domingo, 28 de abril de 2013

Las lecciones de la Historia




El nacionalismo surgió en su día para plantar cara a un adversario exterior poderoso. Cuando cumple bien su papel, puede terminar convirtiendo al grupo que lo utiliza como herramienta en el núcleo dirigente de una gran potencia. Pero en cada región de nuestro planeta sólo hay sitio para un número limitado de estados-nación (variable, además, a lo largo de la historia), más allá del cual esta ideología conduce hacia una atomización política fratricida que puede terminar llevando a sus habitantes a unos niveles de violencia inconcebibles entre personas civilizadas y conducir, tanto a sus agentes como a sus víctimas, hacia su autodestrucción física y hacia la irrelevancia política.

Históricamente ya vimos como la primera fase de este proceso la protagonizaron, en Europa, los cinco estados-nación surgidos en los siglos XV y XVI, cada uno de los cuales dará origen a un imperio ultramarino diferente, de carácter eurífugo como ya dijimos hace varias semanas[1], dándoles a cada uno de ellos un significativo protagonismo político, en una ecúmene que en sus regiones orientales se encontraba mucho más dividida desde el punto de vista étnico.

Durante los siglos XVII y XVIII se van desplegando en Europa Oriental varios imperios multiétnicos (Prusia, Austria, Rusia, Imperio turco), algunos de los cuales poseen un claro perfil eurípeto, que son contagiados en el XIX por el nacionalismo propio de esa centuria que evoluciona desde su originaria ascendencia francesa, volviéndose más corrosivo conforme avanza hacia el este. El nacionalismo alemán, que debía cumplir la misión histórica de situar a su país en la cumbre del liderazgo planetario, fracasó estrepitosamente, empleó unos niveles de violencia nunca antes vistos en Europa y el resultado final fue la exacerbación de una multitud de proyectos nacionales alternativos cuyo proceso de despliegue está aún lejos de haber terminado y que se disputan entre ellos un espacio vital tan limitado que es manifiestamente imposible que pueda ser satisfecho en ningún caso.

Los dos grupos étnicos más potentes de todo este fluido magma de la Europa Oriental son, precisamente, los que marcan sus límites occidentales y orientales: alemanes y rusos respectivamente (los turcos, que constituyeron su límite meridional, fueron expulsados de esa zona a lo largo del siglo XIX). Pero incluso los miembros de estas dos etnias, que son a los que les ha ido un poco mejor en esa lucha, han tenido que pagar un formidable tributo de sangre como consecuencia de los innumerables conflictos nacionales que vienen librándose en esa vasta región desde hace varios siglos. Y están lejos de haber cubierto sus propias expectativas, siquiera fuera en términos de expansión geográfica formal. Todos han tenido que corregir a la baja sus proyectos nacionales, demostrando así de manera práctica que los medios utilizados por las fuerzas nacionalistas no sirven para conseguir sus propios fines.

Y no sirven por algo que vengo diciendo a través de estas páginas desde hace ya casi año y medio: Porque toda sociedad es, en realidad, un ecosistema social, y la diversidad es algo consustancial con ella. Es cierto que es posible avanzar hacia una mayor uniformidad de tipo lingüístico o religioso, como han podido conseguir algunos grandes imperios a lo largo de la historia. El Imperio romano, el árabe o el español lo llevaron a cabo en buena medida (nunca totalmente), pero esto pudo ser posible por varias razones (que no se dan en la Europa contemporánea):

La primera es que en el espacio geográfico por el que se extendieron esos grandes imperios había importantes desniveles tecnológicos entre sus diversos habitantes en el momento en el que construyeron dichos imperios, y que los dominados cambiaron cultura por tecnología. Aceptaron la dominación porque no juzgaron viable sacudirse el yugo de los conquistadores y durante las siguientes generaciones se produjo un proceso aculturador intenso entre las clases medias de la nueva sociedad que se estaba formando que le garantizó a estos últimos los suficientes apoyos sociales como para ir integrando -de manera gradual- a las diversas poblaciones del imperio en el nuevo universo cultural.

La segunda razón que permitió la consolidación de esos poderosos imperios fue que pudieron disfrutar -durante su fase expansiva- de un relativo monopolio de la fuerza en esa extensa región. No había cerca ningún otro imperio que alimentara la disidencia de los dominados.

