A finales del siglo XV
se encuentran en las tierras del continente que hoy
llamamos América los pueblos del Antiguo
y del Nuevo Mundo y esa conexión intercontinental cambió para siempre la Historia
de la Humanidad. Si resumimos ese primer contacto con la frase “Colón descubrió América” estamos
introduciendo en la narración un sesgo personalista y aleatorio que hace pensar
al que la escucha que la cosa podría haber sucedido de cualquier otra manera y
convierte ese hecho histórico capital en la ocurrencia de un individuo marginal,
lo que oculta un proceso histórico que llevaba siglos desplegándose y que poseía
una inercia poderosísima.
Ya
hablamos en el artículo anterior de la extraordinaria solidez y de la
irreversibilidad de las transformaciones sociales que habían tenido lugar en la
Península Ibérica durante los mil años que precedieron a ese momento concreto y
que los tres grandes estados cristianos bajomedievales ibéricos (Aragón,
Castilla y Portugal) crearon de manera simultánea tres grandes marinas durante
los siglos XIII, XIV y XV con la intención manifiesta de continuar su expansión
militar, política y demográfica sobre las tierras de “allende”, que era como llamaban en Castilla al proyecto de
conquista de las tierras del Magreb. Llevaban siglos peleando contra los
musulmanes en la Península y el futuro inmediato que preveían los habitantes
del País de la resistencia era
continuar esa lucha en la otra orilla del mar. Pero, por el camino, ese proyecto fue desviado por los vientos
atlánticos.
En
efecto, cuando los ibéricos se hicieron a la mar empezaron a encontrarse en
ella con fértiles archipiélagos bien regados, la mayoría de ellos deshabitados (Azores,
Madeira, Canarias, Cabo Verde), que estaban listos para ser colonizados (o
conquistados, como sucedió con las islas canarias) y que fueron integrados
rápidamente en sus respectivas estructuras políticas sin demasiados problemas.
Fue un regalo inesperado.
El “8” atlántico
Y
en ese proceso expansivo se enfrentaron con un gran problema que dificultaba
seriamente la navegación: el extraño comportamiento de los vientos atlánticos,
en un océano inmenso en el que no era posible más que la navegación a vela.
“En
la era de la navegación a vela, en las inmensidades del océano no se puede
navegar por cualquier ruta. A lo largo del siglo XV los marinos ibéricos fueron
arrancándole poco a poco sus secretos al mar. Los secretos del mar son los
caminos que los vientos han trazado sobre su superficie: El famoso “8”
atlántico. El centro de ese “8”, donde las dos líneas se cruzan, es justo el
punto donde África y América están más cerca, en la línea del ecuador. De tal
manera que la única forma de navegar por el Atlántico, sin perecer en el
intento, es dirigirse hacia el sur, desde las latitudes templadas europeas,
hasta alcanzar, como mínimo, el Trópico de Cáncer. Por las latitudes tropicales
hay que virar hacia el oeste para adentrarse profundamente en el océano. Sólo
en esas profundidades atlánticas se pueden encontrar vientos que permitan virar
tanto hacia el norte como hacia el sur. En el primer caso hay que esperar a
alcanzar las latitudes de la Península Ibérica para poder girar hacia el este y
así poder volver a casa. Si se escogió la ruta meridional también hay que
llegar a las latitudes templadas, en este caso del sur de África, para poder
hacer lo propio y, una vez alcanzadas las costas de Sudáfrica o de Namibia, se
puede virar hacia el norte para tornar a las latitudes tropicales. Ese es el secreto
del Atlántico. Pero no fue fácil descubrirlo. Por el camino se quedaron muchas
tripulaciones. Conseguir que los marinos comprendieran que, si querían volver a
casa, tenían que adentrarse profundamente en el mar y perder todas las
referencias terrestres no fue nada fácil, como podrá imaginar. Pero una vez
interiorizado esto el descubrimiento de América era, tan sólo, cuestión de
tiempo.”
El
“Descubrimiento de América” no fue la
“ocurrencia” de ningún chalado. El único sentido que tiene presentar el hecho
de esta manera es el de ocultar la inexorabilidad de ese proceso histórico,
hacer creer al lector o al oyente que las cosas podían haber ocurrido de otra
manera, es decir, que a los españoles les tocó la lotería y que el asunto no
tenía nada que ver con el proceso histórico en el que llevaban mil años
embarcados. Durante el siglo anterior a ese momento tanto portugueses como
castellanos se fueron adentrando en el Atlántico, perdiendo tripulaciones,
sufriendo multitud de bajas humanas que, no obstante, sirvieron para arrancarle
a éste sus secretos. Los marinos aprendieron a dominar sus propios miedos y a interiorizar
el hecho de que si querías volver vivo a casa tenías que adentrarte mucho en el
mar y perder todas las referencias
terrestres… durante semanas… en las que sólo la brújula y las estrellas te
podían orientar acerca del punto exacto de La Tierra en el que te encontrabas. Y
en ese proceso ambos pueblos descubrieron “La
autopista de los alisios”, un túnel de viento que te empuja hacia el oeste
entre los dos trópicos: Un agujero de gusano
hacia lo desconocido. Hacía falta mucho valor, desde luego, pero sabían
cómo hacerlo y, sobre todo… cómo volver.
