jueves, 18 de julio de 2024

Andalucía, ¿puente o frontera?




La historia de nuestra tierra esconde varias sorpresas que han sido silenciadas y cuya omisión ha cambiado por completo la narrativa acerca de un pasado que es muy diferente al que nos han enseñado.

Andalucía ocupa una posición geoestratégica única que nos marca los límites de las posibles alternativas que se abren ante nosotros. Y tiene una historia apasionante, que ha ido abriendo nuevos caminos a través de los siglos al resto de la Humanidad, que ha tejido una red de alianzas, de conexiones profundas con multitud de pueblos, algunos de los cuales habitan muy lejos de nosotros. Esos puentes, que cruzan océanos, nos han definido históricamente y nos han convertido en referentes para millones de personas que vibran en una frecuencia que resuena con la nuestra.

A lo largo del tiempo hemos ido ejerciendo de manera alternativa las dos funciones que nuestra tierra puede desempeñar en el entorno geopolítico en el que vivimos: la de puente y la de frontera. Por eso es importante sumergirse en la verdadera historia de lo que hemos sido y de lo que somos para poder inferir los posibles caminos de futuro que se abren ante nosotros.

Nuestro papel histórico de guardianes del Estrecho ha determinado buena parte de nuestra historia, ya que ha sido -hasta 1869- la única puerta que comunicaba el Mar Mediterráneo con el Océano Atlántico, lo que ha empujado históricamente hacia nuestra tierra a una gran cantidad de ejércitos que buscaban tomar el control de ese importante paso que, desde la apertura del Canal de Suez -en el otro extremo del Mediterráneo- abre, además, la ruta entre el Atlántico y el Índico, es decir, conecta las costas nororientales de Norteamérica y las occidentales europeas con el sur de Asia.

Este simple dato nos puede ilustrar bastante acerca de la gran cantidad de presiones de todo tipo que se ejercen sobre los habitantes de esta tierra y que están detrás, en última instancia, tanto de la realidad estructural actual como de la imagen que se ha construido para justificarla.

Esto nos convierte, además, en una importante base logística a través de la cual se garantiza el paso de las fuerzas y los suministros de los países occidentales hacia los conflictos del Próximo y del Medio Oriente. También del flujo de mercancías hacia o desde los mercados de Asia Oriental.

Pero la importancia geoestratégica andaluza no se agota en su componente este-oeste, es decir, en el carácter de válvula de control de la comunicación marítima entre el Mediterráneo y el Atlántico. También es fundamental su componente norte-sur, es decir, la conexión terrestre entre los pueblos europeos y norteafricanos, que en los tiempos que estamos viviendo adquiere una relevancia cada vez mayor. Sólo daré un dato que sintetiza la situación: África, en 1960, tenía 283 millones de habitantes, frente a 605 millones de europeos. En la actualidad tiene 1.340 millones, frente a 748 millones de europeos. Sólo los 14 kilómetros de anchura que posee el Estrecho de Gibraltar separa ambos espacios. Sin embargo, hay muy poca consciencia entre la población de lo que esto significa.

Como podrá ver ni podemos, ni debemos ignorar esta multitud de factores de carácter geopolítico que singularizan la tierra en la que nos ha tocado vivir, que ha condicionado históricamente nuestra forma de vida y seguirá haciéndolo en el futuro: somos prisioneros de nuestra geografía. Por tanto, en cualquier análisis, valoración o proyecto político, social o económico que hagamos tendremos que introducir estos factores que marcan límites a nuestra capacidad de maniobra.

La pertenencia histórica de Andalucía al estado español cambia la naturaleza de éste ya que España, sin Andalucía, es un apéndice que le sale a Europa por el suroeste. Con ella es un punto de encuentro de Europa con los mundos exteriores a la europeidad, un puente hacia las Canarias, África e Iberoamérica. Esta realidad factual y estructural será determinante durante las próximas generaciones para la relación que la Unión Europea decida establecer con esa parte del mundo, son regiones que no dejan de ganar peso relativo en el ámbito global, cuya conexión garantizamos pero que, en paralelo, empujarán a ésta a intentar condicionar todos los procesos de toma de decisiones que nos afecten.

Nuestra historia, además, presenta algunas sorpresas que contradicen la narrativa que se ha venido imponiendo durante los últimos siglos y que sólo busca ocultar el verdadero papel que hemos venido desarrollando desde hace milenios. Lo que hoy vemos como la periferia europea ha sido, históricamente, el corazón de la Civilización Hispana, el pegamento de la Hispanidad. Es imposible explicar la construcción del mundo moderno sin esa pieza fundamental que, en su día, fue la clave de bóveda sobre la que se ha edificado la estructura política global en la que hoy vivimos.

El territorio andaluz sufrió un proceso de segregación política con respecto al resto del estado español a partir del siglo XVIII de la que no somos, en absoluto, conscientes y que ayudan a explicar no sólo nuestra posición estructural actual dentro de él sino, también, buena parte de las tensiones territoriales que han ido agudizándose, por toda la Península, a lo largo de los siglos XIX y XX.

La principal consecuencia de todo lo que hemos dicho hasta ahora es que estamos obligados a replantearnos el tipo de relación que queremos mantener con el resto de territorios que forman el Estado español, el papel que desempeñamos como frontera exterior tanto de la Unión Europea como de la OTAN y el rol que queremos desempeñar en la relación que dicha Unión mantenga en el futuro con África y con Iberoamérica. También la estrategia de desarrollo interior que debemos impulsar en nuestra tierra. Si queremos profundizar en el modelo de sol y playas o apostamos de una vez por el despegue de una industria que sepa explotar las ventajas comparativas derivada de la importante posición geográfica en la que nos encontramos. Nuestros puertos están situados en un lugar privilegiado para el tráfico marítimo internacional, presentando así una potente base de sustentación para el desarrollo de un sector secundario que necesita urgentemente fortalecer las conexiones por tierra, fundamentalmente por ferrocarril, con el resto de territorios que nos rodean y que pueden ayudar a situar nuestros productos en muy pocas horas en el corazón de Europa.