La tercera es que los conquistadores se movieron en un ecosistema natural relativamente parecido al de su país de origen y supieron desenvolverse en él con relativa destreza, demostrando así ser “la especie mejor adaptada” a ese hábitat natural. En el caso romano el espacio peri-mediterráneo, en el árabe las zonas áridas que flanquean los desiertos del Próximo Oriente y del Norte de África y en el español la transversalidad del continente americano. Detrás de cada imperio hay una idea motriz, que genera un complejo cultural completo del que la religión y la lengua forman parte, además de otra multitud de factores y de costumbres validadas por el tiempo que garantizan tanto el salto tecnológico sobre la fase histórica anterior como su peculiar adaptación al medio al que la citada idea motriz da respuesta.

Nada de esto se ha dado en el contexto de la expansión de las fuerzas nacionalistas por Europa a lo largo de los siglos XIX y XX. Los desniveles tecnológicos y demográficos dentro de Europa no son suficientes como para dejar sin capacidad de resistencia a los dominados y, además, siempre hay alguna potencia rival cerca dispuesta a agudizar todas las posibles contradicciones internas de sus adversarios, lo que termina convirtiendo a toda agresión en el comienzo de un infierno que se realimenta a sí mismo, en una espiral de violencia autodestructiva.

Las guerras libradas en los años 90 del pasado siglo XX en los países que formaron parte de la antigua Yugoslavia constituyen uno de los ejemplos más recientes de lo que venimos diciendo. Y desgraciadamente en toda la región siguen latiendo demasiados deseos de venganza, demasiados conflictos étnicos de mayor o menor intensidad.

La política de limpieza étnica inducida por las diversas facciones nacionalistas no hace más que realimentar la espiral de la violencia, que no podrá ser superada hasta que sus habitantes sustituyan sus escalas de valores por un código ético mucho más integrador e inclusivo. El proyecto de la Unión Europea ha pretendido -durante varias generaciones- construir esa nueva escala, pero ha terminado creando un engendro político que nos recuerda demasiado al Imperio hispano-alemán de los Habsburgo, que condujo a Europa a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

Mientras existió el “Telón de Acero”, la Comunidad Económica Europea (precursora de la actual Unión Europea) supo mantener sus equilibrios internos relativos que le garantizaron cierta estabilidad interna, a pesar de encontrarse en un proceso de evolución continua. Pero cuando cayó el Muro de Berlín se inició una nueva carrera de fuerzas nacionalistas compitiendo por la expansión de su propio espacio vital en la Europa Oriental, liderada por los propios alemanes, que posee (la carrera citada) un exceso de resonancias de los grandes conflictos contemporáneos.

El proceso de atomización de los estados-nación que ha ido avanzando por la zona desde principios del siglo XIX, en paralelo (y no por casualidad) al proceso unificador alemán e italiano y el avance del Imperio ruso y sus herederos soviéticos en el Este, ha abierto una Era de enfrentamientos entre grupos étnicos y de continuos reajustes de fronteras que están lejos de haber terminado.

La falta de entendimiento entre vecinos que se da en nuestra ecúmene, el exceso de estereotipos a la hora de juzgar al otro y un cierto sentimiento de pueblo elegido de origen evidentemente bíblico que alcanzó a los movimientos nacionalistas a través del protestantismo y la relación subjetiva directa e íntima que se establece -sin mediación alguna- entre Dios y el creyente, sentó las bases para los grandes enfrentamientos armados del siglo XX.

En una Europa Oriental en la que multitud de grupos étnicos convivían en los mismos territorios, los procesos de autoafirmación nacional tenían que conducir necesariamente a un proceso de limpieza étnica, con deportaciones masivas y forzadas de poblaciones entre los diferentes países (turcos por griegos en la frontera greco-turca, expulsión de alemanes en los enclaves rodeados de poblaciones eslavas, de polacos en Bielorrusia, etc.) cuando no de puro y simple genocidio, han dejado una huella profunda en el subconsciente colectivo que no será fácil de borrar en el futuro. Y, desde luego, las actitudes maximalistas germanas han ayudado muy poco en ese sentido.

¿Se imagina a una “Unión Europea” con serbios, croatas, bosnios y kosovares dentro? ¿Se imagina a los burócratas de Bruselas imponiendo en la región la libre circulación de personas y de capitales? ¿Cómo gestionarán esos conflictos los comisarios europeos? ¿Recuerda a los “civilizados” yugoslavos matándose por las esquinas ante nuestras atónitas miradas hace menos de veinte años?

Hay demasiadas heridas abiertas a nuestro alrededor, demasiados antecedentes históricos, demasiadas profecías autocumplidas como para poder dormir tranquilos. Es hora de empezar a reflexionar con un poco de rigor, de aprender las lecciones que la historia, que es cíclica, nos está enseñando cada día.

