lunes, 28 de noviembre de 2011

Ecologismo y población

¿Hay alguien que no sea partidario de la conservación del Medio Ambiente? Si preguntásemos a los miembros de cualquier formación política, parlamentaria o extraparlamentaria, de izquierdas o de derechas, acerca de su programa medioambiental, se apresurarían a explicarnos que, si llegaran a tener responsabilidades de gobierno, pondrían en marcha diferentes medidas encaminadas a la preservación del mismo y a la concienciación de la población en ese sentido. Todo el mundo, de una u otra manera, en mayor o en menor medida, se siente un poco ecologista.
Y sin embargo, a la hora de emitir nuestro voto, las organizaciones que, específicamente, enarbolan esa bandera raramente obtienen representación parlamentaria, y cuando lo hacen, su influencia es relativamente marginal. Parece como si el electorado no se acabara de fiar de ese tipo de formaciones. Y es que a todos nosotros nos preocupa un poco el medio ambiente, pero hay otros asuntos que nos preocupan mucho más y que tienen un impacto más inmediato en nuestra vida y no estamos dispuestos a relegarlos a un segundo plano a cambio de una declaración de buenas intenciones en este tema.
Una organización política que aspire a gobernar tiene que tener un programa completo, que cubra todas las facetas de la vida que les preocupan a los ciudadanos. Tiene que presentarnos un proyecto de sociedad, una ética asociada a ese modelo, un programa económico y, por supuesto, un modelo de relación del hombre con el medio que sea sostenible pero, también, congruente con el resto de aspectos que integran ese programa.
El hombre ocupa un nicho en los diversos ecosistemas que existen en nuestro planeta. No es la posición originaria que tenía en los de los tiempos prehistóricos. Tampoco es una situación estable, puesto que no para de evolucionar, en un proceso de aceleración continua y, obviamente, ese lugar que ocupa en la naturaleza, de facto, debe ser replanteado globalmente, teniendo en cuenta el estado actual de los conocimientos científicos, en la perspectiva de buscar un modelo de relación que no dañe nuestro entorno y que nos permita entregarlo a las próximas generaciones de la mejor manera posible.
Y el conjunto de los humanos, a su vez, forman entre sí un “ecosistema” social. Dentro de las diversas sociedades que existen en el mundo, los diferentes grupos mantienen entre sí una relación estructural compleja que es, en buena parte, asimilable a –y comparable con- los ecosistemas biológicos. Además, los diversos países del mundo, igualmente, articulan otra estructura que se superpone a la anterior, y los tres sistemas –el biológico, el intrasocial y el internacional- son congruentes entre sí. Por tanto, podemos afirmar que nuestra relación con el medio forma parte de un entramado complejo que está vinculado a la estructura económica y social en la que vivimos y que ambos aspectos guardan relación también con el país del mundo en el que vivimos y la posición que este ocupa en la división internacional del trabajo.
Esta explicación tal vez pueda parecer un poco enrevesada, pero estoy seguro de que la mayoría de la población, aunque no sea capaz de verbalizarla, la intuye de alguna manera y por eso no acaba de fiarse de los discursos ecologistas puros, que se articulan al margen de las relaciones sociales y que no tienen en cuenta la posición estructural que nuestro país ocupa en el mundo.
En la exposición que desarrollé hace un par de semanas, en el artículo “Democracia y Medio Ambiente” hablé de cómo, en la reacción europea que se produjo frente a la crisis del petróleo de los setenta, muchos gobiernos decidieron impulsar decididamente la energía nuclear en el continente y de cómo esa decisión provocó una importante respuesta social que dio origen al movimiento verde, ya en los años ochenta.
Siempre he compartido la repulsa a las centrales nucleares, que sentimos muchos millones de personas en el planeta. Creo que su existencia representa un importante riesgo para la vida o la salud de los centenares de millones de ellas que viven en un radio de varios cientos de kilómetros alrededor de cada central y suscribo plenamente los argumentos de los militantes antinucleares al respecto. Pero también desconfío bastante acerca de las razones que, a veces, conducen a determinados sectores de las clases dominantes y del gran capital internacional a apoyar a movimientos de este tipo. Por eso me llamó bastante la atención la fuerte cobertura mediática que en su día disfrutó este movimiento y como esta ayudó bastante a su cristalización como proyecto político autónomo y diferenciado y a la expansión de su modelo por otros países.
En concreto no me pareció casual que fuera la Alemania Occidental de los años ochenta -precisamente- el país en el que cuajara esa resistencia. Ahí, indudablemente, debieron confluir muchos factores. Me imagino que algún dinero procedente de los antiguos países comunistas ayudaría a la difusión del mismo (la polémica sobre la implantación de los misiles de crucero, un tema muy sensible en ese momento, tendría algo que ver), pero era obvio que el movimiento antinuclear a quién de verdad beneficiaba, en ese momento, era al lobby del petróleo. ¿Qué sentido tenía que la mayor resistencia contra las centrales se produjera precisamente cuando el precio del barril alcanzó sus máximos históricos? ¿Por qué no en los sesenta o en los primeros setenta? ¿Por qué no ahora que hay verdaderas alternativas verdes, que no había en aquél momento? ¿Por qué aquella repulsa antinuclear no vino acompañada de propuestas concretas que, a la vez que combatían esta energía lo hacían también contra nuestra dependencia del petróleo? Ya conté en el artículo citado como la reacción brasileña a las subidas fue impulsar los vehículos con motores de alcohol, cuya tecnología está madura desde hace décadas (hay más de siete millones de ellos circulando con estos motores en Brasil, los primeros ya en 1979). Sin embargo la prensa europea de la época silenció esas alternativas mientras ponía en primera plana las fotos de los antinucleares bloqueando la marcha de algún tren que llevaba piezas para la construcción de las centrales.
También vimos a los “heroicos” militantes de Greenpeace impedir la detonación de alguna bomba nuclear francesa en el Pacífico, pero no los vimos protestar contra las de los israelíes, los británicos o los propios norteamericanos. Algunos de ustedes dirán: es que esas pruebas eran secretas. Claro, y también las francesas. ¿Quién creen ustedes que pudo soplar a Greenpeace el secreto y mandó a filmar a los periodistas? Pues, obviamente, alguien que lo sabía. ¿Y quién podía saberlo? Estoy seguro que los americanos.