Tanto
los castellanos como -sobre todo- los portugueses manejaron esa información con
discreción y con cuidado. Les había costado muchas vidas obtenerla, no se la
iban a regalar a ningún forastero que estuviera de gira por aquí. Ese es el
hecho que justifica la presencia de un señor llamado Cristóbal Colón, de origen incierto, durante años, en Portugal.
Igual que los portugueses y los castellanos fueron arrancándole el mar poco a
poco sus secretos, Colón hizo lo propio con los portugueses.
Como
dije hace tiempo, ambos pueblos dominaban cada una de las dos puertas que abrían
la ruta de los alisios y que se llaman Canarias
y Madeira. Ambos sabían que había tierras al oeste, porque la Corriente del Golfo viene
de allí, y arrastra restos vegetales flotantes que las tripulaciones recogían
frecuentemente. El único problema era averiguar a qué distancia estaba,
porque necesitabas muchas provisiones para mantenerte en el mar durante meses
en un tiempo en el que no había frigoríficos. Por eso las diferentes tripulaciones
en cada viaje de exploración se atrevían a ir un poco más lejos. De manera
lenta, ordenada, sistemática… y en
secreto. La pregunta era: Cuando esa tierra se descubra ¿Cómo y a quién se la
cuentan para que al final no se adueñen de ese esfuerzo personas ajenas a los
auténticos protagonistas de ese proceso?
Y
entonces, un día, un marino que decía ser genovés pero que venía de Portugal,
llamó a la puerta del Monasterio de la Rábida,
que estaba en un pueblo llamado Palos de
la Frontera, donde tenían su base los más importantes armadores del
suroeste castellano, los más avezados, los que mejor conocían en ese reino las
rutas que llevaban hasta las Canarias y más allá. ¿Por qué esta persona dejaba
Portugal y se dirigía a Castilla para proponerle a su reina un proyecto tan “descabellado”?
¿Por qué decidió que lo primero que tenía que hacer en Castilla era dirigirse al
cuartel general de la marina mercante del país? La vida de Colón está llena de
secretos, pero hay que verla dentro del contexto histórico en el que vivió. Contó
lo que le convenía para ganar una carrera
en la que había otros competidores y una sola meta.
Los castellanos pisan tierra
americana
Pero
en el mismo momento en el que los
castellanos pisaron tierra americana la Historia de la Humanidad dio un giro
brusco que la cambió para siempre. Poner en contacto dos mundos que
llevaban milenios ignorándose mutuamente era desencadenar un poderoso proceso
histórico que nos tenía que transmutar a todos necesariamente. Pero hemos de
subrayar que los pueblos ibéricos eran,
a finales del siglo XV, la vanguardia
militar de los pueblos europeos, que estaban saliendo… ¡victoriosos! de un milenio de guerras en las que habían estado a
punto de desaparecer y que los habían transmutado interiormente de manera
profunda. Y, dentro del contexto de los pueblos ibéricos del Renacimiento,
Castilla era el más poderoso de todos, ya que en ella vivían las dos terceras
partes de los habitantes de la Península.
“La
transversalidad americana produjo un cortocircuito planetario que terminó
poniendo en contacto a los hombres que vivían en todas las áreas culturales de
la Tierra, no sólo las americanas, porque los españoles y los portugueses, una
vez que se hicieron a la mar, terminaron alcanzando los confines de los grandes
océanos que bañan los continentes de nuestro mundo. Los musulmanes serán
rodeados por el sur y se encontrarán con los portugueses en el Océano Índico.
En la India e Indonesia aparecerán colonias portuguesas que conectarán Europa
con el Extremo Oriente. Españoles y portugueses se encontrarán, todavía más
hacia el este, en los mares que rodean China y Japón, los primeros llegaban
hasta allí navegando por el Pacífico, en el famoso “Galeón de Manila”, los segundos
por la ruta del Índico ya citada.”
La
conexión que los españoles establecieron en ese momento con los pueblos del
Nuevo Mundo produjo una descarga de energía que transformó el mundo ya para
siempre. Los castellanos, desde el primer contacto con los pueblos americanos, estaban buscando imperios para batirse
con ellos y, aunque tardaron casi 30 años en encontrar el primero, lo
terminaron haciendo. Los depurados guerreros del Renacimiento, que llevaban un
milenio combatiendo a enemigos implacables, cuando se encuentran con los aztecas y con los incas los laminan militarmente porque vienen de un mundo mucho más
duro, más competitivo y más desarrollado tecnológicamente que el que se
encuentran.
Y
terminó ocurriendo lo único que podía pasar, que durante 300 años un pueblo de
seis o siete millones de habitantes, que llevaba un milenio creciendo desde el
punto de vista demográfico, pero con la lentitud propia de las sociedades
medievales europeas, se proyectó sobre un continente de 40 millones de
kilómetros cuadrados donde podía colocar sus excedentes de población durante
siglos y en el que, además, podía construir un imperio porque su desarrollo
previo le permitía ofrecer a los nativos un salto tecnológico que transformaría
su propia vida.