[1]Los imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html

miércoles, 10 de abril de 2013

El expansionismo alemán



En el artículo anterior dijimos que “la 'nación' francesa surgió como una rebelión de la sociedad contra el estado”, que fue “una subversión social que igualó a los hombres jurídicamente”. También que “la nación alemana era […] la respuesta a una agresión francesa” que “se estructuró para poder enfrentarse adecuadamente a esa amenaza”. Y que en la mayor parte de los países que han desarrollado un movimiento nacionalista éste ha tenido un carácter, más bien, emancipador, mientras que en los casos alemán e italiano el elemento predominante fue el unificador.

Algunas de estas afirmaciones pueden parecer contradictorias, porque si los alemanes construyen una réplica del concepto francés de “nación” para poderse enfrentar con éxito con él ¿Cómo es que lo que les sale es, sin embargo, tan distinto?

También dijimos que Francia era uno de los países más centralistas del mundo y que cuando su modelo se trasladaba a otros con una estructura política diferente tenía que provocar una serie de desajustes que no se daban en el original.

Durante el período 1789-1815 buena parte de Europa sufrió la agresión francesa,  el ataque de un ejército perfectamente organizado, masivo, nacional e inspirado en los valores de los revolucionarios franceses. La conclusión que sacaron buena parte de los agredidos (excepto los españoles, cuyo caso ya veremos) es que para enfrentarse con Francia había que tener un estado tan centralizado como el francés. Pero en Alemania eso significaba transformar profundamente las estructuras políticas que la habían caracterizado durante un milenio. Los alemanes empezaron a transferir desde entonces un poder inmenso al estado unificado (por más que éste respetara formalmente cierta autonomía regional). Mientras que en Francia el Estado era un villano que había que vigilar de cerca, en Alemania era el instrumento que liberaría a los hombres de sus enemigos exteriores.

El estado francés en el siglo XIX tiene ya un rodaje de varios siglos. Desde la Guerra de los cien años (1337-1453), pasando por el estado autoritario (siglo XVI), el absolutista (siglos XVII y XVIII), las revoluciones de 1789, 1830, 1848 y 1871... es una vieja estructura política, bien conocida, que ha generado en la sociedad un buen número de anticuerpos para enfrentarse con él. No es casual que el país más centralista, el más compacto de todos, sea a su vez el que más oleadas revolucionarias ha sufrido. Es que una cosa acompaña a la otra. Como los ciudadanos saben hasta que extremos puede llegar, han organizado la resistencia, y ésta ha tenido tiempo de ir colándose despacio en sus mentes, ha sido interiorizada. ¿Recuerda aquello de que “el equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad”? Pues esto no sólo se aplica en términos geográficos, también lo hace en términos sociales, políticos, ideológicos...

En realidad el equilibrio forma parte de la esencia de la sociedad. De cualquier sociedad. Sólo que éste posee unos márgenes de variabilidad diferentes en contextos culturales distintos. Esto es así porque las sociedades son ecosistemas sociales, y todo ecosistema posee una serie de mecanismos que reaccionan cuando se produce un ataque a la lógica interna del conjunto.

Pero el estado alemán surgió en 1871. Los alemanes, como europeos que son, estaban perfectamente al día de todos los procesos de evolución culturales, ideológicos, tecnológicos... Desde un punto de vista geográfico, además -unidos o divididos-, están de todas formas en el centro de gravedad europeo. Se sienten, por tanto, el “eje” de la europeidad. Y además son muchos. El pueblo alemán ha sido el que más habitantes ha tenido en nuestra ecúmene, históricamente. Y también uno de los que posee una mayor densidad de población...

Sin embargo, no tenía la tradición estatal de los franceses, los ingleses o los holandeses. Ni tampoco las que acompañan a ésta, sus contrapesos sociales. El resto de la historia es de todos conocido.

Después de llevarse un milenio ensimismados en sus asuntos domésticos, tras la agresión francesa respondieron intentando quemar etapas para hacer en dos o tres generaciones lo que sus competidores habían ido construyendo a lo largo de varios siglos y, al hacerlo, arrastraron al resto de Europa, especialmente a los que también tenían la sensación de haberse quedado atrás. Y el nacionalismo se extendió por toda la ecúmene... El nacionalismo del siglo XIX, que era  más virulento que el que hundía sus raíces en los estados-nación del siglo XVI (las cinco naciones clásicas del Occidente europeo).

