viernes, 15 de junio de 2018

Diplomacia e inteligencia en el Equilibrio Europeo


En el artículo anterior vimos como los diferentes proyectos hegemonistas europeos, a lo largo de la historia, han ido modulando su estrategia en función de los acontecimientos. Cuando tales proyectos han podido poner a sus vecinos ante hechos consumados y obligarlos a entrar en ellos, lo han hecho sin la más mínima reserva moral. Cuando, por el contrario, la correlación de fuerzas les impedía forzar el proceso, entonces han atemperado sus discursos y se han vuelto “tolerantes” de la noche a la mañana. Esto es algo que ya vimos cuando hablamos de las guerras de religión entre católicos y protestantes a lo largo de los siglos XVI y XVII.
“Siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas, algún proyecto hegemonista”, dijimos hace poco[1], que se plantea de manera pragmática y posibilista porque las circunstancias han vuelto inviable el sometimiento directo, por la vía militar. En los procesos de unificación política de ámbito regional que han ido teniendo lugar en la ecúmene europea a lo largo de los últimos siglos (Alemania, Italia, Yugoslavia...) siempre ha habido un estado (Prusia, Piamonte, Serbia...) que ha arrastrado al resto de formaciones políticas menores y ha impuesto la unidad, aunque esgrimiera para ello un discurso pan-nacional. Cuando se han encontrado con una estructura política lo suficientemente potente como para poder frenar el proceso (Austria en el caso alemán, el reino de las Dos Sicilias en el italiano) la han laminado. Por tanto podríamos aventurar una primera hipótesis de trabajo: Para conseguir la unidad política hace falta construir un discurso que sea congruente con ese objetivo y, además, una estructura que lo lidere y que se imponga a las demás. ¿Hay alguna excepción a esta regla?
Pues sí. Se me ocurre una... ¡¡España!! España aparece cuando dos estados bajomedievales consolidados (Castilla y Aragón) deciden, de manera libre y pacífica, unirse en un plano de igualdad. Algo relativamente raro en la Historia Universal.
Bueno. En realidad no es tan raro, al menos en la Península Ibérica, ya que cada uno de esos dos estados había surgido, a su vez, de la misma manera (los reinos de Castilla y de León se unieron para dar lugar al castellano-leonés en 1230. El Reino de Aragón y el Condado de Barcelona se unieron en 1164, manteniendo el nuevo estado unificado la denominación del primero). Se ve que las dinámicas históricas peninsulares se rigen por unas reglas diferentes a las que lo hacen las continentales. Por eso los españoles, cuando actúan en el ámbito europeo, han pecado siempre de una gran ingenuidad política, atribuyéndoles a los otros unas actitudes mucho más altruistas y generosas de las que en realidad tenían. Por eso cuando un poder extranjero se extiende por España se encuentra frente a la respuesta multimodal española, de la que ya hemos hablado en muchos de nuestros artículos, que le rompe todos sus esquemas.
Hace tiempo que vengo hablando del desarrollo diferencial de las dinámicas históricas que han tenido lugar en la Península Ibérica, si las comparamos con sus equivalentes de otros espacios geográficos (no sólo europeos), y de la relación que esa dinámica guarda con las variables ecológicas, orográficas, climatológicas y geoestratégicas. La Península Ibérica es un territorio muy compacto, que ocupa una posición única en el mundo: Es uno de los tres cruces de caminos más importantes del planeta (junto al Istmo/canal de Panamá y el Istmo/canal del Sinaí/Suez. Pero, sin embargo, está muy fragmentada desde el punto de vista ecológico, lo que provoca una reacción “diferida, escalonada y múltiple”[2] de los agentes sociales frente a las agresiones externas, que llamé “respuesta multimodal española”. También hablé hace tiempo de la “profundidad estratégica”[3] que convierte a la Península en un subcontinente desde el punto de vista subjetivo[4], y de que eso es perfectamente constatable históricamente: como continente respondió cuando fue atacada por los romanos, por los árabes o por las fuerzas napoleónicas.
Esa reacción “diferida, escalonada y múltiple” hace que cuando un agresor destruye o somete a la estructura política del país se termine encontrando con la realidad subyacente del mismo, ecológicamente diversa, muy poco estructurada y, desde luego, absolutamente ajena a las dinámicas continentales. El poder político español ha venido actuando históricamente como una especie de “interfaz” que ha traducido el “software” de alto nivel de la alta política europea al “hardware” singular de la Península, que funciona con un “sistema operativo” diferente al europeo, aunque casi transparente desde fuera, cuando el “software” funciona, claro. El problema surge cuando éste deja de funcionar.
Hace tiempo les hablé de mi particular interpretación de la estructura del sistema europeo, que plasmé interpretando la realidad política de Europa tras la Paz de Westfalia (1648), uno de los momentos más cruciales de la historia europea. Difícilmente podremos entender nuestra realidad presente sin saber de dónde venimos:

“A lo largo de la Edad Moderna, en Europa, hubo una serie de pueblos que fueron asumiendo una cierta función de élite que maneja los hilos de la política en la ecúmene europea desde arriba. Hubo otros, más masivos y centrales, empeñados en crear un proyecto nacional desde el cual poder forjar un imperio “europeo” cuya centralidad aspiraban a tener. Hubo países cuya función consistió en mantener aislados a estos últimos para que no pudieran culminar su proyecto, Y otros que se encargaron de proteger al conjunto de las agresiones exteriores. Había, igualmente, una serie de pueblos atacando la fortaleza exterior del Sistema Europeo para intentar resquebrajarlo al menos. El esquema sería más o menos éste:



Ahora veamos un mapa de la Europa de 1648, surgida tras la Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años:





Asignemos ahora un color a cada una de las funciones descritas en el esquema anterior:



 
Y traslademos esos colores al mapa anterior para hacernos una cabal idea de la estructura de poder europea, allá por el siglo XVII:”[5]


Europa sufrió una transmutación profunda durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). La criatura que creó los imperios globales, la Revolución Industrial, la religión laica que usa a la ciencia como argumento y a la que llamé “cientifismo”[6], vino al mundo durante esa guerra y el momento del alumbramiento fue 1648.
En el último artículo estuvimos viendo someramente la evolución de los diversos discursos “europeístas” anteriores al siglo XX. Y dijimos que siempre había agazapado tras ellos un proyecto hegemonista. También hablamos de la tensión histórica que ha habido entre imperios “eurífugos” (que se extienden hacia el exterior de Europa) y los “eurípetos” (que lo hacen hacia el interior), y de como, entre estos últimos, ha habido un cierto movimiento pendular entre las iniciativas hegemonistas francesas y las alemanas.
Si ponemos esto en conexión con la estructura que surgió tras la Guerra de los Treinta Años y que presentamos más arriba, vemos como las dos potencias continentales de las que hablamos en el artículo cuya cita hemos reproducido son los dos imperios eurípetos de los que hemos hablado y que entre ellos se han interpuesto históricamente los países de la barrera interior, que han sostenido durante siglos el “Limes Renano” y que han ejercido lo que en su día llamé “la función borgoñona”[7], cuyos últimos restos en la actualidad son los países del Benelux y Suiza.
Cuando hablamos de la Europa de Westfalia, nos referimos a las “potencias diplomáticas”; son estados con un menor poder militar que los “continentales”, pero con una extraordinaria capacidad de maniobra política. Han sido históricamente los “cerebros” del Sistema del Equilibrio Europeo, moviendo sus hilos a través de la diplomacia y el espionaje para articular alianzas que impidieran la aparición de hegemonismos continentales. Han procurado actuar como el fulcro de la balanza para mantener la rivalidad y un cierto equilibrio de fuerzas entre franceses y alemanes. En el siglo XVII esa función las ejercían el Papado, Inglaterra y Holanda. Aunque en este sentido ha habido una evolución significativa.
Durante la Edad Media sólo el Papado la desempeñó, desde los Territorios Pontificios, apoyándose en la supremacía moral que le daba su preeminencia religiosa. El Papado movió sus hilos durante mil años para mantener el equilibrio de fuerzas entre francos y germanos, apoyando a las diversas estructuras políticas que prosperaron en el Limes Renano (Lotaringia, Borgoña, Franco Condado, Milán, Confederación Helvética, Países Bajos...)
Desde la época de las cruzadas los ingleses empiezan a ganar peso específico al norte del Canal de la Mancha y, poco a poco, van ganando influencia en el continente, hasta que llegaron a controlar una parte importante del territorio francés durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453). Durante esa guerra, además, se van tejiendo alianzas con otros señores feudales no sometidos a su influencia directa, en especial con los duques de Borgoña.
Durante el siglo XV las diplomacias pontificia e inglesa, pese a poseer agendas y prioridades claramente diferenciadas coinciden, sin embargo, en una línea estratégica fundamental: el reforzamiento del Limes Renano y, en consecuencia, ambos apuntalan el poder del Duque de Borgoña, para atar en corto al rey francés.
La unión política, ya en el siglo XVI, de la España de los Reyes Católicos con los flamenco-borgoñones y con los austriacos, en la persona de Carlos I (Carlos V para los alemanes) cambió por completo las reglas del juego. Ahora el peligro número uno para el equilibrio europeo pasa a ser la superestructura política de los Habsburgo. Hay un momento en el que el Papa, los protestantes, los franceses y los turcos llegan a coincidir en una cosa: Hay que acabar con el poder de los Habsburgo. Para encontrar una entidad política en Europa con un poder relativo comparable al imperio de Carlos I había que remontarse hasta los tiempos de Carlomagno, más de 700 años antes. Esta situación condujo al estallido de la guerra abierta entre el Papado y el Imperio (1526-1529). Es en ese contexto político en el que tiene lugar el famoso Saco de Roma (1527), en el que un ejército imperial amotinado, en el que había “unos 5.000 españoles a las órdenes de Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto, 10.000 lansquenetes [alemanes] al mando de Jorge de Frundsberg, 3.000 soldados de infantería italiana comandada por Ferrante I Gonzaga y los 800 soldados de caballería ligera [flamencos] los debía gobernar Filiberto, príncipe de Orange”[8] ocupan y saquean la ciudad de Roma, obligando al Papa Clemente VII a refugiarse en el Castillo Sant'Angelo:

“Tras la ejecución de unos mil defensores comenzó el pillaje. Se destruyeron y despojaron de todo objeto precioso iglesias y monasterios (excepto las iglesias nacionales españolas), además de palacios de prelados y cardenales. Incluso los cardenales proimperiales tuvieron que pagar para proteger sus riquezas de los victoriosos soldados.”[9]

Más de una vez me he preguntado si no fue la unión política de flamenco-borgoñones, austríacos y españoles, que se produjo tras la Coronación del primer Habsburgo español y que coincidió en el tiempo con la difusión de las “95 tesis de Lutero”, la que provocó la conversión masiva al luteranismo de los príncipes del norte de Alemania, dando alas así a la Reforma Protestante, pues necesitaban un marcador ideológico que estableciera la diferencia entre unos y otros y permitiera cerrar filas a los disidentes políticos, convertidos entonces -también- en disidentes religiosos. Probablemente nunca lo sabremos, aunque creo que puede ser un buen motivo para la reflexión.
¿Fue el hegemonismo hispano-flamenco-borgoñón-austriaco, concretado en la persona de Carlos I, el que desencadenó la reacción ideológico-política que se plasma en la Reforma de Lutero y en la consecuente alianza de los príncipes del norte de Alemania? La acumulación de poder no siempre es garantía de unidad o de victoria. A veces actúa como el catalizador de una alianza entre sus adversarios que no se hubiera producido de otra manera; el desencadenante de un proceso reactivo. Un rápido proceso de unidad política que no respete los tiempos de las diferentes partes que se están integrando puede ser contraproducente.
El Carlos I que se retira a Yuste, cansado y decepcionado, ha empezado a comprender algunas cosas: Primero que el avispero alemán posee una naturaleza política muy diferente a la unión de los pueblos ibéricos y que, en consecuencia, debe ser administrado por personas distintas, que apliquen principios de gobierno diferentes. Por eso entrega Austria y el Imperio Alemán a su hermano Fernando y España a su heredero principal (Felipe II).
En segundo lugar también descubrió, demasiado tarde, que gobernar es algo más que ponerse al frente de sus ejércitos para aplastar a sus enemigos; que también hay que saber administrar. La España que Carlos I entrega a Felipe II está en bancarrota económica. El nuevo rey tendrá que lidiar con un tipo de problemas que su progenitor no había sido capaz de valorar adecuadamente, o que no había querido afrontar. Dichos problemas, sumados a la amenaza militar otomana que se estaba desplegando por Centroeuropa en ese momento, le hicieron comprender que su tiempo político ya había pasado y que tocaba pasar el testigo a la siguiente generación. No era muy habitual que un rey abdicara voluntariamente. Este hecho pone en evidencia varias cosas:
1) Que la alianza política que Carlos I personificaba era contra natura y que la percepción de ese hecho era algo generalizado.
2) Que la labor erosiva o de zapa que sus diferentes y heterogéneos adversarios habían puesto en marcha desde el minuto uno de su reinado fue alcanzando sus objetivos de manera lenta pero inexorable y que a mediados del siglo XVI ya estaban apuntadas las líneas maestras del despliegue estratégico de los diferentes actores que se enfrentarían en la Guerra de los Treinta Años y que un siglo después de su abdicación forjarían el Sistema del Equilibrio Europeo.
Hace tiempo que dije que “El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad”[10]; Cuando ese equilibrio se rompe, se pone en marcha el dispositivo de relojería que termina enterrando a las fuerzas hegemonistas que atentaron contra él. Cada ecosistema tiene sus propios mecanismos de compensación y los europeos están perfectamente caracterizados históricamente; presentando ciclos recurrentes que se mueven en espiral y reproducen parecidos escenarios políticos, con varios siglos de distancia entre un intento y el siguiente, aunque con un nivel energético y tecnológico diferente en cada uno de ellos. Es el avance o retroceso de ese nivel energético/tecnológico el que marca la direccionalidad del proceso.
Cuando, en 1648, se restableció el equilibrio de fuerzas europeo que los Habsburgo españoles habían roto en 1517, vimos la configuración más clásica de la Estructura del Sistema Europeo y que presenté más arriba. El Papado sigue haciendo valer, en la medida que las circunstancias se lo permiten, su preeminencia espiritual, pero su influencia en este campo cada vez es menor, habida cuenta de que los protestantes han escapado ya a su autoridad y que los estados católicos actúan en el ámbito político cada vez con mayor independencia frente a él. El ejemplo más clamoroso de lo que digo lo constituye la Francia de Richeliu, un estado católico, gobernado por un cardenal católico, que se alía con los protestantes para combatir a sus correligionarios porque entiende que así defiende mejor sus intereses estratégicos.
Todavía le quedaba al Papa, y aún lo sigue haciendo, una gran capacidad de maniobra diplomática, superior al peso que le correspondería como gobernante temporal, y una poderosa red de espionaje que actúa por todo el mundo conocido. Pese a todo esto, su declive es evidente.
Pero el siglo XVII ve aparecer o fortalecerse, por el norte, a Holanda y a Inglaterra, catapultadas hacia el estrellato por obra y gracia de la Paz de Westfalia. Sus actuaciones en el ámbito diplomático, que se apoyan obviamente sobre poderosos servicios de inteligencia, suplen con holgura el retroceso que, en este sentido, ha sufrido el Papado, convirtiéndose en los apuntaladores del Limes Renano que separa a las dos potencias continentales europeas históricas: Francia y Alemania.
Al principio hablé de la tensión histórica que se ha dado en Europa entre imperios eurípetos e imperios eurífugos. Los grandes imperios eurífugos de la Europa Moderna son España y Portugal, que forman parte del Cordón Sanitario Europeo, así como Inglaterra y Holanda, que clasificamos como potencias diplomáticas. Estos dos últimos estados, cuyo poder militar terrestre no podía compararse con el de Francia, Austria o España, supieron desarrollar, como contrapartida, una poderosa marina que  usaron, además, para afianzar su poder en los territorios de ultramar. Eso los convertirá en el fulcro de la balanza, como dije al principio; rol que supieron desplegar con suma maestría y que los catapultaría, en especial a los ingleses, hacia el liderazgo político mundial.
Los conflictos entre las potencias continentales europeas a lo largo de los siglos XIX y XX, serán aprovechados por el Reino Unido para reforzar su papel de árbitro entre ellas, proyectando su creciente poder sobre los escenarios extraeuropeos y metiéndole de lleno en todas las conspiraciones, las mesas de trabajo y los tratados internacionales en los que, de una o de otra manera, se estuvieran planificando o diseñando los escenarios políticos del futuro.
Por el camino, los holandeses verán como su posición se debilitaba por momentos y acababan convertidos en un estado más del cordón interior separador europeo, como Bélgica, Luxemburgo o Suiza.
Después de la Segunda Guerra Mundial se producirá un nuevo reajuste en los roles desempeñados por los diferentes países europeos como consecuencia del nuevo liderazgo político alcanzado por los Estados Unidos de Norteamérica, la nueva potencia anglosajona extraeuropea. En ese contexto el Reino Unido se convierte en el embajador en Europa del poder anglosajón mundial, ejerciendo una función delegada, aunque autónoma, que se le asigna desde la otra orilla del Atlántico. Inglaterra ejerce también funciones de intérprete, de interfaz y de cabeza de playa que traduce las respuestas de los agentes europeos, demasiado sutiles y complejas para la mentalidad norteamericana, atemperando y modulando las intervenciones imperiales en un escenario en el que los errores de cálculo político pueden pagarse muy caros, ante la cercanía del adversario soviético.
La maestría de la diplomacia y de la inteligencia británicas, con un bagaje histórico secular, al que también habría que sumar las vaticanas, dos veces milenarias, le enseñan al tosco estado mayor del nuevo imperio anglosajón a moverse en el campo de minas europeo. Será en ese contexto en el que se concrete el último proyecto eurípeto, al que hoy llamamos “Unión Europea”. Pero de eso hablaremos en el próximo artículo.