Repercusiones europeas del
Descubrimiento
Dijimos
que los pueblos ibéricos eran la vanguardia militar de los europeos. Cuando
comienza la expansión de aquellos por América, África y Asia abren nuevos
caminos, por todo el planeta, que nos conectan de manera global,
independientemente del nivel de desarrollo tecnológico que cada cual tuviera
previamente, lo que daba una indudable ventaja a los que iban por delante en
esa carrera milenaria. Surgen nuevas rutas comerciales que traen hasta Europa
multitud de nuevos productos, muchos de ellos desconocidos aquí (cacao,
patata, tabaco…) y se descubren nuevos yacimientos mineros en zonas que habían
permanecido vírgenes hasta ese momento, lo que dará lugar a un salto, tanto
cuantitativo como cualitativo, en el volumen y en la variedad de las
transacciones económicas, lo que desata una carrera comercial, tecnológica,
política y militar en todo el occidente europeo que consolidará a las cinco
primeras naciones del mundo moderno (España, Portugal, Francia, Inglaterra y
Holanda). La vastedad de los
descubrimientos ibéricos era muy superior a la capacidad de los mismos para
monopolizar ese proceso. Aunque obviamente lo intentaron… y lo consiguieron
durante más de un siglo.
La política europea en la Alta Edad
Moderna
Pero
desde 1517 reinaba en España una dinastía de origen alemán –los Habsburgo-, que unió políticamente los
destinos de ambos espacios geográficos y del agregado inconexo de territorios
que los flamenco-borgoñones habían controlado durante el siglo XV en el oriente
francés y que vengo llamando desde hace tiempo “La Camisa de fuerza francesa”. Así que, mientras los españoles de
ultramar estaban conquistando el Imperio Azteca y la nao Victoria daba la
primera vuelta al mundo de la Historia de la Humanidad, los peninsulares se
ponían a las órdenes de unos aristócratas alemanes que estaban envueltos en
multitud de conflictos europeos y de esta manera la vanguardia militar de los
pueblos del Occidente Cristiano medieval se dio la vuelta y aterrizó en los
escenarios continentales, lo que alteró de manera radical todos los equilibrios
políticos de la víspera y, de camino, metió a dichos pueblos en la nueva
dinámica planetaria en la que los españoles estaban envueltos.
Los
pueblos ibéricos dentro del contexto europeo eran periféricos, pero a nivel
mundial eran centrales. Cuando ambos roles se interconectaron esa mezcla
transformó ambos espacios de manera inevitable e irreversible y los convirtió
en una bisagra intercontinental que europeizó los descubrimientos ibéricos y
dio trascendencia global a los conflictos europeos, abriendo frentes
secundarios de éstos en las tierras de ultramar que llevaron a las mismas nuevas
poblaciones de origen inglés, francés y holandés y que sentaron las bases de
los imperios ultramarinos europeos de la segunda generación.
Tres imperios simultáneos
compitiendo
El
rol que desempeñaron los españoles en Europa durante los casi doscientos años
que reinaron en ella los Habsburgo
fue el de gendarmes europeos. Desde
el conjunto de territorios que controlaban en el oriente francés, desde Milán
hasta Bélgica, los tercios españoles estuvieron acosando a Francia durante todo
ese tiempo y protegiendo a Alemania de posibles incursiones militares que
tuvieran ese origen. Y mientras tanto los turcos se expandían por el
Mediterráneo desde su extremo más oriental y chocaban con los españoles en el
centro del mismo, desatando en él el largo Duelo
Mediterráneo del que
hablé hace ya bastante tiempo.
El
Imperio español a lo largo de la Edad Moderna era, en realidad, tres imperios,
con lógicas políticas diferentes y contradictorias que competían entre sí por
los recursos disponibles: el Ultramarino,
el Mediterráneo y la Camisa de Fuerza francesa. Esta última es la que
terminó absorbiendo la mayor parte de los recursos humanos, económicos y
militares disponibles en el mismo, pues la intensidad de los conflictos
europeos no dejó de incrementarse desde 1517 hasta culminar en la mayor guerra
que los europeos habían conocido nunca hasta ese momento: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que marcó el punto de
inflexión que produjo el relevo de España por Francia en el liderazgo europeo
y, como consecuencia, el comienzo del declive del Imperio español.
Así
pues el imperio continental europeo fue
la causa primaria de la liquidación de los otros dos. Y todavía seguimos
considerando a Carlos I, que fue el que diseñó esa estrategia, como el rey más
grande de nuestra historia.
No
fue una buena idea, visto ese proceso desde el lado español, unir políticamente
la herencia de los Reyes Católicos con la de los Habsburgo alemanes. Era una
alianza que tenía fecha de caducidad y presentaba unos costes que la volvían
insostenible a largo plazo. Ese modelo político quebró en la Guerra de los Treinta Años, y el
resultado final de esa quiebra fue la entrega de esos tres imperios a la Casa de Borbón, es decir a la dinastía
que gobernaba en el país que era, en ese momento histórico, nuestro peor
enemigo. “Doscientos años peleando contra
Francia para acabar coronando al nieto de Luis XIV.”
