Santiago en la batalla de Clavijo (Cuadro de José Casado del Alisal)
En el artículo anterior vimos como se produjo históricamente el despliegue musulmán por el área mediterránea, que había formado parte, antes de la invasión islámica, del Imperio romano-bizantino. Vimos también como, en España, contaron con colaboradores nativos muy bien situados en la estructura político-militar del reino visigodo, los witizanos, sin cuya ayuda no podría entenderse la rápida y fulminante conquista de la Península Ibérica.
Hubo colaboración autóctona en el paso del Estrecho de
Gibraltar, gracias a la inestimable ayuda del Conde Don Julián (gobernador de
Ceuta), que aún no está claro del todo si era visigodo o bizantino pero que, en
cualquier caso, tenía cuentas personales que saldar con Don Rodrigo o con su
entorno político y ningún deseo de enfrentarse con el alud islamista que había
sometido poco antes a los países del Magreb.
Hubo, igualmente, colaboración militar de los witizanos en la
batalla de Guadalete, tal como nos dice la crónica asturiana y las propias
fuentes árabes. Y los invasores, después, recibirán refuerzos militares o
facilidades en su avance en diversos puntos de la geografía peninsular, como es
el caso del Conde Teodomiro, máxima autoridad de los visigodos del sureste
(actuales provincias de Murcia y Alicante) y del Conde Casio, que controlaba el
valle medio del Ebro desde la ciudad de Tudela, cuyos descendientes -los Banu
Qasi- acabarán administrando toda la frontera nororiental del Califato de
Córdoba.
Izquierda: Dominios del Duque Teodomiro. Derecha:
Máxima expansión de los territorios controlados por los Banu Qasi.
También hay noticias de witizanos que apoyaron la invasión en
otras zonas, como Sevilla o la propia
Toledo, capital del reino visigodo.
El recuerdo histórico de la colaboración entre visigodos y
musulmanes permaneció vivo durante mucho tiempo en las tierras de Al Ándalus.
La aristocracia islámica toledana siguió autoproclamándose orgullosamente
“goda” durante siglos, hasta el punto de que sus ecos han llegado hasta
nuestros días a través del fondo bibliográfico Kati en Tombuctú
(Mali), que ha pertenecido a los miembros de una tribu que fue conocida como “Al
Quti” (Los godos) y que decían proceder de la ciudad de Toledo, de la que
tuvieron que exiliarse a finales del siglo XV:
“Mi antepasado, el jurisconsulto Ali
b. Ziyad al-Quti es de la casa de los Banu l-Kuti de Castilla. Nació en la
ciudad de Toledo, que los judíos llamaban Toledox, los romanos Tolerum y los
árabes Tulaytula. Al salir de Castilla, deja su mujer, sus hijos, la tierra de
sus padres y gran parte de sus recuerdos para ir a vivir a la luz del día la fe
de Alá, que sus padres adoptaron en aquellos tiempos ya lejanos en el que los
musulmanes reinaban sobre toda la Península, desde los Pirineos hasta Sierra
Nevada y desde las costas del Atlántico hasta los límites del Mediterráneo en
el oriente andalusí, donde vivían antes de la llegada de los cristianos, los
dioses de Cartago.
El 22 de julio de 1468, Ali había
llegado ya al Touat y compra ese mismo día una biografía en dos tomos del profeta
del Islam escrita por Cadi Iyad al-Andalusi de Ceuta. En la última página del
primer volumen de esta obra, titulada Kitab as-Shifa, anota:
“Compré este
libro dorado titulado As-Shifa Cadi Iyad, a su primer propietario, Muhammad b.
