jueves, 16 de marzo de 2017

El motor de arranque del mundo moderno



En el anterior artículo describimos el proceso histórico de acumulación de fuerzas que durante más de cinco mil años se fue produciendo en el Viejo Mundo y que a partir del descubrimiento de América en 1492, por parte de los castellanos, y de la llegada de los portugueses a la India en 1498 entra en una nueva fase histórica que podemos llamar de “resolución” de las tensiones que se venían generando durante los cinco milenios precedentes.

Hoy a ese proceso le llamamos “globalización”, y representa un salto cualitativo en el desarrollo histórico de la especie humana que, intuímos, no es más que una fase de entrenamiento para el futuro salto hacia las estrellas. En nuestro desarrollo argumental vimos como el proceso que nos lleva desde los sumerios hasta la salida de Colón del Puerto de Palos había consistido en la creación de un poderoso acumulador de energía cultural que, en América y en el Extremo Oriente, encontró los motores que estaban esperándolo para empezar a girar, en un proceso de aceleración creciente parecido a la forma en la que aparecen los huracanes en los mares tropicales durante la estación que les resulta propicia.

El proceso, aunque esté lleno de millones de actos de voluntad y de decisiones tomadas por personas concretas, viene condicionado, en realidad, por el entorno geográfico y biológico en el que se despliega. Los hombres, en épocas de prosperidad, siguen el camino del agua. En los períodos involutivos el contrario, se repliegan hacia lugares más defendibles y menos disputados. Cuando se hicieron a la mar -en barcos de vela- siguieron el camino del viento. Por tanto, los fluidos que hacen posible la vida humana resultan determinantes a la hora de juzgar los procesos históricos, por eso vemos como los humanos van abriéndose paso a través de los obstáculos que la naturaleza les va poniendo por delante, apoyándose para ello en los elementos que esa misma naturaleza les brinda. Las sociedades humanas se van desplegando en interacción con el medio en el que se desenvuelven. Las montañas, los mares, los desiertos, las cuencas fluviales, el viento y los diversos ecosistemas biológicos actúan como factores canalizadores de las decisiones que los hombres toman cuando buscan el alimento que necesitan para poder sobrevivir.

Vistos los procesos históricos de esta manera, puede intuirse tras ellos una estructura subyacente, una especie de programa que los va determinando y que marca las tendencias, los tiempos, los ritmos de desarrollo de cada uno de los elementos que los componen. De pronto, los minerales que nos rodean dejan de ser meros objetos que encontramos en nuestro camino para convertirse en los vectores canalizadores de la vida y, a su través, de la Historia de los hombres. Nuestro planeta pasa a convertirse en un organismo vivo que va desplegando su proceso vital de manera paulatina a través de los elementos que hemos descrito. Un hombre es para La Tierra lo que un leucocito es para el humano en el que vive. Son planos distintos de una misma realidad. Si Contemplamos el devenir de la Historia como meros espectadores que están viendo una película en la que un fotograma es reemplazado por el siguiente, sin preguntarnos qué es lo que hay detrás, nos convertimos en simples piezas de una máquina que actúa siguiendo las directrices de un programa cuya existencia ignoramos.

Si contempláramos el mapa físico de una región desértica en el que estuvieran reflejadas con detalle las correspondientes curvas de nivel, podríamos imaginarnos el proceso de desarrollo de una civilización en el área citada si cambiaran las variables atmosféricas y comenzara a llover de manera sistemática. Podemos construir modelos de desarrollo de las dinámicas históricas observando de manera inteligente el entorno en el que se despliegan y, a partir de ellos, iniciar un proceso de reflexión acerca del sentido que tiene nuestra evolución histórica, hacia dónde nos lleva y, después, juzgar si estamos de acuerdo con ella. Si fuéramos capaces de hacer ese ejercicio de análisis podríamos dejar de ser sujetos pacientes que sufren las consecuencias de los procesos históricos, para convertirnos en los agentes que los diseñan y construyen.

Volviendo al hilo argumental que desarrollamos en nuestro artículo anterior, recordamos como después de hacer una evaluación de los procesos históricos que han tenido lugar en el Planeta Tierra durante los últimos cinco mil años detectamos dos grandes áreas activas que cumplen, cada una de ellas, una función diferente.

