martes, 29 de marzo de 2016

El sentido de un cambio dinástico


Carlos II



¿Fue el testamento de Carlos II (el último Habsburgo español) la verdadera expresión de la última voluntad del monarca? O, por el contrario, ¿Pudo ser éste -el monarca o el testamento- manipulado o sustituido por algún grupo de poder que actuaba en la corte?

Desde principios de 2012 vengo exponiendo, a través de este blog, mi particular visión de los procesos históricos, que he etiquetado como “Dinámica Histórica”. No le llamo “Historia” -a secas- porque hay una serie de criterios a los que los historiadores le dan normalmente un gran valor y que, para mí, son secundarios. No estoy en posición de poder entrar en un debate acerca de la autenticidad del documento que cité más arriba. Vengo reflexionando, desde hace años, acerca de la lógica interna de los procesos históricos, no sobre la legitimidad de las pruebas o de las razones que los historiadores aducen para sostener sus versiones de cómo sucedió éste o cualquier otro acontecimiento.

Si observamos los procesos históricos desde una cierta distancia intelectual constatamos que, cuando se produce un cambio dinástico, el replanteamiento de las estrategias políticas siempre es mucho más patente que cuando un hijo reemplaza en el trono a su padre. Es tan evidente que si hiciéramos una valoración global de la actuación política de las cinco dinastías que se han ido sucediendo en el reino castellanoleonés y en España desde el año mil, comprobamos que cada una de ellas ha tenido una impronta particular que la ha distinguido de manera nítida -desde el principio hasta el final de su propio reinado- de las demás.

 Hasta 1126 reinó en Castilla la dinastía Navarra, que protagonizó el desplazamiento del eje de poder desde el reino leonés hacia el castellano, que internacionalizó el Camino de Santiago, introdujo en la Península Ibérica a los monjes cluniacenses, estableció una alianza internacional con los borgoñones, erosionó de manera brutal el poder de los califas de Al Ándalus hasta disolver el califato en aquella estructura política que recibió el nombre de “reinos de taifas” y contuvo después, con gran entereza, la embestida de la primera de las grandes invasiones africanas: la de los almorávides. Como vemos mantuvieron siempre un programa político bastante coherente. La lista de sus monarcas es una relación de guerreros o de consorte de guerreros, desde el principio hasta el final.

La dinastía borgoñona (1126-1369) romanizó nuestro país, mantuvo un programa que buscó -en todo momento- reforzar el papel de la aristocracia dentro del reino y la importación de los valores morales y los conceptos sociológicos asociados al feudalismo europeo y frenó, en cierta medida, el impulso expansivo que habían heredado de la dinastía anterior.

La Casa de Trastámara (1367-1516) lleva a cabo una reorientación completa de la política exterior castellano-leonesa buscando la unidad política con sus vecinos, tanto aragoneses como portugueses, refuerza la marina, tanto la de guerra como la mercante, convirtiendo a Castilla en una potencia marítima, y establece la norma -no escrita- de buscar consorte dentro de la Península Ibérica.

La Casa de Austria (1517-1700) pone los imperios americano y mediterráneo (consecuencia de la acción política de los Trastámara castellanos y aragoneses, respectivamente) al servicio del Imperio europeo (al que llamé la “Camisa de fuerza francesa”), buscando frenar el avance de los procesos históricos que estaban teniendo lugar en la Europa moderna para defender a las fuerzas que históricamente habían sostenido el orden social medieval, que descansaba sobre dos pilares: el Papado y el Imperio. En esa estrategia política Francia es el adversario principal. Los casi doscientos años que esta dinastía lideró el mundo occidental -desde España- vienen a ser un período que guarda grandes paralelismos con la Guerra Fría (1945-1989), en el que España y Francia juegan, respectivamente, los roles políticos que en la segunda mitad del siglo XX desempeñaron los Estados Unidos y la Unión Soviética.

La Casa de Borbón (Desde 1701) es, probablemente, la dinastía que más veces haya sido depuesta en ningún país (tres veces: 1808, 1868 y 1931) y, posteriormente, restaurada (otras tres: 1814, 1875 y 1975). Por tanto habría que subdividir su reinado en cuatro épocas claramente diferenciadas: 1701-1808, 1814-1868, 1875-1931 y 1975 hasta la actualidad. El denominador común de las cuatro es su extraordinaria capacidad de maniobra para asegurarse la supervivencia y su apuesta por un modelo político centralista y radial que encuentra, desde el principio, una potente contestación social. También la interiorización de que el papel que España debe desempeñar en el ámbito geopolítico es el de fuerza auxiliar de la potencia que en cada momento ejerza el liderazgo político en Europa Occidental.

El cambio dinástico que tuvo lugar en España a la muerte de Carlos II representa, de manera inmediata, una reorientación total de su política exterior, algo que se sabía que iba a pasar si éste se llevaba a cabo; era algo así como “la crónica de una muerte anunciada”. Un par de párrafos más arriba, cuando caractericé la estrategia de gobierno de los austrias, dije que, para ellos, “Francia es el adversario principal”, por tanto no parece tener mucho sentido designar como heredero precisamente a un Borbón a la extinción de aquella dinastía. Todo apunta a la intervención en la corte de un pequeño grupo situado alrededor del monarca durante los últimos momentos de su reinado que tenía línea directa con la corte de París y que trabajó activamente para que este giro político pudiera darse.

Una dinastía no es sólo una lista de monarcas que gobiernan en un país, emparentados entre sí, durante un período de tiempo determinado. Los reyes de la casa gobernante representan, tan sólo, el hilo conductor de la misma. A su alrededor hay multitud de cortesanos en una interacción continua con el soberano, una estructura política, un discurso legitimador, una visión del mundo determinada y un modelo de relaciones sociales que se desenvuelve en torno suya, que posee un nivel tecnológico determinado y una vinculación concreta con el medio físico y ecológico en el que se desenvuelve. El príncipe heredero es socializado en ese ambiente y asume, desde su más tierna infancia, dicho modelo. Conforme va creciendo va interiorizando que el poder que ejerce es la contrapartida por su compromiso con la causa. Un rey absoluto se supone que es omnipotente y que tiene derecho de vida o muerte sobre sus súbditos; pero siempre hay personas a su alrededor que le ponen la comida por delante varias veces cada día, centinelas que protegen su palacio, su despacho y su alcoba, cortesanos que ejecutan sus órdenes, que le informan de lo que está pasando en el mundo y que están filtrando -de hecho- su relación con el exterior para “protegerlo” de los peligros que le rodean y del exceso de información, que deberá ser canalizada, seleccionada y estructurada convenientemente para que pueda ser digerida.

Todas esas personas que se desenvuelven en el entorno del monarca tienen, de una o de otra manera, la vida o la opinión de éste en sus manos. Y el conjunto es muy difícil de cambiar desde dentro. Sólo puede tener lugar un cambio político brusco si otro grupo de poder sustituyera en bloque al anterior, algo que suele suceder durante los cambios dinásticos.

El paso de la dinastía navarra a la borgoñona fue violento. Una guerra civil en la que el reino castellano-leonés se dividió en cuatro trozos: el primero, Galicia, se subleva -en 1111- “obedeciendo” a un monarca que era un niño de 7 años (El futuro Alfonso VII Raimúndez), que estaba siendo tutelado por el obispo de Santiago -Diego Gelmírez- y por un sector de la nobleza gallega.

En el segundo, Portugal, también otro niño -Alfonso I Henriques- manipulado por otro obispo -el de Braga, Paio Mendes- y por el correspondiente sector de la nobleza portuguesa se levanta (con 11 años) contra su madre -Teresa de Portugal- e inicia un proceso que culminará con la independencia de este reino.

El tercero, los concejos de la frontera castellano-leoneses, fieles a Alfonso I el Batallador de Aragón, consorte de la reina Urraca, cuyo matrimonio había sido anulado por la Santa Sede a iniciativa del arzobispo de Toledo -Bernardo de Salvitat, también conocido como Bernardo de Sedirac o de Sahagún- y después se le había ordenado a la reina que debía separarse de su esposo -de hecho, puesto que ya lo estaba de derecho- y alejarlo del trono. Pero los mejores guerreros de Castilla se negaron a obedecer las órdenes de los obispos y prefirieron ser leales al rey guerrero.

El cuarto bando era el de la reina Urraca, teledirigido desde Roma a través del arzobispo de Toledo y de los monjes cluniacenses. Al final se impusieron los gallegos-borgoñones, leales a Alfonso Raimúndez, cuando su madre abdicó y el Batallador decidió abandonar territorio castellano. Portugal siguió siendo independiente.

Dos siglos y medio después, el cambio dinástico entre borgoñones y trastámaras se produce a través de la guerra civil castellana de 1366-1369 entre los seguidores de Pedro I el Cruel y los de Enrique II de Trastámara y sus “compañías blancas”, guerra que acabó con la muerte del primero en los “Campos de Montiel” (1369).