Nuestra importante fachada marítima, por otro lado, nos abre la puerta a un importante desarrollo científico y tecnológico relacionado con el mar y con la oceanografía, abriendo un nuevo umbral de descubrimientos y de desarrollos tecnológicos de cara al futuro.

Como vemos el potencial que presenta nuestra tierra es formidable, si sabemos estar en la onda adecuada, aunque lo primero que tenemos que hacer es tomar conciencia de esta apasionante realidad que tenemos ante nosotros.



Son estas consideraciones las que me han llevado a escribir el libro “Andalucía, ¿puente o frontera?”, que acaba de publicar la Editorial Mascarón de Proa y que está ya disponible en librerías, plataformas y en la web de Almazara Libros o la de Mascarón de Proa

Viaja con nosotros a través del tiempo y del espacio para descubrir los diferentes desafíos que el futuro nos presenta, que nos obligarán a redefinirnos de nuevo (una vez más) y que nos abren todo un abanico de nuevas posibilidades entre las que tendremos necesariamente que elegir.


Pedidos a Mascarón de Proa

sábado, 1 de junio de 2024

Breve resumen de quinientos años de historia

 



A finales del siglo XV se encuentran en las tierras del continente que hoy llamamos América los pueblos del Antiguo y del Nuevo Mundo y esa conexión intercontinental cambió para siempre la Historia de la Humanidad. Si resumimos ese primer contacto con la frase “Colón descubrió América” estamos introduciendo en la narración un sesgo personalista y aleatorio que hace pensar al que la escucha que la cosa podría haber sucedido de cualquier otra manera y convierte ese hecho histórico capital en la ocurrencia de un individuo marginal, lo que oculta un proceso histórico que llevaba siglos desplegándose y que poseía una inercia poderosísima.

Ya hablamos en el artículo anterior de la extraordinaria solidez y de la irreversibilidad de las transformaciones sociales que habían tenido lugar en la Península Ibérica durante los mil años que precedieron a ese momento concreto y que los tres grandes estados cristianos bajomedievales ibéricos (Aragón, Castilla y Portugal) crearon de manera simultánea tres grandes marinas durante los siglos XIII, XIV y XV con la intención manifiesta de continuar su expansión militar, política y demográfica sobre las tierras de “allende”, que era como llamaban en Castilla al proyecto de conquista de las tierras del Magreb. Llevaban siglos peleando contra los musulmanes en la Península y el futuro inmediato que preveían los habitantes del País de la resistencia era continuar esa lucha en la otra orilla del mar. Pero, por el camino, ese proyecto fue desviado por los vientos atlánticos.

En efecto, cuando los ibéricos se hicieron a la mar empezaron a encontrarse en ella con fértiles archipiélagos bien regados, la mayoría de ellos deshabitados (Azores, Madeira, Canarias, Cabo Verde), que estaban listos para ser colonizados (o conquistados, como sucedió con las islas canarias) y que fueron integrados rápidamente en sus respectivas estructuras políticas sin demasiados problemas. Fue un regalo inesperado.

 

El “8” atlántico

Y en ese proceso expansivo se enfrentaron con un gran problema que dificultaba seriamente la navegación: el extraño comportamiento de los vientos atlánticos, en un océano inmenso en el que no era posible más que la navegación a vela.

“En la era de la navegación a vela, en las inmensidades del océano no se puede navegar por cualquier ruta. A lo largo del siglo XV los marinos ibéricos fueron arrancándole poco a poco sus secretos al mar. Los secretos del mar son los caminos que los vientos han trazado sobre su superficie: El famoso “8” atlántico. El centro de ese “8”, donde las dos líneas se cruzan, es justo el punto donde África y América están más cerca, en la línea del ecuador. De tal manera que la única forma de navegar por el Atlántico, sin perecer en el intento, es dirigirse hacia el sur, desde las latitudes templadas europeas, hasta alcanzar, como mínimo, el Trópico de Cáncer. Por las latitudes tropicales hay que virar hacia el oeste para adentrarse profundamente en el océano. Sólo en esas profundidades atlánticas se pueden encontrar vientos que permitan virar tanto hacia el norte como hacia el sur. En el primer caso hay que esperar a alcanzar las latitudes de la Península Ibérica para poder girar hacia el este y así poder volver a casa. Si se escogió la ruta meridional también hay que llegar a las latitudes templadas, en este caso del sur de África, para poder hacer lo propio y, una vez alcanzadas las costas de Sudáfrica o de Namibia, se puede virar hacia el norte para tornar a las latitudes tropicales. Ese es el secreto del Atlántico. Pero no fue fácil descubrirlo. Por el camino se quedaron muchas tripulaciones. Conseguir que los marinos comprendieran que, si querían volver a casa, tenían que adentrarse profundamente en el mar y perder todas las referencias terrestres no fue nada fácil, como podrá imaginar. Pero una vez interiorizado esto el descubrimiento de América era, tan sólo, cuestión de tiempo.”[1]

El “Descubrimiento de América” no fue la “ocurrencia” de ningún chalado. El único sentido que tiene presentar el hecho de esta manera es el de ocultar la inexorabilidad de ese proceso histórico, hacer creer al lector o al oyente que las cosas podían haber ocurrido de otra manera, es decir, que a los españoles les tocó la lotería y que el asunto no tenía nada que ver con el proceso histórico en el que llevaban mil años embarcados. Durante el siglo anterior a ese momento tanto portugueses como castellanos se fueron adentrando en el Atlántico, perdiendo tripulaciones, sufriendo multitud de bajas humanas que, no obstante, sirvieron para arrancarle a éste sus secretos. Los marinos aprendieron a dominar sus propios miedos y a interiorizar el hecho de que si querías volver vivo a casa tenías que adentrarte mucho en el mar y perder todas las referencias terrestres… durante semanas… en las que sólo la brújula y las estrellas te podían orientar acerca del punto exacto de La Tierra en el que te encontrabas. Y en ese proceso ambos pueblos descubrieron “La autopista de los alisios”, un túnel de viento que te empuja hacia el oeste entre los dos trópicos: Un agujero de gusano hacia lo desconocido. Hacía falta mucho valor, desde luego, pero sabían cómo hacerlo y, sobre todo… cómo volver.

