domingo, 29 de enero de 2012

El occidente de Asia




Imagínese, por un momento, a un astrónomo del planeta Marte orientando su telescopio hacia La Tierra y dedicándose a hacer un mapa de nuestro planeta. Una vez terminado su trabajo cartográfico, con la intención de divulgar nuestra geografía entre sus conciudadanos, se dedicará a poner nombres marcianos a todos los accidentes de la geografía terrestre.

Después se presentará ante su expectante auditorio y entrará en una descripción de nuestro mundo tal y como se puede observar desde allí. Les hablará de la gran cantidad de océanos que lo cubren -así como de su extensión- y después se detendrá en sus continentes, que son seis: Asia, África, Oceanía, La Antártida, América del Norte y América del Sur, por supuesto rebautizados cada uno con el nombre de algún dios de la mitología marciana, de algún gobernante destacado o bien de algún científico eminente de allí.

Si uno de nosotros se colara de contrabando entre su auditorio tal vez le preguntaría (a través del correspondiente traductor) ¿Y Europa?, y él contestaría preguntando, a su vez: ¿Euro qué?

Inténtese poner, por un momento, en el lugar de nuestro eminente astrónomo marciano. Usted no sabe nada de la historia de La Tierra. Es más, no sabe siquiera si existen los terrícolas. Y alguien le muestra un mapamundi físico de ella. ¿Por qué debemos suponer que Europa es un continente? ¿Qué es un continente? Algo así como una isla gigantesca ¿no? Una masa territorial perfectamente definida, desde el punto de vista geográfico, y con entidad suficiente como para que no la podamos considerar una simple isla.

Pues bien, Europa, desde esa perspectiva, no es un continente. Es, simplemente, la región más occidental de Asia. La supuesta línea divisoria que nos separa de nuestros vecinos del Este –los montes Urales- no son nada comparados con el Himalaya, y a nadie se le ocurre decir que La India está en un continente distinto de China, a pesar de que sí lo es desde un punto de vista geológico, lo que no sucede en el caso europeo.

¿Por qué diablos nuestros geógrafos se dedican entonces a decir que Europa es una entidad que merece, nada menos, que el rango de continente? Pues porque los europeos (y algunos descendientes suyos) somos los seres más egocéntricos que existen en el planeta Tierra. Sólo por eso. Porque razones objetivas no hay para afirmar tal cosa. Ahora bien, ¿usted se imagina a un aristócrata inglés o prusiano reconociendo que comparte continente con las razas inferiores de Asia? Eso es algo superior a lo que su ego puede permitirse. Ya les cuesta trabajo admitirnos a los “latinos” en él, no digamos a los árabes, los hindúes, los malayos…

La única razón que hay para establecer una separación entre Europa y Asia es cultural. Europa, hasta finales de la Edad Media, era el territorio de los cristianos. Después los europeos se extendieron por América y Oceanía y, aunque el cristianismo se expandió por muchas más zonas que los descendientes de los europeos, esos nuevos cristianos conversos no son blancos, y conviene que no se crean demasiado el mensaje evangélico que dice que todos los hombres son iguales, porque algunos, desde luego, son más iguales que otros.

Si, por nuestra parte, hiciéramos extensivo a todo el planeta el criterio cultural para establecer los “continentes” entonces, indudablemente, tendríamos que subdividir Asia en tres o cuatro más –además del europeo-, porque es evidente que –siguiendo ese criterio- China, La India o el mundo árabe se diferencian entre sí de manera tan nítida como Europa con respecto a cualquiera de esas zonas.

Y sin embargo ese no es suficiente motivo como para que, en estos casos, hagamos prevalecer el criterio cultural sobre el geográfico, tal y como hacemos en el caso europeo.

¿Cuál cree usted que es la razón que nos hace aplicar este doble rasero en el análisis de la realidad que nos circunda? Pues una muy obvia: Que los europeos nos sentimos el “ombligo del mundo”.

Dirija ahora su mirada hacia América. Para los marcianos de nuestra historia está claro que son dos continentes, pero los blancos de mentalidad eurocéntrica sólo ven uno. ¿Por qué? Pues porque -también desde el punto de vista cultural- los dos mantienen una relación con Europa que es parecida. Si los norteamericanos fueran cristianos y los sudamericanos musulmanes –o viceversa- no habríamos dudado en visualizar su doble continentalidad, como nuestros amigos los marcianos. He aquí que cuando nos parece aplicamos el criterio cultural y cuando no, el geográfico.

Esa visión eurocéntrica del mundo no es en absoluto inocente. Tras ella subyace una visión racista de las relaciones entre los hombres, como salta a la vista. Y está claro que, tras el aséptico discurso académico que intenta presentar el mundo de una manera más o menos “científica” se esconde, como en la “ciencia económica”, como en la “sociología”, etc. un planteamiento claramente ideológico, cuasi metafísico.

Los sesudos profesores de nuestras eminentes universidades argumentarán que la palabra “Europa” es de origen griego y de ahí derivarán el concepto de europeidad. Es obvio que si nosotros sólo conociéramos la parte de La Tierra que conocían los griegos, concluiríamos que Europa y Asia son dos lugares claramente diferenciados por razones geográficas y haríamos bien en establecer esa clasificación de las zonas del mundo conocido (Si fuéramos hormigas y nos encontráramos con un humano que estuviera durmiendo pensaríamos que es una montaña). En su caso, y en el de los romanos, no había motivos de tipo cultural para afirmarlo, puesto que el área peri-mediterránea era un espacio continuo en el que no había bruscas diferencias culturales, más allá de las que hay normalmente entre un país y el vecino. La gran ruptura ideológica que se impuso en la Edad Media entre los habitantes de la margen septentrional del antiguo “Mare Nostrum” y los de la meridional y oriental aún no se había producido.

Pero la palabra “Europa” en la Edad Media se carga de un contenido bíblico que no tenía en la antigüedad. La visión totalizadora del mundo que poseen los monoteístas les lleva a establecer, entre los hombres, divisiones maniqueas que no existían en las mentes de los politeístas antiguos. Esa oposición entre buenos y malos, entre portadores de la verdad e infieles que no cejan en su empecinamiento en el error, se ha enmascarado, durante los últimos doscientos años, detrás de un discurso cientifista que no es más que la continuación de la metafísica bíblica por otros medios. De todas formas el enmascaramiento es tan burdo que basta darse un paseo por el mundo para descubrirlo.

Detrás del complejo de superioridad que el hombre blanco siente sobre el resto de la humanidad se oculta, agazapado, el concepto de “pueblo elegido” del Antiguo Testamento. El europeo se siente protegido por la nueva divinidad, que es el Dios padre de la Biblia que ha ganado en abstracción, perdiendo –primero- toda posible corporeidad y –después- la mayor parte de sus atributos humanos, para acabar convertido en el Dios de los relojeros de Newton, que con su implacable defensa de las reglas inflexibles que rigen el Universo nos garantiza que la máquina infinita que definimos con ese nombre va a seguir funcionando eternamente.

Pero mira por donde ese Dios implacable ha hecho una excepción con nosotros y, si tenemos la piel clara, descendemos de algún cristiano y tenemos cierto nivel cultural nos va a tratar de manera diferente y va a ser mucho más comprensivo.

La nueva divinidad sí que es capaz de percibir nuestras necesidades, ha establecido un pacto con nosotros, que es una prórroga del que acordó con Abraham, y ha elevado, gracias a Lutero -recordemos su frase más paradigmática: “sólo la fe nos salva”-, nuestra subjetividad a la categoría de divina (la subjetividad de los otros es una mierda: ellos no descienden de Abraham, ni física ni, mucho menos, simbólicamente). En realidad, como tenemos un teléfono directo para comunicarnos con él (algo así como el teléfono rojo de la “Guerra Fría” entre Washington y Moscú), basta que le maticemos por qué, por ejemplo, hay que salvar a los banqueros y condenar a los trabajadores griegos, ya estos son unos manirrotos, que no piensan más que en gastar, mientras que aquellos juegan –perdón, quise decir invierten ¿en qué estaría yo pensando?- en una bolsa que no es un casino como creen los malpensados, sino una pieza fundamental para la creación de riqueza y de prosperidad. Basta, repito, que le expliquemos a ese Dios tan razonable nuestros sensatos argumentos, para que él se ponga en contacto con el resto de las inteligencias que han recibido el don del espíritu santo para difundirlos de manera telepática.