¿A qué conclusión nos lleva esta disertación? Pues a que algo tuvieron que ver las “siete hermanas”[1] y la CIA en los orígenes y en el desarrollo de ese movimiento. ¿Qué pretendían con ello? Pues, sencillamente, poner a los europeos de rodillas, especialmente al “eje París-Bonn” en sus veleidades europeístas, cuando parecía que los “Estados Unidos de Europa” podían ser una verdadera alternativa al Imperio Americano. Aunque hoy parezca un contrasentido el Mercado Común Europeo era, junto con Japón, uno de los “emergentes” de los años 60 y 70, los que tenían un modelo alternativo de desarrollo con verdaderas posibilidades de plasmarse a medio plazo. Como fuimos apeados de ese tren (también los soviéticos), Estados Unidos ha reinado en solitario desde entonces, hasta que la siguiente generación de “emergentes” ha tomado el relevo. Es significativo que entre los miembros de este último grupo también esté Brasil, un país que con menos margen de maniobra aparente ha sabido, sin embargo, jugar sus cartas con una visión estratégica mucho mayor.
Hubo un libro profético, publicado en Francia en 1967 -y en España en 1969 por Plaza & Janés-, de J.J. Servan-Schreiber titulado “El desafío americano”, que en su día fue un best seller y cuyo capítulo más clarividente se titulaba “Europa sin estrategia”, cuya lectura hoy quizá pueda devolvernos algo de lucidez en medio de esta época decadente en la que estamos cosechando la siembra de varias generaciones de política del avestruz. Desgraciadamente la crisis europea que hoy estamos contemplando ya había sido prevista entonces por su autor. Nadie hizo caso a sus advertencias y hoy sufrimos las consecuencias.
Volviendo a nuestra primera línea argumental, creo que he dejado claro que el modo y el momento en el que los discursos ecologistas se articulan nunca deben pasarnos desapercibidos, como esos discursos siempre están integrados en una estrategia más amplia y forman parte de los conflictos que las diversas facciones que llevan la iniciativa dentro de las dinámicas sociales están librando entre sí; como, con frecuencia, este no es más que un subproducto al servicio de una estrategia concreta de dominación.
Fijémonos por un momento en el continente africano. Todos hemos quedado alguna vez subyugados por la belleza de las imágenes de algún documental sobre la vida salvaje, rodados en alguno de los escenarios privilegiados que nos presenta esa región del mundo. Hemos contemplado escenas captadas en alguno de los grandes parques nacionales africanos, como el Serengueti o el Ngorongoro y probablemente nos parezca fundamental que esos parques existan para que en ellos se puedan preservar los extraordinarios ecosistemas de una de las zonas con mayor variedad de flora y de fauna de La Tierra. Esos parques, sin embargo, están enclavados en países del tercer mundo en los que, con frecuencia, la vida humana tiene escaso valor. Vemos natural que se invierta mucho dinero en la defensa de esos santuarios y muchas universidades europeas o americanas, a través de diferentes convenios de colaboración, que contemplan la presencia de biólogos de las mismas ocupados en diversas tareas de investigación, que financian tales instituciones o, incluso, fundaciones altruistas privadas, emplean mucho dinero en tareas como, por ejemplo, estudiar las migraciones de los herbívoros a través del continente. Pero, a veces, sería mucho más barato salvar millones de vidas humanas en esos mismos países con diversos programas dedicados a combatir enfermedades, a educar a las jóvenes generaciones o a capacitarlos profesionalmente para que sean mucho más eficientes en la búsqueda del sustento cotidiano.
A veces se nos explica desde los medios de comunicación que la presión demográfica, unida a la utilización de técnicas agrícolas primitivas está esquilmando los pocos recursos disponibles en las zonas áridas, transformando en desiertos zonas esteparias, como por ejemplo el Sahel. Sin embargo, sabemos que tecnológicamente es posible hoy alimentar a toda la población africana, con mucho menos impacto ambiental, con técnicas, por ejemplo, de riego por goteo, cuya implantación podría transformar los paisajes de muchas zonas de África. Pero para eso hace falta inversión de capital, formación y, sobre todo, voluntad política para hacerlo. ¿Se imaginan un continente africano próspero y autosuficiente? Ese sería un escenario congruente con un mundo en el que la justicia y la igualdad formen parte de los valores a defender por todos, pero en absoluto con el mundo cainita en que ha derivado el sistema capitalista.
Con frecuencia se nos presenta a la población como incompatible con el Medio Ambiente. Los discursos maltusianos que nos dibujan un panorama apocalíptico si dejamos que los ignorantes y los pobres se sigan reproduciendo a su antojo, además de ser racistas y clasistas son, sencillamente, falsos. Las tesis de Malthus ya fueron refutadas en el siglo XIX por la propia dinámica de los acontecimientos y es inexplicable, desde un punto de vista científico, que hayan sido recuperadas y difundidas como válidas, por los medios de comunicación, a partir de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972. Como es inexplicable científicamente que se haya abierto paso el neoliberalismo en la Economía o el creacionismo en la Biología. Los tres discursos son, en realidad, diferentes caras del mismo proceso que ha permitido a los sectores más reaccionarios e intransigentes de nuestra sociedad lanzar un contraataque general contra el progreso y contra la propia civilización.
La especie humana viene demostrando, con su comportamiento, desde la revolución neolítica (hace nueve mil años) que cada vez que se presenta una crisis de subsistencia, por el agotamiento de los recursos, la resuelve incrementando la tecnología, permitiendo así, nuevos incrementos de población. Esta afirmación ha sido particularmente cierta desde que tuvo lugar la revolución industrial, hace ahora doscientos años.
Sin embargo las imágenes que nos muestra la televisión de países como Etiopía, Somalia o Chad pretenden ser la prueba que refuta esa constante histórica, ocultando al telespectador la responsabilidad que la mano del hombre blanco tiene en esos resultados.
Desde hace varias generaciones se viene construyendo un discurso neo maltusiano que en realidad bebe en las fuentes del eugenismo, aquella doctrina del siglo XIX que pretende una selección artificial de la especie humana, para eliminar a los individuos “menos aptos”. Esta corriente, que alcanzó un alto grado de respetabilidad social antes de la Segunda Guerra Mundial, fue desacreditada por la brutal utilización que los nazis hicieron de la misma, provocando una reacción mundial contra ella. Pero no sólo los nazis se excedieron en sus prácticas eugenésicas. A lo largo de las últimas décadas han ido llegando a la prensa espeluznantes relatos de prácticas eugenésicas planificadas desde el estado en países tan poco sospechosos como Australia o Suecia, donde se ha practicado la esterilización planificada y controlada, a través de la Seguridad Social, de mujeres indígenas (en Australia) o de sectores marginales de la población (en el caso sueco). En España tuvimos algo parecido, aunque sin esterilización, con el trato que se dio a los hijos de “madres rojas” durante la guerra y la postguerra y con los episodios, que la prensa nos está descubriendo últimamente, de robo de niños en determinados hospitales.
Ya dije más arriba que los argumentos maltusianos recibieron un nuevo impulso “científico” a raíz de la publicación del libro Los límites del crecimiento, en 1972.