Tanto los castellanos como -sobre todo- los portugueses manejaron esa información con discreción y con cuidado. Les había costado muchas vidas obtenerla, no se la iban a regalar a ningún forastero que estuviera de gira por aquí. Ese es el hecho que justifica la presencia de un señor llamado Cristóbal Colón, de origen incierto, durante años, en Portugal. Igual que los portugueses y los castellanos fueron arrancándole el mar poco a poco sus secretos, Colón hizo lo propio con los portugueses.

Como dije hace tiempo, ambos pueblos dominaban cada una de las dos puertas que abrían la ruta de los alisios y que se llaman Canarias y Madeira. Ambos sabían que había tierras al oeste, porque la Corriente del Golfo viene de allí, y arrastra restos vegetales flotantes que las tripulaciones recogían frecuentemente. El único problema era averiguar a qué distancia estaba, porque necesitabas muchas provisiones para mantenerte en el mar durante meses en un tiempo en el que no había frigoríficos. Por eso las diferentes tripulaciones en cada viaje de exploración se atrevían a ir un poco más lejos. De manera lenta, ordenada, sistemática… y en secreto. La pregunta era: Cuando esa tierra se descubra ¿Cómo y a quién se la cuentan para que al final no se adueñen de ese esfuerzo personas ajenas a los auténticos protagonistas de ese proceso?

Y entonces, un día, un marino que decía ser genovés pero que venía de Portugal, llamó a la puerta del Monasterio de la Rábida, que estaba en un pueblo llamado Palos de la Frontera, donde tenían su base los más importantes armadores del suroeste castellano, los más avezados, los que mejor conocían en ese reino las rutas que llevaban hasta las Canarias y más allá. ¿Por qué esta persona dejaba Portugal y se dirigía a Castilla para proponerle a su reina un proyecto tan “descabellado”? ¿Por qué decidió que lo primero que tenía que hacer en Castilla era dirigirse al cuartel general de la marina mercante del país? La vida de Colón está llena de secretos, pero hay que verla dentro del contexto histórico en el que vivió. Contó lo que le convenía para ganar una carrera en la que había otros competidores y una sola meta.

 

Los castellanos pisan tierra americana

Pero en el mismo momento en el que los castellanos pisaron tierra americana la Historia de la Humanidad dio un giro brusco que la cambió para siempre. Poner en contacto dos mundos que llevaban milenios ignorándose mutuamente era desencadenar un poderoso proceso histórico que nos tenía que transmutar a todos necesariamente. Pero hemos de subrayar que los pueblos ibéricos eran, a finales del siglo XV, la vanguardia militar de los pueblos europeos, que estaban saliendo… ¡victoriosos! de un milenio de guerras en las que habían estado a punto de desaparecer y que los habían transmutado interiormente de manera profunda. Y, dentro del contexto de los pueblos ibéricos del Renacimiento, Castilla era el más poderoso de todos, ya que en ella vivían las dos terceras partes de los habitantes de la Península.

“La transversalidad americana produjo un cortocircuito planetario que terminó poniendo en contacto a los hombres que vivían en todas las áreas culturales de la Tierra, no sólo las americanas, porque los españoles y los portugueses, una vez que se hicieron a la mar, terminaron alcanzando los confines de los grandes océanos que bañan los continentes de nuestro mundo. Los musulmanes serán rodeados por el sur y se encontrarán con los portugueses en el Océano Índico. En la India e Indonesia aparecerán colonias portuguesas que conectarán Europa con el Extremo Oriente. Españoles y portugueses se encontrarán, todavía más hacia el este, en los mares que rodean China y Japón, los primeros llegaban hasta allí navegando por el Pacífico, en el famoso “Galeón de Manila”, los segundos por la ruta del Índico ya citada.”[2]

La conexión que los españoles establecieron en ese momento con los pueblos del Nuevo Mundo produjo una descarga de energía que transformó el mundo ya para siempre. Los castellanos, desde el primer contacto con los pueblos americanos, estaban buscando imperios para batirse con ellos y, aunque tardaron casi 30 años en encontrar el primero, lo terminaron haciendo. Los depurados guerreros del Renacimiento, que llevaban un milenio combatiendo a enemigos implacables, cuando se encuentran con los aztecas y con los incas los laminan militarmente porque vienen de un mundo mucho más duro, más competitivo y más desarrollado tecnológicamente que el que se encuentran.

Y terminó ocurriendo lo único que podía pasar, que durante 300 años un pueblo de seis o siete millones de habitantes, que llevaba un milenio creciendo desde el punto de vista demográfico, pero con la lentitud propia de las sociedades medievales europeas, se proyectó sobre un continente de 40 millones de kilómetros cuadrados donde podía colocar sus excedentes de población durante siglos y en el que, además, podía construir un imperio porque su desarrollo previo le permitía ofrecer a los nativos un salto tecnológico que transformaría su propia vida.

 

Repercusiones europeas del Descubrimiento

Dijimos que los pueblos ibéricos eran la vanguardia militar de los europeos. Cuando comienza la expansión de aquellos por América, África y Asia abren nuevos caminos, por todo el planeta, que nos conectan de manera global, independientemente del nivel de desarrollo tecnológico que cada cual tuviera previamente, lo que daba una indudable ventaja a los que iban por delante en esa carrera milenaria. Surgen nuevas rutas comerciales que traen hasta Europa multitud de nuevos productos, muchos de ellos desconocidos aquí (cacao, patata, tabaco…) y se descubren nuevos yacimientos mineros en zonas que habían permanecido vírgenes hasta ese momento, lo que dará lugar a un salto, tanto cuantitativo como cualitativo, en el volumen y en la variedad de las transacciones económicas, lo que desata una carrera comercial, tecnológica, política y militar en todo el occidente europeo que consolidará a las cinco primeras naciones del mundo moderno (España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda). La vastedad de los descubrimientos ibéricos era muy superior a la capacidad de los mismos para monopolizar ese proceso. Aunque obviamente lo intentaron… y lo consiguieron durante más de un siglo.