Umar, por valor de 225 gramos de oro puro pagado en total al vendedor, con mis
acompañantes como testigos. Esto fue dos meses después de nuestra llegada a
Touat, procedente de nuestro país, de Toledo, localidad de godos. En este
momento, estamos en ruta hacia Bilad as-Sudan. Pedimos a Alá, el Todopoderoso,
que nos conceda tranquilidad. El esclavo de su Señor; Ali b. Ziyad al-Quti”[1]
[…]
“Los hijos de Witiza, antepasado de
Ali b. Ziyad al-Quti, ayudaron a los sarracenos a penetrar en la Península
Ibérica con la esperanza de que ellos les ayudarían a reconquistar el trono de
Toledo que el usurpador Don Rodrigo y los suyos les habían arrebatado. Estos
recompensaron a la familia de Ali b. Ziyad al-Quti con algunas tierras y así se
deshicieron de la obligación de cualquier otro tipo de ayuda. Los godos se
dispersaron. Algunos se retiraron al norte y se reagruparon más tarde en torno
a un tal Pelayo; otros, los de la familia de Ali b. Ziyad al-Quti se quedaron
en sus tierras que se llamarían, desde ahora, Al-Andalus, como el resto de la
península conquistada por el pueblo de Alá. En principio serán mozárabes,
cristianos en tierras musulmanas, después muallads, cristianos conversos al
Islam, y finalmente, mudéjares, es decir, musulmanes en tierras cristianas.
Los musulmanes no tendrán más que un
solo nombre para designarlos, serán para ellos los Banu l-Quti, los godos, y es
con este nombre que Ali b. Ziyad al-Quti saldrá solo, condenado al exilio, de
una ciudad que fue durante siglos la capital de su familia y su tribu, Toledo.
Alfa Mahmud Kati, mi antepasado, cuenta toda esta historia en su obra Tedkiret al-Ihwan,
resumida por mis abuelos, Ali-Gao b. Mahmud Kati III y Muhammad Abana b. Alfa
Ibrahim b. Mahmud Kati II.”[2]
Como puede ver, en pleno siglo XXI hay individuos que viven
en el corazón del Sahel africano y que no sólo dicen descender del mismísimo
Witiza sino que, además, han dejado escritas en sagas familiares toda la
historia de su estirpe desde el siglo VIII hasta la actualidad.
Vemos por tanto como, cinco generaciones después de la
“conversión” de Recaredo y del pacto fundacional de la Iglesia española entre
trinitarios y arrianos, vuelve a producirse uno nuevo entre otra facción de la
aristocracia visigoda y los “invasores” islamistas, al que sigue la
“conversión” masiva de esta última a la nueva religión que acaba de aparecer en
la Península. Tanto en la operación política del siglo VI como en la del VIII
los “conversos” obtienen inmediatas ventajas políticas como contrapartida y/o
amplios señoríos que administrar. La “invasión” musulmana no es percibida como
especialmente traumática por la gran mayoría de la población peninsular, que
asiste a la misma como mera espectadora de la lucha que libran los nuevos
invasores con los anteriores que aún resisten, tal y como venía sucediendo
desde la llegada de los vándalos, suevos y alanos a principios del siglo V. La
Alta Edad Media, en todo el Occidente Mediterráneo, fue una sucesión de oleadas
invasoras que se disputaban, como carroñeras, lo que quedaba en pie
del antiguo Imperio Romano de Occidente.
Los árabes, por lo menos, venían del Próximo Oriente, la zona
más culta y desarrollada que quedaba tras el derrumbe de los imperios
mediterráneos. Un lugar dónde seguían existiendo importantes ciudades, un
activo comercio, estructuras políticas consistentes, bibliotecas... Todo un
lujo, frente a la ruralizada Europa de los germanos, dónde la gente huía de las
ciudades y los ejércitos no eran más que unas circunstanciales alianzas entre
clanes en reagrupamiento continuo, dónde era raro ver a un monarca morir de
forma natural y más extraño aún que pudiera transmitir su cargo de manera
reglada.
La tradición arriana visigoda que, como hemos podido
comprobar, seguía siendo muy potente a principios del siglo VIII y facilitó
como hemos visto la conversión al Islam de influyentes segmentos de la
aristocracia, propiciando este inesperado giro que tomaron los acontecimientos
históricos, siguió, no obstante, ejerciendo una importante influencia también
entre los españoles que se mantuvieron fieles a la fe cristiana, tanto en Al
Ándalus como en la resistencia armada que se fue paulatinamente articulando en
el norte del país.