Dijo Julián Marías:

el concepto de 'nación' no existe sólo en singular. Las naciones suponen relaciones entre ellas, relaciones de extranjería, y un ámbito dentro del cual coexistan" [...] "ocurre con la palabra 'nación' como con la palabra 'hermano': suponen otros. [...] Las naciones son variedades de lo humano, concretamente de lo europeo: están hechas de Europa, de ese sustrato común; por eso cada una pretende ser la mejor: hay un elemento esencial de rivalidad” [entre ellas][1]

En el siglo XIX asistimos a un proceso de aceleración histórica que tiene mucho de artificial, en la medida en que los móviles que empujan a los hombres a actuar tienen más que ver con los agravios subjetivos -tal y como son percibidos por los distintos grupos humanos- que con sus verdaderas necesidades o con sus propias especificidades. Vemos a estructuras imperiales multiétnicas -como el Imperio austro-húngaro, el turco o el ruso- caer en la trampa nacionalista de corte francés, que procede del estado más compacto, desde el punto de vista cultural, que había en Europa. Pero esa lógica política era la opuesta a la que las superestructuras que ellos encarnaban necesitaban.

No pudieron evitar que los procesos sociales desencadenados por la Revolución francesa los arrastrara hacia el abismo. Todo grupo humano que tuviera unos marcadores de etnicidad fácilmente identificables, de tipo lingüístico o religioso, se sentía obligado a definir su propio proyecto nacional, sin tener clara consciencia de que ese camino, en una Europa central y oriental donde multitud de grupos étnicos se solapaban entre sí, conviviendo juntos en el mismo espacio geográfico, conducía hacia un baño de sangre.

La tendencia hacia el monolitismo cultural que toda “nación” encarna posee una potencialidad explosiva en los espacios geográficos multiétnicos. Ya vimos lo que les sucedió a judíos y moriscos en España, a los hugonotes en Francia o a los católicos en Inglaterra durante la fase de formación de las naciones-estado renacentistas. Y estos eran países donde los grupos mayoritarios poseían una hegemonía bastante clara, los estados estaban ya constituidos y sus fronteras perfectamente delimitadas. Ahora traslade mentalmente las exigencias de ese modelo hacia el “avispero balcánico” por ejemplo, donde no había fronteras consolidadas, ni estados asentados, ni hegemonías étnicas claras en la mayor parte del territorio. Dónde no sólo hay gran variedad de grupos religiosos y lingüísticos entremezclados sino, también, diferentes gradaciones entre los mismos. ¿Dónde acababa –en el siglo XIX- el idioma serbocroata y empezaba el búlgaro? (que, para entendernos, vienen a ser -comparativamente hablando- como el castellano y una lengua intermedia entre el gallego y el portugués, pero cuyos hablantes llevaban varios siglos formando parte del Imperio turco y hablando en turco con los que  les mandaban).

En el Imperio austro-húngaro (cuya lengua oficial era el alemán hasta 1867 y el alemán y el húngaro desde entonces) se hablaba italiano, esloveno, serbocroata, rumano, ucraniano, checo, eslovaco y polaco, además del alemán y el húngaro ya citados.

Este era el panorama general de Europa, al este de Alemania, durante el siglo XIX. Para que se declare un incendio sólo hacen falta tres condiciones: combustible, comburente y chispa. Pues en Europa teníamos el combustible y el comburente ya preparados. Sólo faltaba la chispa, Y ésta la pusieron los movimientos nacionalistas.

Alemania, el estado más poblado de Europa al oeste de Rusia, separaba a las naciones-estado consolidadas del Occidente europeo de las fluidas “naciones” en proceso de construcción de la Europa Oriental. Austria y Prusia, los dos estados germánicos más poderosos, habían crecido precisamente en sus fronteras orientales, en lucha con los pueblos eslavos que les rodeaban y con los imperios turco y ruso, que les habían disputado históricamente la hegemonía sobre ese conjunto.

Tras la invasión de las tropas napoleónicas, que llegaron en su avance hasta Moscú, el relevo lo toman los alemanes. Y el II Reich mira hacia el este y prepara, contemplando ese paisaje, un nuevo proyecto hegemonista que es una réplica actualizada del francés.

Ya hablamos hace varias semanas del fracaso histórico de los imperios eurípetos[2]. Pero es obvio que, a finales del siglo XIX, no se tenía todavía el bagaje histórico que hoy nos permite afirmar que ese proyecto estaba abocado al fracaso. 

La agresión alemana sobre los pueblos del este de Europa en las dos guerras mundiales ha terminado provocando, en ese espacio geográfico, una reacción semejante a la que en su día provocó la agresión francesa sobre Alemania.

Cuando el estado mayor de un ejército planifica una invasión sobre un país enemigo, el porcentaje de veces en las que sucede lo que el agresor había previsto es muy bajo, y alrededor de la mitad de las veces, incluso, sucede lo contrario de lo que ellos pensaban que pasaría.