 

La política europea en la Alta Edad Moderna

Pero desde 1517 reinaba en España una dinastía de origen alemán –los Habsburgo-, que unió políticamente los destinos de ambos espacios geográficos y del agregado inconexo de territorios que los flamenco-borgoñones habían controlado durante el siglo XV en el oriente francés y que vengo llamando desde hace tiempo “La Camisa de fuerza francesa”. Así que, mientras los españoles de ultramar estaban conquistando el Imperio Azteca y la nao Victoria daba la primera vuelta al mundo de la Historia de la Humanidad, los peninsulares se ponían a las órdenes de unos aristócratas alemanes que estaban envueltos en multitud de conflictos europeos y de esta manera la vanguardia militar de los pueblos del Occidente Cristiano medieval se dio la vuelta y aterrizó en los escenarios continentales, lo que alteró de manera radical todos los equilibrios políticos de la víspera y, de camino, metió a dichos pueblos en la nueva dinámica planetaria en la que los españoles estaban envueltos.

Los pueblos ibéricos dentro del contexto europeo eran periféricos, pero a nivel mundial eran centrales. Cuando ambos roles se interconectaron esa mezcla transformó ambos espacios de manera inevitable e irreversible y los convirtió en una bisagra intercontinental que europeizó los descubrimientos ibéricos y dio trascendencia global a los conflictos europeos, abriendo frentes secundarios de éstos en las tierras de ultramar que llevaron a las mismas nuevas poblaciones de origen inglés, francés y holandés y que sentaron las bases de los imperios ultramarinos europeos de la segunda generación.

 

Tres imperios simultáneos compitiendo

El rol que desempeñaron los españoles en Europa durante los casi doscientos años que reinaron en ella los Habsburgo fue el de gendarmes europeos. Desde el conjunto de territorios que controlaban en el oriente francés, desde Milán hasta Bélgica, los tercios españoles estuvieron acosando a Francia durante todo ese tiempo y protegiendo a Alemania de posibles incursiones militares que tuvieran ese origen. Y mientras tanto los turcos se expandían por el Mediterráneo desde su extremo más oriental y chocaban con los españoles en el centro del mismo, desatando en él el largo Duelo Mediterráneo[3] del que hablé hace ya bastante tiempo.

El Imperio español a lo largo de la Edad Moderna era, en realidad, tres imperios, con lógicas políticas diferentes y contradictorias que competían entre sí por los recursos disponibles: el Ultramarino, el Mediterráneo y la Camisa de Fuerza francesa. Esta última es la que terminó absorbiendo la mayor parte de los recursos humanos, económicos y militares disponibles en el mismo, pues la intensidad de los conflictos europeos no dejó de incrementarse desde 1517 hasta culminar en la mayor guerra que los europeos habían conocido nunca hasta ese momento: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que marcó el punto de inflexión que produjo el relevo de España por Francia en el liderazgo europeo y, como consecuencia, el comienzo del declive del Imperio español.

Así pues el imperio continental europeo fue la causa primaria de la liquidación de los otros dos. Y todavía seguimos considerando a Carlos I, que fue el que diseñó esa estrategia, como el rey más grande de nuestra historia.

No fue una buena idea, visto ese proceso desde el lado español, unir políticamente la herencia de los Reyes Católicos con la de los Habsburgo alemanes. Era una alianza que tenía fecha de caducidad y presentaba unos costes que la volvían insostenible a largo plazo. Ese modelo político quebró en la Guerra de los Treinta Años, y el resultado final de esa quiebra fue la entrega de esos tres imperios a la Casa de Borbón, es decir a la dinastía que gobernaba en el país que era, en ese momento histórico, nuestro peor enemigo. “Doscientos años peleando contra Francia para acabar coronando al nieto de Luis XIV.”[4]

 

El sistema del equilibrio europeo

España vivió en guerra 50 años seguidos (1618-1668), periodo en el que se solaparon la Guerra de los treinta años ya citada con la franco-española (1635-1659) y la de Restauración portuguesa (1640-1668), dos prolongaciones de la primera que se libraron ya en suelo peninsular. La Paz de Westfalia (1648), que puso fin al duelo europeo, suele considerarse como el reconocimiento oficial por parte de España del liderazgo francés en los escenarios continentales, algo que ya era evidente para todos a partir de 1640, cuando se producen los levantamientos de portugueses y catalanes contra la corona española, lo que permitió a ingleses y franceses respectivamente abrir los frentes de guerra ibéricos. Si cuando te va bien tus ejércitos combaten en países ajenos, cuando caes derrotado terminan peleando en el propio, hay cientos de ejemplos históricos de esto, varios de ellos ya en el siglo XX.

Tras la derrota española en el conjunto de guerras que hemos citado cambia toda la correlación de fuerzas política en Europa. El periodo 1517-1618, que abarca desde la coronación como rey de España del primer Habsburgo -Carlos I- hasta el estallido de la Guerra de los 30 años es la época del Hegemonismo español, dado que durante ese siglo España era, de manera indiscutida, la primera potencia tanto del mundo como de Europa. Desde que se firma la Paz de Westfalia aunque seguía siendo aún la primera potencia ultramarina del planeta –posición que mantendrá hasta 1808- pierde, sin embargo, esa hegemonía en Europa y el nuevo escenario político que se abre en este espacio se conoce como el Sistema del Equilibrio Europeo, una cambiante combinación de alianzas entre las grandes potencias europeas (Austria, Prusia, Gran Bretaña, Francia y España), cuyo principal objetivo era evitar la hegemonía de alguna de ellas.