El sistema del equilibrio europeo
España
vivió en guerra 50 años seguidos (1618-1668), periodo en el que se solaparon la
Guerra de los treinta años ya citada con
la franco-española (1635-1659) y la de Restauración portuguesa (1640-1668),
dos prolongaciones de la primera que se libraron ya en suelo peninsular. La Paz de Westfalia (1648), que puso fin al
duelo europeo, suele considerarse como el reconocimiento oficial por parte de
España del liderazgo francés en los escenarios continentales, algo que ya era
evidente para todos a partir de 1640, cuando se producen los levantamientos de
portugueses y catalanes contra la corona española, lo que permitió a ingleses y
franceses respectivamente abrir los frentes de guerra ibéricos. Si cuando te va
bien tus ejércitos combaten en países ajenos, cuando caes derrotado terminan
peleando en el propio, hay cientos de ejemplos históricos de esto, varios de
ellos ya en el siglo XX.
Tras
la derrota española en el conjunto de guerras que hemos citado cambia toda la
correlación de fuerzas política en Europa. El periodo 1517-1618, que abarca
desde la coronación como rey de España del primer Habsburgo -Carlos I- hasta el
estallido de la Guerra de los 30 años
es la época del Hegemonismo español,
dado que durante ese siglo España era, de manera indiscutida, la primera
potencia tanto del mundo como de Europa. Desde que se firma la Paz de Westfalia aunque seguía siendo aún
la primera potencia ultramarina del planeta –posición que mantendrá hasta 1808-
pierde, sin embargo, esa hegemonía en Europa y el nuevo escenario político que se
abre en este espacio se conoce como el Sistema
del Equilibrio Europeo, una cambiante combinación de alianzas entre las
grandes potencias europeas (Austria, Prusia, Gran Bretaña, Francia y España),
cuyo principal objetivo era evitar la hegemonía de alguna de ellas.
Cambio de rumbo
En
1701 es coronado como rey de España el primer Borbón -Felipe V- y este hecho cambió de manera definitiva toda la
correlación de fuerzas en el continente. El mero hecho de que la misma dinastía
gobernara en dos de los tres países más poderosos de Europa provocaba
escalofríos en el resto. Era el comienzo de un nuevo hegemonismo surgido de la
alianza dinástica que acababa de producirse y que amenazaba incluso con
empeorar más, ya que Felipe de Anjou no
sólo era ahora el flamante y recién coronado rey de España sino que seguía
siendo todavía el heredero natural de Luis XIV para el trono francés. Si la
sucesión en Francia llegara a producirse en el inmediato futuro la alianza se
convertiría en la unión de dos estados que eran, además, dos imperios extra
europeos (de ámbito mundial en el caso español). Era lógico que se encendieran
todas las alarmas y que el resto de países se coaligara contra los borbones en
la que se conoce como Guerra de Sucesión
Española (1701-1713).
La
base fundamental de los Tratados de
Utrecht y Rastatt (1712-1715), que pondrían fin a ese conflicto son el
compromiso de que ninguna persona en el futuro podría ser simultáneamente rey
de España y de Francia, aunque tuviera legitimidad para ello y, en segundo
lugar, la pérdida de todas las posesiones extra peninsulares españolas en
Europa, que pasaron en su gran mayoría a la soberanía austriaca. Un detalle
significativo de los mismos fue la anexión, por parte británica, de dos
posiciones estratégicas en el Mediterráneo: Gibraltar
y Menorca, que le permitía observar de cerca las posibles intervenciones de
sus dos rivales en él y le abría la ruta marítima hacia Egipto, con la clara
intención de crear un atajo que uniera en el futuro a la metrópoli con la
colonia de la India, la futura joya
de la corona en el Océano Indico.
España
perdía así dos de los tres imperios que lideraba. Pero aún le quedaba el más
vasto de ellos: el Ultramarino. Si
hubiera jugado esa carta con inteligencia podría haberse convertido en la gran
potencia marítima de la Edad Contemporánea. Pero ese papel lo terminó
desempeñando Inglaterra, dado que la nueva dinastía decidió convertirlo en una
fuerza auxiliar del francés. El modelo
político que los déspotas ilustrados diseñaron para nuestro país era
subordinado y galocéntrico.
Se
estaba empezando a dibujar, de facto, un reparto de zonas de influencia a nivel
planetario entre Francia e Inglaterra que partía del supuesto implícito de la
absorción paulatina de los dominios españoles por parte francesa. Era obvio que
los ingleses no creían que la separación formal de las dos coronas establecida
en los tratados de Utrecht durara mucho tiempo, lo que les obligaba a actuar en
las zonas del mundo que habían estado vetadas hasta entonces para los españoles
como consecuencia del Tratado de Tordesillas
en 1494 con los portugueses, es decir, el Atlántico Oriental, Océano Índico y
sureste asiático, las zonas tradicionales de influencia portuguesas y
holandesas, dejando a Francia las españolas. Y una vez que los austriacos
reemplazaron a los españoles en el Mediterráneo central, el desarrollo lógico
de los procesos históricos apuntaba hacia una creciente influencia británica en
el Mediterráneo, con el apoyo del que se había convertido en su gran aliado, de
facto, en esta zona, el Imperio Austriaco.
Era la única manera de parar en esta área a la alianza galocéntrica. Recordemos
que España intentó recuperar sus antiguos dominios del sur de Italia durante la
siguiente generación:
“En
el Mediterráneo [los españoles] pasan al ataque ya en 1717, reconquistando Cerdeña, y en 1718 Sicilia.