viernes, 27 de abril de 2018

Los antecedentes del proyecto europeo


El proyecto europeo viene de muy lejos, nada menos que de los tiempos de Carlomagno. Es la germanización del concepto de Imperio que intenta replicar, desde el corazón de las zonas continentales del extremo occidente euroasiático, lo que los romanos habían construido varios siglos antes en las orillas del Mar Mediterráneo.
Ningún gran proyecto político surge de la nada. Cada nueva fase histórica es una consecuencia de las anteriores, y construye nuevas realidades con la materia prima que ha heredado de las precedentes. Para Carlomagno y sus herederos políticos Roma es el referente previo, el modelo a imitar, la cantera donde obtienen los materiales para edificar su propio proyecto. Pero ni su realidad sincrónica ni la diacrónica tienen mucho que ver con aquella en la que Roma nació ni, tampoco, en la que creció y, en consecuencia, es un proyecto hasta cierto punto anacrónico. Parte de elementos conceptuales que no se integran bien ni en su entorno geográfico ni en su momento histórico.
El instante de máxima expansión territorial del Imperio Romano se alcanza durante el mandato del emperador Trajano (98-117). Ese es el momento que podemos decir que marca el punto de inflexión de la fase histórica que nosotros hemos llamado el “Imperio Mediterráneo”, un proyecto político multiecológico que se asienta sobre el límite que separa a los ecosistemas frescos y húmedos continentales europeos de los cálidos y secos norteafricanos y que usa al Mare Nostrum como eje desde el que se despliega. El mar será el medio a través del cual se expande y desde donde distribuye los flujos comerciales, se mueven los ejércitos y los funcionarios imperiales; el sistema nervioso que conecte y articule las provincias que lo integraron.
Lo que viene después del punto de inflexión que hemos citado es un proceso involutivo que conducirá desde el momento de máxima integración, que alcanzó su cénit en ese momento histórico, hasta el de máxima degradación institucional, al que se llega varios siglos después, en los albores de la Edad Media, tras las invasiones de los pueblos germánicos en la mitad occidental del Imperio Romano.
Imperio Carolingio. Los territorios sometidos a su autoridad son los representados en color rosa y en color verde. Los amarillos son estados aliados, pero independientes.
El proyecto carolingio es el primer intento serio de reconstrucción de la vieja estructura imperial romana, que parte del universo cultural que se desarrolla como consecuencia de las invasiones germánicas que pusieron fin al Imperio Romano de Occidente. Parte de un medio ecológico diferente al que dió origen al “Imperio Mediterráneo” y las fuerzas que lo impulsan son, precisamente, las que pusieron fin a aquél, pero tres siglos después.
En varios artículos de este blog he puesto de relieve que en nuestro ámbito geográfico se ha ido produciendo, a lo largo de la historia, una alternancia de ciclos mediterráneos y continentales. Al ciclo mediterráneo que el Imperio Romano encarnó le reemplazó el continental germánico, al norte de este mar, que es contemporáneo al continental árabe, que se despliega al sur del mismo. Los ciclos mediterráneos son multiecológicos y buscan una integración de los diferentes, de los complementarios. Los ciclos continentales, por el contrario, buscan crear una estructura política vinculada a un ecosistema concreto, en este caso el fresco y húmedo europeo occidental, y optimizar esa relación. Dentro de esa lógica, la integración de los diferentes no es, en absoluto, una prioridad. Desde el punto de vista étnico hay una tendencia a la pureza, tanto racial como cultural, y en espacios multiétnicos suelen segregar a sus diversos componentes, desarrollando un sistema social por capas, que ya hemos descrito en varios de nuestros artículos y que crea una estructura social de castas o estamentos que rechaza la posible mezcla entre miembros de los diferentes grupos que la componen.
En la Alta Edad Media se produce, a nivel europeo, el macro encuentro violento entre los invasores germanos, procedentes del corazón del continente, y las sociedades romanizadas que habían formado parte del Imperio y que, aunque habían sido sometidas militarmente, estaban más avanzadas desde el punto de vista social, cultural y tecnológico. Ese choque tiene lugar a lo largo de una extensión territorial amplísima y genera multitud de episodios de tensiones y de enfrentamientos que se alargan en el tiempo (durante varios siglos) y se subliman de diferentes maneras, dando lugar a una sociedad dual romano-germánica que va calando despacio en el subconsciente colectivo y que termina manifestando esa dualidad de multitud de formas, algunas de ellas bastante sutiles.
Hay una dualidad geográfica primaria, claramente identificable, que tiene al Rhin y al Danubio como fronteras “intangibles” entre sus componentes previos que, con el tiempo, se terminó convirtiendo en una frontera religiosa como describí en el artículo “Las fronteras intangibles”[1].