El arrianismo, cuyos límites dogmáticos con el cristianismo
trinitario se habían ido diluyendo hasta casi desaparecer, de tal forma que en
la mayor parte de la población e, incluso, del propio clero no había
consciencia de qué elementos del cristianismo pre-islámico español procedían
del credo trinitario y cuales, por el contrario, lo hacían del arriano, se
fragmentó en tres grupos o ramas evolutivas diferenciadas en función del lugar
geográfico y de la clase social en la que cada uno había quedado situado.
La primera de ellas fue la de los muladíes, es
decir, los españoles convertidos al Islam, cuyo proceso hemos venido viendo
hasta aquí. Como hemos comprobado, la estrategia política desplegada por los
witizanos en los momentos críticos de la “invasión” resultó determinante en el
desarrollo de los procesos históricos ulteriores, facilitando tanto la
conquista del país como la conversión de importantes segmentos de la
aristocracia y de las clases medias del mismo.
La segunda rama en la que se bifurcó la tradición
arriana de origen germánico fue la de los “adopcionistas”, seguidores
del arzobispo de Toledo Elipando (717-808), máxima autoridad religiosa
de los mozárabes de Al Ándalus que formula, en un sínodo reunido en Sevilla en
el año 785 los términos de esta “herejía”, según la cual Cristo tenía naturaleza
humana pero había sido “adoptado” por Dios. Sus afirmaciones serán
inmediatamente respondidas desde el reino asturiano por el abad de Santo
Toribio de Liébana (Beato de Liébana) y por el obispo fugitivo de
Osma (Eterio). Pero pronto se adhieren al bando adopcionista Ascárico
(obispo de Braga) y, sobre todo, Félix (obispo de Urgel). La
incorporación de Félix a las filas adopcionistas, cuya diócesis queda
dentro del reino franco, internacionaliza la polémica y hace intervenir en ella
al Papa y al mismísimo Carlomagno. Ambos, de común acuerdo, convocarán
para debatir el asunto el Concilio de Ratisbona (792), al que asistirá
el urgelitano y, posteriormente el de Francfort (794) del que saldrá el
documento de condena de la citada herejía (el Libellus Sacrosyllabus).
Durante su estancia en Ratisbona y posterior visita a Roma, Félix será obligado
a retractarse, pero de vuelta a España huyó hacia territorio andalusí
refugiándose en Toledo. Ninguno de los protagonistas de esta historia
modificará sus posiciones de manera voluntaria. La ortodoxia se impondrá sin
mayores problemas fuera de Al-Andalus –gracias también al decidido apoyo
recibido tanto de los reyes francos como de los astur-leoneses-, pero las
autoridades religiosas mozárabes mantendrán sus posiciones heréticas al menos
hasta la muerte de Elipando. Después se irán amortiguando los ecos de la
querella porque la situación de los cristianos de Al Ándalus no aconsejaba
entrar en grandes disputas teológicas.
La tercera línea
evolutiva del arrianismo español post-visigodo fue la que denomino “santiaguista”,
que se desarrolla en el área astur-leonesa como consecuencia del
“descubrimiento” de los restos mortales del apostol Santiago el Mayor,
en Compostela (Campo de estrellas).
“En el año 813 de
nuestra era se “descubrieron”, en un lugar de Galicia llamado Compostela, los
restos mortales del apóstol Santiago. El rey Alfonso II de Asturias decidió
levantar en el lugar una iglesia, sobre la que después se construyó la actual
catedral, para venerar a uno de los apóstoles más importantes de los que
acompañaron a Jesús.
¿Qué sentido tiene que, a principios del siglo IX, en el corazón de la
Galicia celta, aparezcan nada menos que los restos del apóstol Santiago? Todo
el mundo sabe -y sabía- que Santiago murió en Jerusalén. Y además ¿Por qué
precisamente Santiago y no cualquier otro de los discípulos de Cristo?”
[…]
“Pues porque
Santiago era, para los cristianos españoles del siglo IX, literalmente, el
hermano de Cristo. Hermano carnal, de padre y de madre. Una tradición que
se fue perdiendo a partir del siglo XI. De esta carnalidad podrán ya deducir,
de manera clara, la fuerte componente arriana de las creencias de los
cristianos españoles altomedievales, contemporáneos de los adopcionistas
mozárabes (arrianos versión 2.0) que seguían al arzobispo Elipando de Toledo
(fallecido el año 808) y al obispo Félix de Urgel (muerto el 818).