En el cambio dinástico de los Trastámara a los Habsburgo (1516-1517) los distintos grupos de conspiradores tuvieron que ver mucho más de lo que las versiones oficiales transmiten. Recordemos que Isabel la Católica murió en 1504 y que su heredera en Castilla era Juana la Loca o, lo que es lo mismo, su consorte flamenco Felipe I el Hermoso. Fernando el Católico se retiró a sus dominios de Aragón, después de haber conocido personalmente a su yerno, con el que no conectó en absoluto.

Poco después Fernando contraerá matrimonio con Germana de Foix, con la intención manifiesta de buscar un heredero varón al que poder transmitirle sus propios dominios y volver a separar así nuevamente a Aragón de Castilla, antes que permitir que los flamencos se adueñaran de todos los reinos peninsulares. El potencial heredero del Trastámara morirá al nacer mientras, en Castilla, Felipe el Hermoso fallece de una forma sumamente sospechosa. Tan sospechosa que los flamencos nunca más enviarán a Castilla a ningún miembro de su casa real sin que agentes suyos hubieran –previamente- inspeccionado el terreno y llenado de leales la corte.

Tras la muerte de Felipe I (1506) y la declaración de la enajenación mental de Juana la Loca tocaba coronar al primogénito de ambos, Carlos I, que entonces tenía 6 años. Lo lógico habría sido que se nombrara un regente en Castilla por parte de las instituciones competentes –lo que efectivamente tuvo lugar, en la persona de su abuelo, Fernando el Católico- y que el niño se desplazara a su nuevo reino para ir identificándose con él, dado que estaba llamado a gobernarlo en cuanto se le declarara mayor de edad. Pero los flamencos consideraron que Carlos estaba más seguro en su país natal que en Castilla, donde podría ser adoctrinado de una manera no congruente con su estrategia política o, por el contrario, enfermar “repentinamente”, como ocurrió con su padre.

Muerto Fernando el Católico (1516), asume la regencia el Cardenal Cisneros hasta que el nuevo monarca tuviera a bien desplazarse a su nuevo país para que pudiera ser coronado. Pero en vez de Carlos se presenta Adriano de Utrecht, para crear un entorno seguro que hiciera posible que su llegada tuviera lugar con el mínimo peligro.

El resto de la historia es bien conocida. El rey, cuando llega, aún no sabe español y sólo se relaciona con personas de origen flamenco, que filtran toda la comunicación entre él y sus nuevos súbditos. Poco después abandona de nuevo la Península para dirigirse a Alemania, donde se hará cargo del legado de su abuelo Maximiliano de Austria. Mientras tanto tiene lugar el levantamiento de los comuneros de Castilla contra los flamencos que administran nuestro país en nombre de un  rey que reside a miles de kilómetros de distancia y que nos ha convertido –de facto- en una colonia flamenca.

Si la corte castellana, en el tránsito dinástico de los Trastámara a los Habsburgo fue un hervidero de conspiradores (al servicio de las familias que pugnaban por hacerse con el poder), imagínese lo que fue la corte madrileña durante el proceso de cambio de los austrias a los borbones, que estaban al mando, cada una de estas casas, de una de las dos potencias más poderosas del mundo de su tiempo. Franceses, ingleses, austriacos, holandeses, portugueses, el papado... además de las diferentes facciones nobiliarias españolas, actuando cada cual al servicio de sus propios intereses... 

En este tipo de coyunturas históricas nada de cuanto ocurre es casual. Ni siquiera los posibles problemas de salud física o mental. El “ruido de sables” se esconde detrás de cada frase pronunciada, de cada acto que tiene lugar. La esterilidad del rey, su debilidad de carácter, sus matrimonios, sus consejeros... Potencialmente todo puede ser instrumentalizado políticamente. Está en juego, nada menos, que el liderazgo político planetario.

Y ganaron los franceses... Recordemos el consejo que Luis XIV de Francia le dio a su nieto, nuestro Felipe V, antes de partir hacia España para ser coronado: acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones”. Era todo un programa político (La palabra “unión”, en este contexto, es un eufemismo que significa subordinación de nuestro país al suyo, claro), un mandato que Felipe cumplió y después todos sus descendientes, hasta el mismísimo 2 de mayo de 1808. Después se difuminará un poco la influencia francesa, para ser paulatinamente sustituida por un vago paneuropeísmo provinciano que es la continuación de la subordinación política ante Francia en un nuevo contexto político en el que los borbones españoles, desaparecidos sus primos franceses, se convierten en un residuo fósil de una época ya fenecida.

Los borbones, como los austrias dos siglos antes, usan a España como una herramienta para llevar a cabo su propio programa político, que había sido diseñado fuera de nuestro país para defender los intereses de unas facciones de poder extranjeras. Lo que diferencia a ambas dinastías es que para los Habsburgo España es el instrumento principal de dicha política, mientras que para los borbones es una fuerza auxiliar, al servicio de Francia, que es el país que asume el liderazgo del conjunto.

Todo lo que sucede en España entre 1701 y 1808 es congruente con esta explicación. La política exterior del Imperio español a partir del cambio dinástico adopta un perfil bajo, y nuestros gobernantes con frecuencia se limitan a decir amén a los acuerdos que la diplomacia francesa alcanza con sus adversarios, en los que se decide el reparto de posesiones que son nominalmente españolas en una mesa en la que no hay ningún representante español.

Y en el interior se procede a una revisión total de nuestra historia y de nuestra escala de valores para ponernos en la onda correspondiente. Es muy significativo el cambio de actitud que tiene lugar con respecto a los turcos, por ejemplo, los peores adversarios en el Mediterráneo de la España de los Habsburgo pero aliados estratégicos de Francia. Todo el historial de sus matanzas en las costas orientales y meridionales de nuestro país, así como en los dominios españoles de Italia y del Magreb, es rápidamente olvidado, como si no hubiera tenido lugar.[1]

En cuanto a la poderosa tradición militar española hay una anécdota que resume, mejor que cualquier explicación que podemos dar, hasta qué punto la revisión de todas las políticas que tuvieron lugar con la llegada de los borbones afectaron seriamente a la operatividad de sus tropas. Ésta tuvo lugar cuando el embajador español Juan Martín Álvarez de Sotomayor visitó al rey Federico II el Grande de Prusia:

Los éxitos fulgurantes del Ejército prusiano despertaron la atención de toda Europa. A Prusia llegaron representantes de la mayoría de reinos europeos, interesados por descubrir las claves que habían hecho de ese pequeño ejército una fuerza tan temible.

España envió a Juan Martín Álvarez de Sotomayor, con la misión de recoger todos esos datos para que pudieran ser luego aplicados al Ejército español. Cuando Álvarez se presentó ante Federico, el monarca prusiano evidenció su sorpresa porque fuera precisamente España quien se interesase por sus revolucionarios métodos militares.

El rey reconoció que buena parte de las innovaciones aplicadas en su ejército provenían de un tratado español llamado Reflexiones militares, [del marqués] de Santa Cruz de Marcenado. Los once tomos en que constaba la obra los tenía en un lugar bien visible de su despacho. El representante del monarca español, ruborizado, tuvo que admitir que no conocía la obra, ante la sorpresa de Federico.”[2]

Pero lo que menos le gustaba de España a la nueva dinastía era la gran variedad cultural que presentaba y la extraordinaria autonomía de los poderes locales, algo que era impensable en el país galo.

Durante el siglo XVII habían tenido un gran éxito dos obras literarias que se habían representado en los teatros de toda España y que resaltan la fuerza de las instituciones municipales castellanas en la estructura política del reino. Me estoy refiriendo, obviamente, a Fuenteovejuna, de Lope de Vega y El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca, autores –especialmente el último de ellos- que están perfectamente alineados con el establishment político y social de nuestro país. Para la España de los austrias ese poder municipal era un pilar fundamental de su estructura política, que hunde sus raíces en nuestra profunda Edad Media.

Ninguna obra comparable ve la luz en la España del siglo XVIII. Recordemos la famosa frase que Pedro Crespo le dirige a Don Lope (general del ejército español): “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”, a la que éste responde: “¡Juro a Cristo, que parece que vais teniendo razón!”. Este diálogo, que lleva siglos repitiéndose en los teatros de toda España y que retrata como ningún otro la fuerza del municipalismo español y la supremacía de la conciencia y del sentido del honor sobre el estatus social o las conveniencias políticas, es una muestra de esa “insolencia” española que tanto molestaba a los aristócratas ultrapirenaicos y que dejó de ser políticamente correcta con el advenimiento de la nueva dinastía.

A lo largo del siglo XVIII veremos a los borbones ir ahogando de diversas maneras a los poderes locales de la España que habían heredado, pero al hacerlo se estaban metiendo en un berenjenal mucho mayor. Los concejos (los ayuntamientos) formaban parte fundamental de la estructura de un estado que había ido surgiendo muy despacio, desde abajo, a lo largo de la profunda Edad Media peninsular. Ellos pusieron en pie las milicias ciudadanas, que resultaron determinantes en la eclosión del mundo ibérico y en el poderoso desbordamiento social que hizo posible el surgimiento de los tres imperios españoles (el europeo, el mediterráneo y el americano). Los ayuntamientos canalizaron buena parte de las energías de un pueblo guerrero y las pusieron al servicio de la monarquía católica.

