martes, 2 de diciembre de 2014

Un proceso milenario


A principios de 2012 comencé a desarrollar en este blog la serie de artículos que llevan la etiqueta genérica de “Dinámica Histórica”. Con ellos pretendía explicar mi particular visión de los procesos históricos que han ido teniendo lugar en el mundo como consecuencia del despliegue histórico de la Civilización Hispana.

Estoy convencido de que el impacto que la acción de los pueblos ibéricos ha tenido en la Historia Universal durante los últimos quinientos años ha sido tan poderoso que si a lo largo del siglo XV se hubiera producido una involución política en España que nos hubiera mantenido encerrados en nuestra península, peleándonos entre nosotros durante los siguientes doscientos años, el resultado final, a escala planetaria, hubiera sido que durante el último medio milenio nos hubiéramos ido enterando poco a poco de la existencia de los pueblos de América, pero que los europeos seguirían encerrados en Europa, dónde tres o cuatro imperios se disputarían el poder entre sí, y desde el punto de vista tecnológico y científico no andaríamos muy lejos del nivel que teníamos entonces, o del que pudieron llegar a desplegar, en su día, los romanos o los griegos. El modo de producción más extendido por el mundo hoy día sería el que denomino “señorial”, que es el que se corresponde con la fase de desarrollo político de las estructuras imperiales que el Viejo Mundo conoce desde hace miles de años (persas, egipcios, chinos, romanos, árabes, etc.)

La clave de la mutación que se ha producido en nuestro mundo desde entonces hay que buscarla en España durante la profunda Edad Media. En este lugar y durante ese tiempo se estuvo incubando la criatura que, una vez que rompió el cascarón peninsular, arrastró al resto del mundo hacia la modernidad.

Como el asunto no parece, ni mucho menos, evidente, llevo casi tres años explicando, paso a paso, mis razones, a través de las cuales intento demostrar por qué esto es así.

La afirmación teórica básica de partida es que las sociedades humanas son un subsistema de los ecosistemas naturales, y tienen que ser analizadas -dinámicamente- en relación con ellos. Los procesos históricos humanos actúan en un medio natural que los canaliza y que, también, reacciona frente a ellos. Si la acción del hombre provoca un agotamiento de los recursos naturales, el hambre hará acto de presencia y, con él, la agudización de los enfrentamientos entre los distintos grupos humanos. La violencia se extenderá y, finalmente, se producirá una resolución de tales conflictos de dos maneras alternativas posibles: o bien de forma involutiva o, por el contrario, de manera evolutiva. Es decir, o avanzamos o retrocedemos. Así de simple.

Para seguir avanzando es preciso, necesariamente, dar un salto tecnológico que nos permita obtener un mayor rendimiento a los recursos disponibles. Como consecuencia de esto el hombre volverá a reajustar su relación con el medio y las sociedades entrarán en una nueva fase expansiva que durará hasta que se produzca un nuevo agotamiento de los recursos en el nuevo estadio tecnológico en el que los humanos se embarcaron.

Si no es posible dar ese salto, por el contrario, la población disminuirá y asistiremos a un proceso de involución social con todas sus consecuencias: El estado se debilitará y se fragmentará, los señores ganarán preeminencia social, aumentará la delincuencia, disminuirán los flujos comerciales, la población abandonará las ciudades y retornará hacia el campo, aumentará la proporción de personas que se gana la vida en el sector primario de la economía, disminuyendo la que lo hace en el terciario, etc. etc. Es lo que los historiadores constatan que ocurrió a lo largo del Bajo Imperio Romano y la Alta Edad Media, y justo lo contrario de lo que viene sucediendo durante los últimos mil años.

A cada nivel tecnológico le corresponde una determinada estructura social, una forma de organizar el estado, un sistema de explicaciones del Universo que nos envuelve y de nuestros propios orígenes, una moral asociada a ese sistema de explicaciones, unas densidades de población determinadas, una trama urbana congruente con ellas, una red logística y comercial que garantice los suministros necesarios para su sistema de ciudades y un nivel de integración de ecosistemas naturales dentro de su sistema económico. Todas esas facetas son complementarias, se integrarán dentro del sistema social del que forman parte y, a través suya, de los ecosistemas naturales (varios) con los que se encuentran vinculados. De tal manera que un avance -o bien un retroceso- en cada una de estas facetas, termina teniendo consecuencias (aunque no necesariamente de manera simultánea) en todas las demás.