Y ¿Qué pintaban
los restos de Santiago en Galicia? En principio puede que nada, aunque una
tradición medieval, algo más antigua, venía afirmando que unos discípulos
suyos, de origen gallego, trajeron los restos después de su muerte. Pero
mírenlo de otra manera y ahora lean lo que escribió al respecto Américo Castro:
“Los
musulmanes habían extendido sus dominios desde Lisboa hasta la India impulsados
por una fe combativa, inspirada en Mahoma, apóstol de Dios. Los cristianos del
Noroeste poseían escasa fuerza que oponer a tan irresistible alud, y millares
de voces clamarían
por un auxilio supraterreno que sostuviera sus ánimos y multiplicara su poder. Cuando las
guerras se hacían más con valor y unidad de decisión que con armamentos
complicados, el temple moral del combatiente era factor decisivo.”.... “Desde hacía siglos corría por España la
creencia de que Santiago el Mayor había venido a predicar allá la fe
cristiana”.... “Más en el siglo IX, no sólo era urgente la predicación de
Santiago vivo, sino además la presencia de su sagrado cuerpo”.... “Santiago se
irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual”[3]
Santiago (basílica) como anti-Kaaba. Santiago (apóstol) frente a
Mahoma. Peregrinación a Santiago frente a peregrinación a La Meca. Esa es la
idea. Y tiene todo el sentido del mundo. Está plenamente contextualizada.
Formas de culto cristianas con lógica interna musulmana. Si los musulmanes se
cargan las pilas (espiritualmente hablando) cada vez que peregrinan a La Meca,
los cristianos lo harán peregrinando a Santiago. Se está montando un juego de
oposiciones (tal y como hablé hace varias semanas en el artículo “las fronteras
intangibles”) para articular la resistencia frente al Islam, para defender la
identidad propia frente a las agresiones ajenas. Y la propuesta resultó un
éxito rotundo. Fue esa construcción ideológica, adecuadamente interiorizada y
articulada, la que puso los cimientos de nuestra identidad colectiva, la roca
sobre la que se asentó el edificio que hoy llamamos España.”[4]
En la corriente
“santiaguista” se fusionan tres tradiciones religiosas previas diferentes y
heterodoxas. Es evidente la presencia de elementos de origen arriano a través
de la carnalidad de Cristo ya citada, que se hace también eco de las
reflexiones de los adopcionistas mozárabes contemporáneos suyos.
También podemos encontrar el
eco del Islam peninsular en una corriente que lo que propone es construir una
anti-kaaba. Como dije entonces “formas de culto cristianas con lógica
interna musulmana”. Los cristianos fabrican el negativo de su adversario
para poder enfrentarse con él.
Y la tercera tradición que
renace, como el ave fénix, con el santiaguismo español es, nada menos, que el priscilianismo,
hasta el punto de que hay quien sostiene, con sólidos argumentos por cierto,
que los restos mortales que se encuentran en la tumba del apóstol Santiago son,
en realidad, los del “hereje” Prisciliano.
“El priscilianismo
fue la doctrina cristiana predicada por Prisciliano en el siglo IV, basada en
los ideales de austeridad y pobreza. Sus enseñanzas fueron condenadas como
herejía en el Concilio de Braga, en el año 563. Anteriormente fue discutido en
el Primer Concilio de Toledo, en el año 400.
Además de instar a la Iglesia a
abandonar la opulencia y las riquezas para volver a unirse con los pobres, el
priscilianismo como hecho destacado en el terreno social condenaba la
institución de la esclavitud y concedía una gran libertad e importancia a la
mujer, abriendo las puertas de los templos a las féminas como participantes
activas. Así la primera de la que se conservan textos escritos en latín es
Egeria, monja galaica priscilianista que vivió en torno al 381.
El priscilianismo recomendó la
abstinencia de alcohol y el celibato, como un capítulo más del ascetismo, pero
no prohibió el matrimonio de monjes ni clérigos, utilizó el baile como parte de
la liturgia y se negó a condenar algunos apócrifos y seudoepigráficos
prohibidos como el Libro de Henoc, que interpretaba en forma alegórica.