La España radial y las intendencias borbónicas pretendían meter en cintura a un país inabarcable para unos gobernantes acostumbrados al lujo de los salones parisinos y al orden de los jardines franceses, diseñados por expertos paisajistas, acostumbrados a trazar diseños geométricos con escuadra, cartabón y compás, sobre un territorio llano y bien regado de manera natural, en un país que vivía siempre pendiente del cielo, intentando combatir el desbordamiento de los ríos o la sequía estival y donde la naturaleza había ido esculpiendo, durante millones de años, regiones naturales estancas, con una variedad paisajística infinita. Un país demasiado salvaje para la mentalidad continental.

Intentaron meter en cintura a los poderes locales y se encontraron, primero, con los bandoleros, después con los guerrilleros, más tarde con los fueristas de derechas y los cantonalistas de izquierdas y, al final, con los nacionalistas periféricos... 

El agua siempre busca su camino. Si le cortas su salida natural terminará encontrando otra, pero cuando los cauces se desbordan lo que viene después es la catástrofe.


[2] JESÚS HERNÁNDEZ: ¡Es la guerra! Las mejores anécdotas de la Historia Militar

martes, 19 de enero de 2016

Un desenlace inesperado

En el artículo anterior vimos como el Imperio español se desintegró de manera brusca durante el primer cuarto del siglo XIX y, también, como el advenimiento de esta centuria le sorprendió en su momento de mayor extensión territorial, así como con la mayor población absoluta que nunca tuvo y con el mayor nivel tecnológico y científico de su historia.
Sin embargo, era obvio que, en términos relativos, era mucho más vulnerable que en 1700 o en 1600 por la sencilla razón de que sus adversarios habían estado creciendo a mayor velocidad durante los doscientos años que precedieron a esa fecha y, por tanto, la correlación global de fuerzas le resultaba mucho más desfavorable.
Que el tiempo corría a favor de sus adversarios políticos era evidente, al menos, desde los tiempos de Felipe II, por eso sorprende la pasividad de sus gobernantes durante todo ese tiempo para frenar dicho proceso. De manera reiterada hemos venido señalando a través de las páginas de este blog que los reinos ibéricos siempre tuvieron una gran debilidad estratégica: la demografía.

Lo que hay que explicar no es por qué los franceses terminaron reemplazando a los españoles en el liderazgo europeo sino por qué tardaron tanto en hacerlo, por qué permitieron que España, entre 1500 y 1640, fuera la primera potencia del mundo.”1