Los dos artículos de esta serie más leídos hasta el día de hoy son “El Imperio Transversal”[1] y “Las otras transversalidades”[2]. En los dos me entretuve explicando cómo el Imperio español se ha singularizado históricamente, frente al resto de imperios de nuestro planeta -anteriores a él- por una característica que usé para definirlo desde el punto de vista funcional: la transversalidad, a la que definí, en el primero de ellos, como:

“Una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural [que su opuesto, el imperio horizontal] y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?”

Como dije más arriba, las sociedades humanas evolucionan o involucionan, pero nunca se detienen, y en ese proceso dinámico, aunque actúen de forma primigenia y/o prioritaria sobre una faceta concreta de ese cambio social, terminan ejerciendo un efecto de arrastre sobre el resto de ellas que lo complementan.

Los españoles, al construir el primer gran imperio transversal de la Historia de la Humanidad, rompieron el corsé que hasta entonces venía limitando el desarrollo político del resto de formaciones que le precedieron en el tiempo (las horizontales), que no habían sido capaces de extenderse de una manera eficiente y/o competitiva fuera de su hábitat natural de procedencia. Y al hacerlo pusieron en marcha un mecanismo de relojería que traería como consecuencia, a medio plazo, la vinculación económica del resto de pueblos de la Tierra.

Al poner en contacto a sociedades que vivían en varios ecosistemas naturales diferentes provocaron un incremento formidable de los intercambios económicos, porque había centenares de mercancías exóticas que transportar desde un punto hacia otro, dónde eran muy demandadas y no podían producirse. Ese aumento del comercio fue un acicate para el desarrollo de las economías de escala, la explotación de las ventajas comparativas que cada cual tenía, para profundizar en los procesos de especialización económica de las diferentes regiones integradas dentro del sistema, para la innovación tecnológica y científica...

La Revolución Industrial ¡¡es una consecuencia!! del desarrollo de la transversalidad político-social. La primera es hija de la segunda o -al revés- la segunda ha actuado históricamente como desencadenante de la primera.

Es posible que haciendo un análisis puramente histórico no acabe de percibirse esto con claridad debido a que, aunque desde que los españoles pusieron su pie sobre el continente americano propiamente dicho (lo que llamaron entonces “Tierra firme”) fueran avanzando por ecosistemas cada vez más variados, abriendo nuevas rutas comerciales e incorporando una gran cantidad de productos nuevos a las redes preexistentes, eran muy pocos y, en consecuencia, no podían generar un gran volumen de intercambios. Aunque desde el punto de vista cuantitativo el impacto se fue produciendo con una cierta gradualidad, desde el cualitativo, sin embargo, tuvo consecuencias inmediatas, cambiando desde el primer momento las reglas del juego. La globalización no es ningún invento contemporáneo, es una consecuencia directa de los descubrimientos geográficos realizados por vía marítima a partir del siglo XV, especialmente del descubrimiento y conquista de América por parte de los españoles.

¿Por qué pongo el énfasis en la acción de los españoles? Veamos:

“Hace ya tiempo que se dio a conocer la famosa saga vikinga de Erik el Rojo, uno de cuyos hijos, Leif Eriksson, parece que estuvo en América –en el año 1001-, a la que llamó Vinland. En algún lugar de la costa noreste de Norteamérica hubo, durante algunos años a principios del siglo XI, una colonia vikinga. Recientemente se ha publicado una obra que habla de un hipotético descubrimiento chino del continente americano en 1421. Hay además otros muchos libros que hablan de otros posibles descubrimientos de América con una base argumental mucho más endeble, internándose algunas claramente en el terreno de la ficción más o menos literaria.

