domingo, 11 de diciembre de 2016

Una máquina gigantesca



En el anterior artículo estuvimos viendo las consecuencias históricas que tuvo la Guerra de la Independencia española (1808-1814) a escala mundial derivadas del hecho de que el Imperio Español, en 1808, era la estructura política más poderosa que había existido hasta ese momento sobre La Tierra.

La Edad Contemporánea es hija de esa coyuntura concreta. Los historiadores suelen remarcar la relación directa que hay entre la Revolución Francesa y, en menor medida, la Americana con el advenimiento de la contemporaneidad. Al hacerlo se están fijando en los “sujetos agentes”, obviando que buena parte de su fuerza expansiva deriva de la existencia de unos “sujetos pacientes” (los imperios español y portugués) cuya absorción relativa potenció extraordinariamente el perfil transformador de dichas revoluciones y de la aparición del poderoso Imperio Británico decimonónico.

En nuestro artículo “Las otras transversalidades” dijimos:

El Imperio persa (incluyendo en él su fase final “alejandrina”) es la culminación de un proceso histórico que empezó mucho antes y que tuvo por protagonistas previos a babilonios, asirios, hititas... Todos estos pueblos actuaron, cada uno en su propio tiempo político, como facciones que pelearon por el liderazgo de una ecúmene suroccidental asiática que, finalmente, se fragmentaría.

A la siguiente fase histórica le podríamos llamar “El Imperio Mediterráneo”, por el que estuvieron luchando, durante un milenio, fenicios, griegos, cartagineses y romanos, culminando históricamente con estos últimos. Con Roma la iniciativa política se desplaza desde el suroeste de Asia hacia el centro del Mar Mediterráneo. Cuando este proceso alcanza su punto álgido tiene -necesariamente- que romper al anterior porque hay una importante área de solape entre ambos: todas las tierras situadas al oeste de Mesopotamia. La estructura política persa sobrevivió porque estaba muy alejada de ese eje mediterráneo, pero a la defensiva.”

Y en “Homo Ibérico”:

En las orillas del Mediterráneo se estuvo gestando desde los tiempos de las civilizaciones cretense y egipcia un nuevo proyecto cultural que fenicios y griegos difunden por las mismas y que los cartagineses primero y los romanos después van transformando en la estructura política más poderosa que se había conocido nunca en el Viejo Mundo -al menos, al oeste de China-.

Cubierto su ciclo histórico primigenio, dicho proyecto se desintegra durante el primer milenio de nuestra era y cede ante la presión de sus adversarios que no paran de hostigarlos desde los continentes que circundan el Mare Nostrum y que articulan dos respuestas culturales alternativas al impulso mediterráneo: la germánica y la musulmana.

Pero en los campos de batalla donde ambos proyectos se encuentran, que representan a su vez los límites ecológicos de los mismos, se irá incubando durante un milenio el segundo ciclo mediterráneo, que protagonizaron españoles y turcos desde los comienzos del siglo XVI.”

Este segundo ciclo mediterráneo no se detuvo en los confines de este mar, sino que de la mano de españoles y portugueses se abrió paso a través de tres océanos (Atlántico, Pacífico e Índico), produciendo un nuevo salto cualitativo (comparable al que griegos y romanos protagonizaron en la antigüedad) en la Historia de la Humanidad que desencadenarían los procesos históricos de largo alcance que han dado lugar al mundo moderno y contemporáneo. Todos los cambios tecnológicos, científicos, sociales y culturales que se han venido haciendo durante el último medio milenio son la consecuencia de los descubrimientos geográficos que se han ido produciendo desde el siglo XV, y el elemento desencadenante más poderoso para que esto fuera así lo constituye la creación de lo que llamé “El Imperio Transversal”.

Observen este mapa mundi físico:


Ahora dibujaremos sobre él las líneas de cumbres de sus cordilleras más importantes:


Las cordilleras, los mares y los desiertos constituyen las más poderosas barreras que la naturaleza pone al avance de las sociedades humanas, al menos hasta que estas alcanzan un determinado umbral tecnológico.