Las devuelven poco después tras un acuerdo internacional, pero en 1734
retornarán, creando el estado satélite de las Dos Sicilias, que se mantendrá en
la órbita española hasta los tiempos de Napoleón Bonaparte.”
En
1756 los franceses conquistan Menorca, que vuelve a manos británicas en 1763.
En 1782 son los españoles los que la recuperan, retornando a manos inglesas en
1798 y españolas de nuevo en 1802. Pero, tras la derrota de las fuerzas
napoleónicas en Europa los británicos conquistan, en 1814, el archipiélago de Malta, que compensa con creces la
pérdida de Menorca, ya que la situación de estas islas es mucho más importante
dentro de su estrategia de abrirse paso hacia oriente que la de Menorca.
Vemos
por tanto como el Mediterráneo se estaba convirtiendo en una zona caliente en
el nuevo equilibrio de fuerzas planetario que se estaba construyendo en ese
momento para sustituir al que los pueblos ibéricos habían creado en el siglo XVI
y que había estado vigente hasta entonces.
La Guerra de la Independencia y sus
consecuencias
El
desenlace final de este proceso de subordinación estratégica del Imperio
español con respecto a Francia tuvo lugar en 1808. Napoleón Bonaparte consideró
entonces que el proceso de transferencia hacia la corona francesa tanto del
territorio español como de sus posesiones ultramarinas debía completarse a la
mayor brevedad posible, dado que el resto de países europeos estaban en ese
momento demasiado ocupados como para poderlo impedir. Craso error, como el
desarrollo de los acontecimientos históricos no tardó en demostrar. Desde el
corazón de Europa la visión que se tiene del resto del mundo es demasiado
simple como para poder entender la extraordinaria profundidad estratégica que
poseen los espacios geográficos de su periferia (Rusia, España, Hispanoamérica…);
las derrotas militares sufridas por los austriacos y los prusianos en el
continente cegaron al autócrata, confundiendo el poder real con el nominal. En
el desarrollo de una guerra no sólo hay que tener en cuenta el número de
soldados y las armas que éstos disponen. También son determinantes los factores
geográficos, culturales, la voluntad de resistir de las poblaciones de los
países ocupados…
El
proyecto galocéntrico que pretendía,
en última instancia, liderar la mitad occidental del planeta desde París quebró
en las guerras napoleónicas. Napoleón Bonaparte fue el que mató a la gallina de
los huevos de oro. Como de costumbre la mató el cortoplacismo y el exceso de
ambición. El mundo es mucho más vasto y complejo de lo que los grandes
dirigentes son capaces de imaginar.
Y
si las ambiciones imperiales francesas se frustraron, las de sus escuderos
españoles se hundieron ya de manera definitiva. Un imperio que no tiene un
proyecto político propio no puede sostenerse en el tiempo. La desintegración
del Imperio Ultramarino español creó un vacío político que sólo los británicos
estaban en condiciones de rentabilizar de forma inmediata, pero que excitó también
la codicia norteamericana. El nuevo estado aún no tenía músculo suficiente para
hacer valer sus intereses a nivel hemisférico, pero la situación que se acababa
de crear le abría un camino que le conduciría a definir la Doctrina Monroe y su consecuencia: la construcción de lo que
terminarían llamando “el patio trasero”.
La reinvención de España
La
nueva España que surgió tras las guerras napoleónicas había perdido ya,
definitivamente, su estatus de gran potencia. Sólo era un pequeño país de la
periferia europea con muchos asuntos pendientes que resolver a nivel interno,
así que tuvo que reinventarse a sí misma. Pasar de ser la metrópoli de un
imperio planetario a un modesto y relativamente aislado estado que llevaba ya
más de un siglo sometido a la influencia ideológica francesa no fue nada fácil,
como podemos imaginar. El siglo XIX español fue una época de conflictos
internos, de ajustes de cuentas entre las diversas facciones enfrentadas del
poder. La lucha entre absolutistas y liberales (conocidos respectivamente como carlistas e isabelinos) no sólo puso sobre la mesa el conflicto histórico entre
partidarios y adversarios del Antiguo Régimen, sino que poco a poco fue
haciendo aflorar uno más profundo, de carácter estructural, que los borbones
habían estado incubando desde 1701 entre centralistas y descentralizadores.
Al
reivindicar la vigencia de los viejos fueros los carlistas pretendían dar
marcha atrás, de alguna manera, y volver a la España de los austrias. No era un
objetivo dinástico de la Casa de Borbón (de hecho llevaban más de un siglo
oponiéndose a ellos) sino una reivindicación muy sentida por una parte
importante de las oligarquías locales por todo el país. Era la España profunda
levantándose contra la uniformidad jurídica y contra el estado centralizado y
radial de los déspotas ilustrados y de sus herederos políticos del siglo XIX: los jacobinos.
La
influencia ideológica francesa continuó hasta bien entrado el siglo XX, en su
versión jacobina. El estado radial de los déspotas ilustrados no sólo se
mantuvo, sino que se siguió profundizando en él y la división provincial creada
en 1833 era una traslación a nuestro país de las prefecturas francesas que
buscaba matar las identidades de los viejos reinos medievales. Ese modelo será
cada vez más contestado por todo el país; al principio desde la derecha (por
los carlistas), pero más adelante
también desde la izquierda (por los federalistas
que irrumpen con fuerza en la revolución de La
Gloriosa de 1868). Ambas estrategias políticas seguirán evolucionando y
terminarán dando lugar a las diversas fuerzas políticas nacionalistas que
vieron la luz en el siglo XX.