Los detractores de Prisciliano y sus
ideas lo han acusado de múltiples pecados e impiedades, como que negaba el
dogma de la Trinidad y defendía una concepción unitaria. Dicen que afirmaba que
los ángeles y las almas humanas eran, en esencia, de la misma sustancia que
Dios. Afirman además, que negaba la encarnación del Verbo, atribuyendo a Jesús
un cuerpo sólo aparente. Marcelino Menéndez y Pelayo en Historia de los
heterodoxos españoles afirma: no cabe dudar que los priscilianistas eran
antitrinitarios y, según advierte San León (y con él los Padres bracarenses),
sabelianos. No admitían distinción de personas, sino de atributos o modos de
manifestarse en la esencia divina.
Prisciliano comenzó a difundir su
doctrina en torno al año 375, que de forma inmediata arraigó en la población y
la iglesia galaicas, conformando la primera estructura jerárquica segregada de
Roma en la Gallaecia. Desde ella el priscilianismo se extiende a la Lusitania y
la Bética.
El gran número de seglares y
eclesiásticos que se sumaban al priscilianismo en toda la Hispania levantó los
recelos de los prelados más ortodoxos y por ello Aydignio, Obispo de Córdoba
acudió a Ithacio, prelado de Mérida. Este convocó un concilio en Zaragoza en
380 en el que acusó a los priscilianistas de gnosticismo, maniqueísmo y otras
prácticas heréticas (del mismo modo que a los fili, druidas cristianizados de
Irlanda y Gales: brujería, exhibicionismo, ritos orgiásticos entre otros).
En este concilio fueron excomulgados,
además de Prisciliano, los obispos Salviano e Instancio, hecho que se vería
agravado por el rescripto dictado por el emperador Graciano que desterraba
extra, omnes terras a los heterodoxos de la Hispania.
[…]
Prisciliano fue condenado por
maleficium y decapitado en 385 junto a sus principales seguidores, siendo los
demás desterrados y despojados de sus posesiones. Instancio fue desterrado. A
Tiberiano y a otros priscilianistas se les confiscaron los bienes.
[…]
Para evitar nuevas persecuciones los
priscilianistas se constituyeron en una sociedad secreta y continuaron
ejerciendo el poder logrando nombrar obispos. Esta situación crearía un cisma
que sumiría a la Iglesia en una gran confusión, obligando a intervenir al papa
Inocencio I, que sancionó la Regula fidei contra omnes hereses, maxime contra
Priscillianistas en el año 404.”[5]
[…]
“En el año 1900 el
hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midí un
artículo bajo el título «Saint Jacques en Galice» en el que sugiere que el que
realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, basándose en el viaje
que sus discípulos hicieron con los restos mortales del hereje hasta su tierra
natal. Posteriormente Sánchez-Albornoz y Unamuno se hacen eco de esta hipótesis
que ha pasado a convertirse en una hipótesis muy popular, alternativa a la
tradición católica.”[6]
El priscilianismo,
como hemos visto, pasó a la clandestinidad en el Bajo Imperio Romano. Sus
fieles, que habían enterrado a Prisciliano en un lugar secreto, peregrinaban a
su tumba, situada en algún lugar de Galicia, para venerar a su santo. Es
altamente probable que la tradición altomedieval que sostenía que en Compostela
estaba enterrado el apóstol Santiago hubiera sido construida como una coartada
para proteger a los peregrinos que visitaban la tumba del santo “hereje” así
como a los restos del mismo. Irónicamente, si esta teoría fuera cierta, al
convertir a Prisciliano en Santiago el Mayor, la Iglesia de Roma habría estado
venerando durante siglos los restos de un hereje al que mandó decapitar.
En cualquier caso, a principios del siglo IX los reyes
de León necesitaban un símbolo en torno al cual articular el discurso de la
resistencia frente al Islam y la hipotética coartada construida algunos siglos
antes por los priscilianos gallegos les brindaba un lugar de peregrinación
popular, una anti-Kaaba que no podían dejar de explotar en aquellos tiempos
aciagos.