Por una parte está la zona de acumulación de energía que, históricamente, se ha desplegado en el grupo de continentes que hemos dado en llamar “Viejo Mundo” y, por la otra, el “Nuevo Mundo”, que es el continente donde se inició la gran descarga energética que dio origen a la modernidad y desencadenó el proceso de evolución tecnológica que llamamos “Revolución Industrial”. También insinué que esta fase histórica, en medio de la cual nos encontramos, era una etapa de entrenamiento para lo que está por venir.

A lo largo de la Edad Antigua la civilización se fue extendiendo por el Viejo Mundo, a través de los valles fluviales, siguiendo las líneas de los paralelos, es decir, en sentido este-oeste. Pero el eje de esa expansión estuvo situado entre los 30 y los 40 grados de latitud norte, que es donde se desplegaron los imperios hitita, asirio, babilónico, persa, alejandrino, cartaginés, romano...

En la Edad Media esa franja gana anchura, llegando por el norte hasta el Círculo Polar Ártico y por el sur hasta el Sahel (punto de arranque del Imperio Almorávide) y el Océano Índico; con una distancia angular de casi 50 grados. Esa zona se fragmenta en dos áreas: La septentrional o europea, que genera, como respuesta cultural, el “Occidente Cristiano Medieval” y la meridional, la de las tierras áridas que va desde el río Indo (por el este) hasta la costa atlántica marroquí (por el oeste) y que dio origen al Mundo Islámico. Ambas respuestas culturales se desarrollan en simbiosis con sus respectivos ecosistemas.

Durante mil años esas dos zonas se van consolidando, dibujándose entre ambas una línea de frente que va desde el Estrecho de Gibraltar hasta la línea de cumbres de la Cordillera del Cáucaso, a través de los mares Mediterráneo y Negro. A ambos lados de esa línea se va produciendo un endurecimiento ideológico que crea una fuerte polarización mental y unas poderosas vanguardias militares que generan sus propias inercias históricas que trascienden cualquier diseño estratégico de sus clases dominantes. Los políticos y los teólogos se ven arrastrados por las dinámicas históricas en las que se hallan envueltos y que los conducen.

Pero en el extremo más occidental de esa línea del frente, donde chocan las dos respuestas culturales citadas, la Península Ibérica presenta unas características muy especiales que la convierten en un elemento único dentro del conjunto que hemos descrito. Es un laboratorio de experimentación que la naturaleza creó hace millones de años. Cuando dos mundos chocan en ella el conflicto se eterniza y en su seno empiezan a aparecer individuos mutantes que exportan nuevas soluciones evolutivas hacia los ecosistemas circundantes.


Volvamos a nuestro Mapa Mundi. Observen como el extremo suroccidental de Europa parece estar huyendo de ella y, al hacerlo, la estira y la arrastra hacia el Océano Atlántico y el noroeste africano. Parece un remolcador tirando de un trasatlántico. Quizá fuera esa imagen la que inspirara a José Saramago a escribir su obra “La balsa de piedra”.

Esa percepción, que puede parecer una peregrina interpretación de una imagen geográfica comparable al juego de niños que consiste en encontrarle parecidos a las nubes también es, sin embargo, el resumen de su historia. Y no es por casualidad. Es evidente que la Península es la atalaya más privilegiada que hay en la ecúmene europea para dar el salto hacia los mundos remotos.


Y como vemos en esta imagen espacial del entorno mediterráneo no sólo estamos en la punta del continente del norte del Viejo Mundo; además somos la zona de transición ecológica de este extremo del mismo, el lugar donde se encuentran las floras y las faunas de los ecosistemas húmedo del norte y árido del sur. Este dato nos singulariza porque hay que desplazarse varios miles de kilómetros hacia el este para encontrar otra zona que desempeñe una función parecida (La Península de Anatolia), aunque en este caso con una mayor cantidad de rutas alternativas para rodearla de manera lateral, lo que disminuye la tensión que se produce, por unidad de superficie, en su zona de tránsito.

En la Península Ibérica se encuentran cada año aves que proceden del Círculo Polar Ártico con otras que vienen desde el corazón de África. Vientos portadores de semillas que traen consigo la información genética que recoge millones de años de evolución de la vida en las áreas circundantes, y el polvo sahariano que viene cargado de larvas de invertebrados de su patria originaria y que acaban depositándose como sedimento en los valles de nuestros ríos.