El
estado jacobino decimonónico no sólo
era centralista, también era oligárquico. Aunque los absolutistas ya no estaban
en el poder y la España isabelina, la
de la Gloriosa y la de la Restauración era un estado
parlamentario, el sistema de elección fue censitario hasta 1890 y, sobre todo,
estaba tan manipulado que, de facto, se hallaba férreamente controlado desde
unas estructuras de poder que sólo representaban a unas élites reducidísimas.
El régimen de la Restauración
Para
que veamos hasta qué punto llegó esta manipulación de los procesos electorales
basta mostrar el gráfico de los resultados de las elecciones parlamentarias del
periodo de la Restauración (1875-1923):
Y
su traslación numérica, que vemos en la siguiente tabla:
Como
el lector podrá deducir son resultados imposibles en un sistema político sano.
21 elecciones en 48 años (dos años, tres meses y doce días de media por
gobierno) y una alternancia casi absoluta (sólo se repitieron gobiernos del
mismo color político dos veces (en el periodo 1876-1881 y en el 1919-1923). ¿Cómo
se puede explicar, por ejemplo, que los liberales sacaran en las elecciones de
1881 297 escaños, en las siguientes (1884) 67 y las posteriores (1886) 288,
mientras se alternaban con unos conservadores que sacaron 318 en 1884, 67 en 1886
y 262 en 1891? ¿Hacia dónde apuntan las posibles explicaciones de este curioso
fenómeno?
El
asunto es más sangrante todavía si tenemos en cuenta que durante 90 años (durante el periodo 1833-1923) las elecciones fueron ganadas… ¡Siempre!
por el partido que las organizó.
Y
de esta extraña afirmación se deriva automáticamente la siguiente pregunta: Si el
que convoca las elecciones siempre las gana ¿Cómo
es posible la alternancia política? No parece tener ningún sentido ¿verdad?
Pues
bien, la respuesta es muy sencilla y pone de manifiesto un mecanismo perverso que
el Sistema mantuvo todo ese tiempo y que garantizaba que el resultado electoral
siempre fuera el que los que dirigían el proceso querían. Cada uno de los
presidentes de gobierno que hubo en España durante todo ese periodo fue cesado
por el rey o el regente (con la excepción de los que hubo durante la Primera República, desde febrero de 1873
hasta enero de 1874), que nombraba después a alguno de los líderes de la
oposición (no necesariamente al que la dirigía en ese momento), éste cesaba a
todos los gobernadores civiles y nombraba a los propios para disolver, a
continuación, el Parlamento y convocar nuevas elecciones que, invariablemente, ganaba.
Cada uno de los nuevos gobernadores recién nombrados recibía instrucciones
específicas en las que se le orientaba sobre el sentido del voto que se
esperaba en su circunscripción; sentido que, con bastante frecuencia, se había
pactado previamente con el líder del principal partido de la nueva oposición.
Tanto los dirigentes locales del Partido Liberal como del Conservador sabían,
en cada una de las elecciones convocadas, el resultado aproximado que tendrían,
antes de hacerse el recuento, lo que convertía el proceso completo en un
auténtico ejercicio de ficción política. Ese fue el sistema que sustituyó a la
monarquía absoluta en España. Un sistema que no era demasiado diferente del de
la carta otorgada que se implantó en
Francia en 1814. Como vemos, los jacobinos españoles siempre estaban mirando a
Francia. La Constitución española de 1876 (la de la Restauración) comienza con el siguiente texto:
“Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey
constitucional de España. A todos los que las presentes vieren y entendieren,
sabed: que en unión y de acuerdo con las
Cortes del Reino actualmente reunidas, hemos venido en decretar y sancionar
la siguiente CONSTITUCION DE LA
MONARQUÍA ESPAÑOLA.”
“Constitución de la
Monarquía Española”, toda una declaración de intenciones.
Se están rescatando conceptos (rey “por
la gracia de Dios”, Constitución “de
la Monarquía”) que tienen un evidente sesgo absolutista. La soberanía ya no
pertenecía a la “nación española”,
como establecía la Constitución de 1869 (la de La Gloriosa), sino al rey que, graciablemente, comparte con las “Cortes del Reino”.
Era
evidente la existencia de un divorcio profundo entre la España real y la
oficial, que adquirió tintes cada vez más dramáticos a partir de la crisis
política de 1898, que fueron alimentados de manera insensata por Alfonso XIII
desde que fue coronado como rey en 1902.
Durante
el periodo 1902-1923 el régimen de la Restauración
entra en un estado de abierta descomposición política, que presenta una serie
de hitos que son la manifestación pública de la misma: sucesos del ¡Cu-Cut! (1905),
Ley de Jurisdicciones (1906), atentado contra Alfonso XIII el día de
su casamiento, en 1906 (con 25 muertos y más de 100 heridos), el arrollador
triunfo en Cataluña de Solidaridad Catalana
en las elecciones generales de 1907 (41 diputados sobre los 44 posibles),
emboscada del Barranco del Lobo en
Marruecos, Semana Trágica de
Barcelona y caso Ferrer Guardia (los
tres en 1909), asesinato del Presidente de gobierno José Canalejas (1912), aparición de la Mancomunidad de Cataluña (1914), de las Juntas de Defensa (1917), conquista sindical de la jornada laboral
de ocho horas (1919) tras una oleada de huelgas que duró meses, asesinato del presidente
Eduardo Dato (1921), Desastre
de Annual (1921) con 11.500
muertos, Expediente Picasso (1922) y,
finalmente, el golpe de estado de Miguel Primo
de Rivera, con el respaldo del rey, en 1923.