Hay una dualidad social, en los países que habían formado parte del Imperio Romano, entre la aristocracia germánica invasora y el pueblo, culturalmente romano. Esa dualidad presenta, durante varios siglos, una vertiente lingüística y otra religiosa que distingue a los germanos arrianos de los romanos trinitarios, y que la refuerzan.
A lo largo del siglo VI se va superando esa divergencia religiosa en la mayoría de los reinos germánicos del Occidente Europeo. En el artículo “El pacto fundacional de la iglesia española”[2] vimos, en concreto, el caso español. El proceso que tuvo lugar en la mayoría de los países fue similar. Como vimos entonces, cuando la aristocracia germana se “convirtió” al cristianismo trinitario estableció un pacto con las cúpulas dirigentes de las iglesias “nacionales”, y esa alianza pasó a vertebrar la precaria estructura política de los reinos germánicos altomedievales, en un momento en el que el obispo de Roma, es decir el Papa, se encuentra sometido a la tutela política del emperador de Bizancio.
Cuando el Imperio Carolingio reemplaza al Bizantino como fuerza política hegemónica en Italia, en el tránsito del siglo VIII al IX, se repite, a escala “europea” el pacto que había ido teniendo lugar a lo largo de los siglos VI y VII en las diferentes entidades políticas germánicas. El pacto entre el rey franco y el obispo de Roma convierte al primero en “Emperador” y al segundo en “Papa” (en el sentido que se le da a esa palabra en la actualidad). La esencia de ese acuerdo era que el prestigio histórico de la sede episcopal romana se pone al servicio de la propaganda política del rey de los francos, convirtiendo a los sectores de la Iglesia Trinitaria sometidos a la influencia de Roma en difusores de esa campaña que consiste en anunciar a todos que Carlomagno es el Emperador Romano de ese tiempo político.
A cambio, el obispo de Roma, es decir el Papa, recibe el espaldarazo del “Emperador” como máximo referente del cristianismo trinitario, convertido ahora en el embajador oficial de Dios en la Tierra. De esta manera la alianza entre clérigos y soldados convierte a los estados mayores de las dos instituciones en la dirección bicéfala de un proyecto “europeo”, entendiendo aquí la palabra “Europa” como el área geográfica sometida a la influencia de ese tándem, que los historiadores llaman “los dos poderes universales”, es decir, el Occidente Cristiano Medieval.
El modelo cristalizó y funcionó, con algunos retoques, durante casi mil años. Como sabemos, tras la muerte de Carlomagno su imperio se fragmentó y, poco después, el título de “Emperador” será patrimonializado por el “Primus Inter Pares” de los germanos, en el momento álgido del feudalismo europeo, es decir, en un momento político en el que lo que quedaba de la estructura del estado eran los lazos de vasallaje interpersonales que se establecían entre los diversos jefes militares locales, es decir, los señores feudales, que intentaban ocultar la precariedad de su poder con un pomposo ceremonial en el que la complicidad de los clérigos era esencial, pues eran “los representantes de Dios” en la localidad correspondiente y, por tanto, la fuente simbólica última del poder. Los señores, para deslegitimar las ambiciones políticas de los advenedizos, desarrollan una estructura de castas, de base étnica, en la que la “sangre” recibida de sus respectivos progenitores establece la posición que cada uno ocupa en la estructura social.
La alianza estratégica entre el “Papa” y el “Emperador” representó, durante la Plena y la Baja Edad Media, la fuente primaria del poder simbólico en Europa. Los dos “poderes universales” eran la base de sustentación ideológica del Feudalismo.
Pero la estructura social europea medieval funcionó como una especie de confederación informal de pueblos en la que el elemento estructural más sólido con el que contó fue la superestructura ideológica, es decir, la Iglesia, el auténtico vértice superior de su sistema. El “Imperio” medieval europeo, es decir, el Sacro Imperio Romano Germánico no fue más que una operación de propaganda política, más aparente que real. Una cáscara vacía ceremonial que sólo servía para coronar el discurso legitimador del sistema social feudal europeo.
Conforme avanzaron los siglos medievales, el desarrollo histórico de los pueblos europeos va haciendo aparecer nuevas fuerzas sociales que van sentando las bases que permitirán la aparición de la nación-estado moderna y toda la constelación de elementos que la acompañan (la burguesía, un naciente funcionariado, ejércitos profesionales pagados, universidades...). Será dicha constelación la que termine enterrando al feudalismo y a su mundo.