El gobernante más poderoso que haya en el mundo sólo controla una pequeña parte de los factores que intervienen en un conflicto. El resto los tiene que prever. Tiene que imaginarse cuál va a ser la respuesta tanto del adversario como de los terceros que observan. Y la imaginación no es, desde luego, el punto fuerte de esos personajes, a los que suele resultarle bastante difícil ponerse en el lugar del otro. 

Comparemos ahora los mapas políticos de Europa de 1914 y de 2013:




Mientras que entre los estados del Occidente europeo las fronteras actuales no han variado de manera significativa durante el último siglo, en el este -en cambio- se han transformado bastante. Centrémonos ahora en los dos grandes estados germánicos de 1914: el Imperio alemán (color celeste) y el austro-húngaro (en amarillo). Los dos tenían al alemán como lengua oficial y sus dirigentes eran étnicamente germanos. En Alemania también eran germanos étnicos la inmensa mayoría de la población, en Austria sólo un pequeño porcentaje. Veamos el mapa de las lenguas del imperio austriaco en 1910:



El alemán se hablaba en el actual territorio austriaco y en una serie de enclaves dispersos por todo el imperio. Y por supuesto por las clases dirigentes en todas partes.

¿Cuál es la consecuencia, a día de hoy, del expansionismo germano que tuvo lugar entre 1871 y 1945? Pues un evidente retroceso geográfico. En el caso alemán, las provincias más occidentales (Alsacia y Lorena, ayer alemanas y hoy francesas) siguen manteniendo a las mismas poblaciones, aunque han cambiado de bandera. Eran y son una zona de transición entre Alemania y Francia. Pero vienen siendo educados en francés desde 1918, lo que ha ido reforzando su vinculación con su actual país y debilitando la que tuvieron con el antiguo.

Pero la corrección de fronteras por el este (con Polonia y con Rusia) ha significado la deportación masiva de las poblaciones germanas que vivían en ese territorio hacia el oeste de la línea Oder-Neisse, y hoy sus descendientes se pasean por las calles de Hamburgo, de Berlín o de Munich. Ciudades tan emblemáticas como Dánzig (hoy Gdansk, cuyo “corredor” fue el pretexto que desencadenó la Segunda Guerra Mundial) o Königsberg (hoy Kaliningrado, cuna de Kant y capital de la Prusia Oriental), ciudades (ambas) que fueron orgullo de la germanidad, hoy son netamente eslavas. En la Gdansk polaca vimos en los años ochenta a Lech Wałęsa fundar el sindicato “Solidaridad”, un hito en la historia de la Polonia actual. Y Kaliningrado es -actualmente- el enclave más occidental de la Rusia de Putin.

En cuanto al poderoso Imperio austro-húngaro, sólo Austria sigue hablando alemán -y algunas minorías residuales en algún país fronterizo con ella. Poco queda de las élites dirigentes germano parlantes que se paseaban por las calles de Praga, de Budapest o de Zagreb. Menos aún de los viejos enclaves alemanes, como el de los Sudetes, que sirvieron para justificar la invasión alemana en Checoslovaquia. Y no hablemos ya de la trágica historia de las minorías alemanas de Rusia, en especial de los alemanes del Volga.

La historia va y viene. En una Unión Europea en la que los alemanes hoy imponen su ley, pueden parecer extrañas estas historias. Pero no hace tanto de ellas. Hace setenta años decían que su imperio duraría mil años... Como diría Miguel de Unamuno: una cosa es vencer y otra, muy distinta, convencer.


[1] JULIÁN MARÍAS. 2002. España Inteligible. Madrid. Alianza Editorial.

[2]Los imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html

jueves, 28 de marzo de 2013

La implosión europea



Los ejércitos napoleónicos extendieron por Europa el concepto de “nación” decimonónico, que se inspiraba en el modelo revolucionario francés. Ese modelo era reactivo, se desarrolló para romper el cerco que los austrias españoles mantuvieron en torno a Francia y que llamamos "la Camisa de fuerza francesa", procedía del país más centralista del mundo y su interiorización por la población de países que tenían una estructura interna muy diferente de la francesa tenía que provocar, necesariamente, una gran cantidad de desajustes que no se habían producido en el original porque allí se trataba de un proceso endógeno, que respondía a sus propias necesidades y, en el resto, era una solución importada, que no tenía en cuenta suficientemente la naturaleza del estado receptor.