Los límites al crecimiento (en inglés The Limits to Growth) es un informe encargado al MIT por el Club de Roma que fue publicado en 1972, poco antes de la primera crisis del petróleo. La autora principal del informe, en el que colaboraron 17 profesionales, fue Donella Meadows, biofísica y científica ambiental, especializada en dinámica de sistemas.
La conclusión del informe de 1972 fue la siguiente: si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la tierra durante los próximos cien años.”[2]

Hay un tremendo cinismo en este discurso. Se parte del supuesto de que la Humanidad va a dejar que se deteriore el medio sin hacer nada para impedirlo. Están tratando a la especie humana como si fueran manadas de cebras o de ciervos, que son incapaces de evitar el deterioro de su medio cuando se produce una superpoblación.
Pero hay algo mucho más sangrante y obvio todavía: en 1972 un grupo de expertos, americano por más señas, que está intentando hacer previsiones de desarrollo a largo plazo, no utiliza, en ningún momento, la variable espacial, teniendo en cuenta que, supuestamente, la Luna ya había sido o estaba siendo visitada por las tripulaciones del Apolo 11 (16 de julio de 1969), Apolo 12 (19 de noviembre de 1969), Apolo 14 (5 de febrero de 1971), Apolo 15 (30 de julio de 1971), Apolo 16 (21 de abril de 1972) y Apolo 17 (7 de diciembre de 1972). En pleno despliegue del programa Apolo de exploración espacial ve la luz un libro que se llama “Los límites del crecimiento”, que habla de “crecimiento cero”, tanto económico como demográfico como perspectiva de futuro. ¿Tiene esto algún sentido?
En ese contexto empiezan a ver la luz una serie de proyecciones demográficas que se han convertido ya en clásicas: La Tierra tendrá 6.500 millones de habitantes en 2000 y 9.500 en 2050. (Considerando 2050 como el momento en el que se alcanzará el esperado “crecimiento cero” demográfico).
Los 6.500 millones de habitantes del año 2000 se suponían que eran excesivos para la supervivencia del planeta. Una tesis que, por lo menos creo que es discutible, porque se hace, además, sin entrar a considerar como viven esos habitantes. Está claro que no es lo mismo que cada cual tenga un coche en la puerta que consuma 10 litros de gasolina cada 100 km. a que use para desplazarse transporte público con propulsión eléctrica que este siendo generada, a su vez, con fuentes renovables. No es lo mismo que comamos manzanas cultivadas a 10 km. de casa a que nos las traigan desde Nueva Zelanda. No es lo mismo que cada cual viva en un chalet, rodeado por una parcela de mil metros, con piscina individual a que lo haga en un apartamento de 70 en un edificio de varias plantas. El “cómo” vivimos es, probablemente, mucho más importante que el “cuantos somos”.
Pero es importante demostrar que sobra gente en el mundo, y en este sentido los argumentos ecologistas, según como se utilicen, pueden terminar volviéndose contra los humanos, o al menos contra los humanos pobres que, mira por donde, eran las capas de la población que los eugenistas de los siglos XIX y XX querían controlar. Al final es posible que lo más “progresista” o “moderno” del espectro político puede, por arte de encantamiento, como diría Don Quijote, coincidir con la extrema derecha, brindándole argumentos para seguir “ajustando” (¿No les suena esa palabra? ¿Últimamente la estamos escuchando mucho, verdad?) las cifras de población.
En este sentido ya hay “científicos” advirtiéndonos de que la población se va a terminar reduciendo, el señor Lovelock (el creador de la teoría Gaia) se está dedicando a dar conferencias por el mundo para explicar que, como consecuencia del cambio climático, en el año 2100 la población humana estará por debajo de los 500 millones y concentrada en las actuales regiones polares y Colin Campbell habla de 1.000 millones. Es decir, que en el mejor de los casos sobramos seis mil millones, es decir, el 85% de la humanidad actual.
¿Por qué se abren paso este tipo de planteamientos? ¿Por qué esa falta de implicación de las élites en la defensa de un modelo de sociedad inclusivo en el que quepamos todos? Pues por una razón muy sencilla: Ya dije más arriba que la humanidad viene resolviendo, históricamente, cada crisis de subsistencia, incrementando la tecnología. Pero esos cambios tecnológicos también traen consigo, inevitablemente, un cambio en el modelo de relaciones sociales. Es posible que los ricos de mañana no sean los hijos de los ricos de hoy. ¿Se imaginan a un señor que se han enriquecido a base de ladrillo liderando los cambios tecnológicos? ¿Se imaginan a las compañías petroleras construyendo molinos para producir electricidad? Si todavía siguen buscando nuevos yacimientos de hidrocarburos. Si la noticia bomba de hace unas semanas ha sido el descubrimiento de Repsol en Argentina del yacimiento más grande que ellos poseen. ¿Es que no se han enterado del cambio climático? ¿O es que no quieren enterarse?
Si la población creciera a mayor ritmo de lo que lo hace hoy el problema se agudizaría y tendríamos que forzar el cambio tecnológico, y el negocio del petróleo se irá al garete, claro. Así que están intentando retrasar ese momento todo el tiempo que sea posible.
¿Creen ustedes que estos planteamientos tienen mucho futuro? Resistir agarrándose a las viejas tecnologías es la mejor receta para el fracaso. Y en eso está un sector importante de las clases dominantes del mundo occidental. Eso es regalarle el liderazgo del mundo del siglo XXI a los que tengan el coraje de apostar decididamente por las tecnologías que nos van a sacar de este pozo.
En esto, como en la manera de enfocar la crisis económica y la de plantearse el proyecto europeo, las clases dirigentes de este continente han decidido suicidarse como tales y arrastrarnos a todos hacia el abismo. Hora es ya de que empecemos a plantear alternativas.