Con la nación-estado moderna llegarán los imperios ultramarinos europeos, el comercio intercontinental oceánico y nuevos paradigmas ideológicos (el protestantismo, el racionalismo, el cientifismo...), también las grandes guerras de ámbito europeo y americano (Guerra de los Cien Años, de los Treinta Años, del Asiento, de los Siete Años...). Con ella se producirá un reajuste de todos los parámetros estructurales del sistema, al que ya podemos llamar Occidental, pues los imperios ultramarinos habían desbordado con amplitud los límites geográficos del Occidente Cristiano Medieval. La laxa e informal “Confederación Europea”, a la que hemos hecho varias veces referencia en este blog durante los últimos años, se estructura de una nueva forma, que los historiadores han bautizado como el “Sistema del Equilibrio Europeo[3].
El Sistema del Equilibrio Europeo descansa sobre la competencia entre los diferentes actores políticos europeos, que se vigilan mutuamente para impedir la aparición de ningún proyecto hegemonista en el seno de la ecúmene, al estilo de la España de los austrias. Se produce en una fase histórica expansiva en la que los pueblos europeos se están extendiendo por todo el planeta a través de los imperios ultramarinos citados, a los que en su día califiqué como “imperios eurífugos[4], es decir, los que se expanden desde la periferia europea hacia el exterior y, en consecuencia, se vuelven más fuertes conforme se vuelcan sobre los mundos remotos extraeuropeos.
Pero la nueva gran potencia europea del momento, Francia, tenía otros planes. Aunque su posición geográfica dentro de la ecúmene la convierte en un país “occidental”, es decir, atlántico, lo que le obliga a competir en este ámbito con el resto de imperios ultramarinos europeos (Inglaterra, Holanda, España, Portugal), lleva siglos estructurándose interiormente para romper la barrera oriental que le impide expandirse por el corazón de Europa desde la desintegración del Imperio Carolingio. Su verdadera vocación “nacional” consiste en expandirse... ¡hacia el este!, no hacia el oeste. Los enemigos con los que desea batirse son los austriacos y los prusianos.
Serán los ejércitos napoleónicos los que por fin consigan romper esa barrera, aunque durante un corto espacio de tiempo... ni una generación siquiera. La repetición del sueño de Carlomagno, mil años después, será aún más efímera que la primera. La reflexión acerca del fracaso de ambos intentos, que parecen tener una base estructural, me llevó a escribir el artículo “Los imperios efímeros” y a definir en él el concepto de “imperio eurípeto” (que se expande hacia el interior de Europa) como enfrentado al de “imperio eurífugo” (que lo hace hacia el exterior). Tras el fracaso del proyecto napoleónico ocurrirá algo parecido a lo que pasó tras el del Imperio Carolingio: primero vino un interregno en el que los diferentes poderes europeos de la época intentarán reorganizarse, y después vendrá la ofensiva alemana: el imperio de los otones y el Sacro Imperio Romano Germánico en la Edad Media, el II (Bismarck y sus sucesores) y el III Reich (Hitler y el nazismo) en la Contemporánea.
Tras el fracaso de los intentos violentos de crear un imperio continental europeo, tanto desde el lado francés como desde el alemán, surge el proyecto pacífico, al que hoy llamamos Unión Europea, que se aborda desde una óptica más confederal, más multilateral. Parece que los militaristas han aprendido algo: imponer la unidad por la fuerza, en Europa, no es una buena idea.
En cierto modo, y salvando las correspondientes distancias, la Unión Europea guarda multitud de paralelismos históricos con el Sacro Imperio, son sendos intentos de confederar al mundo “europeo”, vinculando a los pueblos culturalmente germánicos con los culturalmente latinos, tras el fracaso de las opciones más militaristas, aunque dicha iniciativa parta desde los mismos núcleos de poder. Al final lo que termina surgiendo es una entidad burocrática y/o ceremonial que sólo sirve para alargar la agonía del orden social que tienen que defender, para administrar su propia decadencia. Ese orden social será desafiado por las nuevas fuerzas que presionan desde sus límites ecológicos exteriores.
El proyecto europeo contemporáneo que, finalmente, se ha concretado como “Unión Europea” viene siendo teorizado desde el hundimiento del Imperio Napoleónico. De alguna manera ya flotaba en el ambiente en la Europa de Metternich, la de la Santa Alianza. Las viejas fuerzas aristocráticas europeas, vinculadas ideológicamente con los últimos restos materiales del Sacro Imperio, comienzan a reflexionar acerca de la creación de un nuevo modelo político que sea capaz de integrar los dos enfoques antagónicos que han conocido históricamente los proyectos eurípetos; hegemonismo francés versus hegemonismo alemán.
Los defensores del viejo orden europeo trazan una estrategia defensiva ante el avance de las nuevas fuerzas que lo cuestionan, e idean una estructura que debe avanzar hacia la unidad paso a paso, intentando conciliar la multitud de grupos locales y regionales, así como los diversos intereses contrapuestos que hay en Europa.