Las placas tectónicas europea y africana colisionan en el Estrecho de Gibraltar y en el Mar de Alborán, colocando ambos continentes casi a tiro de piedra. De hecho estuvieron unidos hace unos pocos millones de años (apenas nada en términos evolutivos) y esa breve coyuntura geológica sería aprovechada por las especies de animales terrestres y las plantas de ambos lados para cruzar el puente y probar fortuna en los ecosistemas que se habían puesto a su alcance.

El empuje de ambas placas ha elevado y deformado la superficie de la Península, creando en ella varias cordilleras alpinas, es decir, cordilleras jóvenes, muy erosionables, que se extienden siguiendo las líneas de los paralelos (Cantábrica, Pirenáica, Sistema Central, Montes de Toledo, Sierra Morena y Penibética). Esas cadenas montañosas, sumadas al efecto que una Meseta Central escalonada, con una superficie del tamaño de Inglaterra y una altitud media de 600 metros, convierten a nuestro país en un subcontinente-fortaleza, dividido en áreas naturales casi estancas que presentan un paisaje típico diferente en cada una, extendidas como franjas climáticas paralelas que provocan unas transiciones ecológicas muy nítidas entre ellas y nos convierten prácticamente en un laboratorio donde la naturaleza no para de experimentar y de inventar nuevas soluciones que luego son exportadas. Para cualquier especie foránea, ya venga desde el norte o desde el sur, le resulta casi imposible atravesar sin transformarse por el camino las barreras acumuladas de tantas cordilleras y valles escalonados en altitud que se encuentra por delante. Pero las nuevas variantes surgidas aquí tienen mucho más fácil extenderse desde España hacia el exterior (porque los niveles de variabilidad de nuestros vecinos son mucho menores que los nuestros) que hacia el interior, dónde abrirse paso unos centenares de kilómetros hacia el norte o hacia el sur tiene un coste evolutivo importante.

Por todo lo dicho, parece evidente que nuestro país responde a un diseño estructural que viene a ser una especie de volcán biológico que acelera los procesos evolutivos de los seres vivos y los exporta hacia los ecosistemas vecinos.

Hace ya tiempo que dijimos que las sociedades humanas son ecosistemas sociales, a las que pueden aplicarse las mismas reglas que a los biológicos. Ergo, lo que hemos dicho para estos también podemos hacerlo extensivo para aquellos. Y siguiendo en esa línea argumental recordarán que, igualmente, venimos afirmando hace años que la “Reconquista” española, es decir, los ochocientos años de lucha en suelo ibérico entre cristianos y musulmanes sirvió como un ensayo para la ulterior conquista del continente americano por parte española.

Cualquier tiempo anterior sirve, desde luego, como base para afrontar todo lo que viene después. Esa es una regla universal aplicable a cualquier momento y a cualquier lugar. Pero hay procesos que nos prepararan para sacar el máximo provecho a los acontecimientos del futuro y otros que provocan el efecto contrario. La Edad Media peninsular es, probablemente, uno de los procesos históricos que mayores potencialidades haya transmitido a los sujetos que la sufrieron para afrontar las circunstancias concretas que el destino les había reservado. A continuación repetiremos, una vez más, los argumentos que hemos utilizado ya en otros artículos de nuestro blog:

“dije que España es el país con mayor diversidad regional del mundo en un espacio geográfico de dimensiones medias. Y les mostré las dos imágenes que ven más abajo:

 Península Ibérica             Corte transversal en el sentido de los meridianos

También afirmé que es un concentrado de los paisajes que se dan en todo el ámbito peri-mediterráneo. Ahora veamos esto dinámicamente. Primero tracemos las líneas de cumbres que se dan en las cordilleras peninsulares:

Líneas de cumbres de las cordilleras ibéricas



Dichas líneas delimitan una serie de regiones naturales que vemos aquí:”[1]


Regiones naturales de la Península Ibérica

Esta diversidad de las regiones naturales peninsulares, actuando dinámicamente durante ochocientos años de conflictos armados, fueron preparando a la Civilización Hispánica para dar el salto hacia el Nuevo Mundo, que bauticé hace tiempo como “El Continente Transversal”, debido a que las líneas de cumbres de sus cordilleras trazan líneas que se extienden, como los meridianos, en sentido norte-sur, en abierto contraste con lo que sucede en el Viejo Mundo, donde estas líneas se desarrollan en sentido este-oeste, como los paralelos.