[1] Siete hermanas: Las Siete Hermanas de la industria petrolera es una denominación acuñada por Enrico Mattei, padre de la industria petrolera moderna italiana y presidente de ENI, para referirse a un grupo de siete compañías que dominaban el negocio petrolero a principio de la década de 1960. Mattei empleó el término de manera irónica, para acusar a dichas empresas de cartelizarse, protegiéndose mutuamente en lugar de fomentar la libre competencia industrial, perjudicando de esta manera a otras empresas emergentes en el negocio. ( http://es.wikipedia.org/wiki/Siete_Hermanas 26/11/2011)
[2] http://es.wikipedia.org/wiki/Los_l%C3%ADmites_del_crecimiento

lunes, 14 de noviembre de 2011

Democracia y Medio Ambiente

La semana pasada expliqué como la lucha contra el cambio climático y la preservación del medio ambiente abre ante nosotros unas posibilidades inmensas de oportunidades de negocio y de generación de empleo, así como de liderazgo político[1]. Hoy me centraré en el importante papel democratizador que puede desempeñar y de cómo puede ser un potente dinamizador de las economías locales y de la autonomía política de los diversos territorios.
Hace ya más de cuarenta años que aparecieron en la prensa los primeros artículos hablándonos de la contaminación atmosférica y del negativo efecto que tenía sobre nuestra salud. Entonces –y me estoy refiriendo a los últimos años de los sesenta y los primeros de los setenta- se empezó a hablar del automóvil eléctrico –ya se veían prototipos en algunas ferias- y se supo que, tanto en Estados Unidos como en Israel, se estaba avanzando en el desarrollo de placas solares que permitirían en el futuro generar electricidad en grandes cantidades de manera no contaminante. Fue el comienzo del debate acerca de la necesidad de desarrollar la tecnología que nos permitiera avanzar en la producción de energías renovables y reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles (todavía no se sabía nada, al menos a nivel de calle, acerca del calentamiento global).
Como pueden figurarse, el desencadenamiento de la crisis del petróleo, a partir de 1973, avivó todavía más ese debate y se añadieron nuevos argumentos para justificar la necesidad de desarrollar la tecnología de las energías limpias, ahora de índole económica y geoestratégica. Estaba claro que si se avanzaba en ese campo se podría llegar a reducir bastante la factura petrolera y se fortalecería además nuestra independencia económica y, como consecuencia, también política.
Entonces la energía solar (apenas se hablaba de la eólica) todavía estaba muy verde, y no se veía como una alternativa inmediata a los combustibles fósiles, aunque sí se sentía la necesidad de seguir avanzando en ese campo. Pero en esa línea de intentar disminuir la dependencia del petróleo hubo algunas experiencias muy interesantes, como el desarrollo de motores de alcohol, que se saca de la caña de azúcar y que el gobierno brasileño viene impulsando, para los automóviles, desde 1979 (en 2009 circulaban en ese país 7,5 millones de estos vehículos). De esta manera matan varios pájaros de un solo tiro: dan salida a un importante cultivo local, impulsan la industria del país, reducen su factura energética y, con ella, su dependencia del exterior.
En los países de la OCDE, en cambio, se abrió paso la tesis de que la mejor alternativa que había a los combustibles fósiles era la energía nuclear. Los franceses impulsaron vigorosamente esa opción y arrastraron tras de sí a buena parte de sus socios europeos. También se construyeron gran cantidad de centrales en los países comunistas, en Japón y, por supuesto, en Estados Unidos. Estas instalaciones crecieron como setas en todos esos países y, como consecuencia, en algunos de ellos -con Alemania a la cabeza- apareció un potente movimiento ciudadano antinuclear (recordemos el popular eslogan “Nucleares no, gracias”, típico de los años ochenta) y el surgimiento de organizaciones como Greenpeace o los diversos partidos verdes que se extendieron por nuestro continente, algunos de los cuales llegarían a formar parte de las coaliciones gobernantes en sus respectivos países.
En los años ochenta las alternativas eran: petróleo o energía nuclear. Calentamiento global o la espada de Damocles de los posibles accidentes nucleares (recordemos el de Three Mile Island (1979) o el de Chernóbil (1986)) con sus lamentables secuelas. Incluso aunque no se produjeran tales accidentes, siempre existía el problema de los residuos generados por las centrales. Había que elegir entre la tormenta o la tempestad.
Sin embargo, la situación actual es cualitativamente distinta a la de entonces. Afortunadamente en estos últimos veinte años se ha avanzado bastante en el desarrollo de las tecnologías asociadas a la producción de energía basada en fuentes renovables, con la eólica liderando el proceso y la solar acompañándola por detrás. Además se están abriendo nuevos campos para diversificar aún más las alternativas disponibles, como la biomasa, y se investiga incluso (y España aparece bastante bien situada en este nuevo frente) en la energía mareo-motriz. Actualmente nuestro país está generando un importante porcentaje de su energía eléctrica con tecnologías no contaminantes y su cantidad aumenta cada año,
Y sin embargo, no dejan de aparecer en la prensa artículos de “expertos”, algunos de ellos de personalidades tan relevantes como Felipe González, insistiendo en la necesidad de impulsar el desarrollo de las centrales nucleares de última generación, que vendría a rescatarnos de nuestra dependencia de las energías fósiles, presentándo a la nuclear como la alternativa más seria y más viable a medio plazo para enfrentarnos con el cambio climático.
El debate, desde luego, no es inocente. Si algo hemos aprendido en los últimos años los que seguimos de manera regular la prensa escrita y nos preocupamos de contrastar -en la medida en que nos dejan- las fuentes disponibles, es que lo más volátil que hay en el mundo son las opiniones de los “expertos”, que donde ayer decían “digo” hoy dicen “Diego”. El reciente accidente de la central de Fukushima ha tenido la virtud de enfriar un debate que se venía calentando desde hacía varios años, haciendo cambiar de opinión a partidarios tan fervientes de las centrales como, por ejemplo, la señora Merkel.
Pero detrás de la opción que cada uno defiende de desarrollo energético no sólo se esconde una particular visión del asunto en cuestión sino que, por el contrario, subyace un modelo de sociedad, un proyecto de futuro que lleva implícito una manera determinada de relación entre los hombres.
La energía nuclear presenta demasiados peligros, como amargamente hemos podido comprobar este mismo año, y no es cuestión de seguir jugando con ella a la ruleta rusa, arriesgándonos a que la próxima vez nos suceda a nosotros y no vivamos para contarlo. Por otra parte (supongo que algo tendrá que ver con los sucesos de Fukushima) últimamente nos están bombardeando, a través de los documentales de los canales de televisión temáticos, con los importantes descubrimientos que están teniendo lugar en el campo de la fisión nuclear, la otra rama de la investigación atómica, que utiliza un combustible tan abundante y barato como es el hidrógeno. La siguiente batalla será convencernos de que la fisión nuclear es una alternativa más potente y con menos riesgos que la fusión que ya conocemos.
¿Por qué tanto insistir en la energía nuclear –de uno u otro tipo- cuando los frentes de investigación en energías renovables se multiplican y presentan cada vez mejores rendimientos?
Hay una razón fundamental: El modelo de desarrollo que subyace detrás de la investigación atómica es oligárquico. Si consiguen convencernos de su utilidad se abrirán unas inmensas oportunidades de negocio para las corporaciones capaces de acceder a esa tecnología, que es muy costosa de implementar. Grandes negocios pero sólo para unos pocos.
Observen el cinismo y la hipocresía de la que hacen gala sus defensores, pues mientras tratan de convencernos a nosotros de sus bondades, nos alertan del peligro que nos acecha si accedieran a ella países como Irán o Corea del Norte. ¿En qué quedamos, es buena o es mala? Y la respuesta es: según. Según si el que la tiene es de los nuestros o, por el contrario, milita en el bando equivocado. El asunto es que los avances tecnológicos a los que tendríamos acceso desarrollando esa energía tienen también un inmediato aprovechamiento militar. Si eres capaz de construir una central nuclear también lo eres de fabricar una bomba atómica y, claro, no es lo mismo que la bomba la tengamos nosotros a que la tengan nuestros enemigos. Ya sabemos que el mundo está dividido entre buenos y malos, y que lo que es aconsejable para los buenos está terminante prohibido para los malos.
Pero, aun admitiendo como válido, por un momento, ese repugnante planteamiento maniqueo ¿Qué garantías tenemos de que la tecnología que hoy está en manos de los buenos no acabe filtrándose, más tarde o más temprano, al bando de los malos? ¿Qué garantía tenemos de que los que hoy son buenos mañana no se vuelvan malos o viceversa? Y entonces los buenos de hoy, que pueden ser los malos mañana, ya tendrán la tecnología puesta y a ver como se la quitamos después.
Hace unos días vimos a la respetabilísima revista Forbes reconocer que no vendría mal ahora un golpe militar en Grecia, y al gobierno griego cesar a toda la cúpula militar ante el evidente ruido de sables que se oía en los cuarteles. ¿Ven lo fácil que es pasar de un régimen democrático a otro totalitario? Basta que se le crucen los cables a unos cuantos ricachones y que haya algunos aventureros en el ejército dispuestos a ponerse a sus órdenes. ¿Ven lo fácil que es perder el control del arma nuclear?
Imagínense ahora por un momento que el coste económico asociado a la puesta en marcha de una central nuclear fuera relativamente barato, lo suficiente como para que estuviera al alcance de un país mediano del tercer mundo. Al ser una tecnología de doble uso, civil y militar, los guardianes de la ortodoxia no podrían tolerar que, aunque el estado en cuestión se lo pudiera permitir, esa tecnología se difundiera por ahí, puesto que pondría en peligro la paz mundial. Le dirían que “aunque su pueblo pueda pagarlo, el mundo no puede consentirlo”. He ahí la trampa maniquea que lleva asociada esta tecnología. En realidad el peligro de las fugas radioactivas y la necesidad de reforzar con controles exhaustivos todo lo que tiene que ver con la seguridad -disparando así los costes de mantenimiento de las centrales- y el peligro añadido de su utilización militar –si cayera en malas manos- constituyen una garantía de exclusividad para los miembros del selecto club de los autorizados a invertir en este sector. Es un estímulo adicional. Es un negocio reservado para una élite muy reducida (con todo lo que eso implica de falta de competitividad, posibilidad de acordar los precios, etc.). Esa élite no sólo tendrá asegurado su negocio, también tendrá un inmenso poder de presión, político y militar, rodeándole para impedir a otros potenciales competidores industriales acceder al club. Tendrán a sus órdenes a los servicios de inteligencia de sus respectivos países porque cualquier posible filtración de una técnica hacia sus rivales comerciales se convierte automáticamente en un atentado a la Seguridad Nacional de los países de Occidente.
¿Y qué sucedería si en vez de apostar por el desarrollo de ese modelo oligárquico apostamos a fondo por las energías renovables?
Pues ya lo están ustedes viendo: para poner un molino en tu finca o una placa solar en el tejado de tu casa, o de tu nave industrial, no hay que ser Rockefeller y cualquiera puede convertirse en productor de energía eléctrica, contribuyendo así a la prosperidad general, ganando de camino algún dinero o ahorrándolo en cualquier caso. Al hacerlo está ayudando a disminuir la factura energética de su país y de paso su dependencia exterior. Por tanto está reforzando su independencia. Al debilitar el poder de las oligarquías ligadas a la producción de energía está haciéndolo también con los lobbies que someten a vigilancia a los políticos elegidos democráticamente, y al no ayudar a desarrollar una tecnología de doble uso está trabajando, además, por la paz.
¿Comprenden ahora todo lo que nos estamos jugando en el debate nuclear?



