia interiores de Andalucía, así como el resto de sus núcleos de población más populosos, se encuentran en el borde de dos ecosistemas. En los puertos de mar esta afirmación tiene más sentido todavía. Y lo mismo sucede fuera, Madrid es otro ejemplo de lo que digo. Esto, como comprenderá, tampoco es casual. La ciudad es punto de encuentro, lugar de transacciones comerciales y es obvio que en la intersección de dos ecosistemas hay muchos más productos que cambiar que en el corazón de un espacio monocolor.

Si dirigimos la vista hacia el oeste -hacia Estados Unidos- vemos como su ciudad más poblada -Nueva York-, que durante décadas ha sido también la más habitada del mundo se fundó, por los holandeses (su nombre original era Nueva Ámsterdam), en un lugar intermedio entre los dos primeros núcleos ingleses de Norteamérica: las colonias puritanas de Nueva Inglaterra, que la flanqueaban por el norte, y las aristocráticas de Virginia, por el sur. Cuando pasó a manos británicas se convirtió en el punto de contacto entre ambos núcleos. La estructura social de Nueva Inglaterra era muy diferente a la de Virginia (el clima también es sensiblemente distinto), y esto se traducía económicamente en un contraste significativo de sus producciones locales. Muy pronto, Nueva York se convertirá en la bisagra que articulaba los dos espacios y este hecho la terminaría convirtiendo en la ciudad más grande y cosmopolita de toda la Costa Este norteamericana. Esa supremacía, unida al hecho de que esta costa era la que comunicaba a Norteamérica con las grandes potencias del siglo XIX y principios del XX -que estaban en Europa- la convirtió también en la más poblada de todo el inmenso país.

Si echamos la vista atrás y nos remontamos hasta la protohistoria vemos como el Mar Mediterráneo fue en ese tiempo la vía de penetración de la civilización, que irradiará desde sus costas hacia el interior de los continentes que lo flanquean. Poco a poco ese espacio cultural se fue haciendo más grueso y más denso, y las formaciones políticas que acompañaron ese proceso se fueron haciendo cada vez más vastas, hasta culminar con la creación del Imperio Mediterráneo por antonomasia, es decir, el Imperio Romano.

Pero los imperios son estructuras políticas muy jerarquizadas que integran, dentro de sí, a una gran variedad de pueblos en diferentes estadios de evolución. Se legitiman porque difunden, desde las regiones más evolucionadas, los avances tecnológicos y culturales hacia las que lo están menos. Esa es la parte positiva, la negativa es que sobreexplotan a esos pueblos que están menos evolucionados. Estos tienen que aceptar su sumisión, de grado o por la fuerza, mientras carezcan de los instrumentos necesarios para plantarle cara, con unas mínimas posibilidades de éxito. La tecnología, la cultura, la identidad nacional o un proyecto político propio son esos instrumentos que podrían ayudar a los sometidos a sacudirse el yugo imperial.

El tiempo termina erosionando cualquier imperio y la difusión de la tecnología y de la cultura va rellenado el desnivel originario que separaba a los pueblos más avanzados de los más rezagados dentro de su estructura. Eran esas diferencias las que lo legitimaron, en su día, y su paulatina desaparición va eliminando las razones que lo sostenían. Por eso, cuando Roma alcanzó el punto máximo de su poder hacía ya tiempo que había empezando a desintegrarse. El proceso fue creando un vacío de poder que aprovecharán los pueblos que se movían en los límites del Imperio, convertido ahora en la frontera entre dos “ecosistemas”, no ya biológicos sino culturales. Los germanos por el norte y los árabes por el sur se repartirán la mayor parte de los territorios que habían formado parte del Imperio Mediterráneo. Pero la fuerza de estos nuevos invasores no estaba en la integración de los diferentes sino en la gran adaptación a su medio biológico, que compartían con sus vecinos romanizados. Como en los ecosistemas naturales, a una fase de transformaciones liderada por especies “oportunistas”, muy adaptables, que se instalan con facilidad en cualquier espacio nuevo -los todo-terrenos romanos- le sucede otra de grandes especialistas –árabes y germanos-, imbatibles en su medio pero incapaces de exportar su modelo más allá de su hábitat natural.

A lo largo de la Edad Media dos pueblos bisagra empiezan a crecer en ambos extremos del Mare Nostrum romano: españoles y turcos, cada uno surgido en el límite de las dos civilizaciones que habían chocado en el arco Mediterráneo. Dos pueblos que encarnaban un nuevo modelo llamado a repetir, mil quinientos años después, la historia del Imperio Romano. En el siglo XV empieza a perfilarse el nuevo duelo mediterráneo –cuya línea del frente no se iba a trazar de este a oeste como en la Edad Media sino de norte a sur- entre los dos nuevos imperios en ciernes. Los turcos siguieron inexorablemente su guión, pero algo pasó en el lado español que dio un giro inesperado a los acontecimientos y cambió el curso de la Historia. Pero esa parte la contaremos otro día.