Pero últimamente están sucediendo en el mundo cosas muy extrañas. Parece como si el Dios de los blancos, ese que –en su día- hizo un pacto con Abraham y después lo prorrogó con nosotros –en su versión 3.0 o “científica”, recordemos que la 2.0, o “evangélica”, la firmó con Lutero y con Calvino en el siglo XVI- nos está dando de lado. Sorprendentemente se ha puesto a ayudar a los chinos y a los hindúes -que ni siquiera son cristianos, aunque están haciendo cursillos intensivos para aprender la versión “científica” (la 3.0) del cristianismo- ni blancos y también a los brasileños que, aunque nominalmente cristianos (no llegaron ni siquiera a la 2.0), son “latinos”, es decir manirrotos, derrochadores … y… ¡mestizos!

Y no se ha quedado ahí. Además, está permitiendo que personas de razas inferiores y/o de religiones extrañas estén emigrando masivamente al sacrosanto continente europeo y lo estén contaminando con su presencia. Por arte de magia podemos contemplar anonadados la aparición de mezquitas en los Alpes o en el país de la Reina Victoria o la celebración de carnavales latinos en Notting Hill. Algún agente demoníaco debe estar actuando por el mundo.

El siglo XXI se está convirtiendo en el de la venganza de las razas inferiores. Por primera vez en la historia estalla una crisis económica en los países ricos que no se propaga a los pobres. ¿Habrase visto mayor dislate? Mientras Europa conoce la recesión y ve como el desempleo se multiplica, China continúa creciendo con tasas cercanas al 10% y en Iberoamérica la prosperidad avanza y, con ella, la democracia y una mayor justicia social. ¡Si Nixon levantara la cabeza! Le daría un patatús.

Parece que la Historia, esta vez, está empezando a poner las cosas en su sitio y empezando a equilibrar un poco la balanza. El péndulo de su reloj, después de haber alcanzado el punto extremo de concentración del poder planetario, empieza a moverse en la dirección contraria, que es la de la democracia y la igualdad. Algún día de estos –quizá cuantos los asiáticos alcancen la mayoría de la población en Inglaterra, que no crean ustedes que está muy lejano-, algún profesor de Oxford -de origen pakistaní claro- descubrirá que, como ya saben los marcianos, Europa tan sólo es la región más occidental de Asia.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Construir el futuro

En el anterior artículo les expuse las razones por las que pienso que los principios neomaltusianos son demagógicos, no producirán los efectos que sus partidarios vaticinan y nos conducen hacia un callejón sin salida cuya consecuencia última será la desaparición de la civilización occidental, tal y como hoy la conocemos. También como el hombre ha ido posibilitando a lo largo de la historia nuevos incrementos de población, inimaginables para sus congéneres de épocas anteriores, gracias al incremento de la tecnología aplicada a los medios de subsistencia.
Los pueblos cazadores del Paleolítico Superior alcanzaron en su día unas densidades que, desde el punto de vista de la tecnología de su época habría que calificar de “superpoblación”, porque estaban en el límite máximo de lo que la naturaleza toleraba. Esa “superpoblación paleolítica” estaba muy por debajo del nivel de un habitante por kilómetro cuadrado. Una densidad que hoy nos puede hacer sonreír y, sin embargo, es absolutamente cierto que, con una forma de vida puramente depredadora, el medio ambiente no soporta más humanos.
Por eso se produjo la revolución neolítica y el hombre dejó de ser un depredador para convertirse en productor. Desde la primera invención de la agricultura hasta ahora no han dejado de tener lugar una infinita sucesión de pequeños descubrimientos que han ido volviendo más eficientes y sostenibles las técnicas agrícolas, permitiendo unos incrementos en la productividad por cada unidad de superficie que han multiplicado por muchos dígitos las densidades de población humana. Con esos incrementos se ha ido liberando mano de obra que se ha desplazado hacia otros sectores económicos, como la industria y los servicios. Hoy la productividad agraria se ve muy incrementada, a su vez, por la utilización de máquinas o componentes químicos que han sido fabricados por esos productores no agrícolas, en un proceso de retroalimentación positiva en el que, de alguna manera, se refleja el potente efecto que la demografía humana ejerce sobre todo tipo de actividades económicas.
Y con todo ese bagaje histórico y tecnológico nos enfrentamos hoy a los retos que nos plantea el mundo del siglo XXI, entre los que cabe destacar, por su trascendencia, el cambio climático, el deterioro creciente del medio ambiente por efecto de la acción humana y, también, los masivos procesos migratorios que caracterizan este tiempo, el cambio del modelo energético y la galopante crisis económica.
Todos esos aspectos que he citado están conectados entre sí y creo que se pueden sintetizar diciendo que estamos en un proceso de transición hacia una nueva civilización.
Desde este blog he venido analizando algunas de las muchas incongruencias y contradicciones que, desde mi punto de vista, plantea la sociedad actual y que son un obstáculo para el desarrollo de los pueblos. El capitalismo ha construido un modelo de relaciones sociales insolidario que hoy no está demostrando claramente cuáles son sus límites. Tenemos ante nosotros la enésima crisis de subsistencia por agotamiento –esta vez- no ya de los recursos, sino del sistema de distribución de los mismos. Lo que hemos agotado es la potencialidad del sistema en el que hemos vivido hasta ahora. Necesitamos dar un salto adelante y barrer todas las ineficiencias que nos impiden continuar el proceso de desarrollo histórico que el hombre empezó a desplegar hace nueve mil años, cuando decidió dejar de ser un mero depredador para ponerse a producir, él también, reforzando de esta manera la potencialidad del planeta para sostener una demografía creciente.
Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para percatarnos de cuales son los términos en los que se plantea, en estos momentos, el dilema demográfico a escala mundial. Los pueblos del norte terrestre (norteamericanos, europeos, japoneses y rusos) han apostado decididamente por el modelo neomaltusiano e intentan imponérselo al resto de la humanidad. Lo están consiguiendo de manera parcial, de hecho creo que podemos incluir ya a China en esa lista (así como a Australia, Nueva Zelanda y los países del “Cono Sur” americano). Pero la incorporación de China a ese club ha sido reciente y, todavía, las inercias que traía del período anterior, así como su potente demografía histórica y su gran consistencia cultural le han convertido en la punta de lanza de los pueblos emergentes del tercer mundo y, aunque dejara de crecer hoy mismo, el hecho de que un pueblo de 1.300 millones de habitantes, en pleno desarrollo económico, con unidad de mando y regido por unos patrones culturales muy diferentes de los propios del mundo occidental irrumpa en el panorama internacional será suficiente para desestabilizar profundamente la estructura de poder planetaria actual e iniciar una nueva dinámica histórica.
Basta echar un vistazo a las pirámides de población de los grandes bloques culturales del mundo actual, así como a sus dinámicas económicas, para adivinar lo que va a suceder en él durante los próximos cincuenta años, como mínimo, y lo que aparece meridianamente claro es que, salvo conflagración nuclear generalizada, el “sorpasso” de los chinos sobre el Imperio norteamericano se producirá alrededor del año 2020, y el siguiente relevo, el de la India sobre China, antes de 2050. Así que ya podemos imaginar las dinámicas políticas que estos cambios van a traer consigo: la pérdida de protagonismo global del mundo occidental en general y como, a partir de 2040 aproximadamente, los países que han liderado la escena mundial durante los últimos 500 años se van a convertir en el lugar donde se va a librar el pulso de las influencias políticas de las superpotencias de esa coyuntura, los dos gigantes de Asia.
Creo que no hay que tener dotes proféticas para darse cuenta que la Unión Europea se puede desintegrar antes, incluso, de que concluya el mandato de Rajoy, que el tándem franco-alemán camina derecho hacia la irrelevancia política, que el Reino Unido ha ligado su futuro al del “gran hermano” norteamericano y que Rusia va ser satelizada, antes de que se desintegre también, por la gran potencia China.
En el caso de España, y también en el de Portugal, haríamos bien en cultivar nuestros tres grandes activos políticos estratégicos con que contamos (los mismos que teníamos ya en el 1500 y que nuestros dirigentes llevan 500 años despreciando):