Admitamos, por un momento, la posibilidad de que todas y cada una de estas propuestas fueran ciertas y que América haya sido un continente bastante visitado por todo tipo de “turistas” a lo largo de la Edad Media e, incluso, la Edad Antigua. ¿Qué diferencia al descubrimiento español de los demás? ¿Qué es lo que hace que sigamos hablando del “Descubrimiento”, con mayúsculas, cuando nos referimos al de 1492 y releguemos los demás a la categoría de “curiosidades”? Pues, sencillamente, que éste fue el único que tuvo verdaderas consecuencias históricas. Colón, cuando volvió, hizo exactamente lo mismo que Leif Eriksson y que el general chino que comandaba la flota descubridora: contar lo que había visto y decir donde estaba. La diferencia la marcaron los que escucharon esa noticia. Los españoles fueron los únicos que se pusieron inmediatamente en marcha. Las dos naves supervivientes del primer viaje colombino regresaron en marzo de 1493, en abril sería recibido Colón en audiencia por los reyes en la ciudad de Barcelona y el 25 de septiembre partía de nuevo, con 17 naves y el mandato de “explorar, colonizar y predicar la fe católica por los territorios que habían sido descubiertos en el primer viaje”[3]. La diferencia no la marcó Colón, la marcó España..”

[…]

“durante más de cien años América fue, prácticamente, monopolio de los españoles, por la ausencia de competidores que merecieran tal nombre. Mientras tanto las noticias procedentes del Nuevo Mundo no paraban de llegar a las cortes europeas. Está claro que por falta de estímulos no era.

Cuando los primeros descubridores-colonizadores ultra pirenaicos aparecen por el Nuevo Mundo el Imperio ultramarino español era una realidad tan consolidada y tan poderosa que sólo cabía arañar un poco en su capa más externa. Quien quisiera competir con España con alguna posibilidad de éxito tenía que adoptar buena parte de su modelo. España marcó el camino y, también, las reglas del juego. Es altamente probable que, sin el poderoso impulso que los españoles imprimieron a la expansión ultramarina en el continente americano durante el siglo XVI, el modelo de expansión marítima de los europeos hubiera sido radicalmente diferente y, desde luego, mucho más lento, más pausado.”[4]

La España medieval fue una especie de caldera a presión. Durante ochocientos años los musulmanes no pararon de lanzar una ofensiva tras otra contra los núcleos de resistencia cristianos del norte peninsular. En total fueron cinco grandes “tsunamis” los que intentaron doblegar al pueblo estructuralmente más complejo de la ecúmene europea. La primera invasión sería la del año 711, cuya presión militar se mantendría durante varias generaciones, a la que seguiría más adelante la poderosa ofensiva de los amiríes (980-1009), los almorávides (finales del siglo XI y primera mitad del XII), almohades (siglos XII-XIII) y benimerines (siglos XIII-XIV).

Los musulmanes, en cada nueva oleada ofensiva que lanzaban, hacían retroceder a las fuerzas de los cristianos hasta que estos conseguían articular una línea defensiva con la suficiente consistencia como para poder contenerlos. En ese punto se “encastillaban” y organizaban la resistencia hasta que el impulso militar del adversario empezaba a debilitarse. A partir de ese momento empezaban a desplegarse por el territorio fronterizo las “mesnadas”, que se dedicaban a tantear la consistencia de las líneas del enemigo, al que van sometiendo de manera paulatina a un proceso de desgaste hasta que consiguen ponerlo a la defensiva. Desde ese momento empiezan a desplegar toda su fuerza militar, arrollándolo y empujándolo hacia el sur. Poco después una nueva oleada invasora musulmana sustituye a la anterior y el proceso se reinicia otra vez, aunque la línea del frente, en cada nueva oleada, se sitúa unos doscientos kilómetros más hacia el sur.