Lo que resulta sorprendente es que las tropas españolas fueran capaces de batirse victoriosamente con las francesas durante 150 años, teniendo en cuenta que la población francesa triplicaba a la española, que los galos jugaban a la defensiva (el que defiende necesita menos hombres que el que ataca para poder mantener sus posiciones) y que lo tenían mucho más fácil que los españoles para poder coordinar sus tropas, dada su posición central, la contigüidad, unidad política y lingüística de su territorio y la ausencia de relieves interiores que obstaculizaran sus movimientos.
Los españoles eran inferiores en número, atacaban y tenían que desplegarse por medio continente para poder cubrir sólo los frentes franceses (además tenían frentes alternativos en Holanda, Alemania, Inglaterra y el Mediterráneo), teniendo que atravesar para conseguirlo el Mediterráneo (desde Barcelona hasta Génova), la cordillera de los Alpes y países que, desde el punto de vista formal, eran independientes (como la república de Génova, algunos principados alemanes y enclaves suizos).
Era evidente que en cuanto franceses e ingleses movilizaran de manera óptima sus propios recursos humanos y materiales podrían batir a los españoles con relativa facilidad. Necesitaban para ello crear un ejército de tierra (en el caso francés) o una armada (en el inglés) consistentes para poder expulsar a estos de los escenarios europeos, en los que los ibéricos eran verdaderos intrusos e, incluso, un elemento exótico, relativamente ajeno al medio físico en el que estaban actuando.
Lo que explica la hegemonía militar española en los escenarios continentales europeos durante los siglos XVI y XVII es la fuerte polarización mental de sus combatientes, que contrastaba de manera significativa con la actitud psicológica de sus adversarios y, también, su capacidad de adaptación a casi cualquier posible escenario de lucha. Esto era consecuencia directa del intenso adiestramiento recibido durante los 800 años que precedieron a ese período en los frentes ibéricos y, en especial, durante la Era de las invasiones africanas (1086-1344).
Es cierto que no todos los hombres que combatían en los tercios españoles eran peninsulares y, también, que estamos hablando, básicamente, de tropas mercenarias. Aún así la impronta española era evidente en todos ellos. Español era el fermento que los movía y que irradiaba en todas las direcciones, modificando los comportamientos de amigos y de enemigos, lo que iba paulatinamente elevando el listón del nivel que había que mantener para poder, simplemente, sostener las propias posiciones.
Los Habsburgo, cuando llegaron a España eran aquí un elemento tan extraño como podían serlo los españoles en los escenarios centroeuropeos. Nunca entendieron las causas profundas que impulsaban a los nativos a actuar en la forma en que lo hacían. Pero en un mundo tan conflictivo como era la Europa del siglo XVI las virtudes militares de los hispanos eran un regalo del cielo, así que se dispusieron a aprovechar la fuerza de lo que habían recibido en herencia y decidieron practicar un juego arriesgado pero fructífero: montarse en la cresta del emergente poder español e intentar ponerlo al servicio de sus propios intereses dinásticos que, como dijimos el último día, habían sido trazados por el duque de Borgoña Carlos el Temerario (1467-1477).
Carlos I heredó, por vía paterna, un conglomerado de pequeños estados y de señoríos que se estaban derrumbando ante el empuje de las grandes fuerzas sociales y políticas que estaban forjando el mundo moderno en el corazón de Europa y, por vía materna, un proyecto de civilización que estaba eclosionando en ese preciso momento.
El plan de los Habsburgo consistió en desviar el impulso vital español para sostener los decadentes estados centroeuropeos que estaban a punto de sucumbir ante el avance francés. Las mentes más conservadoras de aquél universo político se pusieron al mando de la fuerza más innovadora de su tiempo mientras -en América- miles de individuos se desplegaban por el territorio actuando por su propia cuenta y forjando un imperio que no obedecía a ningún diseño trazado desde el poder político sino que, por el contrario, era el resultado del desarrollo de las inercias históricas medievales de la sociedad española cuando se proyectaron sobre el Nuevo Mundo que acababa de ser descubierto. El Imperio americano no fue obra de la Monarquía Católica sino de la vanguardia militar de la sociedad española.
La España de los austrias se proyectó sobre el exterior a través de tres áreas geográficas perfectamente delimitadas. Construyó tres imperios diferentes que se solapaban en la Península Ibérica: el americano, el mediterráneo y el que llamé “la Camisa de Fuerza francesa”. Los dos primeros son frentes heredados que hunden sus raíces en la Edad Media española y son la consecuencia del desarrollo del impulso vital de los pueblos ibéricos. Son dos proyectos nacionales que contaban con un gran consenso social por detrás y que fortalecieron políticamente a nuestro país.
El tercero, en cambio, es un proyecto dinástico que recoge las inercias medievales... de los flamenco-borgoñones y, parcialmente, de la superestructura política del Sacro Imperio Romano Germánico. Son fuerzas políticas que se hayan, en ese momento, en abierto declive, que retroceden en todos los frentes. El engendro de los Habsburgo consiste en apuntalar lo viejo aunque para ello tuvieran que sacrificar lo que los había hecho fuertes. Fue ese modelo el que quebró en la Guerra de los Treinta años como dijimos en nuestro anterior artículo. A través de las paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) los Habsburgo empiezan a reconocer, de manera confusa y por la fuerza, que sostener el proyecto flamenco-borgoñón desde España es un error estratégico de primera magnitud, aunque seguían sin saber exactamente por qué, sencillamente se rinden ante lo que es evidente ya para todos.
El modelo político de los Habsburgo españoles es, como todos los del Antiguo Régimen europeo, oligárquico y dinástico. Sacrifica (igual que sus adversarios de otros países) los intereses nacionales ante los dinásticos y corrigen sus errores más graves cuando se dan cuenta de que seguir insistiendo en ellos tendrá como consecuencia final la pérdida del poder político que habían venido detentando hasta entonces.
Dije más arriba que el tiempo corría en contra de España, de manera evidente, al menos desde los tiempos de Felipe II (1556-1598). Hay multitud de síntomas que lo evidencian, de orden político desde luego pero, también y sobre todo, de orden económico. Debemos tener en cuenta que durante el reinado del monarca en cuyos dominios “no se ponía nunca el Sol” España suspendió pagos nada menos que tres veces (1557, 1575 y 1596), a pesar del flujo constante de oro y de plata americanos que llegaban a la metrópoli, la primera de las cuales tuvo lugar cuando apenas llevaba un año gobernando (lo que evidencia que el problema venía del reinado de su padre -Carlos I-, por tanto debemos pensar que estamos ante un fallo estructural del modelo político de los austrias). Es evidente que en el momento histórico que la mayoría de historiadores consideran la cumbre del poder político español las partidas de gasto del estado estaban desbocadas y superaban ampliamente los ingresos.2
Pero otro problema bastante serio de la economía española era lo que los historiadores han llamado “la revolución de los precios”, un proceso inflacionario largo que debilitó profundamente a las fuerzas productivas de nuestro país y que es consecuencia del extraordinario incremento de la liquidez en los mercados españoles debido a la abundancia de metales preciosos de origen americano que no se tradujo en inversiones productivas dentro del mismo, lo que provocó una subida generalizada de los precios y, como consecuencia, un aumento de las importaciones de manufacturas extranjeras, tanto legales como ilegales. Si un armador necesitaba un barco para hacer la carrera de indias podía comprarlo mucho más barato en Holanda que en un astillero español.
Durante la Edad Moderna el paradigma económico dominante en toda Europa fue el mercantilismo, que consiste en que los gobiernos intentan poner todos los obstáculos posibles a las importaciones y facilitar las exportaciones, para tener superávit en la balanza de pagos. La abundancia de moneda fuerte en España y la gran cantidad de gastos militares que generaban nuestros tercios convirtieron a nuestro país en la fuente suministradora de oro y de plata más importante del continente. Había un flujo constante de dinero desde España hacia el resto de países, que se compensaba, en parte, con importaciones de manufacturas que procedían de los mismos (la otra parte servía para pagar –in situ- a proveedores, soldados y los intereses de los prestamistas centroeuropeos).
Los fabricantes de manufacturas en España lo tenían mucho más difícil que sus colegas extranjeros y les resultaba muy complicado competir en precios con ellos. Por eso dije hace tiempo que la existencia del Imperio español estuvo en la base de la posterior revolución industrial, ya que estimuló el desarrollo de las ventajas comparativas en los distintos países. Lo más eficiente que había en España era el ejército, y por eso nuestro país se convirtió en el gran sostenedor de la estructura político-militar intercontinental que dio origen al mundo moderno.
Inglaterra y Holanda (pese a su creciente rivalidad marítima con España) surgen como meros contratistas, como suministradores de bienes y de servicios que, poco a poco, van descubriendo las rutas del comercio español y se aprestan a sustituirnos en ellas de manera paulatina. Aún así, durante los siglos XVI y XVII sólo pudieron arañar una parte modesta del negocio intercontinental. Su crecimiento económico, durante ese tiempo, se basó sobre todo en los flujos que se estaban dando en Europa.
El incremento de la productividad global estimuló el desarrollo tecnológico y el crecimiento demográfico. Este último factor debilitaba la posición española en términos relativos, porque nuestro país era más árido que los ultrapirenaicos, dado que era más seco y más montañoso. Por esto último presentaba –además- una serie de obstáculos naturales interiores que hacían mucho más difícil el comercio terrestre entre sus distintas regiones.
España hubiera necesitado que buena parte de esos recursos monetarios que fluían desde el continente americano se hubieran invertido en el desarrollo de infraestructuras de tipo hidráulico que hubieran permitido la conversión de millones de hectáreas de secano en regadíos e, igualmente, en carreteras, drenaje de ríos y construcción de canales para facilitar el transporte de mercancías por el interior peninsular. Muy poco fue lo que se hizo al respecto, en comparación con lo que estaban haciendo nuestros adversarios (recordemos el ingente esfuerzo que los holandeses hicieron en la construcción de polders y los miles de hectáreas que le arrancaron al mar). Todos los poderes políticos que fueron capaces de hacer valer su autoridad de forma clara sobre amplias regiones del este o del sur de nuestro país antes del 1500 (los romanos, los califas andalusíes, los reyes nazaríes...) hicieron grandes inversiones en infraestructuras de tipo hidráulico y de comunicaciones terrestres. Es una necesidad estructural de nuestro país. También fue una obsesión para una parte significativa de los arbitristas de la Edad Moderna y para los regeneracionistas de los siglos XIX y XX. El medio físico en el que vivimos nos empuja a actuar de una determinada manera, como sucede en Egipto o en Mesopotamia, países que fueron la cuna de grandes civilizaciones cuando sus respectivos poderes políticos se pusieron a trabajar para satisfacer las necesidades más imperiosas de sus habitantes.
Pero los monarcas españoles de los siglos XVI y XVII tuvieron otras prioridades. Estaban en buena medida absorbidos en la tarea de sostener la infraestructura militar de la “Camisa de Fuerza Francesa”, para mantener sus posiciones desde el Mediterráneo hasta el Mar del Norte.
Unas potentes inversiones en infraestructuras en nuestro país hubiera multiplicado la población del mismo (situándola al nivel que se estaba dando en ese momento en Holanda o en Inglaterra) y esto hubiera ayudado a evitar o retrasar la sustitución de los comerciantes españoles por los extranjeros en la Carrera de Indias, alargando así en el tiempo la hegemonía española en el Hemisferio Occidental. Pero esa política hubiera fortalecido a las clases burguesas y medias, hubiera reducido de manera importante el número de jornaleros sin tierras y el poder de los aristócratas y terratenientes, es decir, hubiera acelerado el fin del Antiguo Régimen. En consecuencia, los oligarcas de nuestro país no estaban interesados en absoluto en desarrollar ese modelo, aunque fuera el que más nos convenía en términos colectivos. 
Durante el siglo XVII los países que estaban creciendo a mayor velocidad eran Holanda e Inglaterra. En Holanda la lucha contra España había actuado como un catalizador de la conciencia nacional que había provocado una importante movilización social y la transformación de sus estructuras sociopolíticas. En paralelo a su guerra contra los españoles desarrollan otra contra su medio natural y, a través de la construcción de los polders, ganan al mar miles de hectáreas que estimulan el desarrollo agrícola y el crecimiento demográfico y que utilizan como palanca para incorporarse de manera paulatina a las redes del comercio intercontinental que los ibéricos habían abierto, convirtiéndolos así en los “carreteros del mar”.
Inglaterra fue, junto con Holanda, la pionera de las revoluciones sociales que en el resto de Europa se desencadenarían mucho más tarde. La Revolución inglesa (1642-1689) se anticipó en más de un siglo a la francesa y, en consecuencia, tuvo un perfil menos “moderno”, lo que hizo que su proceso fuera también menos abrupto, más gradual.
Pero la percepción que el poder tenía era que nuestro gran enemigo era Francia. La obsesión de los austrias siempre fue nuestro enemigo del norte. El modelo político francés anterior a la Revolución (1789) era tan oligárquico como el nuestro, aunque mucho más centralista, lo que le permitía obtener mayores sinergias a las inversiones que hacían que el español. La creciente concentración del poder de los reyes franceses fue elevando la tensión militar por toda Europa, preparando las condiciones para el estallido de un conflicto global, que se concretó en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y en su prórroga de la Guerra franco-española (1635-1659). A través de ellos los borbones franceses doblaron el pulso a los austrias españoles y se presentaron ante el mundo como los que estaban llamados a reemplazarlos en el liderazgo europeo.
Los frentes de lucha continentales europeos debieran haber sido para los españoles, como mucho, frentes secundarios a los que nuestro país debiera haber vigilado desde la distancia, como después hicieron los ingleses. Nuestros verdaderos adversarios, en realidad, siempre fueron las potencias marítimas, no las continentales. Algo que ni los austrias ni los borbones fueron capaces de captar adecuadamente. Mientras nos desgarrábamos luchando contra Francia por toda Europa, Inglaterra y Holanda crecían y preparaban nuestro relevo en la Carrera de Indias. El primer gran aviso de lo que estaba por venir fue la independencia de Portugal (1640), que sólo pudo ser posible gracias, precisamente, al apoyo recibido por parte de las potencias marítimas, mientras en paralelo las tropas españolas recuperaban el territorio catalán, que estaba siendo defendido por el ejército francés.