Cuando los alemanes deciden tomar la iniciativa se encuentran, además, con un problema añadido. Su propia división política interna. Los franceses, al menos, tenían un estado centralizado como base de partida para intentar imponer su proyecto hegemonista. Los alemanes tenían que empezar construyendo el suyo propio, si pretendían después aspirar a liderar el siguiente intento.
Entre 1815 y 1870 se van poniendo en marcha diferentes proyectos unificadores de ámbito regional, que tienen a Alemania y a Italia como sus protagonistas principales. Pero dichos proyectos tienen, también, una vertiente europea, no olvidemos que Mazzini, fundador del movimiento La Joven Italia, que resultó determinante en la aparición de la Italia contemporánea, también fundó, en paralelo, La Joven Europa, un movimiento hermano, de ámbito europeo, que debía avanzar hacia la creación de una Europa unificada, siguiendo el modelo del proceso unificador italiano.
Durante ese tiempo surgen diversos proyectos que aspiran a la unidad de los pueblos europeos y que, sin embargo, compiten entre sí, ya que parten de núcleos de poder rivales. Ya hemos hablado de Mazzini y de los nacionalistas italianos. En paralelo está teniendo lugar, en Alemania, un proceso semejante, que presenta un perfil mucho más imperialista.
Más arriba hablamos de Metternich, el canciller austriaco que lideró la Europa de la Santa Alianza entre 1815 y 1848. Una de las iniciativas que sacó adelante en el Congreso de Viena (1815) fue la creación de la “Confederación Germánica”, la institución que reemplazó a la “Confederación del Rhin” napoleónica (1806-1815), que a su vez había reemplazado al Sacro Imperio. Esta estructura política sólo pretendía, en un principio, reestructurar lo que quedaba del viejo orden centroeuropeo, en una coyuntura histórica explosiva. En ese contexto se creará, en 1834, la Unión Aduanera de Alemania, “un mercado interno unitario para la mayoría de los Estados [alemanes, claro][5]. Como verán, un proceso político que guarda ciertas resonancias con el que condujo, más de un siglo después, a la creación del Mercado Común Europeo.
El problema de la Confederación Germánica es que estaba liderada por dos poderosos estados que eran rivales entre sí: El Imperio Austriaco, al sur, al frente de la Alemania católica, y Prusia, al norte, liderando la Alemania protestante. El desenlace de esta historia es el que puede imaginar: la guerra, en este caso la austro-prusiana o de las “siete semanas” (1866), que fue el tiempo que necesitaron los prusianos de Bismarck para machacar a los austriacos. La Confederación Germánica quedó disuelta y fue sustituida por la Confederación Alemana del Norte, un verdadero estado ya, breve preámbulo de lo que en 1871 se convertiría en Imperio Alemán, cuando incorporan a Baviera, Wurtemberg, Baden y el Gran Ducado de Hesse, más las provincias francesas de Alsacia y Lorena, tras la Guerra franco-prusiana, iniciando el periodo de la historia alemana conocido como Segundo Reich (1871-1918).
 Mientras tanto han estado ocurriendo cosas en otras zonas de Europa que apuntan también hacia la unidad de la Ecúmene, desde otros ángulos y perspectivas. Como vimos en el caso alemán, siempre hay agazapado, detrás de los discursos europeístas, algún proyecto hegemonista.
Tras la revolución de 1848 se proclama, en Francia, la II República, cuyo presidente, Luis Napoleón, era sobrino de Napoleón Bonaparte. El bonapartismo atacaba de nuevo, con una imagen un poco más light. La ficción republicana sólo duró cuatro años; en 1852 el presidente se proclamó “emperador”, con el nombre de Napoleón III
El nuevo Napoleón, como veremos, se enfrentará con el emergente poder alemán, usando la “latinidad” como argumento. Napoleón III respaldará el proceso unificador italiano, dentro de un orden, pues desde el principio dejó claro a los nacionalistas de este país que los Territorios Pontificios, que ocupaban todo el centro de la Península, incluyendo a la misma Roma, eran intocables. Sí los apoyó, en cambio, cuando entraron en guerra contra Austria para recuperar la Lombardía, a cambio de los territorios de Saboya y Niza, hoy franceses.
El mundo hispano, para Napoleón III, era una pieza muy importante dentro de su proyecto estratégico, ya que aspiraba a liderar su legado. En esa línea hay que interpretar su matrimonio con la aristócrata española Eugenia de Montijo, en 1853, un año después de asumir la corona imperial. También la intervención militar del ejército francés en México (aprovechando el estallido de la Guerra de Secesión norteamericana, que se libró entre 1861 y 1865) para respaldar la creación del Segundo Imperio Mexicano (1863-1867), cuyo monarca, Maximiliano de Austria, había sido elegido directamente por el mismo Napoleón III.