1)      Nuestra relación estratégica con nuestros hermanos de Iberoamérica, que no van a dejar de cobrar protagonismo político y económico durante los próximos 200 años.
2)      Nuestra vecindad con los países del noroeste africano, otra zona geográfica a la que, forzosamente tiene que irle mejor de lo que le va ahora y que tienen una potencialidad de desarrollo enorme como veremos más adelante.
3)      Nuestra poderosa presencia atlántica. Los archipiélagos de la Macaronesia[1], sumadas a nuestras respectivas fachadas litorales, que nos pueden convertir en una potencia marítima formidable a lo largo de este siglo, si sabemos aprovechar nuestras ventajas comparativas.

Resulta patético comprobar cómo los representantes políticos de todos los países del mundo hacen fracasar una y otra vez las diversas cumbres sobre el clima que se han venido convocando en las últimas décadas, haciendo crecer la bola de nieve que va agrandando el problema y que está haciendo aumentar, exponencialmente, el coste de las soluciones que habrá que implementar, necesariamente, en algún momento del futuro. En esto, como en la manera de afrontar la crisis económica, nuestros dirigentes están haciendo gala de una ceguera política inaudita. Practicando la política del avestruz no se dan cuenta de que están vendiendo su derecho de primogenitura por un plato de lentejas.
Aquellos que tomen la delantera en la lucha contra la degradación medioambiental la terminarán liderando en el porvenir, y en esa guerra hay mucho en juego. Hay tecnología, negocios, futuro y está en juego, nada menos, que el modelo de civilización que queremos construir. La lucha contra el cambio climático está mucho más abierta de lo que, desde los medios de comunicación que trabajan para el Sistema, se nos está presentando.
Observen por un momento una de las muchas imágenes del continente africano de las que se obtienen vía satélite. El desierto del Sahara y sus estepas adyacentes ocupan una extensión territorial equivalente a todo el continente europeo. En ese desierto hay unas fuentes formidables de energías renovables, tanto solar como eólica, y está rodeado de mares. ¿Qué necesita el desierto para transformarse en una campiña fértil? Agua. El agua está a unos cientos de kilómetros. Las técnicas de desalación barata ya existen, y España es líder en esa industria. ¿Qué más hace falta? Energía para la desalación y el transporte, algo que sobra en África y, sobre todo, capital y voluntad política para poner en marcha un ambicioso programa de estaciones desaladoras, proyectos de colonización, construcción de sistemas de riego por goteo… Un horizonte de desarrollo de nuevos negocios para las empresas, de empleo para los técnicos en paro del sur de Europa y del norte de África, así como para la gran masa de desheredados que viven en ese continente, un vasto programa de investigación y el despliegue de un panorama de progreso para un par de siglos a las puertas de casa, una nueva sociedad que construir en medio de la nada y millones de toneladas de CO2 fijadas en tierra en los cientos de millones de hectáreas nuevas dedicadas a la agricultura, a la repoblación forestal y a la recreación de viejos y nuevos ecosistemas africanos.
¿Se imaginan a los paleo-botánicos y paleo-zoólogos recuperando especies extinguidas, aplicando las nuevas técnicas de clonación y de secuenciación genética[2], recreando ecosistemas antiguos en los nuevos espacios robados al desierto?
Ante nosotros se abre un espacio inmenso para el trabajo, para la cooperación internacional, para la construcción de un nuevo orden social planetario y para que el hombre construya una nueva relación con el medio, reparando buena parte de los entuertos cometidos en épocas anteriores por la especie humana.
Habrá quien piense que ese programa es irrealizable, que alguien lo detendrá o, incluso, que no es conveniente. Pero estén seguros de una cosa: eso va a suceder. Más tarde o más temprano, con mayor o con menor capital, con mayor o con menor voluntad política. Porque la tecnología existe, porque existe la imperiosa necesidad de dar de comer a los millones de personas que, en el continente africano, viven sin perspectivas de futuro, porque los países de la zona necesitan desarrollarse, porque ya se están poniendo en marcha los primeros proyectos que van a marcar el camino para los que vengan detrás[3] y lo lógico es que las nuevas técnicas se extiendan por la zona como una mancha de aceite. Así que podemos optar por situarnos en la vanguardia del proceso o en el furgón de cola, que cada cual decida.
Y hay otro inmenso frente situado más al oeste, en el Atlántico, rodeando a los archipiélagos de los países ibéricos. El mar, en el siglo XXI, no va a ser sólo un lugar por el que transitan los barcos y en el que se practica una actividad –la pesca- que es tan depredadora como lo era la caza, para los humanos, en los tiempos paleolíticos. En materia de pesca estamos empezando a transformarnos –como hace nueve mil años- de predadores a productores. Y cada vez más veremos como este medio no es sólo un sitio de paso, sino un lugar en el que los hombres van a empezar a practicar actividades más estables, más productivas y más sedentarias. Donde se genere riqueza. Los humanos, más tarde o más temprano van a terminar viviendo en él y construyendo en él sus ciudades.
¿Cuántos millones de personas creen ustedes que van a asentarse en los nuevos espacios que se abren ante nosotros? ¿Dónde creen que darán sus discursos los agoreros neomaltusianos dentro de treinta o de cuarenta años? Tal vez en los asilos de ancianos, porque los jóvenes y los adultos de entonces estarán todos trabajando.


[1] Macaronesia es el nombre colectivo de varios archipiélagos del Atlántico Norte, más o menos cercanos al continente africano.
El término procede del griego μακάρων νη̂σοι, makárôn nêsoi, 'islas alegres o afortunadas', en alusión a las islas de la mitología griega que eran morada de los héroes difuntos y se suponían situadas en los confines de Occidente. Comprende cinco archipiélagos: Azores, Canarias, Cabo Verde, Madeira e Islas Salvajes”. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Macaronesia 13/12/2011)
[2] Bajo regulación internacional, por supuesto, no podemos permitirnos que esos proyectos los monopolicen empresas privadas con tecnología sólo accesible para algunos. Por eso hay que anunciar lo que se avecina públicamente, para que la población pueda participar en el diseño de esos procesos y no nos encontremos ante una política de hechos consumados que sólo beneficie a unas cuantas multinacionales.
[3] De hecho la multinacional sevillana ABENGOA está construyendo ya, en Túnez, varias plantas desaladoras para suministrar agua a zonas desérticas.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Ecologismo y población