Felipe V

Pero fue la llegada de los borbones al poder en España la que cambió toda la correlación de fuerzas políticas en Europa y la que empezó a preparar las condiciones para el relevo de los españoles en las zonas geográficas en las que hasta ese momento no habían tenido verdaderos competidores. Cuando en la mayor parte de las cortes europeas se percatan de que las coronas de España y de Francia podían llegar a estar colocadas sobre las sienes de la misma cabeza un grito de alarma se extiende por doquier. Eso significaba el fin del Sistema del Equilibrio Europeo, la aparición de un imperio tan vasto y tan poderoso que ninguna otra potencia en el mundo hubiera sido capaz de desafiar. En consecuencia, se apresuraron a intentar abortar dicha operación, forjando una coalición de todos contra la alianza franco-española que conduciría, finalmente, a la Guerra de Sucesión Española (1701-1713).
Hasta aquí hemos visto como los importantes errores estratégicos cometidos por los Habsburgo habían debilitado de manera significativa la capacidad de respuesta de la Monarquía Católica ante los crecientes desafíos que los principales rivales de España habían venido presentando. No obstante, nuestro país había sido capaz de mantener sus posiciones de una manera bastante digna, dado que partía desde una posición de ventaja muy clara y que nuestros adversarios estaban cometiendo también buena parte de los mismos errores que nosotros. Las exenciones de impuestos a la nobleza lastraban la fiscalidad española, lo que limitaba bastante la capacidad inversora del estado, pero también lo hacía en Francia o en Austria. En Inglaterra y en Holanda estaban empezando a producirse cambios importantes en este sentido, que preparaban el fin de la hegemonía española, pero aún no habían alcanzado su velocidad de crucero y, de momento, estaban en fase -llamemos- “experimental”.
El desenlace se planteará en el siglo XVIII, y por eso considero que los errores estratégicos de los borbones son mucho más graves que los de los Habsburgo, porque ocurren en un momento de brutal aceleración de los procesos históricos. La pasividad y desconcierto de la monarquía española adquiere entonces un cariz de abierta traición a los intereses nacionales. La historiografía ha puesto de relieve las importantes innovaciones que la nueva dinastía introduce en nuestro país, pero lo hace de manera bastante descontextualizada. Comparativamente nuestros monarcas se mueven con mayor lentitud, si cabe, que sus antecesores Habsburgo. Pero, sobre todo, lo hacen de manera gregaria, siguiendo las líneas estratégicas que marcan nuestros adversarios.
Hemos de tener en cuenta que, en el siglo XVIII, España sigue estando entre las tres naciones más poderosas del mundo, y que una gran potencia no puede permitirse el lujo de ir a remoque de las iniciativas políticas de sus adversarios. En realidad seguía teniendo la suficiente capacidad y fuerza como para seguir ejerciendo como la primera. Fue la subordinación estratégica ante Francia la que nos convirtió en el “gregario de lujo” del Imperio francés. La derrota estratégica de España como potencia mundial no se explica desde el plano militar, ni tampoco desde el político, sino desde el psicológico. El primer Borbón español -Felipe V (1701-1746)-, un monarca que gobernó en nuestro país nada menos que 45 años (dos generaciones), siempre se comportó como un francés trasplantado al territorio español. Llegó convencido de la superioridad cultural, material y política del país galo sobre el nuestro. Recordemos el consejo que su abuelo –Luis XIV- le dio, en 1700, cuando abandonó Francia para ser coronado rey en España:

Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones3

Los borbones llevaban –en 1700- algo más de un siglo gobernando en París y, durante ese tiempo, habían desarrollado una estrategia política “París-céntrica”. París era, para ellos, el “ombligo del mundo”. Durante ese tiempo empezó a forjarse el Imperio francés.
Detrás de cada proyecto imperial siempre hay una idea motriz que lo justifica. Cada imperio que ha tenido éxito a lo largo de la historia ha sido capaz de mantenerlo mientras pudo encarnar dignamente la idea motriz que lo hizo nacer. Los romanos crearon el Imperio Mediterráneo, los árabes el que llamé el de las Tierras Áridas, los españoles el Imperio Transversal... Los franceses llevan más de un milenio (Desde la llegada al poder de la dinastía Carolingia) persiguiendo el sueño del Imperio Europeo, pero para poder hacerlo posible en la Europa del siglo XVII tenían que darse dos condiciones previas: primero había que romper la “Camisa de Fuerza francesa” (en manos españolas hasta 1700) y -segundo- había que mantener a Alemania dividida políticamente. El Imperio francés es, por tanto, un proyecto de imperio continental que, sin embargo, nace –en el siglo XVII- rodeado por imperios o por proyectos de imperios marítimos (España, Inglaterra, Holanda) y se ve obligado, en parte, a actuar en ese ámbito. La vocación francesa es continental, aunque su gran fachada atlántica y su creciente rivalidad con los otros “atlantistas” le obliguen también a cubrir ese frente que se le abre por el oeste.
Con esa mentalidad continental arriba Felipe V en el corazón de la Meseta Central española, es decir, en el centro del Subcontinente Ibérico. Los poderosos del lugar, que en otros tiempos habían conectado ya con las dos oleadas de borgoñones (la del siglo XI, que acompañó a los monjes cluniacenses y a Raimundo de Borgoña y la del XVI, que lo hizo con Carlos I), se sienten más cómodos y más legitimados cuando se mueven en los ámbitos europeos que cuando lo hacen en los “exóticos” espacios americanos. Fue esa actitud la que iría paulatinamente preparando el proceso político disgregador que terminaría dando origen a las guerras de independencia de las repúblicas americanas.
Las clases dominantes españolas se embarcan en un proyecto político que consiste en replicar en nuestro país el modelo francés, que es continental, eurocéntrico y centralista y dejan de aprovechar, de esta manera, las ventajas comparativas que presenta el hispano. Hay, por tanto, un distanciamiento con respecto a la idea motriz que dio origen al Imperio ultramarino español.
Desde los comienzos de su reinado Felipe V fue, en cierto modo, tutelado desde Francia, y en buena parte de las decisiones tomadas en política exterior por él se precibe la presión de la diplomacia francesa.
Si comparamos los vínculos de las dos dinastías que gobernaron España a lo largo de la Edad Moderna con sus “primos” de otros países a través de los llamados “pactos de familia” vemos como, en el caso de los Habsburgo, en la relación entre la rama española y la austriaca, es la primera la que ejerce como rama mayor o tutelar, mientras que, en el caso de los borbones, la que ejerce esa función es la rama francesa, lo que convierte a nuestro país en una potencia auxiliar con respecto al país galo, el “gregario de lujo” del Imperio francés como dije más arriba.
Lo que en el caso de Felipe V es una dependencia personal o psicológica con respecto a su patria de origen, en el de Carlos III (1759-1788) es de tipo intelectual. Está convencido de la gran superioridad cultural y política del país galo y lo que trasplanta a nuestro país es su modelo de organización territorial que, como dije hace tiempo, había sido diseñado -precisamente- para combatir a los españoles.
El modelo de comunicación radial de Carlos III produce el efecto contrario de lo que se supone que pretendía. Hunde a las grandes ciudades de la Meseta, en beneficio de Madrid, y crea un desierto demográfico entre la capital y las regiones más periféricas de la España peninsular. De esta manera siembra la semilla de los nacionalismos periféricos, de los cantonalismos y de todo tipo de localismos. Es en ese momento histórico cuando nace la “España Invertebrada” de la que habló Ortega y Gasset. En el caso andaluz, además, importa poblaciones extranjeras para que vigilen los caminos que conectan el centro con la periferia, creando así un choque cultural añadido al que ya produce el desierto demográfico inducido.
Los medios físicos sobre los que asientan los estados francés y español son tan diferentes que lo que fortalece a uno debilita al otro y viceversa. Intentar imponer desde el poder central, en España, un modelo uniformador es abrir la Caja de Pandora en un país en el que lo que lo hizo grande fue precisamente lo contrario: la complementariedad de sus regiones. Esto es algo que los Habsburgo siempre supieron o, al menos, intuyeron, pero que los borbones percibieron como una muestra de primitivismo cultural y de retraso político. Ya dije que bastó una generación para que el problema aflorara, pero lo hizo en unas circunstancias en las que otros factores vinieron a complicar el proceso histórico, y fueron ocultados por el resto elementos que precipitaron el fin del Antiguo Régimen.
La Revolución Francesa (1789) tendrá lugar un año después de la muerte de Carlos III y sorprende a nuestro país con un monarca joven e inexperto empezando a gobernar, que es incapaz de entender la envergadura del proceso político que está teniendo lugar en el país vecino y que no dejará de dar palos de ciego a lo largo de todo su reinado.
Lo que no percibe Carlos IV -ni ninguno de sus cortesanos- es que el Antiguo Régimen estaba ya herido de muerte por obra y gracia de la Revolución Francesa y que la única manera de resistir el huracán francés era apoyarse en las clases populares de su propio país. Si los ejércitos franceses estaban laminando al resto de ejércitos europeos era porque en el país galo se había producido una revolución social. El Ejército Nacional, que surge entonces, se ha masificado y reforzado desde todos los puntos de vista. Esto ha sido posible, fundamentalmente, por la profunda reforma fiscal y por los cambios en la estructura de la propiedad que han llevado a cabo los revolucionarios.
Es evidente que el estado francés, a partir de 1789, administra un mayor volumen de recursos económicos que ninguno de sus adversarios. Y esto es así porque ha confiscado los bienes de la Iglesia y de multitud de aristócratas y porque ha obligado a pagar impuestos a gran cantidad de poderosos que antes estaban exentos. De esta manera puede poner en nómina a más funcionarios y a más soldados que ningún otro país y puede, además, hacer llegar la mano del estado hasta el último rincón de su geografía, localizando así nuevas bolsas de fraude fiscal y descubriendo más recursos a su alcance de los que imaginaban.
¿Cómo enfrentarse militarmente con una revolución triunfante? Los borbones y sus cortesanos eran ya, durante la última década del siglo XVIII, unos auténticos dinosaurios intentando sobrevivir en los albores de una nueva era aplicando recetas que eran ya anacrónicas en ese momento histórico. Su mentalidad oligárquica les impedía entender lo que estaba pasando delante suya. La llegada al poder de Napoleón Bonaparte los confundió: con su pompa y su parafernalia imperial hizo albergar esperanzas a una parte de la aristocracia europea de que tal vez era aún posible un retorno del Antiguo Régimen. Creyeron estar ante un déspota ilustrado cuando, lo que tenían delante, era un autócrata surgido de entre las filas de los revolucionarios que buscaba utilizar la revolución como palanca para forjar el sueño de Carlomagno: El Imperio Europeo. Dentro de ese sueño, las viejas aristocracias de los países conquistados aún tenían un papel que desempeñar: ayudar a someter a sus propios pueblos. Obligar a éstos a aceptar la hegemonía francesa. Para poder llevar a cabo este plan esperaba contar con ayuda de todos los que habían colaborado activamente con los déspotas ilustrados de la generación anterior y de los funcionarios e intelectuales que se habían ido formando en ese medio. Son los afrancesados, llamados a hacer la revolución desde arriba, la que ordena el invasor. Por eso usan unas formas y un lenguaje en los que combinan hábilmente los elementos aristocráticos heredados con los revolucionarios sobrevenidos.