 

Cambio de rumbo

En 1701 es coronado como rey de España el primer Borbón -Felipe V- y este hecho cambió de manera definitiva toda la correlación de fuerzas en el continente. El mero hecho de que la misma dinastía gobernara en dos de los tres países más poderosos de Europa provocaba escalofríos en el resto. Era el comienzo de un nuevo hegemonismo surgido de la alianza dinástica que acababa de producirse y que amenazaba incluso con empeorar más, ya que Felipe de Anjou no sólo era ahora el flamante y recién coronado rey de España sino que seguía siendo todavía el heredero natural de Luis XIV para el trono francés. Si la sucesión en Francia llegara a producirse en el inmediato futuro la alianza se convertiría en la unión de dos estados que eran, además, dos imperios extra europeos (de ámbito mundial en el caso español). Era lógico que se encendieran todas las alarmas y que el resto de países se coaligara contra los borbones en la que se conoce como Guerra de Sucesión Española (1701-1713).

La base fundamental de los Tratados de Utrecht y Rastatt (1712-1715), que pondrían fin a ese conflicto son el compromiso de que ninguna persona en el futuro podría ser simultáneamente rey de España y de Francia, aunque tuviera legitimidad para ello y, en segundo lugar, la pérdida de todas las posesiones extra peninsulares españolas en Europa, que pasaron en su gran mayoría a la soberanía austriaca. Un detalle significativo de los mismos fue la anexión, por parte británica, de dos posiciones estratégicas en el Mediterráneo: Gibraltar y Menorca, que le permitía observar de cerca las posibles intervenciones de sus dos rivales en él y le abría la ruta marítima hacia Egipto, con la clara intención de crear un atajo que uniera en el futuro a la metrópoli con la colonia de la India, la futura joya de la corona en el Océano Indico.

España perdía así dos de los tres imperios que lideraba. Pero aún le quedaba el más vasto de ellos: el Ultramarino. Si hubiera jugado esa carta con inteligencia podría haberse convertido en la gran potencia marítima de la Edad Contemporánea. Pero ese papel lo terminó desempeñando Inglaterra, dado que la nueva dinastía decidió convertirlo en una fuerza auxiliar del francés. El modelo político que los déspotas ilustrados diseñaron para nuestro país era subordinado y galocéntrico.

Se estaba empezando a dibujar, de facto, un reparto de zonas de influencia a nivel planetario entre Francia e Inglaterra que partía del supuesto implícito de la absorción paulatina de los dominios españoles por parte francesa. Era obvio que los ingleses no creían que la separación formal de las dos coronas establecida en los tratados de Utrecht durara mucho tiempo, lo que les obligaba a actuar en las zonas del mundo que habían estado vetadas hasta entonces para los españoles como consecuencia del Tratado de Tordesillas en 1494 con los portugueses, es decir, el Atlántico Oriental, Océano Índico y sureste asiático, las zonas tradicionales de influencia portuguesas y holandesas, dejando a Francia las españolas. Y una vez que los austriacos reemplazaron a los españoles en el Mediterráneo central, el desarrollo lógico de los procesos históricos apuntaba hacia una creciente influencia británica en el Mediterráneo, con el apoyo del que se había convertido en su gran aliado, de facto, en esta zona, el Imperio Austriaco. Era la única manera de parar en esta área a la alianza galocéntrica. Recordemos que España intentó recuperar sus antiguos dominios del sur de Italia durante la siguiente generación:

“En el Mediterráneo [los españoles] pasan al ataque ya en 1717, reconquistando Cerdeña, y en 1718 Sicilia. Las devuelven poco después tras un acuerdo internacional, pero en 1734 retornarán, creando el estado satélite de las Dos Sicilias, que se mantendrá en la órbita española hasta los tiempos de Napoleón Bonaparte.”[5]

En 1756 los franceses conquistan Menorca, que vuelve a manos británicas en 1763. En 1782 son los españoles los que la recuperan, retornando a manos inglesas en 1798 y españolas de nuevo en 1802. Pero, tras la derrota de las fuerzas napoleónicas en Europa los británicos conquistan, en 1814, el archipiélago de Malta, que compensa con creces la pérdida de Menorca, ya que la situación de estas islas es mucho más importante dentro de su estrategia de abrirse paso hacia oriente que la de Menorca.

Vemos por tanto como el Mediterráneo se estaba convirtiendo en una zona caliente en el nuevo equilibrio de fuerzas planetario que se estaba construyendo en ese momento para sustituir al que los pueblos ibéricos habían creado en el siglo XVI y que había estado vigente hasta entonces.

 

La Guerra de la Independencia y sus consecuencias

El desenlace final de este proceso de subordinación estratégica del Imperio español con respecto a Francia tuvo lugar en 1808. Napoleón Bonaparte consideró entonces que el proceso de transferencia hacia la corona francesa tanto del territorio español como de sus posesiones ultramarinas debía completarse a la mayor brevedad posible, dado que el resto de países europeos estaban en ese momento demasiado ocupados como para poderlo impedir. Craso error, como el desarrollo de los acontecimientos históricos no tardó en demostrar. Desde el corazón de Europa la visión que se tiene del resto del mundo es demasiado simple como para poder entender la extraordinaria profundidad estratégica que poseen los espacios geográficos de su periferia (Rusia, España, Hispanoamérica…); las derrotas militares sufridas por los austriacos y los prusianos en el continente cegaron al autócrata, confundiendo el poder real con el nominal. En el desarrollo de una guerra no sólo hay que tener en cuenta el número de soldados y las armas que éstos disponen. También son determinantes los factores geográficos, culturales, la voluntad de resistir de las poblaciones de los países ocupados…

El proyecto galocéntrico que pretendía, en última instancia, liderar la mitad occidental del planeta desde París quebró en las guerras napoleónicas. Napoleón Bonaparte fue el que mató a la gallina de los huevos de oro. Como de costumbre la mató el cortoplacismo y el exceso de ambición. El mundo es mucho más vasto y complejo de lo que los grandes dirigentes son capaces de imaginar.