¿Hay alguien que no sea partidario de la conservación del Medio Ambiente? Si preguntásemos a los miembros de cualquier formación política, parlamentaria o extraparlamentaria, de izquierdas o de derechas, acerca de su programa medioambiental, se apresurarían a explicarnos que, si llegaran a tener responsabilidades de gobierno, pondrían en marcha diferentes medidas encaminadas a la preservación del mismo y a la concienciación de la población en ese sentido. Todo el mundo, de una u otra manera, en mayor o en menor medida, se siente un poco ecologista.
Y sin embargo, a la hora de emitir nuestro voto, las organizaciones que, específicamente, enarbolan esa bandera raramente obtienen representación parlamentaria, y cuando lo hacen, su influencia es relativamente marginal. Parece como si el electorado no se acabara de fiar de ese tipo de formaciones. Y es que a todos nosotros nos preocupa un poco el medio ambiente, pero hay otros asuntos que nos preocupan mucho más y que tienen un impacto más inmediato en nuestra vida y no estamos dispuestos a relegarlos a un segundo plano a cambio de una declaración de buenas intenciones en este tema.
Una organización política que aspire a gobernar tiene que tener un programa completo, que cubra todas las facetas de la vida que les preocupan a los ciudadanos. Tiene que presentarnos un proyecto de sociedad, una ética asociada a ese modelo, un programa económico y, por supuesto, un modelo de relación del hombre con el medio que sea sostenible pero, también, congruente con el resto de aspectos que integran ese programa.
El hombre ocupa un nicho en los diversos ecosistemas que existen en nuestro planeta. No es la posición originaria que tenía en los de los tiempos prehistóricos. Tampoco es una situación estable, puesto que no para de evolucionar, en un proceso de aceleración continua y, obviamente, ese lugar que ocupa en la naturaleza, de facto, debe ser replanteado globalmente, teniendo en cuenta el estado actual de los conocimientos científicos, en la perspectiva de buscar un modelo de relación que no dañe nuestro entorno y que nos permita entregarlo a las próximas generaciones de la mejor manera posible.
Y el conjunto de los humanos, a su vez, forman entre sí un “ecosistema” social. Dentro de las diversas sociedades que existen en el mundo, los diferentes grupos mantienen entre sí una relación estructural compleja que es, en buena parte, asimilable a –y comparable con- los ecosistemas biológicos. Además, los diversos países del mundo, igualmente, articulan otra estructura que se superpone a la anterior, y los tres sistemas –el biológico, el intrasocial y el internacional- son congruentes entre sí. Por tanto, podemos afirmar que nuestra relación con el medio forma parte de un entramado complejo que está vinculado a la estructura económica y social en la que vivimos y que ambos aspectos guardan relación también con el país del mundo en el que vivimos y la posición que este ocupa en la división internacional del trabajo.
Esta explicación tal vez pueda parecer un poco enrevesada, pero estoy seguro de que la mayoría de la población, aunque no sea capaz de verbalizarla, la intuye de alguna manera y por eso no acaba de fiarse de los discursos ecologistas puros, que se articulan al margen de las relaciones sociales y que no tienen en cuenta la posición estructural que nuestro país ocupa en el mundo.
En la exposición que desarrollé hace un par de semanas, en el artículo “Democracia y Medio Ambiente” hablé de cómo, en la reacción europea que se produjo frente a la crisis del petróleo de los setenta, muchos gobiernos decidieron impulsar decididamente la energía nuclear en el continente y de cómo esa decisión provocó una importante respuesta social que dio origen al movimiento verde, ya en los años ochenta.
Siempre he compartido la repulsa a las centrales nucleares, que sentimos muchos millones de personas en el planeta. Creo que su existencia representa un importante riesgo para la vida o la salud de los centenares de millones de ellas que viven en un radio de varios cientos de kilómetros alrededor de cada central y suscribo plenamente los argumentos de los militantes antinucleares al respecto. Pero también desconfío bastante acerca de las razones que, a veces, conducen a determinados sectores de las clases dominantes y del gran capital internacional a apoyar a movimientos de este tipo. Por eso me llamó bastante la atención la fuerte cobertura mediática que en su día disfrutó este movimiento y como esta ayudó bastante a su cristalización como proyecto político autónomo y diferenciado y a la expansión de su modelo por otros países.
En concreto no me pareció casual que fuera la Alemania Occidental de los años ochenta -precisamente- el país en el que cuajara esa resistencia. Ahí, indudablemente, debieron confluir muchos factores. Me imagino que algún dinero procedente de los antiguos países comunistas ayudaría a la difusión del mismo (la polémica sobre la implantación de los misiles de crucero, un tema muy sensible en ese momento, tendría algo que ver), pero era obvio que el movimiento antinuclear a quién de verdad beneficiaba, en ese momento, era al lobby del petróleo. ¿Qué sentido tenía que la mayor resistencia contra las centrales se produjera precisamente cuando el precio del barril alcanzó sus máximos históricos? ¿Por qué no en los sesenta o en los primeros setenta? ¿Por qué no ahora que hay verdaderas alternativas verdes, que no había en aquél momento? ¿Por qué aquella repulsa antinuclear no vino acompañada de propuestas concretas que, a la vez que combatían esta energía lo hacían también contra nuestra dependencia del petróleo? Ya conté en el artículo citado como la reacción brasileña a las subidas fue impulsar los vehículos con motores de alcohol, cuya tecnología está madura desde hace décadas (hay más de siete millones de ellos circulando con estos motores en Brasil, los primeros ya en 1979). Sin embargo la prensa europea de la época silenció esas alternativas mientras ponía en primera plana las fotos de los antinucleares bloqueando la marcha de algún tren que llevaba piezas para la construcción de las centrales.
También vimos a los “heroicos” militantes de Greenpeace impedir la detonación de alguna bomba nuclear francesa en el Pacífico, pero no los vimos protestar contra las de los israelíes, los británicos o los propios norteamericanos. Algunos de ustedes dirán: es que esas pruebas eran secretas. Claro, y también las francesas. ¿Quién creen ustedes que pudo soplar a Greenpeace el secreto y mandó a filmar a los periodistas? Pues, obviamente, alguien que lo sabía. ¿Y quién podía saberlo? Estoy seguro que los americanos.