“La invasión francesa de México fue un intento de Napoleón III de revivir el Imperio francés, así como de prevenir el crecimiento de los Estados Unidos a través de alguna anexión de territorio mexicano. Fue devastadora para México, ya que sólo ayudó a incrementar el periodo de inestabilidad y agitación durante parte del siglo XIX. Además incrementó la deuda externa y creó una disrupción en la producción agrícola e industrial.”[6]

También hubo un proyecto, que no llegó a concretarse ya que se dio prioridad a la intervención en México, de establecer un protectorado francés sobre la República del Ecuador, en 1859, siguiendo el modelo británico de Canadá.
En 1865 se creará La Unión Monetaria Latinaen un intento por unificar varias divisas europeas en una sola moneda que pudiera ser utilizada en todos los Estados miembros”[7]

“El 23 de diciembre 1865; Francia, Bélgica, Italia y Suiza se incorporan a la unión y se comprometen a cambiar sus divisas nacionales a un estándar de 4,5 gramos de plata o 0,290322 de oro (un ratio de 15,5 a 1) y hacerlas libremente intercambiables. Más tarde se unirían Grecia en 1868, y Rumanía, Austria, Bulgaria, Venezuela, Serbia, Montenegro y San Marino en 1889. En 1904 las Indias Occidentales Danesas también adoptarían ese estándar, pero no se incorporarían formalmente a la UML.”[8]

Debemos recordar que, aunque España no llegó a formar parte de este grupo, una de las primeras medidas que tomó el gobierno provisional, tras la Revolución de “La Gloriosa” (1868), fue adherirse a los acuerdos de la UML y, en consecuencia, se creó una nueva moneda que se ajustaba a sus estándares (la peseta) y se adoptó el Sistema Métrico Decimal.

“El 19 de octubre de 1868, el ministro de Hacienda del Gobierno provisional del general Serrano, Laureano Figuerola, firmó el decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional, al mismo tiempo que entraba en vigor oficialmente el sistema métrico decimal en el contexto de la Unión Monetaria Latina.”[9]

Será durante la época del Segundo Imperio Francés (1852-1870) cuando se extienda el término “Latinoamérica”, inventado por el economista francés Michel Chevalier en Cartas sobre América del Norte, un libro que publicó en 1836. Napoleón III lo convertirá en la pieza maestra de su argumentario para legitimar sus proyectos imperialistas. Formó parte de la narración de los hechos históricos diseñada por los ideólogos franceses de la época, a la que se unieron entusiasmados los nacionalistas italianos, por razones obvias (también belgas y suizos en la época de la UML). En los países de Hispanoamérica el término también hizo fortuna porque ayudaba a marcar las distancias con España a dos generaciones de los procesos emancipadores y a establecer lazos con la potencia colonial francesa. También facilitaba la integración de los emigrantes italianos en los países de habla española y portuguesa. 
Los acontecimientos políticos se precipitarán durante los años siguientes, a escala mundial, frenando en seco todas las iniciativas que habían ido surgiendo en la corte de Napoleón III. El fin de la Guerra de Secesión hará que los norteamericanos volvieran de nuevo su mirada a su “patio trasero” y ayudaran a acelerar el trágico fin del Segundo Imperio Mexicano (1867). La inestabilidad política durante el período 1868-1875 impidió que España llegara a ser miembro de pleno derecho de la Unión Monetaria Latina y los prusianos, finalmente, darán el golpe de gracia al Segundo Imperio Francés en 1870 (lo que, por cierto, permitió a los nacionalistas italianos anexionarse los Territorios Pontificios y trasladar su capital a Roma). Tras la batalla de Sedán Europa entra en un nuevo período histórico que ha recibido multitud de denominaciones en función de la faceta en la que decidamos fijarnos (La Era del Imperialismo, la Belle Époque, la Paz Armada...). De la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) Alemania sale convertida en una verdadera potencial mundial y el hegemonismo germano se manifiesta ya sin complejos, lo que elevará la tensión militar por todo el mundo, sentando las bases para las dos guerras mundiales del siglo XX.