Y si las ambiciones imperiales francesas se frustraron, las de sus escuderos españoles se hundieron ya de manera definitiva. Un imperio que no tiene un proyecto político propio no puede sostenerse en el tiempo. La desintegración del Imperio Ultramarino español creó un vacío político que sólo los británicos estaban en condiciones de rentabilizar de forma inmediata, pero que excitó también la codicia norteamericana. El nuevo estado aún no tenía músculo suficiente para hacer valer sus intereses a nivel hemisférico, pero la situación que se acababa de crear le abría un camino que le conduciría a definir la Doctrina Monroe y su consecuencia: la construcción de lo que terminarían llamando “el patio trasero”.

 

La reinvención de España

La nueva España que surgió tras las guerras napoleónicas había perdido ya, definitivamente, su estatus de gran potencia. Sólo era un pequeño país de la periferia europea con muchos asuntos pendientes que resolver a nivel interno, así que tuvo que reinventarse a sí misma. Pasar de ser la metrópoli de un imperio planetario a un modesto y relativamente aislado estado que llevaba ya más de un siglo sometido a la influencia ideológica francesa no fue nada fácil, como podemos imaginar. El siglo XIX español fue una época de conflictos internos, de ajustes de cuentas entre las diversas facciones enfrentadas del poder. La lucha entre absolutistas y liberales (conocidos respectivamente como carlistas e isabelinos) no sólo puso sobre la mesa el conflicto histórico entre partidarios y adversarios del Antiguo Régimen, sino que poco a poco fue haciendo aflorar uno más profundo, de carácter estructural, que los borbones habían estado incubando desde 1701 entre centralistas y descentralizadores.

Al reivindicar la vigencia de los viejos fueros los carlistas pretendían dar marcha atrás, de alguna manera, y volver a la España de los austrias. No era un objetivo dinástico de la Casa de Borbón (de hecho llevaban más de un siglo oponiéndose a ellos) sino una reivindicación muy sentida por una parte importante de las oligarquías locales por todo el país. Era la España profunda levantándose contra la uniformidad jurídica y contra el estado centralizado y radial de los déspotas ilustrados y de sus herederos políticos del siglo XIX: los jacobinos.

La influencia ideológica francesa continuó hasta bien entrado el siglo XX, en su versión jacobina. El estado radial de los déspotas ilustrados no sólo se mantuvo, sino que se siguió profundizando en él y la división provincial creada en 1833 era una traslación a nuestro país de las prefecturas francesas que buscaba matar las identidades de los viejos reinos medievales. Ese modelo será cada vez más contestado por todo el país; al principio desde la derecha (por los carlistas), pero más adelante también desde la izquierda (por los federalistas que irrumpen con fuerza en la revolución de La Gloriosa de 1868). Ambas estrategias políticas seguirán evolucionando y terminarán dando lugar a las diversas fuerzas políticas nacionalistas que vieron la luz en el siglo XX.

El estado jacobino decimonónico no sólo era centralista, también era oligárquico. Aunque los absolutistas ya no estaban en el poder y la España isabelina, la de la Gloriosa y la de la Restauración era un estado parlamentario, el sistema de elección fue censitario hasta 1890 y, sobre todo, estaba tan manipulado que, de facto, se hallaba férreamente controlado desde unas estructuras de poder que sólo representaban a unas élites reducidísimas.

 

El régimen de la Restauración

Para que veamos hasta qué punto llegó esta manipulación de los procesos electorales basta mostrar el gráfico de los resultados de las elecciones parlamentarias del periodo de la Restauración (1875-1923):


Y su traslación numérica, que vemos en la siguiente tabla:


Como el lector podrá deducir son resultados imposibles en un sistema político sano. 21 elecciones en 48 años (dos años, tres meses y doce días de media por gobierno) y una alternancia casi absoluta (sólo se repitieron gobiernos del mismo color político dos veces (en el periodo 1876-1881 y en el 1919-1923). ¿Cómo se puede explicar, por ejemplo, que los liberales sacaran en las elecciones de 1881 297 escaños, en las siguientes (1884) 67 y las posteriores (1886) 288, mientras se alternaban con unos conservadores que sacaron 318 en 1884, 67 en 1886 y 262 en 1891? ¿Hacia dónde apuntan las posibles explicaciones de este curioso fenómeno?

El asunto es más sangrante todavía si tenemos en cuenta que durante 90 años (durante el periodo 1833-1923) las elecciones fueron ganadas… ¡Siempre! por el partido que las organizó.

Y de esta extraña afirmación se deriva automáticamente la siguiente pregunta: Si el que convoca las elecciones siempre las gana ¿Cómo es posible la alternancia política? No parece tener ningún sentido ¿verdad?

Pues bien, la respuesta es muy sencilla y pone de manifiesto un mecanismo perverso que el Sistema mantuvo todo ese tiempo y que garantizaba que el resultado electoral siempre fuera el que los que dirigían el proceso querían. Cada uno de los presidentes de gobierno que hubo en España durante todo ese periodo fue cesado por el rey o el regente (con la excepción de los que hubo durante la Primera República, desde febrero de 1873 hasta enero de 1874), que nombraba después a alguno de los líderes de la oposición (no necesariamente al que la dirigía en ese momento), éste cesaba a todos los gobernadores civiles y nombraba a los propios para disolver, a continuación, el Parlamento y convocar nuevas elecciones que, invariablemente, ganaba. Cada uno de los nuevos gobernadores recién nombrados recibía instrucciones específicas en las que se le orientaba sobre el sentido del voto que se esperaba en su circunscripción; sentido que, con bastante frecuencia, se había pactado previamente con el líder del principal partido de la nueva oposición. Tanto los dirigentes locales del Partido Liberal como del Conservador sabían, en cada una de las elecciones convocadas, el resultado aproximado que tendrían, antes de hacerse el recuento, lo que convertía el proceso completo en un auténtico ejercicio de ficción política. Ese fue el sistema que sustituyó a la monarquía absoluta en España. Un sistema que no era demasiado diferente del de la carta otorgada que se implantó en Francia en 1814. Como vemos, los jacobinos españoles siempre estaban mirando a Francia. La Constitución española de 1876 (la de la Restauración) comienza con el siguiente texto:

“Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey constitucional de España. A todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: que en unión y de acuerdo con las Cortes del Reino actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar la siguiente CONSTITUCION DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.”[6]

“Constitución de la Monarquía Española”, toda una declaración de intenciones. Se están rescatando conceptos (rey “por la gracia de Dios”, Constitución “de la Monarquía”) que tienen un evidente sesgo absolutista. La soberanía ya no pertenecía a la “nación española”, como establecía la Constitución de 1869 (la de La Gloriosa), sino al rey que, graciablemente, comparte con las “Cortes del Reino”.

Era evidente la existencia de un divorcio profundo entre la España real y la oficial, que adquirió tintes cada vez más dramáticos a partir de la crisis política de 1898, que fueron alimentados de manera insensata por Alfonso XIII desde que fue coronado como rey en 1902.

Durante el periodo 1902-1923 el régimen de la Restauración entra en un estado de abierta descomposición política, que presenta una serie de hitos que son la manifestación pública de la misma: sucesos del ¡Cu-Cut! (1905), Ley de Jurisdicciones (1906), atentado contra Alfonso XIII el día de su casamiento, en 1906 (con 25 muertos y más de 100 heridos), el arrollador triunfo en Cataluña de Solidaridad Catalana en las elecciones generales de 1907 (41 diputados sobre los 44 posibles), emboscada del Barranco del Lobo en Marruecos, Semana Trágica de Barcelona y caso Ferrer Guardia (los tres en 1909), asesinato del Presidente de gobierno José Canalejas (1912), aparición de la Mancomunidad de Cataluña (1914), de las Juntas de Defensa (1917), conquista sindical de la jornada laboral de ocho horas (1919) tras una oleada de huelgas que duró meses, asesinato del presidente Eduardo Dato (1921), Desastre de Annual (1921) con 11.500 muertos, Expediente Picasso (1922) y, finalmente, el golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, con el respaldo del rey, en 1923.

 

La dictadura de Primo de Rivera

Debemos recordar que en 1922 tuvo lugar en Italia la Marcha sobre Roma, organizada por Benito Mussolini, el máximo dirigente del Partido Fascista italiano, que abrió la época de los regímenes fascistas europeos y del Estado Corporativo. Si bien la llegada al poder de Primo de Rivera se ajusta al clásico patrón de los golpes de estado militares presenta, sin embargo, una serie de especificidades que lo vinculan al modelo fascista italiano contemporáneo suyo. Como aquél contó con el respaldo del monarca, convirtiendo al nuevo régimen en una dictadura coronada, que encamina el modelo político en la dirección de crear el Estado Corporativo. El estado liberal conservador de los jacobinos españoles del siglo XIX estaba ya muerto y enterrado, y el nuevo proceso político que se abría se adentraba en las peligrosas aguas de las dictaduras europeas del periodo de entreguerras, unos experimentos políticos que conducían directamente hacia la guerra.

Tres eran los objetivos formales que justificaron el golpe de estado:

1.      Acabar con la Guerra del Rif, es decir, ahogar la resistencia de la población del norte de Marruecos a ser integrada, por la fuerza, en una estructura colonial y, de camino, las repercusiones políticas internas que estaba teniendo (Expediente Picasso y sus consecuencias), que salpicaban directamente a la corona.

2.      Luchar “contra el separatismo”, es decir, acabar con la Mancomunidad de Cataluña y con la vía que abría hacia la descentralización política en nuestro país, que fue disuelta en 1925.

3.      Frenar el avance del movimiento obrero, que dobló el pulso de la patronal y del Estado en 1919, cuando arrancó, a base de luchas, la jornada laboral de 8 horas.

Durante siete años pudo parar los tres procesos citados, con un coste elevadísimo: la desintegración de las fuerzas políticas de la Restauración, buena parte de las cuales se volvieron republicanas (la monarquía había roto todos los consensos políticos sobre los que se había apoyado hasta entonces) y, en una huida hacia adelante que buscaba encontrar una nueva base de sustentación política estableciendo redes clientelares locales por toda España, incrementó notablemente las obras públicas sin tocar la estructura impositiva del estado, alimentando así de forma exponencial la espiral de la deuda pública. Era un sistema insostenible a medio plazo.

La marea republicana terminó arrasando, como un tsunami, lo que quedaba de la monarquía alfonsina en 1931… La Mancomunidad de Cataluña se convirtió en la Generalidad de Cataluña, seis años después de haber sido disuelta, a la que se unió el gobierno vasco poco después (1936), admitiéndose a trámite por las Cortes de la República el Proyecto de Estatuto de Autonomía de Galicia el 15 de julio de 1936. El sufragio universal dejó de ser sólo masculino, haciéndose extensivo también a las mujeres y se decretó de nuevo la libertad sindical, adquiriendo los sindicatos una extraordinaria potencia, entre una multitud de otras transformaciones sociales profundas que cambiaron por completo la fisonomía del país.

A las clases oligárquicas españolas, que llevaban medio siglo enrocándose sobre sí mismas (desde 1874), acostumbradas a manipular el sistema político a su antojo y que, con la ayuda inestimable de Alfonso XIII, habían estado alimentando el militarismo desde 1902 para intentar parar por la fuerza la marea democrática y autonomista que se estaba abriendo paso de manera incontenible en nuestro país, no le quedaba más alternativa que la guerra para recuperar el control de la situación.