Carlos IV y su familia

Desde que Napoleón toma el poder, el tandem Carlos IV-Godoy no deja de tomar decisiones cada vez más disparatadas desde el punto de vista político, que nos hace pensar que eran incapaces de hacer un análisis mínimamente realista de los procesos históricos que estaban teniendo lugar delante de sus narices (porque la explicación alternativa es la pura y simple traición). Ya hablé en el anterior artículo de la “antología del disparate” que se produjo en un período de tiempo relativamente breve y que tendría como consecuencia el hundimiento del Imperio español.
La metedura de pata de 1802 (cambiar la Luisiana americana por el reino de Etruria, en Italia) debiera de haberlos puesto en guardia, pero no fue así. En 1805, como vimos, pondrían a la armada española bajo mando francés y el resultado fue la batalla de Trafalgar. Este acontecimiento fue, tan sólo, un presagio de lo que estaba por venir y que tendría lugar durante el infausto año de 1808.
Las negociaciones acerca del reparto de Portugal parecen auténticamente surrealistas: El Emperador propone a España invadir Portugal y repartirla entre ambos países. Esa mera propuesta significaba, ya de por sí e independientemente de como se materializara finalmente, que los ejércitos franceses, que ya estaban situados al norte de España (en Francia) y al este (en Italia), lo estarían ahora también al oeste (Portugal). Es decir, que la tenaza se iba cerrando sobre España. El sentido común hubiera aconsejado establecer inmediatamente una alianza con Portugal y con Inglaterra y prepararse para la inminente guerra que se barruntaba. Pero nuestros inguenuos y corruptos gobernantes aceptan la propuesta corrigiéndola: en vez de dos trozos (el español y el francés) había que hacer tres (el nuevo era para Godoy, el valido y primer ministro en funciones de Carlos IV). Es obvio que la visión geopolítica de estos gobernantes era nula y su visión de futuro aún peor. ¿Qué impediría a Napoleón incumplir su palabra (por enésima vez) después de la invasión portuguesa? ¿Qué le impediría, al que ya había invadido Italia, Holanda y Alemania hacer lo mismo con España?
Hasta aquí, es obvio que el comportamiento de nuestros gobernantes era absolutamente suicida, cómplice con el imperialismo bonapartista y que estaban cometiendo alta traición contra su propio país. 
Si ignominioso es el principio de acuerdo, su ejecución es peor todavía: El ejército de tierra francés cruzaría España para “invadir” Portugal. Es decir, invadió España pacíficamente, con el visto bueno del mismísimo rey y de su gobierno. Traición en toda regla. Sin paliativos de ningún tipo. Carlos IV y Godoy es obvio que eran agentes de Napoleón.
Todavía hay un detalle, poco conocido, que agrava aún más la situación. En marzo de 1808, cuando miles de soldados franceses están entrando “pacíficamente” en España, un ejército español, con 13.355 hombres, llega a Dinamarca “para protegerla de los ingleses”, a las órdenes del Mariscal francés Bernardotte. Expedición que la mayoría de los españoles ignoramos que se produjo pero que los daneses recuerdan bien:

Un buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico; pero a mí me habían gustado la medalla y el extranjero aquel, que bailaba girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España. Vi cómo llevaban a uno de sus compañeros para ajusticiarlo. Muchos años más tarde, acordándome de aquello, escribí mi poemita "El soldado" (Soldaten), que traducido al alemán por Chamisso, se hizo popular en Alemania y ha sido incluido en las canciones militares alemanas como algo original alemán".
Hans Christian Andersen: “El Cuento de mi Vida”

Es decir, que mientras los soldados franceses (en realidad reclutados en todos los países que Francia había conquistado) ocupaban España, los soldados españoles la abandonaban para ayudar al autócrata galo a defenderse de sus enemigos en el otro extremo de Europa. Allí les sorprendió el fatídico 2 de mayo que era, en definitiva, de lo que se trataba.


1 “La Camisa de Fuerza francesa”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/la-camisa-de-fuerza-francesa_05.html
2 No es casual que Carlos I abdicara en 1556. Moriría en el Monasterio de Yuste en 1558, llegando a ver -por tanto- la primera de estas suspensiones de pagos. Podemos pensar que el victorioso rey no estaba dispuesto a acabar su reinado de una manera tan prosaica como verse obligado a hacer una reestructuración de la deuda y prefirió pasarle el testigo y el "marrón" a la generación más joven, para no empañar su currículum.

3 “Cambio de rumbo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/11/cambio-de-rumbo.html

jueves, 5 de noviembre de 2015

La liquidación del Imperio español

En el artículo anterior presentamos el “discurso cientifista” como un intento de superación de los enfrentamientos ideológicos -de tipo religioso- que se habían estado librando en los campos de batalla de buena parte de Europa a lo largo de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Desde nuestro punto de vista este conflicto representa una brusca corrección de la trayectoria histórica que se había iniciado a finales del siglo XV y principios del XVI como consecuencia de los descubrimientos geográficos llevados a cabo por los reinos ibéricos, de la irrupción de los turcos en los Balcanes y el Mediterráneo Oriental y Central y de la reforma religiosa iniciada en Alemania por Martin Lutero.

El descubrimiento de la ruta de las especias por parte portuguesa y de América por los españoles, así como el desarrollo de un imperio marítimo y comercial por aquellos y terrestre de tipo ultramarino por estos últimos, crearon las bases materiales para que se produjera un salto tanto cuantitativo como cualitativo en los intercambios comerciales, lo que determinó que cada territorio de los que participaron en ese proceso desarrollara sus propias ventajas comparativas, incrementando así la productividad, el desarrollo tecnológico y el científico.

Ya dijimos que la iniciativa la tomaron los pueblos ibéricos[1], pero que estos tenían una gran debilidad estratégica: La Demografía. En consecuencia centraron sus esfuerzos en el sostenimiento de la infraestructura política que habían creado, lo que permitió al resto de pueblos atlánticos europeos utilizar la misma como base de sustentación sobre la que construir los pisos superiores del edificio que, entre todos, estábamos haciendo. De esta manera, los pueblos ibéricos se encargaron de levantar el esqueleto o armazón que sostenía el edificio mientras que sus socios ultrapirenaicos iban desarrollando otros órganos de aquél todo que en su día llamé “Imperio europeo”; así aquellos son vistos por ingleses, franceses y holandeses como algo previo, pasado y superado, cuando estos comienzan su propia andadura ya bien entrado el siglo XVII. Al menos esa es la forma en que los presentan a través de su propia propaganda política. La mayoría de la población no se da cuenta de que si no hubieran existido los imperios ultramarinos español y portugués, no habría habido después ningún otro. Y los duelos militares librados durante esa centuria acentuaron dicha percepción porque precipitaron el relevo político en el liderazgo europeo. Francia pasó a ser considerada como la gran potencia continental, algo que era cierto sólo hasta cierto punto.

A partir de 1659 parecía evidente que la “camisa de fuerza francesa” estaba a punto de caer y que el gobierno español poco podía hacer para impedirlo. Sin embargo, esta estructura de contención todavía aguantaría más de 40 años (en manos españolas, después pasó a ser administrada por Austria). La Paz de los Pirineos representa el reconocimiento formal de la hegemonía francesa -por parte española- ¡en Europa!, entendiendo aquí la palabra Europa en un sentido bastante restringido, referido básicamente a sus áreas más centrales desde el punto de vista geográfico. Era evidente que Francia seguía sin poder hacerle sombra a los españoles ni en América ni en el Mediterráneo ¿De qué estamos hablando entonces cuando decimos que Francia se convirtió en el país hegemónico? Es más, si tenemos en cuenta que en 1641 toda Cataluña estaba en manos francesas, mientras que en 1659 los galos sólo conservaban el Rosellón ¿Seguimos creyendo que los derrotados en aquella guerra habían sido los españoles? Yo sólo veo un reparto -limitado, además- de las esferas de influencia política de cada uno de los dos países en los escenarios continentales, compartido -también- con el resto de actores que, a partir de ese momento, constituyeron lo que ha dado en llamarse “el Sistema del Equilibrio Europeo”. En realidad los españoles, a través de las paces de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) estaban explicitando sobre documentos el sistema que habían estado construyendo -de facto- durante los 150 años anteriores... Y avisando que estaban dispuestos a replegarse hacia sus cuarteles de invierno: En primer lugar porque el papel protagonista que venían ejerciendo en el continente desde 1517 presentaba unos costes económicos y humanos cada vez menos soportables, pero en segundo y fundamental porque no tenía ningún sentido político asumir tales costes para -simplemente- guardarle las espaldas a los austriacos y para garantizarle a ingleses y holandeses la contención del expansionismo francés. En la Península, catalanes, portugueses y algunos andaluces habían dicho basta y, al hacerlo, habían puesto en peligro la estructura del engendro político de los Habsburgo españoles, que alcanza su punto de inflexión en 1640. Desde ese momento entra en declive... no el Imperio español, sino el modelo político de los austrias, que es algo muy diferente.