¿A qué conclusión nos lleva esta disertación? Pues a que algo tuvieron que ver las “siete hermanas”[1] y la CIA en los orígenes y en el desarrollo de ese movimiento. ¿Qué pretendían con ello? Pues, sencillamente, poner a los europeos de rodillas, especialmente al “eje París-Bonn” en sus veleidades europeístas, cuando parecía que los “Estados Unidos de Europa” podían ser una verdadera alternativa al Imperio Americano. Aunque hoy parezca un contrasentido el Mercado Común Europeo era, junto con Japón, uno de los “emergentes” de los años 60 y 70, los que tenían un modelo alternativo de desarrollo con verdaderas posibilidades de plasmarse a medio plazo. Como fuimos apeados de ese tren (también los soviéticos), Estados Unidos ha reinado en solitario desde entonces, hasta que la siguiente generación de “emergentes” ha tomado el relevo. Es significativo que entre los miembros de este último grupo también esté Brasil, un país que con menos margen de maniobra aparente ha sabido, sin embargo, jugar sus cartas con una visión estratégica mucho mayor.
Hubo un libro profético, publicado en Francia en 1967 -y en España en 1969 por Plaza & Janés-, de J.J. Servan-Schreiber titulado “El desafío americano”, que en su día fue un best seller y cuyo capítulo más clarividente se titulaba “Europa sin estrategia”, cuya lectura hoy quizá pueda devolvernos algo de lucidez en medio de esta época decadente en la que estamos cosechando la siembra de varias generaciones de política del avestruz. Desgraciadamente la crisis europea que hoy estamos contemplando ya había sido prevista entonces por su autor. Nadie hizo caso a sus advertencias y hoy sufrimos las consecuencias.
Volviendo a nuestra primera línea argumental, creo que he dejado claro que el modo y el momento en el que los discursos ecologistas se articulan nunca deben pasarnos desapercibidos, como esos discursos siempre están integrados en una estrategia más amplia y forman parte de los conflictos que las diversas facciones que llevan la iniciativa dentro de las dinámicas sociales están librando entre sí; como, con frecuencia, este no es más que un subproducto al servicio de una estrategia concreta de dominación.
Fijémonos por un momento en el continente africano. Todos hemos quedado alguna vez subyugados por la belleza de las imágenes de algún documental sobre la vida salvaje, rodados en alguno de los escenarios privilegiados que nos presenta esa región del mundo. Hemos contemplado escenas captadas en alguno de los grandes parques nacionales africanos, como el Serengueti o el Ngorongoro y probablemente nos parezca fundamental que esos parques existan para que en ellos se puedan preservar los extraordinarios ecosistemas de una de las zonas con mayor variedad de flora y de fauna de La Tierra. Esos parques, sin embargo, están enclavados en países del tercer mundo en los que, con frecuencia, la vida humana tiene escaso valor. Vemos natural que se invierta mucho dinero en la defensa de esos santuarios y muchas universidades europeas o americanas, a través de diferentes convenios de colaboración, que contemplan la presencia de biólogos de las mismas ocupados en diversas tareas de investigación, que financian tales instituciones o, incluso, fundaciones altruistas privadas, emplean mucho dinero en tareas como, por ejemplo, estudiar las migraciones de los herbívoros a través del continente. Pero, a veces, sería mucho más barato salvar millones de vidas humanas en esos mismos países con diversos programas dedicados a combatir enfermedades, a educar a las jóvenes generaciones o a capacitarlos profesionalmente para que sean mucho más eficientes en la búsqueda del sustento cotidiano.
A veces se nos explica desde los medios de comunicación que la presión demográfica, unida a la utilización de técnicas agrícolas primitivas está esquilmando los pocos recursos disponibles en las zonas áridas, transformando en desiertos zonas esteparias, como por ejemplo el Sahel. Sin embargo, sabemos que tecnológicamente es posible hoy alimentar a toda la población africana, con mucho menos impacto ambiental, con técnicas, por ejemplo, de riego por goteo, cuya implantación podría transformar los paisajes de muchas zonas de África. Pero para eso hace falta inversión de capital, formación y, sobre todo, voluntad política para hacerlo. ¿Se imaginan un continente africano próspero y autosuficiente? Ese sería un escenario congruente con un mundo en el que la justicia y la igualdad formen parte de los valores a defender por todos, pero en absoluto con el mundo cainita en que ha derivado el sistema capitalista.
Con frecuencia se nos presenta a la población como incompatible con el Medio Ambiente. Los discursos maltusianos que nos dibujan un panorama apocalíptico si dejamos que los ignorantes y los pobres se sigan reproduciendo a su antojo, además de ser racistas y clasistas son, sencillamente, falsos. Las tesis de Malthus ya fueron refutadas en el siglo XIX por la propia dinámica de los acontecimientos y es inexplicable, desde un punto de vista científico, que hayan sido recuperadas y difundidas como válidas, por los medios de comunicación, a partir de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972. Como es inexplicable científicamente que se haya abierto paso el neoliberalismo en la Economía o el creacionismo en la Biología. Los tres discursos son, en realidad, diferentes caras del mismo proceso que ha permitido a los sectores más reaccionarios e intransigentes de nuestra sociedad lanzar un contraataque general contra el progreso y contra la propia civilización.
La especie humana viene demostrando, con su comportamiento, desde la revolución neolítica (hace nueve mil años) que cada vez que se presenta una crisis de subsistencia, por el agotamiento de los recursos, la resuelve incrementando la tecnología, permitiendo así, nuevos incrementos de población. Esta afirmación ha sido particularmente cierta desde que tuvo lugar la revolución industrial, hace ahora doscientos años.
Sin embargo las imágenes que nos muestra la televisión de países como Etiopía, Somalia o Chad pretenden ser la prueba que refuta esa constante histórica, ocultando al telespectador la responsabilidad que la mano del hombre blanco tiene en esos resultados.
Desde hace varias generaciones se viene construyendo un discurso neo maltusiano que en realidad bebe en las fuentes del eugenismo, aquella doctrina del siglo XIX que pretende una selección artificial de la especie humana, para eliminar a los individuos “menos aptos”. Esta corriente, que alcanzó un alto grado de respetabilidad social antes de la Segunda Guerra Mundial, fue desacreditada por la brutal utilización que los nazis hicieron de la misma, provocando una reacción mundial contra ella. Pero no sólo los nazis se excedieron en sus prácticas eugenésicas. A lo largo de las últimas décadas han ido llegando a la prensa espeluznantes relatos de prácticas eugenésicas planificadas desde el estado en países tan poco sospechosos como Australia o Suecia, donde se ha practicado la esterilización planificada y controlada, a través de la Seguridad Social, de mujeres indígenas (en Australia) o de sectores marginales de la población (en el caso sueco). En España tuvimos algo parecido, aunque sin esterilización, con el trato que se dio a los hijos de “madres rojas” durante la guerra y la postguerra y con los episodios, que la prensa nos está descubriendo últimamente, de robo de niños en determinados hospitales.
Ya dije más arriba que los argumentos maltusianos recibieron un nuevo impulso “científico” a raíz de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972.