La dictadura de Primo de Rivera
Debemos
recordar que en 1922 tuvo lugar en Italia la Marcha sobre Roma, organizada por Benito Mussolini, el máximo dirigente del Partido Fascista italiano, que abrió la época de los regímenes
fascistas europeos y del Estado
Corporativo. Si bien la llegada al poder de Primo de Rivera se ajusta al clásico patrón de los golpes de estado
militares presenta, sin embargo, una serie de especificidades que lo vinculan
al modelo fascista italiano contemporáneo suyo. Como aquél contó con el
respaldo del monarca, convirtiendo al nuevo régimen en una dictadura coronada, que encamina el modelo político en la dirección
de crear el Estado Corporativo. El estado liberal conservador de los jacobinos
españoles del siglo XIX estaba ya muerto y enterrado, y el nuevo proceso
político que se abría se adentraba en las peligrosas aguas de las dictaduras
europeas del periodo de entreguerras, unos
experimentos políticos que conducían directamente hacia la guerra.
Tres
eran los objetivos formales que justificaron el golpe de estado:
1. Acabar con la Guerra del Rif,
es decir, ahogar la resistencia de la población del norte de Marruecos a ser
integrada, por la fuerza, en una estructura colonial y, de camino, las
repercusiones políticas internas que estaba teniendo (Expediente Picasso y sus consecuencias), que salpicaban
directamente a la corona.
2. Luchar
“contra el separatismo”, es decir,
acabar con la Mancomunidad de Cataluña
y con la vía que abría hacia la descentralización política en nuestro país, que
fue disuelta en 1925.
3. Frenar el avance del movimiento
obrero, que dobló el pulso de la patronal y del Estado en
1919, cuando arrancó, a base de luchas, la jornada laboral de 8 horas.
Durante
siete años pudo parar los tres procesos citados, con un coste elevadísimo: la desintegración de las fuerzas políticas
de la Restauración, buena parte de las cuales se volvieron republicanas (la
monarquía había roto todos los consensos políticos sobre los que se había
apoyado hasta entonces) y, en una huida hacia adelante que buscaba encontrar
una nueva base de sustentación política estableciendo redes clientelares
locales por toda España, incrementó notablemente las obras públicas sin tocar
la estructura impositiva del estado, alimentando así de forma exponencial la
espiral de la deuda pública. Era un sistema insostenible a medio plazo.
La
marea republicana terminó arrasando, como un tsunami, lo que quedaba de la
monarquía alfonsina en 1931… La Mancomunidad
de Cataluña se convirtió en la Generalidad
de Cataluña, seis años después de haber sido disuelta, a la que se unió el gobierno vasco poco después (1936), admitiéndose
a trámite por las Cortes de la República el Proyecto
de Estatuto de Autonomía de Galicia el 15 de julio de 1936. El sufragio
universal dejó de ser sólo masculino, haciéndose extensivo también a las
mujeres y se decretó de nuevo la libertad sindical, adquiriendo los sindicatos
una extraordinaria potencia, entre una multitud de otras transformaciones
sociales profundas que cambiaron por completo la fisonomía del país.
A
las clases oligárquicas españolas, que llevaban medio siglo enrocándose sobre
sí mismas (desde 1874), acostumbradas a manipular el sistema político a su
antojo y que, con la ayuda inestimable de Alfonso XIII, habían estado
alimentando el militarismo desde 1902 para intentar parar por la fuerza la marea
democrática y autonomista que se estaba abriendo paso de manera incontenible en
nuestro país, no le quedaba más alternativa que la guerra para recuperar el
control de la situación.
El Régimen franquista
Esa
reacción violenta se vio favorecida por la tendencia totalitaria que se estaba
extendiendo en ese momento por toda Europa. El resultado final fue el estallido
de la Guerra Civil española
(1936-1939), preludio de la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945).
La
Guerra Civil dio paso a la Dictadura de Franco (1939-1975), que
pudo sobrevivir sin problemas durante la postguerra europea pese a su carácter
totalitario y a su vinculación histórica e ideológica con los regímenes
fascistas que habían sido derrotados en la Segunda
Guerra Mundial. Su anticomunismo visceral le abrió multitud de puertas, por
todo el mundo, durante las primeras décadas del periodo histórico conocido como
Guerra Fría (1945-1989).
La
victoria en la Guerra Civil de los militares africanistas, que habían ahogado
en sangre el levantamiento de los rifeños en los años 20 no pudo impedir, sin
embargo, que ese territorio pasara a formar parte del Marruecos independiente
en 1956 ni, tampoco Cabo Juby (1958),
Ifni (1969) y el Sáhara español (1976). Tampoco la independencia de Guinea Ecuatorial (1968). Los
militaristas españoles, pese a su retórica imperial, fueron incapaces de
impedir la pérdida de los territorios africanos en un periodo histórico en el
que los imperios coloniales europeos retrocedían por todas partes.