Los orígenes de las civilizaciones primigenias se sitúan en las áreas que hemos marcado en rojo:


Y se expanden después siguiendo la dirección que marcan las flechas:


Como vemos, esos impulsos expansivos se abren paso a través de los obstáculos que la naturaleza puso millones de años atrás. Las líneas de cumbres de las grandes cordilleras y los desiertos (marcados en color marrón oscuro) ejercen la función de barreras que canalizan el impulso expansivo de los humanos hacia los valles fluviales, siguiendo el camino del agua.

Si nos fijamos en los procesos que tienen lugar en el grupo de continentes que hemos dado en llamar “Viejo Mundo” (Europa, Asia y África), el impulso expansivo dominante se despliega en sentido este-oeste, siguiendo las líneas de los paralelos.

Si miramos hacia América (El “Nuevo Mundo”), en cambio, dicho impulso tiene sentido norte-sur. En ambas zonas el despliegue sigue, como hemos dicho, el camino del agua (cuando se llega al mar los hombres siguen por la costa). Lo que marca la diferencia entre el Viejo y el Nuevo Mundo son el sentido de las líneas de cumbres de sus cordilleras, que en el Viejo siguen la línea de los paralelos y en el Nuevo la de los meridianos. Por eso llamé a América, hace tiempo, el “continente transversal”.

Como el Viejo Mundo es mucho más grande que el Nuevo tiene una masa crítica mayor de habitantes, lo que ha hecho que los procesos históricos que han tenido lugar en esa zona se hayan desplegado antes y hayan tenido una mayor complejidad.

Las estructuras imperiales desplegadas en él en la antigüedad y a lo largo de la Edad Media lo hicieron todas, como ya vimos hace tiempo, en ese sentido este-oeste y, en consecuencia, se expandieron por sus respectivas franjas climáticas:

“Cuando una estructura política se expande hacia el este o hacia el oeste lo está haciendo por su misma franja climática. Los conquistadores se van encontrando paisajes parecidos a los de su país de origen en los territorios conquistados. Climas parecidos, producciones parecidas por tanto. Su modelo de sociedad es fácil de trasplantar dentro de esa franja. Este tipo de desarrollo potencia las soluciones culturales más adaptativas a ese medio por el que están avanzando y crean un mundo sólido pero relativamente estático, en el que pesan mucho los detalles concretos que solucionan problemas concretos pero genéricos dentro de su hábitat. Surgen marcadores de etnicidad asociados a la alimentación y a la vestimenta (los rituales del té, por ejemplo, o el tabú asociado al consumo de la carne de cerdo), que son igual de válidos en países que están situados a miles de kilómetros de distancia. Esos esquemas de desarrollo cultural es muy fácil que se fosilicen -gracias a su buena adaptación al medio- y que después pesen como una losa en procesos históricos ulteriores.”
[...]
“Un imperio “horizontal” (desarrollado en sentido este-oeste) es una forma de organización de las sociedades humanas que se acopla a un ecosistema natural y establece una relación con él que busca la estabilidad y la identificación entre sociedad y paisaje (las sociedades islámicas de la franja árida del Viejo Mundo quizá representen uno de los casos más paradigmáticos y fáciles de visualizar), que pretende algo parecido a lo que busca la adaptación biológica de un animal a su medio.”[1]

Durante miles de años las estructuras imperiales del Viejo Mundo han ido expandiéndose por Asia, Europa y el norte de África, acumulando un poder cada vez mayor e integrando dentro de sus respectivas ecúmenes culturales (los cristianos medievales, el mundo islámico, el subcontinente indio, China y las zonas periféricas de cada una de ellas) a las diversas poblaciones que las habitaban, en un proceso de crecimiento paulatino que conoció varias fases de desarrollo tanto evolutivas como involutivas, como una especie de big bang planetario, como el latido de un corazón gigantesco en el que en cada milenio construía (para deconstruir después) un nuevo megaproyecto imperial, varios de los cuales hemos ido describiendo en nuestros diferentes artículos.