En su día hablamos de las “cinco naciones-estado” europeas originarias (España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda), surgidas durante los siglos XV y XVI en el contexto del “estado autoritario” que caracterizó a ese tiempo político. Cada una de aquellas “naciones” creó su propio imperio eurífugo (que se extiende hacia el exterior de Europa), dando lugar a lo que se conoce como los imperios ultramarinos.

Pero los libros de historia nos informan también de la aparición, en el siglo XIX, de otras dos grandes “naciones” europeas (Alemania e Italia). Estos dos procesos se desarrollan de una manera muy diferente a como lo habían hecho en los cinco estados citados en el párrafo anterior. Algo que ya ha llamado la atención de una multitud de autores es que, mientras que en la mayoría de países en los que se ha desarrollado un potente movimiento nacionalista, éste ha tenido un signo más bien emancipador (se trataba de afirmar la propia identidad frente a un poderoso enemigo que la amenazaba), pero en los casos alemán e italiano han tenido un carácter fundamentalmente unificador (se trataba de integrar en una estructura nacional a una multitud de pequeños estados desunidos y dispersos). Esa afirmación podría ser matizada, desde luego, porque la España de los Reyes Católicos surge de la unión entre Castilla y Aragón y la posterior anexión de los reinos de Granada y de Navarra. Los reyes franceses, igualmente, tuvieron que pelear bastante durante los últimos tiempos medievales y durante la Edad Moderna para integrar dentro del reino a varios pequeños estados y señoríos que supieron resistir, algunos con bastante tenacidad, las pretensiones anexionistas francesas. Pero claro, esto tiene muy poco que ver con aquella Confederación Germánica que durante buena parte del siglo XIX estuvo integrada por 38 estados, formalmente independientes, que hubo que presionar fuertemente para “convencerlos” de la necesidad de integrarse en la estructura del II Reich.

Esa división alemana, que sobrevivió hasta 1871, es una rémora con la que el país tiene que bregar. Ninguna nación se puede crear a golpe de decreto en el correspondiente Boletín Oficial del Estado, aunque es cierto que había una conciencia nacional que es anterior a esa unificación, y un proyecto político latente nada menos que desde el siglo X. Pero la supervivencia de los diferentes estados alemanes hasta una fecha tan tardía nos está revelando la existencia de resistencias profundas, en el seno de su sociedad, a la creación de una estructura política unitaria. Esa resistencia, que en el caso italiano podemos explicar perfectamente en términos históricos, relacionados algunos con la geopolítica europea, en el alemán, en cambio, tiene razones más profundas, más esenciales, más étnicas.

Para los pueblos de lengua alemana situados entre el Danubio, el Rhin y los mares del Norte y Báltico el II Reich es la primera vez en su historia que han tenido –todos- una autoridad común (si entendemos que las estructuras políticas medievales, de signo feudal, no constituyen un estado verdadero).

¿Por qué los alemanes no vieron la necesidad de crear un estado común hasta una fecha tan tardía? Pues sencillamente porque no lo necesitaban. Podemos hacer cuantas valoraciones nos apetezcan al respecto, pero cualquier juicio que emitamos sobre esto será, en realidad, un pre-juicio, reflejo de nuestra particular posición ideológica. Los procesos históricos tienen su propia lógica interna, que son independientes de las valoraciones que los humanos, individualmente considerados, podamos hacer. No hemos de olvidar nunca que el estado es una imposición, que mientras los individuos puedan vivir sin él, lo harán. Y si es inevitable, pero se puede ir tirando dentro de uno pequeño, será preferible éste a uno más grande y, por tanto, más insensible a las necesidades de sus ciudadanos. El poder que gana el estado lo pierden las personas. Es natural que éstas se resistan a cederlo. Y lo dicho para las personas también vale para los grupos locales, las pequeñas oligarquías, etc.

¿Qué diferencia a Alemania de Francia, de España o de Inglaterra? ¿Por qué en estos países el proceso político unificador avanzó más rápido? Pues por diversas razones, pero una fundamental es que estos países ya formaron parte, en la antigüedad, de una estructura política unida y consistente que se llamó Imperio Romano. La población de estos territorios fue sometida por la fuerza, pero después de los actos violentos que acompañaron a la conquista, de aceptar de mala gana la autoridad del estado y de que éste los pusiera a trabajar al servicio del proyecto imperial, vieron como se hacían carreteras, alcantarillado, presas de agua, acueductos; como se fundaban ciudades, se mejoraban las técnicas agrícolas, se incrementaba el comercio y -con él- llegaban a sus manos productos exóticos que antes era imposible encontrar. También vieron como la población aumentaba y como aparecían nuevas clases sociales interesadas en el sostenimiento de esa nueva y más compleja estructura política.