Los límites al crecimiento (en inglés The Limits to Growth) es un informe encargado al MIT por el Club de Roma que fue publicado en 1972, poco antes de la primera crisis del petróleo. La autora principal del informe, en el que colaboraron 17 profesionales, fue Donella Meadows, biofísica y científica ambiental, especializada en dinámica de sistemas.
La conclusión del informe de 1972 fue la siguiente: si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la tierra durante los próximos cien años.”[2]

Hay un tremendo cinismo en este discurso. Se parte del supuesto de que la Humanidad va a dejar que se deteriore el medio sin hacer nada para impedirlo. Están tratando a la especie humana como si fueran manadas de cebras o de ciervos, que son incapaces de evitar el deterioro de su medio cuando se produce una superpoblación.
Pero hay algo mucho más sangrante y obvio todavía: en 1972 un grupo de expertos, americano por más señas, que está intentando hacer previsiones de desarrollo a largo plazo, no utiliza, en ningún momento, la variable espacial, teniendo en cuenta que, supuestamente, la Luna ya había sido o estaba siendo visitada por las tripulaciones del Apolo 11 (16 de julio de 1969), Apolo 12 (19 de noviembre de 1969), Apolo 14 (5 de febrero de 1971), Apolo 15 (30 de julio de 1971), Apolo 16 (21 de abril de 1972) y Apolo 17 (7 de diciembre de 1972). En pleno despliegue del programa Apolo de exploración espacial ve la luz un libro que se llama “Los límites del crecimiento”, que habla de “crecimiento cero”, tanto económico como demográfico como perspectiva de futuro. ¿Tiene esto algún sentido?
En ese contexto empiezan a ver la luz una serie de proyecciones demográficas que se han convertido ya en clásicas: La Tierra tendrá 6.500 millones de habitantes en 2000 y 9.500 en 2050. (Considerando 2050 como el momento en el que se alcanzará el esperado “crecimiento cero” demográfico).
Los 6.500 millones de habitantes del año 2000 se suponían que eran excesivos para la supervivencia del planeta. Una tesis que, por lo menos creo que es discutible, porque se hace, además, sin entrar a considerar como viven esos habitantes. Está claro que no es lo mismo que cada cual tenga un coche en la puerta que consuma 10 litros de gasolina cada 100 km. a que use para desplazarse transporte público con propulsión eléctrica que este siendo generada, a su vez, con fuentes renovables. No es lo mismo que comamos manzanas cultivadas a 10 km. de casa a que nos las traigan desde Nueva Zelanda. No es lo mismo que cada cual viva en un chalet, rodeado por una parcela de mil metros, con piscina individual a que lo haga en un apartamento de 70 en un edificio de varias plantas. El “cómo” vivimos es, probablemente, mucho más importante que el “cuantos somos”.
Pero es importante demostrar que sobra gente en el mundo, y en este sentido los argumentos ecologistas, según como se utilicen, pueden terminar volviéndose contra los humanos, o al menos contra los humanos pobres que, mira por donde, eran las capas de la población que los eugenistas de los siglos XIX y XX querían controlar. Al final es posible que lo más “progresista” o “moderno” del espectro político puede, por arte de encantamiento, como diría Don Quijote, coincidir con la extrema derecha, brindándole argumentos para seguir “ajustando” (¿No les suena esa palabra? ¿Últimamente la estamos escuchando mucho, verdad?) las cifras de población.
En este sentido ya hay “científicos” advirtiéndonos de que la población se va a terminar reduciendo, el señor Lovelock (el creador de la teoría Gaia) se está dedicando a dar conferencias por el mundo para explicar que, como consecuencia del cambio climático, en el año 2100 la población humana estará por debajo de los 500 millones y concentrada en las actuales regiones polares y Colin Campbell habla de 1.000 millones. Es decir, que en el mejor de los casos sobramos seis mil millones, es decir, el 85% de la humanidad actual.
¿Por qué se abren paso este tipo de planteamientos? ¿Por qué esa falta de implicación de las élites en la defensa de un modelo de sociedad inclusivo en el que quepamos todos? Pues por una razón muy sencilla: Ya dije más arriba que la humanidad viene resolviendo, históricamente, cada crisis de subsistencia, incrementando la tecnología. Pero esos cambios tecnológicos también traen consigo, inevitablemente, un cambio en el modelo de relaciones sociales. Es posible que los ricos de mañana no sean los hijos de los ricos de hoy. ¿Se imaginan a un señor que se han enriquecido a base de ladrillo liderando los cambios tecnológicos? ¿Se imaginan a las compañías petroleras construyendo molinos para producir electricidad? Si todavía siguen buscando nuevos yacimientos de hidrocarburos. Si la noticia bomba de hace unas semanas ha sido el descubrimiento de Repsol en Argentina del yacimiento más grande que ellos poseen. ¿Es que no se han enterado del cambio climático? ¿O es que no quieren enterarse?
Si la población creciera a mayor ritmo de lo que lo hace hoy el problema se agudizaría y tendríamos que forzar el cambio tecnológico, y el negocio del petróleo se irá al garete, claro. Así que están intentando retrasar ese momento todo el tiempo que sea posible.
¿Creen ustedes que estos planteamientos tienen mucho futuro? Resistir agarrándose a las viejas tecnologías es la mejor receta para el fracaso. Y en eso está un sector importante de las clases dominantes del mundo occidental. Eso es regalarle el liderazgo del mundo del siglo XXI a los que tengan el coraje de apostar decididamente por las tecnologías que nos van a sacar de este pozo.
En esto, como en la manera de enfocar la crisis económica y la de plantearse el proyecto europeo, las clases dirigentes de este continente han decidido suicidarse como tales y arrastrarnos a todos hacia el abismo. Hora es ya de que empecemos a plantear alternativas.



[1] Siete hermanas: Las Siete Hermanas de la industria petrolera es una denominación acuñada por Enrico Mattei, padre de la industria petrolera moderna italiana y presidente de ENI, para referirse a un grupo de siete compañías que dominaban el negocio petrolero a principio de la década de 1960. Mattei empleó el término de manera irónica, para acusar a dichas empresas de cartelizarse, protegiéndose mutuamente en lugar de fomentar la libre competencia industrial, perjudicando de esta manera a otras empresas emergentes en el negocio. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Siete_Hermanas 26/11/2011)
[2] http://es.wikipedia.org/wiki/Los_l%C3%ADmites_del_crecimiento