Primero fueron las culturas fluviales del Nilo, de Mesopotamia, del Indo y de la China antigua. Después vino la fase del Imperio suroccidental asiático (asirios, babilonios, hititas, persas y el Imperio de Alejandro Magno). La siguiente fase fue el primer ciclo mediterráneo (fenicios, griegos, cartagineses, romanos), que cederá ante el empuje de las ofensivas continentales medievales (germanos y árabes). La quinta fue el segundo ciclo mediterráneo (españoles y turcos) que rompería los límites del Viejo Mundo, alcanzando al continente de reserva que se había mantenido oculto, en el oeste, durante miles de años, dando lugar al primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad: El Imperio Español, y a los que lo acompañaron (el Imperio Portugués) o siguieron (ingleses, franceses, holandeses).

“Cuando un imperio se extiende hacia el norte o hacia el sur está atravesando -en ese proceso- ecosistemas diferentes, paisajes diferentes, climas diferentes. Lugares donde prosperan faunas y floras distintas, que obligan a los hombres a alimentarse y a vestirse de distinta manera, forzando a los conquistadores a reprimir su impulso de imponer a los conquistados soluciones estándares, ya sean propias o ajenas, y a desarrollar una mayor receptividad hacia las soluciones culturales locales que son válidas solamente a ese nivel. Empujan a las estructuras imperiales a dar márgenes amplios de autonomía a los gobernantes que están sobre el terreno para adaptar las directrices genéricas a los casos concretos. Obligan a los hombres a distinguir lo esencial de lo circunstancial (por eso el idioma castellano distingue nítidamente el “ser” del “estar”, lo que no está tan claro en otras lenguas europeas), lo fundamental de lo accesorio.
[...]
“Un imperio “transversal” (desarrollado en sentido norte-sur), en cambio, es una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.”[2]

Durante miles de años en el Viejo Mundo se había estado desarrollando un poderoso proceso de acumulación de fuerzas que había integrado dentro de sus diferentes áreas culturales a cientos de millones de personas. En su mitad occidental habían prosperado dos ecúmenes diferentes: cristianos al norte (en simbiosis con la franja húmeda europea) y musulmanes al sur (en simbiosis con la franja árida suroccidental asiática y del norte de África). Estas dos civilizaciones llevaban en 1492 casi un milenio atrincheradas en sus respectivos ecosistemas.

En los campos de batalla donde estos dos mundos llevaban batiéndose un milenio, habían ido surgiendo dos imperios, que eran las fuerzas de vanguardia de cada uno de ellos: El Imperio Turco, en el este, cuyo centro de gravedad se situó en la Península de Anatolia, en el Mediterráneo Oriental, una zona de transición ecológica entre las áridas tierras de Mesopotamia y las húmedas de los Balcanes y del Cáucaso. Y el Imperio Español, al oeste, cuyo centro de gravedad estaba en la Península Ibérica, en el Mediterráneo Occidental, en la zona de transición ecológica entre las áridas tierras de Magreb y las húmedas del occidente europeo. A principios del siglos XVI comenzará un duelo singular entre estas dos poderosas estructuras políticas, que durará trescientos años y que ya describí en mi artículo “El duelo mediterráneo”[3].

Pero España no sólo estaba situada en medio del campo de batalla occidental entre dos civilizaciones y en el área de transición ecológica entre dos ecosistemas. España era, además, el “Fin de la Tierra” medieval (el Finisterre), el lugar donde rolan los vientos del “8” atlántico, el electrodo suroccidental europeo que, una vez descubierta la brújula, el astrolabio, los archipiélagos de la Macaronesia (Azores, Madeira, Salvajes, Canarias y Cabo Verde) y los secretos de los vientos atlánticos, descargó su energía, es decir su vanguardia humana, hacia el oeste, hacia el continente de reserva que acababa de aparecer, como telón de fondo, al otro lado del Atlántico.