lunes, 7 de noviembre de 2011

El cambio climático como oportunidad

Cada crisis es un reto, cada problema una oportunidad. La humanidad se enfrenta hoy a varios desafíos titánicos pero, si actuamos con inteligencia, algunos de ellos nos pueden servir de palanca para ayudar a solucionar a los otros.

Una de las dificultades mayores a la que nos enfrentamos hoy a escala planetaria es, sin duda, el cambio climático. El calentamiento global le plantea a toda la sociedad un reto histórico que va a dar al traste –inevitablemente- con el modelo de desarrollo, altamente depredador, que hemos construido a lo largo de los últimos siglos.
Para afrontarla tenemos que definir una estrategia a siglos vista. Combatir el cambio climático no es sólo cuestión de sustituir una serie de productos contaminantes por otros que no lo sean, de esa manera nunca podremos superar con éxito un proceso de deterioro del medio ambiente de la envergadura del que tenemos por delante.
Estamos en el comienzo del despliegue de una “guerra” que no debe orientarse sólo, y ni siquiera de manera prioritaria, a mitigar las consecuencias de la multitud de decisiones inadecuadas que hemos ido tomando desde hace siglos y que nos han traído hasta aquí.
Desde mi punto de vista lo fundamental, aunque hoy no sea lo más urgente, es redefinir, por completo, nuestra relación con el medio. Hasta ahora el hombre occidental –que es el que ha impuesto su modelo de desarrollo al resto de la humanidad- ha sometido a éste a sus propias exigencias, proyectando sobre el mismo su concepto de sociedad, expansivo y depredador; lo ha sometido, dando por supuesto que era infinito y que compensaría –gracias a su inmensidad- los desmanes que estábamos practicando sobre él.
El individualismo burgués y su ética, que beben en las fuentes del protestantismo de los siglos XVI y XVII, que colocaban lo subjetivo por encima de cualquier otra consideración (recordemos su frase más paradigmática: “sólo la fe nos salva”) ha construido un universo que parte de la premisa de que el mundo occidental es, de alguna forma, el nuevo pueblo elegido por Dios para dirigir a los hombres. Ha construido, conceptualmente, una torre de marfil en la que ha metido dentro al núcleo duro del occidente cristiano –que en un 80 u 85% se corresponde con la ecúmene protestante- bajo la que subyace el concepto apocalíptico (porque la idea parte del libro del Apocalipsis) de la Nueva Jerusalén, esa ciudad de oro puro con murallas de jaspe reservada para que vivan allí los elegidos al final de los tiempos.
Al establecer una relación directa con el Demiurgo, sin mediadores de ningún tipo, el protestantismo está en realidad sustituyendo al Dios de la Biblia por la propia subjetividad personal de cada individuo, por su propio ego y, como consecuencia, poniendo el Universo entero –la obra de ese Creador que se ha transformado en poco más que un colega altamente comprensivo- a sus pies, sometido por completo a las exigencias que se derivan de la satisfacción de las necesidades, incluso de los caprichos, de ese ego, cada vez más desatado, que ya no tolera que nada ni nadie le ponga límites a sus pretensiones.
Los occidentales han construido, en los últimos quinientos años, un ecosistema social en el que ellos se han encargado de ponerse en la cúspide, en el nicho de los superpredadores. Como tales han venido actuando durante todo ese tiempo, apropiándose de cualquier recurso que se pusiera a su alcance.
Pero en ese proceso expansivo indefinido han terminando encontrando el límite. El planeta es grande, pero finito; y ya nos está mostrado las consecuencias del agotamiento creciente de todos esos recursos que alegremente hemos venido dilapidando.
Hoy sabemos que nuestro actual modelo de desarrollo es insostenible. Se impone, por tanto, un replanteamiento global del mismo y su sustitución por otro más viable, que sea sostenible a largo plazo.
Para situarnos subjetivamente en la posición idónea para poder encarar con éxito esa gran empresa tenemos, primero, que tomar conciencia de los límites que el planeta, en particular, y la naturaleza, en general, nos imponen. Tenemos que interiorizar que el medio ambiente no fue creado para servirnos, sino que formamos parte de él y que, por tanto, tenemos que empezar por acatar sus reglas eternas de funcionamiento. La más importante de todas ellas es la sostenibilidad. Cualquier proceso nuevo que ideemos, cualquier innovación, tiene que estar adecuadamente dimensionado y compensado por otros, para que su impacto ambiental sea nulo.
Pero lo urgente, ahora, es plantarle cara a los desastres ambientales que ya están en marcha como consecuencia del insensato modelo de desarrollo económico en el que estamos instalados. En ese contexto, la brutal crisis económica que atravesamos, que para muchos representa un problema añadido, que viene a obstaculizar el proceso de toma de decisiones que deberían llevarnos a iniciar la nueva cruzada medioambiental y que detrae cuantiosos recursos que debieran estar dedicándose ya a este tema, desviándolos hacia los servicios derivados de las deudas gubernamentales o de los programas sociales dedicados a mitigar, entre las clases populares, las consecuencias de la misma, esa crisis económica –repito- si actuamos con inteligencia, puede terminar convirtiéndose en una verdadera oportunidad que facilite una adecuada respuesta al desafío que el Medio Ambiente nos plantea y viceversa, es decir, los problemas ambientales nos abren un inmenso campo de actuación que nos pueden permitir dinamizar la economía y por ende ayudarnos a salir de la crisis.
En los años treinta del siglo pasado vimos a norteamericanos y alemanes aplicar ambiciosos programas keynesianos para enfrentarse a la dura crisis del año 1929. Entonces fueron las obras públicas y, también, la industria militar los motores de un desarrollo que, por su fuerte componente belicista, nos condujo a la más terrible conflagración que la humanidad haya conocido y, después, a uno de los períodos históricos más prósperos y pacíficos de la historia. Ese período estuvo liderado por países que estaban embarcados en los citados programas desde mucho antes de que la guerra estallara, y fue ese modelo el que arrastró al resto de naciones hacia la senda de la prosperidad y del crecimiento económico, recordemos como el Plan Marshall transformó por completo el paisaje de las ciudades europeas en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Hoy la “guerra” para la que hay que prepararse es el Cambio Climático y, como sucedió en la década de los treinta, la única salida posible a la crisis que atravesamos es un ambicioso programa de inversiones que genere actividad económica y puestos de trabajo. ¿Qué mejor momento para diseñar un plan de choque medioambiental ambicioso? Así podemos “matar dos pájaros de un tiro” y ponernos en la vanguardia del nuevo tiempo que se abre ante nosotros.
La lucha contra el calentamiento global es polifacética, afectando a una cantidad de sectores económicos importante: Hay que redefinir todos los procesos industriales para que reduzcan su impacto ambiental, hay que crear una infinidad de nuevos productos que reemplacen a los viejos que no cumplen con los nuevos estándares, hay que regenerar suelos y paisajes degradados, que cambiar nuestra manera de cultivar, de edificar, de producir energía, de transportarnos, etc. etc. En realidad casi cualquier faceta de nuestra vida en la que pensemos puede ser transformada si la observamos desde el prisma de la conservación del medio. ¿Se imaginan la cantidad de puestos nuevos de trabajo que todo esto puede generar? ¿Se imaginan la cantidad de nuevas oportunidades de negocio que se abren ante nosotros?
Estar en la vanguardia de la nueva revolución en ciernes está en nuestra mano. Ya estamos viendo como algunas empresas españolas como Gamesa, Abengoa, Indra, etc. se han situado en la primera línea de esta batalla. España, además, es un país que está situado en una zona geográfica muy sensible a los cambios ambientales y ya hemos visto como algunas tecnologías desarrolladas por empresas españolas están demostrando un potencial formidable, como las técnicas de desalación del agua, que están teniendo una gran aceptación en los países del Magreb y del Próximo Oriente. Lo mismo podríamos decir de las centrales termosolares, que tienen en la provincia de Sevilla a dos de los centros de investigación más importantes del mundo (Sanlúcar la Mayor y Fuentes de Andalucía).
La riqueza medioambiental de Andalucía, en particular, y de España, en general, así como su posición estratégica en las rutas migratorias de las aves, nos coloca, igualmente, en el punto de mira de todos los conservacionistas del mundo. La gran cantidad de parques naturales que posee nuestra región, así como la existencia de corredores ecológicos, como los que representan las viejas cañadas medievales, convierten a nuestro país en un espacio singular, único, irrepetible e irreemplazable.
Estar en la vanguardia de la nueva revolución es importante no sólo por las posibilidades de negocio y de prosperidad que se abren ante nosotros. Lo es, sobre todo, porque es ahora cuando se está definiendo el nuevo modelo de desarrollo que va a regir en el planeta durante las próximas generaciones, un modelo en el que nosotros tenemos mucho que decir, mucho que aportar; en el que nuestra visión del mundo y de la vida (tan diferente de la de los pueblos del centro y del norte de Europa) puede introducir cambios significativos en las características de ese modelo. Un modelo que, con nuestra ayuda, puede ser mucho más abierto, más inclusivo.
Démosle la vuelta al problema y convirtamos la crisis en una oportunidad.