El
Pacto de Madrid, con los Estados
Unidos, en 1953, permitió a los norteamericanos situar cuatro bases militares
en nuestro país, a cambio de sacar a España de la lista de parias
internacionales, lo que le permitió entrar en la mayor parte de los organismos
que hasta ese momento le habían estado vetados (ONU, Banco Mundial, FMI…), Pero
aún permanecían cerradas las puertas del Mercado
Común Europeo.
La normalización democrática
La
España de Franco seguía siendo una dictadura rodeada de estados parlamentarios,
lo que le situaba en una posición de debilidad estructural en el contexto
geográfico europeo. El retorno a la comunidad de países democráticos era una
necesidad histórica que se abrió paso de manera inevitable tras la muerte del
dictador. Pero aún quedaban pendientes dos de los tres grandes problemas
estructurales que pretendió resolver la Dictadura de Primo de Rivera: la
integración de los sindicatos en el sistema político y la construcción de una
estructura territorial que permitiera integrarse en él a las comunidades históricas.
El primero de ellos fue posible gracias a la consolidación de un potente
partido socialdemócrata que trasladó a nuestro país el modelo de concertación
social de la Europa central y septentrional; el segundo con la creación del Estado de las Autonomías: Las tres
comunidades autónomas que reconoció la Segunda República se convirtieron en las
17 que existen en la actualidad y que cubren ya todo el país. Una guerra
civil y dos dictaduras después las aguas terminaron volviendo a su cauce
natural.
El
retorno de la democracia en nuestro país nos terminó abriendo las puertas de
las instituciones europeas que hasta entonces nos habían estado vetadas (fundamentalmente
la Unión Europea y la OTAN) y España, poco a poco, fue
recuperando la posición estructural que le corresponde en función de su
población, de su posición geoestratégica y de su historia. Pero las duras
experiencia sufridas a lo largo de los siglos XIX y XX siguen condicionando
todavía nuestra relación con el resto del mundo como consecuencia de la
debilidad política generada por los enfrentamientos sociales y militares que la
acompañaron.
El
proceso de integración europea nos ha transformado profundamente durante el
último medio siglo y nos ha hecho recuperar buena parte del terreno perdido, pero
nuestro papel en él sigue siendo subordinado y periférico. Los dos países
ibéricos representan hoy el límite suroccidental del proyecto europeo, y esto convierte
a nuestro país en una zona fronteriza y en la puerta de entrada en la Unión de
multitud de flujos migratorios (tanto africanos como americanos) los cuales, de
momento, siguen presentando un balance global positivo, pero abren importantes incógnitas
de cara al futuro.
Nuestro
país depende excesivamente, desde el punto de vista económico, del sector
turístico, lo que nos puede poner a los pies de los caballos en futuras crisis
internacionales, económicas, políticas o sanitarias (cómo pudimos comprobar en
2020 a consecuencia de la pandemia que sufrimos entonces). Somos demasiado
vulnerables ante cualquier acontecimiento que altere los flujos de visitantes
extranjeros. España necesita, aún, definir el modelo de sociedad que deberá
enfrentarse a los grandes desafíos que plantea el siglo XXI: los potentes
flujos migratorios que se están desencadenando a escala planetaria como
consecuencia de las tremendas desigualdades sociales y territoriales que se dan
en él, la transformación de los hábitats como consecuencia del cambio climático
de origen antropogénico que está teniendo lugar en todo el mundo y el nuevo
tiempo histórico que está sustituyendo al modelo del Hegemonismo norteamericano: el Sistema
del Equilibrio Mundial, que está modificando intensamente los roles de
todos los actores políticos internacionales.
Los
conflictos que están teniendo lugar en el mundo actual están cambiando el
paradigma dominante y reconfigurado todo el sistema de relaciones
internacionales. En este contexto España debe atender una serie de aspectos que
serán determinantes para nuestro futuro: definir el tipo de relaciones que
queremos mantener nuestros socios de la Unión
Europea, con los países de Iberoamérica
y del noroeste africano, ya que la
Península Ibérica es la bisagra que conecta esos tres espacios y las soluciones
que le vayamos dando a los problemas concretos que genera la interacción entre
ellos serán determinantes.
Tanto
España como Portugal poseen una extraordinaria exposición atlántica, lo que
adquiere una extraordinaria relevancia en el mundo en el que viviremos durante
las próximas generaciones. La inmensa mayoría de la población y de la clase
política de ambos países es incapaz de calibrar las consecuencias que tiene la
pertenencia a nuestros estados respectivos de la mayor parte de los
archipiélagos de la Macaronesia (Azores, Madeira, Salvajes, Canarias y Cabo Verde)
y de la fuerte vinculación cultural ibérica del resto. Esto coloca millones de
kilómetros cuadrados de aguas jurisdiccionales del Atlántico oriental bajo nuestra
responsabilidad, lo que desborda probablemente la capacidad actual de
supervisión de lo que ocurra en ellos que poseen nuestros respectivos países.
Es vital que desarrollemos lazos estrechos de colaboración tecnológica y
científica entre los dos estados. Está en juego nada menos que nuestro futuro.