La estructura imperial, además, unificó la lengua y la cultura de los pueblos que formaron parte de ella, creó un ingente patrimonio de conceptos y de valores compartidos. En definitiva, una civilización. Y esta civilización vino acompañada de una ética ciudadana surgida para hacer posible la vida en una sociedad relativamente poblada. En ese contexto fue en el que apareció el cristianismo, aquél cristianismo primitivo de la época romana mucho más cercano que el de nuestros tiempos a los valores evangélicos originarios. Un cristianismo que había crecido dentro del Imperio y que se había adaptado a él como un guante a la mano de su dueño.

Después, todo aquello se derrumbó, en la Alta Edad Media, y se degradó la vida de las personas a las que les tocó sufrir aquellos procesos  históricos. El pasado imperial romano pasó a ser recordado como una época dorada, como algo que había que recuperar. Así pues, el estado se había ganado a pulso su propia legitimidad, el respeto de los hombres. Respeto que actúa como contrapeso del rechazo que provocan los comportamientos despóticos y las corruptelas de los individuos que ejercen el poder.

En cambio, la falta de tradición estatal estuvo, en el universo germánico, frenando los procesos históricos que conducían hacia la unidad durante siglos. Por otra parte, el clima también ayudó bastante. ¿Recuerdan lo que dijimos sobre el origen de las civilizaciones?

“El punto de arranque de todas las civilizaciones originarias (es decir, no importadas) se dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los desiertos, flanqueándolos.”[1]

Es obvio que el paisaje alemán se parece muy poco al que describimos en su día como el que se da en los lugares donde surgió la civilización. Como dijo Gordon Childe “la lluvia cae sobre el justo y el injusto por igual”. Donde el riego en los campos está garantizado por la naturaleza y los hombres puede ganarse la vida ellos solos, sin ayuda del estado ¿Por qué tendrían que aceptar una autoridad que no les aporta nada? Por eso el estado, en el centro y norte de Europa, se ha ido abriendo paso con lentitud, en comparación con el proceso que se dio en los países mediterráneos.

Pero en el siglo XIX se hizo ya patente, para todos los alemanes, la necesidad de crear una macro estructura política lo suficientemente potente como para poder disuadir a sus temibles vecinos del oeste. Fue Napoleón el que catalizó esa respuesta. Y como la nación alemana era, en realidad, la respuesta a una agresión francesa, se estructuró para poder enfrentarse adecuadamente a esa amenaza.

Alemania -antes de 1871- era un país de países. Una estructura confederal de un milenio de antigüedad. Por más que una superestructura nominalmente "imperial" se sobrepusiera sobre esa base política.

Las inercias sociales no pueden desaparecer bruscamente de un día para otro, esa estructura necesitaba tiempo para adaptarse a la nueva concepción del estado. Un tiempo que no tenía, como la vertiginosa sucesión de acontecimientos políticos –desde 1789- no había dejado de poner de manifiesto.

La nación francesa surgió como una rebelión de la sociedad contra el Estado. Una subversión social que igualó a los hombres jurídicamente. Recordemos su lema: “Libertad, igualdad, fraternidad”. Los tres conceptos apuntan directamente a la destrucción de cualquier jerarquía social innecesaria, de cualquier instrumento político que no haya demostrado previamente su legitimidad social, que no se haya ganado a pulso su derecho a existir.

Y sin embargo, el estado que surgió de la Revolución de 1789 era el más poderoso, el más masivo que se había visto nunca en Francia. Nunca antes el estado francés tuvo tantos funcionarios, ni tantos soldados, como el que surgió en ese preciso momento histórico. ¿Cómo pudo ser esto posible? Pues porque la estructura aristocrática del Antiguo Régimen vigente en casi todos los países europeos, empezando por el francés, estaba ya desfasada históricamente. Era ya un freno para el desarrollo económico, social, cultural, político… y saltó por los aires. La “libertad” que pedían los hombres era para reinventar la sociedad, la “igualdad” para poder poner al frente de las instituciones a los más aptos, no a los de más alta cuna, la “fraternidad” buscaba reintegrar en su seno a toda la masa de marginados que aquella sociedad aristocrática había creado. Y empezó a hablarse de instrucción pública, de función pública, de ejército nacional. Todo al servicio de la sociedad. De la sociedad completa. Y de pronto hicieron falta muchos más miles de trabajadores al servicio del estado –es decir, de funcionarios- de los que nunca antes habían sido necesarios. Y la recaudación de impuestos se multiplicó, trasladando el grueso de su carga hacia las clases sociales que podían pagarlos sin poner en peligro su propia subsistencia.