El mayor problema que ha tenido el estado español desde 1517 es que sus dirigentes han trabajado siempre con una versión adaptada al contexto ibérico de un proyecto político que había sido diseñado para otros escenarios geográficos. Hasta 1700 con el del rey borgoñón bajomedieval Carlos el Temerario (1467-1477), adaptado al espacio ibérico por Adriano de Utrecht y retocado después ligeramente por Felipe II y sus asesores más cercanos. Desde 1701 por el proyecto de los borbones franceses, hispanizado por los cortesanos de Felipe V -fundamentalmente franceses e italianos, con alguna presencia española- y reestructurado finalmente por Carlos III, uno de los arquetipos europeos del Despotismo Ilustrado, que le dará su forma clásica (no debemos olvidar que cuando este monarca llega a España para ser coronado tenía 43 años, los últimos 25 de los cuales había estado ejerciendo como rey de Nápoles y de Sicilia).

Nunca hubo un diseño estratégico ni un proyecto de país -desde 1517- que naciera en la Península Ibérica y fuera fruto de las reflexiones de pensadores o de estrategas nativos que miraran al mundo desde España. Y no fue precisamente por falta de materia prima, pues tratados sobre propuestas políticas dirigidas a nuestros gobernantes entre los siglos XVI y XVIII hay cientos y constituyen todo un género, que contaba con miles de ávidos lectores en nuestro país. Son los textos de los arbitristas.

El problema es que nuestros gobernantes y sus cortesanos estaban abducidos por los modelos políticos surgidos en el continente, que habían sido diseñados para unas áreas geográficas, ecológicas, culturales, demográficas, económicas y geoestratégicas diferentes a las ibéricas. Borgoñones y franceses tenían unas densidades de población mucho más altas que las peninsulares, vecinos y rivales densamente poblados, físicamente muy cercanos, divididos políticamente y cristianos. Todo ello en un contexto continental, que presenta rutas de comunicación diversas que pueden utilizarse de forma alternativa, dónde ningún golpe militar puede considerarse definitivo. Países dónde la lluvia está garantizada y, con ella, la producción agraria y ganadera. En España, por el contrario, partimos de unas densidades de población muy bajas (ya hablamos de la demografía como una debilidad estratégica de los pueblos peninsulares), un país mucho más árido y seco que los de nuestros vecinos septentrionales, donde el suministro de agua no está garantizado. Vecinos con densidades de población tan bajas como las nuestras, situados a una mayor distancia, de otras culturas, unidos políticamente, algunos con estructuras imperiales capaces de devolver un golpe -como los turcos- a tres mil kilómetros de distancia del lugar dónde recibieron el nuestro. En España hace falta un diseño geoestratégico de la política exterior mucho más potente y mejor pensado que en Francia o en Borgoña. Hay puntos muy concretos en nuestro entorno que pueden ser cortados, aislando -al hacerlo- extensas áreas geográficas, como el Estrecho de Gibraltar o los estrechos que rodean Sicilia. Conquistar el Peñón de Gibraltar o la isla de Malta no es equivalente a tomar una ciudad -por muy importante que sea- en el área renana, flamenca o en el Franco Condado. Los dos puntos citados tienen -ambos- la llave del comercio mediterráneo. Es gravísimo, por tanto, tener políticos dirigiendo nuestro país tan pedestres como para ser capaces de cambiar -al mismísimo Napoleón- la Luisiana americana (dos millones de kilómetros cuadrados de praderas habitadas por indios) por el reino de Etruria, en Italia (la ciudad de Florencia y sus alrededores), como hizo Carlos IV en 1802.

Como dijimos más arriba, 1640 marcó el punto de inflexión del modelo político de los Habsburgo españoles, lo que ha sido interpretado por la historiografía tradicional como el comienzo de la decadencia española. En realidad el Imperio español seguía contando con un formidable potencial, capaz de batir a cualquier adversario que individualmente se le pusiera por delante, aunque se tratara de Francia o de Inglaterra. Pero la estructura social, fuertemente oligárquica, del país y la propia interiorización por parte de las élites españolas de la propaganda política de sus adversarios le impidieron aprovechar todas las ventajas comparativas que éste seguía teniendo, empezando por su extraordinaria profundidad estratégica, tanto a nivel peninsular como en sus imperios americano y mediterráneo.

Los imperios ibéricos, ya en los siglos XVI y XVII eran multiecológicos, condición que sus competidores septentrionales empezaron a adquirir sólo a partir del siglo XVIII. Por eso casi todo el comercio intercontinental durante aquellas dos primeras centurias tenía que seguir girando alrededor de sus estructuras imperiales. Y siguió siendo así, mayoritariamente, durante el XVIII.

Cuando los borbones se ponen al frente del Imperio español, a partir de 1701, toma el poder una dinastía francesa que se había ido fortaleciendo a lo largo del siglo XVII... ¡luchando contra España! Y la estrategia que habían diseñado para enfrentarse con sus adversarios españoles era reforzar el centralismo político en el país galo.

Lo que ha hecho fuerte a nuestro país históricamente ha sido, precisamente, su diversidad. Algo que ha escapado siempre a la comprensión de las mentes continentales, tanto europeas como norteafricanas, que proceden de países monocromáticos y son incapaces de entender cuál es la ventaja que aporta la diversidad.

Y las ventajas que aporta son, fundamentalmente, la resiliencia y la profundidad estratégica. El pueblo español nunca será completamente derrotado por ningún adversario continental, proceda de Europa o de África, precisamente debido a esa diversidad ecológica del país. Siempre habrá alguien incubando, en algún extremo del mismo, una respuesta inimaginable para su adversario. Los continentales parten de ventajas comparativas de tipo cuantitativo, mientras que las ventajas de los ibéricos son cualitativas, y así lo han venido demostrando históricamente. Aquí hay muchos más disidentes per cápita que en ningún otro lugar, mucha gente improvisando –que sirven de materia prima a otros improvisadores- y, en consecuencia, acelerando los procesos evolutivos aunque después no puedan rentabilizarlos por su proverbial debilidad demográfica, es decir, cuantitativa.

En un país tan diverso las resistencias se enquistan, se alargan en el tiempo, van paulatinamente mutando y acumulando fuerzas hasta que se convierten en un vendaval que lo arrastra todo a su paso. Por eso dije hace tiempo que lo temible de los españoles no son sus ataques sino sus defensas y sus posteriores contraataques. Esa es la base fundamental de lo que en su día llamé “la respuesta multimodal española”

El Imperio español en América, al que llamé “El Imperio transversal”, ha sido el primer gran imperio multiecológico de la Historia de la Humanidad, y precisamente por eso cambió para siempre todas las dinámicas históricas y las correlaciones de fuerzas que había en todo el planeta Tierra. Por eso desató un proceso de cambios sociales, políticos y tecnológicos irreversible que no ha parado desde entonces, y por eso ha tenido –y tiene- tantos denostadores, dado que es imposible volver a dejar las cosas tal y como estaban antes de que los españoles se pusieran en movimiento. Pero el primer imperio multiecológico sólo pudo ser construido por los habitantes de un país multiecológico, y el único que reunía esas características (al menos por esta parte del mundo) era precisamente el nuestro.

En 1701 llega al poder en nuestro país una dinastía que procedía de la gran potencia continental europea de su tiempo, del rival más enconado que teníamos y que había sido capaz de resistir el vendaval español precisamente porque presentaba ventajas comparativas ¡opuestas a las nuestras! Francia era un país llano, sin obstáculos interiores, bien regado, densamente poblado, que desarrolló un modelo político centralista para defenderse porque España la llegó a atacar por los cuatro puntos cardinales casi simultáneamente. Fue esa fuerte concentración del poder la que le permitió contraatacar algún tiempo después (cuando España ya no cubría todas sus fronteras y sus enemigos dejaron de coordinarse).

Trasladar a España el modelo político francés es un suicidio estratégico. Es el principio del fin. Y eso fue lo que hicieron los borbones. Primero fueron los cortesanos de Felipe V, pero el mazazo final lo dio el máximo arquetipo de la modernidad: Carlos III (1759-1788). 