Esa transversalidad se convirtió en el telón de fondo que permitió a la “respuesta multimodal española”, surgida en el entorno multiecológico peninsular durante los ochocientos años que duró la “Reconquista” proyectarse sobre él, actuando como un prisma que filtra la luz y la descompone en franjas paralelas en forma de arco iris.

Descomposición de la luz en un prisma de cristal

En el Nuevo Mundo los españoles encontraron todos los ecosistemas posibles que se dan en el Planeta Tierra (húmedos, secos, fríos, cálidos) y se repartieron por ellos buscando allí los paisajes que se parecían más a su región natural de procedencia. Este es el secreto que hizo posible la construcción del primer gran Imperio Transversal de la Historia de la Humanidad. Un imperio que, en 1800, se extendía casi desde el Círculo Polar Ártico hasta el Antártico.

Como expliqué hace tiempo, la transversalidad del Imperio español es el desencadenante histórico de la modernidad europea y de su consecuencia: La Revolución Industrial[2].

Ahora echemos un nuevo vistazo a los dos últimos mapas que hemos presentado, tanto el de las líneas de cumbres ibéricas como el de sus regiones naturales. El primero de ellos, de manera esquemática, vendría a ser algo así:


¿No les recuerda este esquema el de un corazón?


La Península Ibérica ha funcionado durante la Edad Moderna como el corazón que, con sus latidos, ha estado bombeando hombres y recursos entre los distintos continentes que hay en el Planeta Tierra. El corazón, en el cuerpo de cualquier ser vivo, funciona como el motor que organiza los flujos que distribuyen la sangre por él. El “corazón español”, como cualquier otro, tiene dos lados: el derecho u oriental, orientado hacia el Mediterráneo, que coincide con los límites geográficos del antiguo Reino de Aragón y que posee una aurícula y un ventrículo (Valle del Ebro y zonas costero-insulares-levantinas), que responden a los estímulos que reciben desde el ámbito mediterráneo y los replican, y el izquierdo u occidental, orientado hacia el Atlántico y a su través hacia América, un mundo mucho más variado aún desde el punto de vista paisajístico que el mediterráneo y que, para replicarlo en su interior necesita más “compartimentos” que el otro. El escalonamiento de los valles occidentales de la Península Ibérica responde adecuadamente a esa necesidad, generando el efecto “prisma de cristal” que mostré más arriba y que en su día llamé “respuesta multimodal española”.

El “corazón español”, conectado con la “camisa de fuerza francesa” (conjunto de territorios que estuvieron vinculados políticamente con la corona española en el oriente francés entre 1517 y 1700), la Italia española (Nápoles, Sicilia y Cerdeña) y el Imperio Transversal americano, al que habría que sumar el efecto suplementario que la actuación del Imperio portugués estaba llevando a cabo en Brasil, África y Asia en paralelo al desarrollo de las tres áreas del Imperio español moderno, convirtió a la Península Ibérica en la organizadora de los flujos humanos que se despliegan desde los albores de de la Era de los Descubrimientos Geográficos y que fue asignando roles a todos aquellos espacios que fueron siendo arrastrados hacia su órbita política. Es en ese contexto en el que surgen las ocho burbujas estancas europeas que describí en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[3], los dos subimperios americanos de los que hablé en “Los imperios mestizos”[4] y que no son otros que los virreinatos americanos de Nueva España y del Perú -continuadores respectivos de los imperios azteca e inca- y la red de colonias -tanto portuguesas como españolas- que se despliegan en África y Asia y que incorporan a las civilizaciones del Extremo Oriente asiático a los flujos comerciales marítimos intercontinentales, sentando así las bases materiales para el salto tecnológico que dará origen a la Revolución Industrial.

Sobre esa estructura se montaron los imperios ultramarinos de la Segunda Generación (Inglaterra, Francia y Holanda), los de la tercera (Alemania, Italia, Bélgica, Rusia) y los que vinieron después (EEUU, Japón, China...), todos ellos continuadores del impulso primigenio que los pueblos ibéricos dieron a lo largo del siglo XV, en los albores de la Era de los Descubrimientos Geográficos, convirtiendo a la Península en el motor de arranque que puso en marcha el Mundo Moderno.