lunes, 31 de octubre de 2011

Más estado, para salir de la crisis

Dicen los economistas del sistema capitalista que el libre mercado es el método más eficiente de distribución de los recursos económicos, a través de la ley clásica de la oferta y la demanda. ¿Ustedes que piensan al respecto?
¿Qué opinan sobre la posibilidad de dejar que la ley de la oferta y la demanda se haga extensiva al gasto sanitario? ¿Y a la educación? ¿Debemos dejar el sistema de pensiones públicas en manos del sector privado? ¿Creen que la red ferroviaria funcionaría mejor si la privatizaran? ¿Y qué piensan acerca de la distribución eléctrica?
El discurso ideológico dominante hace varias décadas que lleva transmitiendo la idea de que la eficiencia está asociada al libre mercado y la ineficiencia a los poderes públicos. Por definición, en cualquier sector económico que podamos imaginar, los empresarios privados deben garantizar (teóricamente) una mejor relación calidad/precio que el sector público. ¿Ustedes creen que de verdad eso es así? ¿Saben cuál es el país del mundo con mayor gasto sanitario per cápita? Pues Estados Unidos. ¿Se lo esperaban? El país de la OCDE en el que el sector privado controla un mayor porcentaje del gasto sanitario y, también, el que tiene un mayor porcentaje de personas no cubiertas por ningún seguro médico.
La gestión pública de un sector económico cualquiera no tiene por qué ser ineficiente (en términos comparativos). Hay toda una batería de sistemas de control de la gestión de las entidades públicas que se pueden y se deben implementar para mejorar su eficiencia, mientras que la “libre competencia” no siempre garantiza esa eficiencia, en especial en el caso de los mercados altamente monopolísticos en los que vivimos inmersos. En cualquier sector económico hacia el que dirijamos nuestra mirada nos encontramos como entre 3 y 10 fabricantes controlan más de la mitad del mercado mundial del mismo. Con tan pequeño número de actores, la posibilidad de que, de manera explícita o implícita, acuerden los precios de referencia es altísima, y cuando esto sucede se esfumaron todas las ventajas del “libre mercado”. De hecho está más controlada una empresa pública, en un país democrático (donde la oposición política pueda solicitar cuantas auditorías desee) que un mercado privado monopolístico en el media docena de individuos deciden cual es el precio “de mercado” que debe tener un producto cualquiera.
Pero al margen de la mayor o menor eficiencia en la gestión de los recursos nunca debemos perder de vista cual es la finalidad última que persigue una empresa privada versus las administraciones públicas. La propia ley define a una empresa como una entidad de derecho privado “con ánimo de lucro”. Es decir, que el fin último, consagrado y legitimado por las leyes, de la empresa privada es el enriquecimiento personal de sus propietarios, mientras que, por el contrario, las administraciones públicas –y por extensión, todos los agentes económicos subordinados a ellas- deben perseguir la defensa de los intereses generales.
Para que el asunto quede meridianamente claro nada mejor que descender a lo concreto para ver las consecuencias que esto puede tener en nuestra vida: Nos puede parecer razonable que la intención que persigue un individuo que abre una panadería en nuestro barrio es ganar dinero. Al hacerlo, sin embargo, también nos está beneficiando a los demás. Si fuera la única panadería del mundo tal vez podría vender el pan a precio de oro; pero como sabemos que no es así no nos importa demasiado que él fije su precio de venta, porque si nos parece excesivo nos iremos a comprarlo a la panadería del barrio de al lado. Sin embargo, no creo que nos dé igual que el diseño de la red de carreteras del país esté en manos de agentes privados ¿verdad? Ahí parece razonable que quien desempeñe esa función deba estar sometido al control político de las instituciones democráticas, porque es mucho lo que nos estamos jugando en esa decisión.
El mercado tiene su ámbito y los poderes públicos el suyo. Yo creo que esa afirmación genérica la podríamos suscribir todos perfectamente. Las discrepancias surgirán a la hora de trazar la línea divisoria entre ambas esferas. Ahí, los celosos defensores del “libre mercado” pueden llegar bastante lejos en una dirección (en Estados Unidos han sido privatizadas hasta las cárceles) y los de una economía estatalizada (tipo Unión Soviética) hacerlo en la contraria.
Pero hay aspectos en los que existe un consenso bastante amplio acerca de la necesidad de que queden bajo la égida de los poderes públicos. En este sentido podemos incluir, desde luego, el tema de la planificación de todo tipo de infraestructuras. Y aquí aparece una faceta nueva, que posee un alto valor económico, en el que las distintas administraciones del estado son insustituibles. Hemos hablado de la red de carreteras, igualmente podríamos hacerlo de los ferrocarriles, red hidráulica, alcantarillado y, por supuesto las redes sanitaria y educativa públicas, que son las únicas que pueden garantizar la asistencia a todos aquellos sectores de la población que tienen un menor poder adquisitivo y que, de no ser atendidos por el sector público, quedarían en un alto porcentaje marginados de las mismas.
El sector público es un irreemplazable generador de riqueza en aquellos ámbitos que superan las posibilidades del ámbito privado. Históricamente ha habido grandes civilizaciones en las que su presencia ha marcado la diferencia entre la vida y la muerte, como es el caso del antiguo Egipto. Imagínense: un inmenso y árido desierto atravesado por un gran río. La vida concentrada en sus riberas y, a pocos metros de las mismas, un arenal infinito que se pierde en el horizonte. Las obras hidráulicas llevadas a cabo por el estado egipcio multiplicaron por muchos dígitos la extensión de las tierras productivas contiguas al Nilo, y con ellas la población, la producción de alimentos y el comercio. Sin estado nada de esto hubiera sido posible. Este es un claro ejemplo de cómo los poderes públicos son, también, creadores genuinos de riqueza.
Algo parecido sucedió en los antiguos imperios de Asia Oriental, en los que se desarrolló una economía que descansaba en la producción de arroz. Este vegetal permite alimentar a muchas más personas, por cada hectárea cultivada, que los cereales que se usaron en Europa y en el Próximo Oriente (trigo, centeno, cebada, etc.) pero, como contrapartida, necesita muchísima más agua que el trigo, riego por inundación y una mayor cantidad de mano de obra por unidad de superficie. Para hacer todo esto posible había que desarrollar y mantener una potente infraestructura hidráulica que exigía la presencia de un estado muy poderoso que planificara, organizara y dirigiera todo el proceso. Por eso en Asia Oriental aparecieron estados muy sólidos varios miles de años antes de Cristo, que han sobrevivido hasta nuestros días y por eso también las densidades de población que se dan en esa zona del mundo son muy superiores a las que hay en el resto de él. Y por ello esos países se preparan ahora para tomar el relevo en el puesto de mando del liderazgo mundial ante el creciente desgobierno que se extiende por Occidente, fruto de la ideología neoliberal que se ha extendido por aquí y que siente alergia por el más poderoso instrumento que tenemos para crear la riqueza que los comerciantes no son capaces de generar.
Y en esa tesitura estamos, atrapados en la lógica privatizadora que no hace otra cosa que profundizar cada día más en el desarrollo de la crisis. En realidad esta crisis se viene preparando desde hace varias décadas, pues la política de eliminación de barreras a la circulación de productos y de capitales llevaba implícito el germen del hundimiento de la Civilización Occidental. Cuando los capitales se mueven sin trabas por todo el mundo, buscando la línea de menor resistencia, los lugares donde la mano de obra es más abundante y barata, es decir, el sitio donde vive el 60% de la humanidad: Asia Oriental. El dinero de los comerciantes obtiene una mayor rentabilidad allí donde un estado poderoso pone a la gente a trabajar para ellos. Su fobia contra los poderes públicos se ceba sobre los de la zona del mundo donde nosotros vivimos, porque esos mismos “liberales” no tienen el más mínimo escrúpulo en colaborar con las autoridades de un país que está gobernado por un “Partido Comunista” como es China. Su búsqueda de la máxima rentabilidad en el mínimo tiempo está arruinando a sus países de origen, en beneficio de otros que presentan un modelo de sociedad antagónico al del discurso oficial de sus benefactores.
Hasta ahora el capital internacional se ha estado desplazando hacia Asia, y al hacerlo ha provocado un intenso proceso deslocalizador que ha ido acabando con la industria de los países occidentales en beneficio de los “dragones” orientales. A nosotros se nos ha intentado vender la idea de que el futuro está en el sector servicios, pero las intensas transferencias de capital rumbo a los nuevos países productores han empobrecido a los del oeste y este hecho está comenzando a debilitar el comercio mundial. El sistema, abandonado a sus propias leyes, tiende a autodestruirse, eso ya lo profetizó Carlos Marx a finales del siglo XIX. Sólo el estado puede frenar ese proceso. Sólo el estado es capaz de poner masivamente a la gente a trabajar cuando el paro se extiende, como Keynes nos demostró.
Ha llegado el momento de olvidarnos de los cantos de sirena de los neoliberales y de volver a los fundamentos. Necesitamos un estado potente bombeando recursos económicos vía impuestos, vía déficit público o, en su defecto, recurriendo a la máquina de hacer dinero, dirigiendo una cruzada a favor del empleo.
Las obras de infraestructuras, los servicios sociales, salud, educación, energía, Medio Ambiente o grandes proyectos de I+D son los futuros “yacimientos netos de empleo”, los que nos pueden sacar de la crisis sin conducirnos a nuevas “burbujas” a las que nos llevarían los proyectos cortoplacistas de los que nos han metido en este pozo. Para todo ello hace falta una planificación a largo plazo dirigida y/o coordinada por el estado.
La peor de las rémoras con los que ahora mismo nos encontramos es ese engendro al que llamamos Unión Europea. Ellos son el problema. La UE no es un estado, pero pretende serlo; no es capaz de solucionar nada, pero se mete en todos los charcos; no es capaz de salvar ni a Grecia (una uña en el cuerpo de la Unión Europea, como ha dicho Lula da Silva) y se pone a decirle a todos lo que tienen que hacer.
Si la Unión Europea no es capaz de elegir un ejecutivo que tome el mando y calle al Consejo y a la Comisión, en pocos meses, respondiendo ante el parlamento (único órgano que debe tener poderes legislativos) y ante los ciudadanos de toda la Unión, sin distinción de países o, en caso contrario, quitarse de en medio, apartarse para que lo hagan los estados nacionales.
O avanzamos hacia el estado supranacional ya, o retrocedemos a la fase de las naciones-estado. Pero en medio no podemos quedarnos porque si no, nos convertiremos en un “agujero negro”, en el “epicentro” de todas las crisis del futuro inmediato, en la “madre de todas las batallas” como diría Sadam Hussein.