La Edad Media española es un proceso de acumulación de fuerzas que repite, de una manera cíclica, una serie de patrones que se desarrollan con una lógica interna recurrente que gira sobre su eje interno -en espiral- amplificando su propio modelo en cada nueva pasada

“la Edad Media actuó, en España, como un crisol en el que se fundió –primero- y se templó –después- una nueva civilización. La Era de las Invasiones Africanas puso la línea del frente al rojo vivo y para hacer retroceder esa línea, durante 250 años, no paró de aumentar la presión de la caldera hasta que, finalmente, se obligó a los musulmanes a replegarse hasta la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. A los que contemplaron la lucha desde el corazón del continente [...] les pudo parecer algo exótico, tal vez folclórico pero, aunque no lograran darse cuenta de ello, aquí se estaba jugando su propio futuro. Pero ya vimos como en una España con una de las densidades de población más bajas de Europa (es un país semiárido) y dividido en dos por la línea del frente, se libraron batallas con decenas de miles de combatientes por ambos bandos lo que implicaba, en el lado cristiano (los musulmanes llegaron a reclutar soldados hasta las orillas de los ríos Níger y Senegal), movilizar a un elevado porcentaje de sus habitantes, lo que terminó militarizando a la sociedad entera. No es nada fácil derrotar a un pueblo que ha ido creciendo despacio y avanzando lentamente en medio de un inmenso campo de batalla.”[5]

[…]

[España era] “un país de países, un pequeño continente, un lugar donde coexistían fértiles valles con auténticos desiertos, praderas atlánticas, extensas sierras y amplias estepas, todo ello bajo un sol de justicia, que hacía vivir a sus hombres siempre pendientes del cielo, implorando el agua cuya presencia marca la diferencia entre la vida y la muerte, la prosperidad y la miseria.”[6]
[…]

“La “Reconquista” española forjó el tipo humano -y también la sociedad- que se necesitaba para protagonizar la epopeya americana. La transversalidad [...] ya estaba prefigurada en la España medieval y sus elementos también estaban presentes, incluso, en el Imperio Romano, que supo vincular durante siglos a los habitantes de las tierras húmedas europeas con los de las áridas del norte de África y de Asia suroccidental.” [… Era] “una sociedad todo-terreno, capaz de estructurarse en las Antillas, en los Llanos de Venezuela, en Mesoamérica, la zona andina, los pre-desiertos de los trópicos… Hacía falta la respuesta multimodal española."[7]

La sociedad industrial que vimos aparecer y extenderse por el mundo a partir del siglo XIX necesitaba, como condición previa, una estructura económica y política planetaria consistente y segura.

Aunque hoy cuando miramos hacia el pasado nos encontremos primero con los imperios coloniales europeos de la segunda generación (ingleses, franceses y holandeses), estos actúan como árboles que nos impiden ver el bosque primigenio que hizo posible esta estructura secundaria.

Incluso olvidándonos de la “remota” historia que se desarrolló durante los siglos XVI al XVIII resulta que, aunque los imperios coloniales europeos del siglo XIX tuvieran una extensión planetaria y hubieran desarrollado un activo comercio entre las metrópolis y sus respectivas colonias, estableciendo un sistema de intercambio desigual entre centro y periferia, había ya unas estructura políticas intermedias independientes (las antiguas colonias ibéricas, los Estados Unidos de Norteamérica, los estados de Europa Oriental y las estructuras políticas asiáticas que resistieron la agresión europea sin perder totalmente su soberanía nacional, como China o Japón) que introducen un factor de complejidad y una profundidad estratégica en la estructura económica global que estabilizaba el modelo y le daban consistencia. Una parte importante de esas estructuras intermedias estaban presentes en él como consecuencia de la acción que los ibéricos venían desarrollando desde finales del siglo XV y no sólo en América. Las grandes culturas de Asia Oriental, cuando holandeses, ingleses y franceses aparecen en la zona, ya estaban integradas en circuitos comerciales que conectaban la región con Europa y habían desarrollado “anticuerpos” culturales frente a los europeos que les ayudó a establecer una relación más igualitaria, más multilateral, con los recién llegados de lo que hubiera sido ese mismo contacto sin el precedente ibérico. 

Los biólogos han aprendido que la presencia de una especie nueva -animal o vegetal- que procede de un ecosistema foráneo e otro diferente puede provocar una transformación del propio paisaje, afectando a aspectos sobre los que ese animal o planta no puede actuar directamente, pero sí de forma indirecta a través de la reacción en cadena que termina provocando. Pues el descubrimiento, por parte de los marinos ibéricos del “8” atlántico, desencadenaría un proceso que aún sigue cambiando el mundo y que terminará, en su día, llevando al hombre hasta las estrellas.