El modelo radial y centralista diseñado por “el rey alcalde”, aplicado al país con mayor diversidad paisajística del mundo, donde la naturaleza se llevó millones de años esculpiendo regiones naturales estancas, es un suicidio político, como la evolución de los acontecimientos históricos no tardó ni una generación en demostrar. Ya les mostré hace tiempo el efecto que tuvo esa política sobre Andalucía[2]. Estoy seguro que un estudio detallado realizado sobre cualquier otra comunidad española (excepto Madrid) en esa misma época vendrá a reforzar las conclusiones a las que llegué para el caso andaluz.

Carlos III murió en 1788 y fue relevado por su hijo Carlos IV. Un año después tuvo lugar la Revolución Francesa y a partir de ahí vamos viendo desarrollarse en España una verdadera antología del disparate, a través de la cual los “afrancesados” españoles parece que hubieran entrado en una competencia para ver quién desintegraba antes nuestro país.

Las medidas que Carlos III tomó en Andalucía -a través de su plenipotenciario Pablo de Olavide- para “acabar con el bandolerismo” tuvieron la virtud de multiplicar por varios dígitos el número de bandoleros y convertir a éstos en verdaderas leyendas. A partir de entonces veremos desplegarse por el territorio a Diego Corrientes, (contemporáneo suyo, que tuvo el honor de abrir la Edad de Oro del bandolerismo andaluz (1766-1832)), al que siguieron “Los siete niños de Écija”, José María “el Tempranillo” y, finalmente, el más grande pero menos conocido de todos: Juan Caballero, que fue capaz de poner de rodillas al absolutismo monárquico de Fernando VII y obligarlo a firmar el “Indulto General” de 1832.

Después de que Carlos IV demostrara sus dotes de estadista entregando a los turcos -en tiempo de paz- el Oranesado (1792), que había permanecido en manos españolas desde 1509, cambiando después a los franceses la Luisiana (actuales estados norteamericanos de Lousiana, Arkansas, Missouri, Iowa, Minnesota, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Nebraska, Kansas, Oklahoma, Montana, Wyoming y el NE de Colorado) por el reino de Etruria en Italia (la ciudad de Florencia y sus alrededores) en 1802 (para coronar allí a un sobrino suyo que reinaría hasta 1807, fecha en la que los franceses lo vuelven a conquistar), poniendo en 1805 a la armada española bajo mando francés en la batalla de Trafalgar, pactando con Napoleón un reparto de Portugal (que significaba permitir que los ejércitos franceses rodearían, a partir de entonces a España por el norte, por el este y por el oeste) y, para rematar la faena, permitiendo que los ejércitos que debían invadir Portugal pasaran por España y nos invadieran también a nosotros de camino, pudimos ver -finalmente- las “virtudes” del centralismo borbónico en acción en la Guerra de la Independencia española (1808-1814).

Como España había sido entregada a los franceses por Carlos IV y sus cortesanos -capitaneados por Godoy- serán éstos los que utilicen la red radial de Carlos III por primera vez en tiempo de guerra... ¡Y perdieron! El General Castaños demostró en Bailén (1808) como se puede usar esa red contra el poder central. Bastó que sus tropas se acercaran al Desfiladero de Despeñaperros para que sus enemigos se dieran cuenta de que las fuerzas que tenían en Andalucía podían quedar aisladas del resto y se precipitaran sobre el lugar donde éste los estaba esperando. Esa acción militar no hubiera sido posible cincuenta años antes, porque entonces había otras vías de acceso posibles hacia Andalucía, que los hombres de Carlos III se habían encargado de destruir. Los derrotados, esa vez, fueron los invasores (algo que nadie había previsto), pero si un grupo de separatistas andaluces se hubiera levantado en armas contra el estado borbónico lo habría tenido mucho más fácil después del reinado de Carlos III que antes del mismo. Y lo que decimos de Andalucía también vale para otros territorios de nuestro país. El sistema radial es fácil de cortar... desde luego desde el centro (que es lo que Carlos III buscaba), pero también desde la periferia. 

El siglo XVIII español es un período complejo en el que nuestro país puso de relieve varias veces su extraordinario potencial que, sin embargo, después no fue capaz de rentabilizar convenientemente. Tras las significativas pérdidas territoriales sufridas en la Guerra de Sucesión (1701-1713), poco después demuestra una importante recuperación, tanto en el Mediterráneo como en América. La mayor parte de los choques armados librados después de 1713 se saldan con victorias.

En el Mediterráneo pasan al ataque ya en 1717, reconquistando Cerdeña, y en 1718 Sicilia. Las devuelven poco después tras un acuerdo internacional, pero en 1734 retornarán, creando el estado satélite de las Dos Sicilias, que se mantendrá en la órbita española hasta los tiempos de Napoleón Bonaparte.

En América la Guerra del Asiento (1739-1748), la de los siete años (1756-1763) y la de Independencia de Estados Unidos (1776-1783) son los choques armados más importantes que se dieron durante ese siglo. En todos ellos los españoles o bien consolidan sus posiciones de manera bastante clara o, incluso, obtienen ventajas territoriales importantes, Mientras tanto las misiones españolas se extienden por todo el suroeste de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, y también en los actuales Paraguay y Uruguay. En las Malvinas se nombra un gobernador en 1766. En 1789  fundan la colonia de Santa Cruz de Nuca, en la costa del Océano Pacífico de la actual Canadá. En 1788 una expedición española, dirigida por José María Narváez contacta con otra rusa en el territorio de la actual Alaska. La expedición Malaspina (1789-1794) fue una de las más ambiciosas llevadas a cabo en todo el siglo XVIII por ningún país europeo en el ámbito científico. Y en 1804 la de Francisco Xavier De Balmis difunde por las provincias españolas de América y de Asia la primera versión de la vacuna de la viruela.

Como podrá ver el siglo XIX sorprende al Imperio español en la cumbre de su poder militar ultramarino, en el momento de máxima expansión territorial de toda su historia y dando pasos firmes en el plano de la ciencia.



Y si esto es así en el año 1800 ¿Qué fue lo que pasó entre esa fecha y 1825? Bastó una generación para que todo aquél impresionante edificio se derrumbara.

¿Recuerda el lector lo que le dijeron en la escuela sobre ese período de nuestra historia? No, ¿verdad? Sólo sabemos que los franceses invadieron nuestro país en 1808, que estalló la Guerra de la Independencia española (1808-1814) y algunos también saben que nuestras provincias americanas aprovecharon la coyuntura para independizarse. Y nada más.

“¿Sabe que el 2 de mayo de 1808 había 30.000 soldados franceses situados sólo en los alrededores de Madrid frente a 5.000 españoles? 30.000 soldados franceses en Madrid. Con el visto bueno de las autoridades españolas... En Roma ningún emperador permitió jamás la presencia en la capital de una sola legión de su propio ejército. Los césares tenían muy claro que un ejército en la capital era una tentación demasiado fuerte para los potenciales golpistas. Y de eso hace ya dos mil años.”[3]

Hasta ese momento, nominalmente al menos, seguían gobernando en España los borbones. Se supone que teníamos un rey español y que éramos un país independiente. Aquella ficción saltó por los aires precisamente ese día.

Sin embargo, los lectores de mediana edad sí recordarán haber oído hablar en el colegio de los austrias mayores (Carlos I y Felipe II) y de los austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). De lo buenos gobernantes que fueron los primeros y lo malos que fueron los segundos, que fueron los que precipitaron la “decadencia española”. España tenía que ser ya un país decadente cuando coronaron al primer Borbón porque si no resulta que la culpa del hundimiento del Imperio... es de los borbones, algo que resulta obvio a la vista de los acontecimientos históricos.



[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2015/07/el-capitalismo-como-consecuencia-logica.html

domingo, 1 de noviembre de 2015

Atardecer entre olivos


Diez mil olivos se ven desde la cima del monte
en cuya ladera vivo.
Diez mil almas atrapadas en sus retorcidos troncos
que claman desde la profundidad de la tierra y del tiempo.

Sus tortuosas formas no son más
que fiel reflejo de su atormentada vida.

Cada atardecer me cuenta cada uno su propia historia:
Y me hablan de la Atlántida, de Tartesos,
de Turdetania y de Fenicia,
de Cartago y de Roma,
de Sefarad y de Al Ándalus.

Me recitan romances de la Frontera
entre moros y cristianos,
y me cuentan historias de indianos,
de contrabandistas y de bandoleros,
de jornaleros sin tierra,
de ácratas reunidos en la Casa del Pueblo.
De cartas recibidas que “hablan de sangre
sobre el campo Ibero”.
De fusilados en la noche que son enterrados
a escondidas junto a las cunetas,
por haber cometido el horrendo crimen de
plantarle cara al tirano.

Si os acercáis y guardáis silencio
oiréis el clamor de la tierra,
los ecos del tiempo,
la llamada de la sangre,
la cercana voz del abuelo…

Y sentiréis la presencia de los millones de seres
que amaron esta tierra, que la trabajaron con sus manos,
los que lucharon por ella y los que con ella alimentaron a sus hijos
mezclando sudor, sangre, aire, tierra, sol y agua;
amor, trabajo, pasión, anhelos, esperanzas …

Cuando veáis un olivo
Preguntadle cual es su historia,
y después guardad silencio …