lunes, 14 de noviembre de 2011

Democracia y Medio Ambiente

La semana pasada expliqué como la lucha contra el cambio climático y la preservación del medio ambiente abre ante nosotros unas posibilidades inmensas de oportunidades de negocio y de generación de empleo, así como de liderazgo político[1]. Hoy me centraré en el importante papel democratizador que puede desempeñar y de cómo puede ser un potente dinamizador de las economías locales y de la autonomía política de los diversos territorios.
Hace ya más de cuarenta años que aparecieron en la prensa los primeros artículos hablándonos de la contaminación atmosférica y del negativo efecto que tenía sobre nuestra salud. Entonces –y me estoy refiriendo a los últimos años de los sesenta y los primeros de los setenta- se empezó a hablar del automóvil eléctrico –ya se veían prototipos en algunas ferias- y se supo que, tanto en Estados Unidos como en Israel, se estaba avanzando en el desarrollo de placas solares que permitirían en el futuro generar electricidad en grandes cantidades de manera no contaminante. Fue el comienzo del debate acerca de la necesidad de desarrollar la tecnología que nos permitiera avanzar en la producción de energías renovables y reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles (todavía no se sabía nada, al menos a nivel de calle, acerca del calentamiento global).
Como pueden figurarse, el desencadenamiento de la crisis del petróleo, a partir de 1973, avivó todavía más ese debate y se añadieron nuevos argumentos para justificar la necesidad de desarrollar la tecnología de las energías limpias, ahora de índole económica y geoestratégica. Estaba claro que si se avanzaba en ese campo se podría llegar a reducir bastante la factura petrolera y se fortalecería además nuestra independencia económica y, como consecuencia, también política.
Entonces la energía solar (apenas se hablaba de la eólica) todavía estaba muy verde, y no se veía como una alternativa inmediata a los combustibles fósiles, aunque sí se sentía la necesidad de seguir avanzando en ese campo. Pero en esa línea de intentar disminuir la dependencia del petróleo hubo algunas experiencias muy interesantes, como el desarrollo de motores de alcohol, que se saca de la caña de azúcar y que el gobierno brasileño viene impulsando, para los automóviles, desde 1979 (en 2009 circulaban en ese país 7,5 millones de estos vehículos). De esta manera matan varios pájaros de un solo tiro: dan salida a un importante cultivo local, impulsan la industria del país, reducen su factura energética y, con ella, su dependencia del exterior.
En los países de la OCDE, en cambio, se abrió paso la tesis de que la mejor alternativa que había a los combustibles fósiles era la energía nuclear. Los franceses impulsaron vigorosamente esa opción y arrastraron tras de sí a buena parte de sus socios europeos. También se construyeron gran cantidad de centrales en los países comunistas, en Japón y, por supuesto, en Estados Unidos. Estas instalaciones crecieron como setas en todos esos países y, como consecuencia, en algunos de ellos -con Alemania a la cabeza- apareció un potente movimiento ciudadano antinuclear (recordemos el popular eslogan “Nucleares no, gracias”, típico de los años ochenta) y el surgimiento de organizaciones como Greenpeace o los diversos partidos verdes que se extendieron por nuestro continente, algunos de los cuales llegarían a formar parte de las coaliciones gobernantes en sus respectivos países.
En los años ochenta las alternativas eran: petróleo o energía nuclear. Calentamiento global o la espada de Damocles de los posibles accidentes nucleares (recordemos el de Three Mile Island (1979) o el de Chernóbil (1986)) con sus lamentables secuelas. Incluso aunque no se produjeran tales accidentes, siempre existía el problema de los residuos generados por las centrales. Había que elegir entre la tormenta o la tempestad.
Sin embargo, la situación actual es cualitativamente distinta a la de entonces. Afortunadamente en estos últimos veinte años se ha avanzado bastante en el desarrollo de las tecnologías asociadas a la producción de energía basada en fuentes renovables, con la eólica liderando el proceso y la solar acompañándola por detrás. Además se están abriendo nuevos campos para diversificar aún más las alternativas disponibles, como la biomasa, y se investiga incluso (y España aparece bastante bien situada en este nuevo frente) en la energía mareo-motriz. Actualmente nuestro país está generando un importante porcentaje de su energía eléctrica con tecnologías no contaminantes y su cantidad aumenta cada año,
Y sin embargo, no dejan de aparecer en la prensa artículos de “expertos”, algunos de ellos de personalidades tan relevantes como Felipe González, insistiendo en la necesidad de impulsar el desarrollo de las centrales nucleares de última generación, que vendría a rescatarnos de nuestra dependencia de las energías fósiles, presentándo a la nuclear como la alternativa más seria y más viable a medio plazo para enfrentarnos con el cambio climático.
El debate, desde luego, no es inocente. Si algo hemos aprendido en los últimos años los que seguimos de manera regular la prensa escrita y nos preocupamos de contrastar -en la medida en que nos dejan- las fuentes disponibles, es que lo más volátil que hay en el mundo son las opiniones de los “expertos”, que donde ayer decían “digo” hoy dicen “Diego”. El reciente accidente de la central de Fukushima ha tenido la virtud de enfriar un debate que se venía calentando desde hacía varios años, haciendo cambiar de opinión a partidarios tan fervientes de las centrales como, por ejemplo, la señora Merkel.
Pero detrás de la opción que cada uno defiende de desarrollo energético no sólo se esconde una particular visión del asunto en cuestión sino que, por el contrario, subyace un modelo de sociedad, un proyecto de futuro que lleva implícito una manera determinada de relación entre los hombres.
La energía nuclear presenta demasiados peligros, como amargamente hemos podido comprobar este mismo año, y no es cuestión de seguir jugando con ella a la ruleta rusa, arriesgándonos a que la próxima vez nos suceda a nosotros y no vivamos para contarlo. Por otra parte (supongo que algo tendrá que ver con los sucesos de Fukushima) últimamente nos están bombardeando, a través de los documentales de los canales de televisión temáticos, con los importantes descubrimientos que están teniendo lugar en el campo de la fisión nuclear, la otra rama de la investigación atómica, que utiliza un combustible tan abundante y barato como es el hidrógeno. La siguiente batalla será convencernos de que la fisión nuclear es una alternativa más potente y con menos riesgos que la fusión que ya conocemos.
¿Por qué tanto insistir en la energía nuclear –de uno u otro tipo- cuando los frentes de investigación en energías renovables se multiplican y presentan cada vez mejores rendimientos?
Hay una razón fundamental: El modelo de desarrollo que subyace detrás de la investigación atómica es oligárquico. Si consiguen convencernos de su utilidad se abrirán unas inmensas oportunidades de negocio para las corporaciones capaces de acceder a esa tecnología, que es muy costosa de implementar. Grandes negocios pero sólo para unos pocos.
Observen el cinismo y la hipocresía de la que hacen gala sus defensores, pues mientras tratan de convencernos a nosotros de sus bondades, nos alertan del peligro que nos acecha si accedieran a ella países como Irán o Corea del Norte. ¿En qué quedamos, es buena o es mala? Y la respuesta es: según. Según si el que la tiene es de los nuestros o, por el contrario, milita en el bando equivocado. El asunto es que los avances tecnológicos a los que tendríamos acceso desarrollando esa energía tienen también un inmediato aprovechamiento militar. Si eres capaz de construir una central nuclear también lo eres de fabricar una bomba atómica y, claro, no es lo mismo que la bomba la tengamos nosotros a que la tengan nuestros enemigos. Ya sabemos que el mundo está dividido entre buenos y malos, y que lo que es aconsejable para los buenos está terminante prohibido para los malos.
Pero, aun admitiendo como válido, por un momento, ese repugnante planteamiento maniqueo ¿Qué garantías tenemos de que la tecnología que hoy está en manos de los buenos no acabe filtrándose, más tarde o más temprano, al bando de los malos? ¿Qué garantía tenemos de que los que hoy son buenos mañana no se vuelvan malos o viceversa? Y entonces los buenos de hoy, que pueden ser los malos mañana, ya tendrán la tecnología puesta y a ver como se la quitamos después.
Hace unos días vimos a la respetabilísima revista Forbes reconocer que no vendría mal ahora un golpe militar en Grecia, y al gobierno griego cesar a toda la cúpula militar ante el evidente ruido de sables que se oía en los cuarteles. ¿Ven lo fácil que es pasar de un régimen democrático a otro totalitario? Basta que se le crucen los cables a unos cuantos ricachones y que haya algunos aventureros en el ejército dispuestos a ponerse a sus órdenes. ¿Ven lo fácil que es perder el control del arma nuclear?
Imagínense ahora por un momento que el coste económico asociado a la puesta en marcha de una central nuclear fuera relativamente barato, lo suficiente como para que estuviera al alcance de un país mediano del tercer mundo. Al ser una tecnología de doble uso, civil y militar, los guardianes de la ortodoxia no podrían tolerar que, aunque el estado en cuestión se lo pudiera permitir, esa tecnología se difundiera por ahí, puesto que pondría en peligro la paz mundial. Le dirían que “aunque su pueblo pueda pagarlo, el mundo no puede consentirlo”. He ahí la trampa maniquea que lleva asociada esta tecnología. En realidad el peligro de las fugas radioactivas y la necesidad de reforzar con controles exhaustivos todo lo que tiene que ver con la seguridad -disparando así los costes de mantenimiento de las centrales- y el peligro añadido de su utilización militar –si cayera en malas manos- constituyen una garantía de exclusividad para los miembros del selecto club de los autorizados a invertir en este sector. Es un estímulo adicional. Es un negocio reservado para una élite muy reducida (con todo lo que eso implica de falta de competitividad, posibilidad de acordar los precios, etc.). Esa élite no sólo tendrá asegurado su negocio, también tendrá un inmenso poder de presión, político y militar, rodeándole para impedir a otros potenciales competidores industriales acceder al club. Tendrán a sus órdenes a los servicios de inteligencia de sus respectivos países porque cualquier posible filtración de una técnica hacia sus rivales comerciales se convierte automáticamente en un atentado a la Seguridad Nacional de los países de Occidente.
¿Y qué sucedería si en vez de apostar por el desarrollo de ese modelo oligárquico apostamos a fondo por las energías renovables?
Pues ya lo están ustedes viendo: para poner un molino en tu finca o una placa solar en el tejado de tu casa, o de tu nave industrial, no hay que ser Rockefeller y cualquiera puede convertirse en productor de energía eléctrica, contribuyendo así a la prosperidad general, ganando de camino algún dinero o ahorrándolo en cualquier caso. Al hacerlo está ayudando a disminuir la factura energética de su país y de paso su dependencia exterior. Por tanto está reforzando su independencia. Al debilitar el poder de las oligarquías ligadas a la producción de energía está haciéndolo también con los lobbies que someten a vigilancia a los políticos elegidos democráticamente, y al no ayudar a desarrollar una tecnología de doble uso está trabajando, además, por la paz.
¿Comprenden ahora todo lo que nos estamos jugando en el debate nuclear?



lunes, 7 de noviembre de 2011

El cambio climático como oportunidad

Cada crisis es un reto, cada problema una oportunidad. La humanidad se enfrenta hoy a varios desafíos titánicos pero, si actuamos con inteligencia, algunos de ellos nos pueden servir de palanca para ayudar a solucionar a los otros.