Debemos recordar que en el año 750 había tenido lugar la
toma del poder de la dinastía de los abasidas en el Imperio árabe. La
capital del mismo se desplazó desde Damasco hasta Bagdad, es decir, desde una
gran ciudad del antiguo Imperio Bizantino hasta otra del área Sasánida. Como
consecuencia del cambio dinástico los musulmanes del Próximo Oriente inician un
proceso de alejamiento intelectual con respecto a la tradición clásica
mediterránea greco-latina, que tiene importantes consecuencias teológicas,
reforzando las corrientes chiíes dentro del Islam (Hasta entonces mucho más
minoritarias) y con ellas la veneración del yerno de Mahoma -Alí-, cuarto califa ortodoxo y
antepasado de los fatimíes o descendientes directos del profeta. Sus restos se
veneran en la ciudad santa irakí de Nayaf. Los propios abasidas, descienden, también, de un tío de
Mahoma. Por tanto los argumentos basados en la legitimidad del poder adquirida
a través de la línea de sangre cobran fuerza y actualidad a partir de mediados
del siglo VIII.
Durante el Siglo
de los Omeyas (desde mediados del siglo VII hasta mediados del VIII) el
Islam protagoniza un profundo y sincero acercamiento hacia la tradición clásica
y la incorpora a su bagaje cultural, facilitando así la integración de los
pueblos hasta entonces sometidos a la autoridad de Bizancio. Será este
acercamiento el que construya los cimientos filosóficos y vitales sobre los que
terminará descansando su civilización, los que le darán consistencia. Pero
cuando el árbol musulmán emerge desde el subsuelo de sus raíces greco-sirias
será desviado hacia la tradición persa-mesopotámica, iniciando un camino que
conduce al desarrollo de una cultura singular, centrada en el Medio Oriente,
que se aleja del mundo occidental y entra en confrontación (y no sólo política
o militar) con él.
La España musulmana reaccionó con rapidez al
golpe de timón, colocándose en rebelión abierta contra los abasidas y
aferrándose a la tradición omeya, mucho más respetuosa con la idiosincrasia de
los pueblos que beben en las fuentes greco-latinas. El último superviviente de
esta familia se refugió en Al-Ándalus, donde fue acogido como el legítimo
heredero de los califas de Damasco. Al sublevarse contra Bagdad, los andalusíes
pusieron fin a su subordinación estratégica con respecto a los centros de decisión
situados en el Medio Oriente de manera definitiva. La llegada al poder de Abderramán I, el primer Omeya cordobés, es el punto de arranque
de un nuevo proyecto histórico, un proyecto musulmán pero ibérico, que vivió en los siguientes doscientos años una brillante etapa de esplendor, cuya
influencia cultural sobre el occidente cristiano fue inmensa y cuyos herederos
mantuvieron viva la llama de la cultura andalusí hasta los comienzos de la Edad
Moderna.
Pero los ecos del chiísmo y del legitimismo
transmitido por la línea de sangre también llegaron hasta España, alcanzando
-incluso- al área de resistencia de los cristianos, en el norte peninsular. Y el santiaguismo lo replicó, sustituyendo a Alí y a Fátima (el yerno
y la hija de Mahoma) por Santiago (el
hermano de Jesús). Pese a las diferencias religiosas y la
hostilidad militar entre moros y cristianos, la comunicación entre los dos
bandos es fluida e intensa y la influencia cultural es evidente.
¿Creía que la Edad Media española era árida,
monótona y distante? Como podrá observar estaba a la altura de los mejores
novelistas de ficción contemporáneos al estilo de Dan Brown o de Noah
Gordon. Es todo un filón para escritores, guionistas y directores de cine. Bienvenido a uno de los momentos más apasionantes, vivos, intensos, dramáticos y trascendentales
de la Historia de la Humanidad. En este rincón del mundo se estaba preparando, en
la profunda Edad Media, una mutación en la manera de organizar las sociedades humanas
que terminará arrastrando en su propia dinámica de desarrollo al resto de pueblos
que habitan nuestro planeta.
[1] ISMAEL
DIADIE HAIDARA: Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú. RD
Editores. Sevilla 2001. pp. 21-22.
[4] “La Génesis de nuestra identidad”: http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/la-genesis-de-nuestra-identidad.html
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Priscilianismo
[6] http://es.wikipedia.org/wiki/Prisciliano