Aquél estado surgido de la Revolución se volvió invencible. No había manera de frenar al ejército “nacional” francés en los campos de batalla. Y, tras la conquista francesa, no había forma de impedir los profundos cambios sociales que la acompañaron.

Cuando por fin Napoleón fue derrotado se había hecho evidente, para todos los europeos, que el Antiguo Régimen había muerto, que su tiempo ya había pasado y que había que transformar profundamente la manera de organizar las diferentes sociedades de la ecúmene para impedir una nueva explosión francesa. Es en ese contexto en el que surge el movimiento nacionalista alemán.

Pero Alemania tenía un problema añadido, a sumar a los asociados a la supervivencia del Antiguo Régimen que compartía con otros pueblos europeos. Ese problema era su propia división política, que le impedía ejercer en Europa el liderazgo que, por su propia demografía y su nivel de desarrollo económico le correspondía. Alemania nunca sería una gran potencia mientras permaneciera dividida. Pero claro, la aparición de una estructura imperial en un lugar que históricamente había estado ocupado por una laxa confederación de pueblos no puede hacerse de manera incruenta, porque altera todos los equilibrios políticos previos. Si Francia era poderosa era, entre otras razones, porque Alemania era débil. Y el asunto no sólo afectaba a Francia (que tenía fronteras directas con Alemania) sino a toda Europa. A Inglaterra, Holanda, España, Italia, Rusia… Les aparecía un potente adversario en retaguardia a todos los imperios eurífugos europeos, todos ellos muy poderosos. Creaba una nueva centralidad europea que eclipsaba a las de la periferia. La Guerra se volvía inevitable. La Guerra con mayúsculas, no una pequeña guerrita para reajustar líneas fronterizas, no. LA GUERRA…

¿Tienen los alemanes derecho a crear un estado unificado, como el resto de pueblos europeos? Por supuesto que sí. Pero claro, la pregunta es: ¿A qué precio? Lo que está claro es que su aparición modifica toda la correlación de fuerzas europeas y, como consecuencia, planetarias (dado que, en el siglo XIX, los países europeos eran prácticamente dueños del mundo).

La emergencia de la nación alemana en el corazón de Europa significa, simplemente, la muerte de Europa. La muerte de la civilización europea como evolución del concepto medieval del Occidente Cristiano. La muerte de la ecúmene europea. De ese mundo de valores compartidos que fueron representando, en sus diferentes fases de desarrollo, el cristianismo medieval, el humanismo, el racionalismo, la ilustración… ¿Y por qué? Pues porque significa la ruptura de todo el sistema de equilibrios sobre el que se ha sustentado. ¿Recuerda cuando dijimos: “El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad”?[2] Ergo, si los equilibrios se rompen, se rompe la europeidad.

¿Y qué sucede entonces? Veamos: Cuando el volcán alemán empieza a rugir, los imperios coloniales europeos están ya en su segunda fase de desarrollo. Prácticamente en su cénit, puesto que los europeos han alcanzado ya los confines de La Tierra y están derribando las últimas fronteras. Alemania llega a tiempo para el último reparto, el de África, en la Conferencia de Berlín (1875). Pero el problema, para el resto de potencias europeas, no está en las posibles aspiraciones alemanas en ultramar, algo relativamente fácil de satisfacer (hubo trozos de tarta hasta para Bélgica, Italia, España o Portugal ¿Cómo no iba a haberla para Alemania? El problema está en sus aspiraciones europeas. Lo que preocupa no es el imperio eurífugo sino el eurípeto[3]. Al aparecer un nuevo imperio en el corazón de Europa, a retaguardia de todos los demás, está obligando a estos a darse la vuelta para cubrir ese nuevo frente, que queda a muy poca distancia de sus respectivas metrópolis, que pone en peligro el núcleo duro de todos ellos. Eso significa replegar poderosos efectivos militares y recursos de todo tipo desde la periferia hacia el centro. Y como consecuencia indirecta hace aparecer nuevos imperios lejos de Europa, que empiezan a preparar el relevo estratégico de los europeos por todo el planeta. Es el momento de Estados Unidos, pero también de Japón. Incluso el comienzo de la recuperación china (un estado de dimensiones continentales, que necesita un tiempo considerable para ponerse en pie, pero que es capaz de desplegar, una vez que lo haga, una potencia superior a todos los demás). Los vientos dejan de soplar desde Europa hacia afuera para hacerlo a la inversa. Se está preparando la implosión europea.


[1] “Las otras transversalidades”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html

[3] “Los imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html