Una de las dificultades mayores a la que nos enfrentamos hoy a escala planetaria es, sin duda, el cambio climático. El calentamiento global le plantea a toda la sociedad un reto histórico que va a dar al traste –inevitablemente- con el modelo de desarrollo, altamente depredador, que hemos construido a lo largo de los últimos siglos.
Para afrontarla tenemos que definir una estrategia a siglos vista. Combatir el cambio climático no es sólo cuestión de sustituir una serie de productos contaminantes por otros que no lo sean, de esa manera nunca podremos superar con éxito un proceso de deterioro del medio ambiente de la envergadura del que tenemos por delante.
Estamos en el comienzo del despliegue de una “guerra” que no debe orientarse sólo, y ni siquiera de manera prioritaria, a mitigar las consecuencias de la multitud de decisiones inadecuadas que hemos ido tomando desde hace siglos y que nos han traído hasta aquí.
Desde mi punto de vista lo fundamental, aunque hoy no sea lo más urgente, es redefinir, por completo, nuestra relación con el medio. Hasta ahora el hombre occidental –que es el que ha impuesto su modelo de desarrollo al resto de la humanidad- ha sometido a éste a sus propias exigencias, proyectando sobre el mismo su concepto de sociedad, expansivo y depredador; lo ha sometido, dando por supuesto que era infinito y que compensaría –gracias a su inmensidad- los desmanes que estábamos practicando sobre él.
El individualismo burgués y su ética, que beben en las fuentes del protestantismo de los siglos XVI y XVII, que colocaban lo subjetivo por encima de cualquier otra consideración (recordemos su frase más paradigmática: “sólo la fe nos salva”) ha construido un universo que parte de la premisa de que el mundo occidental es, de alguna forma, el nuevo pueblo elegido por Dios para dirigir a los hombres. Ha construido, conceptualmente, una torre de marfil en la que ha metido dentro al núcleo duro del occidente cristiano –que en un 80 u 85% se corresponde con la ecúmene protestante- bajo la que subyace el concepto apocalíptico (porque la idea parte del libro del Apocalipsis) de la Nueva Jerusalén, esa ciudad de oro puro con murallas de jaspe reservada para que vivan allí los elegidos al final de los tiempos.
Al establecer una relación directa con el Demiurgo, sin mediadores de ningún tipo, el protestantismo está en realidad sustituyendo al Dios de la Biblia por la propia subjetividad personal de cada individuo, por su propio ego y, como consecuencia, poniendo el Universo entero –la obra de ese Creador que se ha transformado en poco más que un colega altamente comprensivo- a sus pies, sometido por completo a las exigencias que se derivan de la satisfacción de las necesidades, incluso de los caprichos, de ese ego, cada vez más desatado, que ya no tolera que nada ni nadie le ponga límites a sus pretensiones.
Los occidentales han construido, en los últimos quinientos años, un ecosistema social en el que ellos se han encargado de ponerse en la cúspide, en el nicho de los superpredadores. Como tales han venido actuando durante todo ese tiempo, apropiándose de cualquier recurso que se pusiera a su alcance.
Pero en ese proceso expansivo indefinido han terminando encontrando el límite. El planeta es grande, pero finito; y ya nos está mostrado las consecuencias del agotamiento creciente de todos esos recursos que alegremente hemos venido dilapidando.
Hoy sabemos que nuestro actual modelo de desarrollo es insostenible. Se impone, por tanto, un replanteamiento global del mismo y su sustitución por otro más viable, que sea sostenible a largo plazo.
Para situarnos subjetivamente en la posición idónea para poder encarar con éxito esa gran empresa tenemos, primero, que tomar conciencia de los límites que el planeta, en particular, y la naturaleza, en general, nos imponen. Tenemos que interiorizar que el medio ambiente no fue creado para servirnos, sino que formamos parte de él y que, por tanto, tenemos que empezar por acatar sus reglas eternas de funcionamiento. La más importante de todas ellas es la sostenibilidad. Cualquier proceso nuevo que ideemos, cualquier innovación, tiene que estar adecuadamente dimensionado y compensado por otros, para que su impacto ambiental sea nulo.
Pero lo urgente, ahora, es plantarle cara a los desastres ambientales que ya están en marcha como consecuencia del insensato modelo de desarrollo económico en el que estamos instalados. En ese contexto, la brutal crisis económica que atravesamos, que para muchos representa un problema añadido, que viene a obstaculizar el proceso de toma de decisiones que deberían llevarnos a iniciar la nueva cruzada medioambiental y que detrae cuantiosos recursos que debieran estar dedicándose ya a este tema, desviándolos hacia los servicios derivados de las deudas gubernamentales o de los programas sociales dedicados a mitigar, entre las clases populares, las consecuencias de la misma, esa crisis económica –repito- si actuamos con inteligencia, puede terminar convirtiéndose en una verdadera oportunidad que facilite una adecuada respuesta al desafío que el Medio Ambiente nos plantea y viceversa, es decir, los problemas ambientales nos abren un inmenso campo de actuación que nos pueden permitir dinamizar la economía y por ende ayudarnos a salir de la crisis.
En los años treinta del siglo pasado vimos a norteamericanos y alemanes aplicar ambiciosos programas keynesianos para enfrentarse a la dura crisis del año 1929. Entonces fueron las obras públicas y, también, la industria militar los motores de un desarrollo que, por su fuerte componente belicista, nos condujo a la más terrible conflagración que la humanidad haya conocido y, después, a uno de los períodos históricos más prósperos y pacíficos de la historia. Ese período estuvo liderado por países que estaban embarcados en los citados programas desde mucho antes de que la guerra estallara, y fue ese modelo el que arrastró al resto de naciones hacia la senda de la prosperidad y del crecimiento económico, recordemos como el Plan Marshall transformó por completo el paisaje de las ciudades europeas en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Hoy la “guerra” para la que hay que prepararse es el Cambio Climático y, como sucedió en la década de los treinta, la única salida posible a la crisis que atravesamos es un ambicioso programa de inversiones que genere actividad económica y puestos de trabajo. ¿Qué mejor momento para diseñar un plan de choque medioambiental ambicioso? Así podemos “matar dos pájaros de un tiro” y ponernos en la vanguardia del nuevo tiempo que se abre ante nosotros.
La lucha contra el calentamiento global es polifacética, afectando a una cantidad de sectores económicos importante: Hay que redefinir todos los procesos industriales para que reduzcan su impacto ambiental, hay que crear una infinidad de nuevos productos que reemplacen a los viejos que no cumplen con los nuevos estándares, hay que regenerar suelos y paisajes degradados, que cambiar nuestra manera de cultivar, de edificar, de producir energía, de transportarnos, etc. etc. En realidad casi cualquier faceta de nuestra vida en la que pensemos puede ser transformada si la observamos desde el prisma de la conservación del medio. ¿Se imaginan la cantidad de puestos nuevos de trabajo que todo esto puede generar? ¿Se imaginan la cantidad de nuevas oportunidades de negocio que se abren ante nosotros?
Estar en la vanguardia de la nueva revolución en ciernes está en nuestra mano. Ya estamos viendo como algunas empresas españolas como Gamesa, Abengoa, Indra, etc. se han situado en la primera línea de esta batalla. España, además, es un país que está situado en una zona geográfica muy sensible a los cambios ambientales y ya hemos visto como algunas tecnologías desarrolladas por empresas españolas están demostrando un potencial formidable, como las técnicas de desalación del agua, que están teniendo una gran aceptación en los países del Magreb y del Próximo Oriente. Lo mismo podríamos decir de las centrales termosolares, que tienen en la provincia de Sevilla a dos de los centros de investigación más importantes del mundo (Sanlúcar la Mayor y Fuentes de Andalucía).
La riqueza medioambiental de Andalucía, en particular, y de España, en general, así como su posición estratégica en las rutas migratorias de las aves, nos coloca, igualmente, en el punto de mira de todos los conservacionistas del mundo. La gran cantidad de parques naturales que posee nuestra región, así como la existencia de corredores ecológicos, como los que representan las viejas cañadas medievales, convierten a nuestro país en un espacio singular, único, irrepetible e irreemplazable.
Estar en la vanguardia de la nueva revolución es importante no sólo por las posibilidades de negocio y de prosperidad que se abren ante nosotros. Lo es, sobre todo, porque es ahora cuando se está definiendo el nuevo modelo de desarrollo que va a regir en el planeta durante las próximas generaciones, un modelo en el que nosotros tenemos mucho que decir, mucho que aportar; en el que nuestra visión del mundo y de la vida (tan diferente de la de los pueblos del centro y del norte de Europa) puede introducir cambios significativos en las características de ese modelo. Un modelo que, con nuestra ayuda, puede ser mucho más abierto, más inclusivo.
Démosle la vuelta al problema y convirtamos la crisis en una oportunidad.