lunes, 24 de octubre de 2011

La hora española

Hoy empezaré describiéndoles un par de escenas triviales, de esas que jamás saldrán en los periódicos ni merecerán el más mínimo comentario por parte de ningún “experto”: un ciudadano polaco, que vive y trabaja a pocos metros de la frontera que su país comparte con Bielorrusia, un día laborable cualquiera, mira su reloj y comprueba que son las 12 A.M. Se dice a sí mismo: “es mediodía, hora de comer”. Deja todo lo que está haciendo y se dirige a su casa para proceder a reponer fuerzas, interrumpiendo así su jornada laboral.
En ese mismo instante, un ciudadano español, que vive y trabaja en la Punta de Finisterre, hace exactamente lo mismo y comprueba, igual que nuestro amigo polaco, que son las 12 A.M. Y se dice a sí mismo: “son las doce de la mañana, aún me quedan un par de horas para comer”. Eso si pertenece al grupo de trabajadores que tienen jornada partida, porque si tiene jornada intensiva aún le quedaran tres, o incluso cuatro, pero claro, entonces habrá terminado su jornada y se irá a su casa a descansar hasta el día siguiente.
¿Qué conclusiones extraen ustedes de la comparación de ambas escenas? El 99% de los que lean esto seguramente opinará que los horarios españoles son irracionales, que no tienen pies ni cabeza, que esa es la causa de la “baja productividad” española, etc. etc. Son argumentos que estamos hartos de oír y que, a pesar de todo, no sólo no consiguen cambiarnos las costumbres sino que, por el contrario, parece que a continuación lo hacemos peor, pues lo que sí es un dato objetivo es que cada vez comemos más tarde y nos acostamos también más tarde. Hemos conseguido llegar a ser el país del mundo donde la gente duerme menos horas. Ahora sugiéranle a ese trabajador de Finisterre que haga lo mismo que su compañero polaco y probablemente lo que conseguirán será que se acuerde de vuestra madre y que os mande a paseo. Y les dirá, seguramente, que a las doce la mañana él no tiene ganas de comer.
¿Cuál creen ustedes que es la razón de esa “irracionalidad” española? ¿Por qué al españolito de a pie le importa un bledo que políticos, turistas y expertos de todo tipo se lleven las manos a la cabeza cada vez que piensan en el asunto y le echan la culpa de todos los males que afectan a la economía española?
Antes de seguir les pediré que reparen en un pequeño detalle que dije al principio pero que, normalmente, suele pasarse por alto. ¿Se han dado cuenta de que las dos escenas descritas al principio son simultáneas? Ocurren exactamente en el mismo momento. ¿A ustedes no les escama tanta simultaneidad?
Miren un mapa de Europa. Polonia está al este y España al oeste ¿verdad? Nuestro amigo polaco vive en el extremo oriental de un país de la Europa Oriental y, en cambio, el de Finisterre en el extremo occidental de uno de los países más occidentales de Europa. De hecho he escogido al Cabo Finisterre para poner el ejemplo no porque sea el punto más occidental de España sino porque siempre se ha creído que lo era, y no sólo de España sino de todo el mundo conocido hasta 1492, y de ahí viene su nombre (Finisterre significa “el fin de la Tierra”).
El trabajador polaco de nuestro ejemplo vive a 24º de longitud Este y el español a 9º de longitud Oeste. Lo que da una distancia angular entre los dos puntos de 33º, es decir: 2 horas y 12 minutos de tiempo solar. Cuando el polaco tiene el sol en su cénit al español todavía le faltan 2 horas y 12 minutos para que se produzca tal evento. ¿Comprenden ustedes porqué al señor de Finisterre no le da la gana comer a las 12 de la mañana?[1]
¿Pero cómo es posible que con esa distancia de separación entre ambos países, los españoles y los polacos tengamos nuestros relojes sincronizados? ¡Ah! Secretos de la Alta Política. De lo que pueden estar seguros es de que los españoles de a pie no han puesto su reloj a la hora de Varsovia por voluntad propia, y como nadie les pidió permiso para hacerlo, nadie les va a decir a qué hora tienen que comer ni a qué hora tienen que acostarse.
En realidad nuestro desfase –en invierno- con el tiempo solar no es tan grande, tan solo –y seguimos hablando de nuestro amigo de Finisterre- es de 1 hora y 36 minutos, porque el huso horario GMT +1 (que es el que usamos durante 5 meses al año) tiene como eje el meridiano 15 (que se corresponde, aproximadamente, con la línea Oder-Neisse, que sirve de frontera entre Alemania y Polonia). La distancia angular de Finisterre con esa línea imaginaria es “tan solo” de 24º (la de Madrid es de 18º, es decir: 1 hora y 12 minutos). Nuestra adscripción al huso horario GMT +1 (el alemán) se produjo el 16 de marzo de 1940, fecha en la que –como sabemos- gobernaba Franco en España y Hitler en Alemania. Ignoro cuál era el motivo último que Franco pretendía conseguir con esa medida, pero de este tipo de personajes no creo que debamos esperar motivos muy altruistas.
Pero la España de 1940 era un país profundamente campesino y los campesinos, que siempre han trabajado de sol a sol y se han sentado a comer cuando el astro rey estaba en su punto más alto, no necesitan relojes para trabajar –y si me apuran tampoco para vivir-. Todos los referentes que enmarcan su vida proceden del medio que les envuelve y del que obtienen su sustento. A un jornalero andaluz le traía sin cuidado los posibles acuerdos a que los políticos pudieran llegar al respecto, porque estos podrían cambiar los ajustes de los relojes, pero nunca podrían detener el curso del sol. Así que si estos no pueden hacer que amanezca antes tampoco podrán cambiar la hora a la que el agricultor se incorpora a su trabajo y a la que decide hacer un alto para alimentarse.
Cuando era pequeño recuerdo que mi madre decía que, en su infancia, la gente paraba para comer a las 12 de la mañana, pero que no sabía por qué aquella costumbre se perdió en su juventud. Ella no tenía consciencia de que la “hora española” cambió cuando tenía 9 años y de que la gente entonces automáticamente “cambiaron” (en realidad lo que hicieron fue negarse a cambiar) la hora a la que se levantaban, a la que se acostaban y a la que se sentaban a comer.
Nuestros vecinos portugueses mantienen todavía –en invierno- la vieja hora española. Recuerdo que la primera vez que viajé a ese país (que se encuentra a 150 km. –en línea recta- al oeste de donde vivo), siendo aún un adolescente, me advirtieron que debía adelantar una hora mi reloj cuando cruzara la frontera y, también, que tuviera cuidado en los restaurantes, porque los portugueses comen una hora antes que los españoles y podía sufrir la desagradable sorpresa de encontrarlos cerrados cuando el hambre me llevara hasta ellos. Como buen adolescente que era se me olvidaron los dos consejos. Sin embargo, no tuve ningún problema. Cuando llevaba tres días en el país, paseando por un pueblo pequeño, miré al reloj del ayuntamiento y descubrí que estaba adelantado justo una hora. Entonces caí en la cuenta de las dos advertencias que me habían hecho antes de salir y descubrí que no había tenido ningún contratiempo precisamente porque se me habían olvidado las dos (ya que una anulaba a la otra). Si sólo hubiera tenido un olvido sí que lo habría pasado mal. La siguiente conclusión que saqué es que en realidad no hay diferencia de costumbres horarias entre portugueses y españoles, y que los problemas que le causan las “costumbres portuguesas” a mis compatriotas no las provocan los portugueses, sino las “maquinitas del hombre blanco”, esos engendros totalitarios que pretenden, nada menos, que corregir el rumbo del sol y, de camino, cambiar nuestro reloj biológico.
Documentándome para preparar este artículo he descubierto un párrafo, en la enciclopedia digital Wikipedia (voz Tiempo medio de Greenwich), que define la situación que vivimos en la Península Ibérica de manera genial:

Portugal y España tienen el huso horario GMT+0 y GMT+1 respectivamente, una hora por encima del que realmente le correspondería (GMT-1 y GMT+0), llegando a ser de 2 horas en el caso de la comunidad autónoma de Galicia. Lo mismo que con Portugal ocurre con la de Canarias. Esto repercute en la salud de su población al estar el ser humano diseñado fisiológicamente para descansar en las horas de oscuridad y rendir en las horas de luz.

¿Qué sentido tiene que una persona pueda viajar desde Finisterre hasta Bielorrusia sin cambiar la hora de su reloj? ¿Qué es lo que hay que defender o preservar con esta medida? ¿Se han dado cuenta que en la parte continental de Estados Unidos hay cuatro husos horarios (cinco si contamos a Alaska) y nadie allí se rasga las vestiduras por eso? Para un norteamericano es de sentido común que si uno viaja hacia el oeste debe ir cambiando la hora de su reloj cada vez que entra en una nueva franja horaria, sólo así podemos mantener la sintonía entre nuestras costumbres y el entorno natural en el que vivimos. Pues bien, eso que le resulta tan fácil de entender a cualquier anónimo ciudadano, no es tan evidente para los miembros de la casta política española, capaz de mantener sine die las situaciones más absurdas con tal de que alguien, fuera de nuestras fronteras, les dé una palmadita en la espalda y les reconozca su “compromiso europeísta”.
Ya vimos como el cambio horario fue una de las barbaridades legislativas asociadas a la dictadura franquista. Pero Franco murió en 1975, desde entonces ha llovido bastante, ha habido tiempo sobrado para corregir ese error. ¿Qué han hecho al respecto los políticos de la nueva España democrática?
Pues lo que han hecho ha sido empeorar todavía más el asunto. Desde 1981 a la hora de adelanto que ya llevábamos hemos añadido otra durante los meses de “verano”; un largo verano de siete meses que va desde el último domingo de marzo hasta el último de octubre. Desde entonces, durante la mayor parte del año nos regimos por la hora de… ¡¡Damasco!! ¿? Y digo yo: ¿qué diablos será lo que se nos perdió en Damasco?
Durante ese larguíiiiisimo verano de 7 meses nuestro amigo de Finisterre contempla el sol en su cénit (lo que toda la vida de Dios se llamó “el mediodía”) a las 14 horas y 36 minutos nada menos (los madrileños a las 14:12). Pues bien, en ese absurdo contexto hay quien insiste en hacer lo que sea para imponer en España el “horario europeo”, que no consiste en dejar las cosas como estaban antes de 1940, sino en hacernos comer a las 12 y acostarnos a las 22, y tenemos que leer en la prensa barbaridades como las que el pasado 25 de septiembre firmó en el suplemento “Negocios” de El País Fiona Maharg-Bravo, en el que decía cosas como:

“España está asolada por una tasa de desempleo del 21%, pero también necesita soluciones creativas para incrementar la productividad de los que trabajan. Queda pendiente una reforma laboral más profunda, y habría que reducir las cargas sociales para incentivar el empleo. Pero una forma modesta de incrementar la productividad sin coste alguno, que puede parecer absurda o ilógica a primera vista, sería acortar los almuerzos.
Los españoles tienen una de las jornadas laborales más largas de Europa, según la OCDE. Otros estudios muestran que duermen menos que la media europea. Una de las razones fundamentales es un almuerzo maratoniano, que empieza tarde (a las 14:00) y dura al menos dos horas. La jornada laboral se alarga a menudo más allá de las 20:00 para mucha gente. Las horas de máxima audiencia televisiva se prolongan hasta después de medianoche.”

Vamos a intentar racionalizar un poco el asunto, porque resulta que España, “como todo el mundo sabe”, es un país muy singular (ya hablé algo sobre ciertas “singularidades” españolas el pasado día 3 de octubre[2]). En realidad lo más singular que tiene España es la caterva que nos dirige y los “lumbreras” que nos están descubriendo América un día sí y otro también.
Veamos el día a día de un ciudadano español cualquiera: Suena el despertador a las 7 de la mañana (las 7 del hombre blanco, en realidad son las 4:24 de la mañana de toda la vida de Dios). Después de asearse un poco y de desayunar someramente (deberán reconocer que a las 4 y media de la mañana uno no tiene ganas de darse ningún banquete) nos incorporamos los adultos a nuestros trabajos y los jóvenes de secundaria a sus institutos a las 8 del hombre blanco (las 5:24 de las personas normales). Ahora, eso sí, los niños de primaria y preescolar tienen el inmenso privilegio de levantarse a las 8 (las 5:24) y de entrar en sus respectivos colegios a las 9 (las 6:24). Aunque todavía quedan personas que trabajan en fábricas y que poseen un horario “fabril” (el que escribe esto lo sufrió durante 18 años), es decir: se levantan a las 6 de la mañana (en realidad las 3:24), para entrar a trabajar a las 7 (las 4:24).
Hay personas que trabajan de 8 a 16 (de 5:24 a 13:24), otras de 7 a 15 (de 4:24 a 12:24), las hay que tienen un horario “comercial”, de 9 a 13:30 (6:24 a 10:54) y de 16:30 a 20 (13:54 a 17:24). Los niños de primaria asisten a clase desde las 9 (6:24) hasta las 14 (11:24). Los de secundaria desde las 8 (5:24) hasta las 14:30 (11:54). Los estudiantes tienen un recreo de 30 minutos partiendo las clases por la mitad. El sentido común aconsejaría dedicar una parte de ese tiempo a comerse un bocadillo, yo invito a nuestros geniales dirigentes a que hagan una encuesta para ver cuántos lo hacen (mi estimación particular, nada científica desde luego, es que aproximadamente un 50%).
Recapitulemos: Nuestros jóvenes adolescentes dan 6 horas de clase prácticamente seguidas, aunque hacen un descanso de 30 minutos en medio, es decir 3 horas de clase, media hora de recreo y otras tres horas de clase. La mitad de ellos sin comer nada desde media hora antes de comenzar las clases, y ese desayuno es muy ligero, apenas un vaso de leche con algunas galletas o algo equivalente. Me gustaría saber que piensan los pedagogos al respecto. A mí desde luego no me gustaría estar en el pellejo de los profesores cuando imparten la quinta ni la sexta hora de clase. Y algo parecido podríamos decir de los alumnos de primaria: tienen menos horas pero son más pequeños.
Yo no sé cuánto dinero se ahorrará con el horario de verano, la verdad es que me gustaría conocer ese supuesto estudio en el que se basa. Yo creo que tal estudio no existe, que en realidad es un mito. En cualquier caso, si existiera, sería interesante saber qué aspectos son los que han sido tenidos en cuenta y, sobre todo en qué país se ha hecho, porque claro, no es lo mismo vivir en el paralelo 37 que en el 50. ¿Qué valor económico tiene el bajo rendimiento académico, provocado por el cansancio y la inanición inducidos por el cambio horario, de los jóvenes españoles desde 1981, o incluso desde 1940? ¿Alguien lo ha calculado?
Ahora vayamos a los “absurdos” horarios del comercio español según la señorita Fiona Maharg-Bravo. Cuando yo era pequeño, los horarios de las tiendas de mi barrio eran de 9 a 13:30 y de 16:30 a 20 ó 20:30. Ahora hay muchas que abren -por la mañana- a las 10 o a las 9:30, y en verano se está extendiendo el horario de tarde que va desde las 18 hasta las 21. Hablo de las pequeñas tiendas (las que sobreviven todavía), en las grandes superficies el horario estándar es de 10 a 22. ¿Se han vuelto locos los comerciantes? ¿Qué pasa, que no quieren volver a su casa a una hora razonable?
La verdad es que el asunto no es tan complicado y basta darse una vuelta por las ciudades, por los pueblos, por los barrios, para adivinar las razones de esos “irracionales” horarios. Hace un par de años estuve en Jaén de turismo, a mediados de agosto, y pude comprobar cómo los comerciantes del centro abrían ¡a las seis de la tarde! Y cerraban ¡a las 9! En realidad –según la hora solar- estaban abriendo a las 4 y cerrando a las 7. Aún así parecerá un horario muy tardío para cualquier comerciante centroeuropeo. Recuerdo cuando estuve en Innsbruck (Austria) cómo allí cerraban a las 5. Pues en Jaén ¡abren! una hora después que hayan cerrado sus colegas austriacos (al menos nominalmente). Pero claro, en Innsbruck no hacen 40 grados centígrados a la sombra a las 5 de la tarde a mediados de agosto ¿verdad? Los comerciantes españoles no están dispuestos a tener la tienda vacía abierta, para cerrarla justo en el momento en el que está llena. Puro sentido común. ¿Se dan cuenta de las razones del horario español?
A primeros de julio hay zonas en España en las que todavía es de día a las 22:30 y la temperatura ambiente es superior a los 30º. Díganles a las personas que viven allí que es hora de irse a la cama. Alguien podrá argumentar que a primeros de julio, cuando los lapones se acuestan, también es de día, pero es que a los lapones no se les va a hacer de noche, a los españoles sí y, sobre todo, en Laponia no hacen 30º a las 10 de la noche ¿verdad?
Por todas estas razones a los españoles no les apetece cambiar sus horarios vitales, los que rigen en su vida familiar. Pero los que dirigen la economía insisten en imponer horarios laborales “europeos”, son ellos los que van contra la naturaleza de las cosas. Son ellos los que pretenden que comulguemos con ruedas de molino. A lo largo de este artículo podrán ustedes haberse hecho una idea del tipo de gente que está dirigiendo este país. Cualquier día de estos algún político avispado tal vez consiga un ventajoso acuerdo comercial con China (el país del futuro) a cambio de que adoptemos el huso horario de Pekín (GMT +8). Y entonces pondremos nuestro despertador a las 7 (en realidad las 23 del día anterior) y entraremos a trabajar a la 8 (en realidad las 0 horas), nuestros niños saldrán al recreo a las 11 (en realidad las 3) creyendo que el día es la noche y que la noche es el día. Entonces España se pondrá a la cabeza de Europa porque habremos adoptado las costumbres de los que dirigen el mundo. Total ¿no nos regimos ya por el horario de Damasco? ¿Qué más da avanzar un poco más hacia el este?


[1] De hecho, en el habla coloquial española la palabra “mediodía” ya no significa las 12 A.M. como hace 50 ó 60 años sino que es un término más vago que viene a ser “la hora de comer”, sin mayores precisiones.
[2] La “singularidad” española. http://polobrazo.blogspot.com/2011/10/la-singularidad-espanola.html.