Y en América rigen otras leyes distintas a las del Viejo Mundo. Ya dije que es el “continente transversal”, allí los hombres se mueven en el sentido de los meridianos, no en el de los paralelos como ocurre por aquí. Y eso significa desplazarte por todos los ecosistemas posibles que existen en el planeta Tierra. Cuando los españoles salen de la “Autopista de los Alisios” (que va desde Canarias hasta el Mar Caribe) se encuentran en zona tropical (que en el Viejo Mundo se halla situada al sur del Desierto del Sáhara). Sólo los portugueses habían visto –en 1492- algo parecido (muy pocos años antes, por cierto). El tipo de selvas que encontraron en las Antillas eran toda una novedad para ellos. Después descubrirían las mesetas de Mesoamérica y de Colombia, los altiplanos andinos, los desiertos, los manglares... Cada ecosistema nuevo con el que se topaban los obligaba a redefinirse, a transmutarse interiormente. En cada uno de ellos prosperaban unos animales y unas plantas diferentes a las que ellos conocían, lo que les forzaba a cambiar su dieta. También tenían climas distintos, haciéndoles vestirse de diferente manera.

Esta variedad de productos que se encontraron en los diferentes ecosistemas americanos estimularon el comercio intercontinental, desarrollando después economías de escala e impulsando la investigación científica y el avance tecnológico.

La transversalidad americana produjo un cortocircuito planetario que terminó poniendo en contacto a los hombres que vivían en todas las áreas culturales de la Tierra, no sólo las americanas, porque los españoles y los portugueses, una vez que se hicieron a la mar, terminaron alcanzando los confines de los grandes océanos que bañan los continentes de nuestro mundo. Los musulmanes serán rodeados por el sur y se encontrarán con los portugueses en el Océano Índico. En la India e Indonesia aparecerán colonias portuguesas que conectarán Europa con el Extremo Oriente. Españoles y portugueses se encontrarán, todavía más hacia el este, en los mares que rodean China y Japón, los primeros llegaban hasta allí navegando por el Pacífico, en el famoso “Galeón de Manila”, los segundos por la ruta del Índico ya citada.

Recapitulemos: Durante miles de años en el Viejo Mundo se había venido desarrollando un poderoso proceso de acumulación de fuerzas que había desplegado, en su mitad occidental, dos grandes áreas culturales (cristianos y musulmanes) paralelas y enfrentadas por toda su línea de contacto, que iba desde el Estrecho de Gibraltar, en el oeste, hasta la cordillera del Cáucaso, en el este y que en 1492 presentaba ya una antigüedad de casi mil años. Un ingeniero diría que el sistema que entre cristianos y musulmanes habían montado era un inmenso acumulador de energía, es decir, una gigantesca batería. Y lo dibujaría de esta manera:

A finales del siglo XV españoles y portugueses se hacen a la mar. Los primeros descubren –primero- y se extienden –después- por el “continente transversal” y los segundos rodean al mundo islámico, apareciendo por su extremo suroriental. Los dos, cada uno en su zona, cierran el circuito eléctrico y convierten a sus nuevos territorios ultramarinos en el motor que desencadena la gran transformación cultural que nos ha traído hasta aquí. Un ingeniero lo dibujaría así:

¿Para qué queremos una batería? pues para suministrar energía a una máquina y que ésta pueda hacer así su trabajo. El planeta Tierra es un inmenso circuito en el que los continentes y sus relieves respectivos constituyen la parte fija y los fluidos (el viento y el agua) y los seres vivos sus partes móviles, las que están destinadas a hacer el trabajo.

El salto tecnológico se desencadena en el momento en el que se cierra el circuito: 1492 (Colón alcanza las tierras americanas) y 1498 (Vasco de Gama llega a la India). En ese momento la máquina comenzó a girar y, como un huracán, en cada nueva vuelta que da arrastra a nuevos países en su proceso de transformación.