 

El Régimen franquista

Esa reacción violenta se vio favorecida por la tendencia totalitaria que se estaba extendiendo en ese momento por toda Europa. El resultado final fue el estallido de la Guerra Civil española (1936-1939), preludio de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

La Guerra Civil dio paso a la Dictadura de Franco (1939-1975), que pudo sobrevivir sin problemas durante la postguerra europea pese a su carácter totalitario y a su vinculación histórica e ideológica con los regímenes fascistas que habían sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Su anticomunismo visceral le abrió multitud de puertas, por todo el mundo, durante las primeras décadas del periodo histórico conocido como Guerra Fría (1945-1989).

La victoria en la Guerra Civil de los militares africanistas, que habían ahogado en sangre el levantamiento de los rifeños en los años 20 no pudo impedir, sin embargo, que ese territorio pasara a formar parte del Marruecos independiente en 1956 ni, tampoco Cabo Juby (1958), Ifni (1969) y el Sáhara español (1976). Tampoco la independencia de Guinea Ecuatorial (1968). Los militaristas españoles, pese a su retórica imperial, fueron incapaces de impedir la pérdida de los territorios africanos en un periodo histórico en el que los imperios coloniales europeos retrocedían por todas partes.

El Pacto de Madrid, con los Estados Unidos, en 1953, permitió a los norteamericanos situar cuatro bases militares en nuestro país, a cambio de sacar a España de la lista de parias internacionales, lo que le permitió entrar en la mayor parte de los organismos que hasta ese momento le habían estado vetados (ONU, Banco Mundial, FMI…), Pero aún permanecían cerradas las puertas del Mercado Común Europeo.

 

La normalización democrática

La España de Franco seguía siendo una dictadura rodeada de estados parlamentarios, lo que le situaba en una posición de debilidad estructural en el contexto geográfico europeo. El retorno a la comunidad de países democráticos era una necesidad histórica que se abrió paso de manera inevitable tras la muerte del dictador. Pero aún quedaban pendientes dos de los tres grandes problemas estructurales que pretendió resolver la Dictadura de Primo de Rivera: la integración de los sindicatos en el sistema político y la construcción de una estructura territorial que permitiera integrarse en él a las comunidades históricas. El primero de ellos fue posible gracias a la consolidación de un potente partido socialdemócrata que trasladó a nuestro país el modelo de concertación social de la Europa central y septentrional; el segundo con la creación del Estado de las Autonomías: Las tres comunidades autónomas que reconoció la Segunda República se convirtieron en las 17 que existen en la actualidad y que cubren ya todo el país. Una guerra civil y dos dictaduras después las aguas terminaron volviendo a su cauce natural.

El retorno de la democracia en nuestro país nos terminó abriendo las puertas de las instituciones europeas que hasta entonces nos habían estado vetadas (fundamentalmente la Unión Europea y la OTAN) y España, poco a poco, fue recuperando la posición estructural que le corresponde en función de su población, de su posición geoestratégica y de su historia. Pero las duras experiencia sufridas a lo largo de los siglos XIX y XX siguen condicionando todavía nuestra relación con el resto del mundo como consecuencia de la debilidad política generada por los enfrentamientos sociales y militares que la acompañaron.

El proceso de integración europea nos ha transformado profundamente durante el último medio siglo y nos ha hecho recuperar buena parte del terreno perdido, pero nuestro papel en él sigue siendo subordinado y periférico. Los dos países ibéricos representan hoy el límite suroccidental del proyecto europeo, y esto convierte a nuestro país en una zona fronteriza y en la puerta de entrada en la Unión de multitud de flujos migratorios (tanto africanos como americanos) los cuales, de momento, siguen presentando un balance global positivo, pero abren importantes incógnitas de cara al futuro.

Nuestro país depende excesivamente, desde el punto de vista económico, del sector turístico, lo que nos puede poner a los pies de los caballos en futuras crisis internacionales, económicas, políticas o sanitarias (cómo pudimos comprobar en 2020 a consecuencia de la pandemia que sufrimos entonces). Somos demasiado vulnerables ante cualquier acontecimiento que altere los flujos de visitantes extranjeros. España necesita, aún, definir el modelo de sociedad que deberá enfrentarse a los grandes desafíos que plantea el siglo XXI: los potentes flujos migratorios que se están desencadenando a escala planetaria como consecuencia de las tremendas desigualdades sociales y territoriales que se dan en él, la transformación de los hábitats como consecuencia del cambio climático de origen antropogénico que está teniendo lugar en todo el mundo y el nuevo tiempo histórico que está sustituyendo al modelo del Hegemonismo norteamericano: el Sistema del Equilibrio Mundial, que está modificando intensamente los roles de todos los actores políticos internacionales.

Los conflictos que están teniendo lugar en el mundo actual están cambiando el paradigma dominante y reconfigurado todo el sistema de relaciones internacionales. En este contexto España debe atender una serie de aspectos que serán determinantes para nuestro futuro: definir el tipo de relaciones que queremos mantener nuestros socios de la Unión Europea, con los países de Iberoamérica y del noroeste africano, ya que la Península Ibérica es la bisagra que conecta esos tres espacios y las soluciones que le vayamos dando a los problemas concretos que genera la interacción entre ellos serán determinantes.

Tanto España como Portugal poseen una extraordinaria exposición atlántica, lo que adquiere una extraordinaria relevancia en el mundo en el que viviremos durante las próximas generaciones. La inmensa mayoría de la población y de la clase política de ambos países es incapaz de calibrar las consecuencias que tiene la pertenencia a nuestros estados respectivos de la mayor parte de los archipiélagos de la Macaronesia (Azores, Madeira, Salvajes, Canarias y Cabo Verde) y de la fuerte vinculación cultural ibérica del resto. Esto coloca millones de kilómetros cuadrados de aguas jurisdiccionales del Atlántico oriental bajo nuestra responsabilidad, lo que desborda probablemente la capacidad actual de supervisión de lo que ocurra en ellos que poseen nuestros respectivos países. Es vital que desarrollemos lazos estrechos de colaboración tecnológica y científica entre los dos estados. Está en juego nada menos que nuestro futuro.