viernes, 15 de agosto de 2014

El por qué del Islam



En nuestro artículo “La religión pactada”[1] dijimos que tras el Concilio de Nicea (325) se produce la división, dentro del movimiento cristiano, entre la corriente trinitaria (mayoritaria y oficialista) y la arriana (minoritaria y disidente). Vimos como el arrianismo surgió como consecuencia de las predicaciones de Arrio, que vivió en Alejandría (Egipto) a principios del siglo IV de nuestra era.

Trescientos años después y a 1.500 kilómetros al sureste del punto cero de este credo religioso, en las ciudades de La Meca y de Medina (Península arábiga), Mahoma predicará una nueva religión, el Islam, que se expandirá rápidamente por buena parte de los territorios que, hasta ese momento, controlaban tanto el Imperio Bizantino como el Sasánida. Desde Medina (622) hasta Gibraltar (711), los árabes no pararon de avanzar hacia el oeste, conquistando una detrás de otra todas las provincias bizantinas del norte de África. El encuentro con los visigodos en la batalla de Guadalete representa el primer choque armado contra un ejército de origen germánico.

El Islam se presenta a sí mismo como una nueva etapa en el proceso evolutivo de las religiones monoteístas del Mediterráneo. Se considera continuador de la tradición judeo-cristiana. Los musulmanes dicen que Dios ha ido enviando a sus profetas a la tierra cada cierto tiempo para ir revelando a los creyentes la verdad. Los profetas son cinco: Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma. En consecuencia consideran que, tanto el judaísmo como el cristianismo, forman parte de la tradición religiosa verdadera, que conduce hacia el Islam (a ambos credos los consideran las religiones del libro), aunque se hayan quedado en un estadio evolutivo anterior y, por tanto, están incompletos, al no haber incorporado a su bagaje teológico las enseñanzas de Mahoma (y los judíos tampoco las de Jesús).

Esa vendría a ser, en resumen, la manera en la que los primeros islamistas vendieron, a lo largo de los territorios bizantinos recién conquistados -y, también, en la España visigoda- su propia fe. En las tierras de los cristianos se presentaban como lo más evolucionado que había en el cristianismo, pues Mahoma aceptaba como válido su mensaje, que él, por su parte, venía a completar.

Olvídese de cualquier idea preconcebida que tenga sobre los musulmanes, que será fruto, lógicamente, del desarrollo ulterior de los procesos históricos. Un hombre del siglo XXI no puede juzgar objetivamente a otro del VII porque sabe cosas que aquel no podía saber, por la sencilla razón de que aún no habían ocurrido. El Islam era, en ese momento, una propuesta de futuro que podía, potencialmente, evolucionar de mil maneras distintas. Era algo fluido que los hombres de ese momento histórico estaban construyendo paso a paso. Mahoma se dirige a sus contemporáneos de la Península Arábiga, que -por cierto- eran paganos en su inmensa mayoría, y les da su versión acerca de una tradición religiosa que, entonces, ya era más que milenaria.

Esa península era una especie de agujero negro que se había mantenido relativamente al margen de los procesos históricos que habían venido afectando al resto de sus vecinos y que eran, por el noroeste, los bizantinos, herederos de los romanos, de religión cristiana. Por el noreste los sasánidas (los viejos persas), de religión mazdeísta, otra gran tradición religiosa que también evolucionaba hacia el monoteísmo, como ya explicamos en nuestro artículo “La religión pactada”[2]. Y por el suroeste, los etíopes, que también eran cristianos. Todos estos vecinos suyos profesaban religiones que, o bien eran monoteístas (cristianos y judíos) o bien henoteístas (expresión acuñada por Max Müller para clasificar al mazdeísmo precisamente, que significa “la creencia en la existencia de un dios principal pero que no es el único que existe”[3]).

Venimos diciendo, desde hace tres años, que la historia de las grandes religiones está asociada, desde el principio, con la de los grandes imperios:

“Desde la aparición de los grandes imperios de la antigüedad venimos conviviendo los humanos con las grandes religiones. Unos y otras forman parte del mismo sistema. Son las dos caras de la misma moneda. No es posible construir nada grande, que implique a millones de personas, sin elaborar un discurso que le dé sentido y que dé fundamento a una moral que sirva para sostener ese edificio gigantesco. Es el cemento de la sociedad, lo que mantiene su cohesión interna. La religión tiene sentido si ayuda a construir la sociedad y se legitima con sus obras. Algunas veces nos pueden parecer pueriles ciertas explicaciones sagradas, veneradas por determinados pueblos durante miles de años. Pero no debemos juzgarlas por lo que nos dicen a nosotros, sino por lo que dijeron a los suyos, por lo que han sido capaces de construir y de sostener. Cada sistema hay que analizarlo entero, completo. No debemos nunca despiezarlo ni deconstruirlo para demostrar que el edificio está hecho con los mismos ladrillos que otros edificios. Es evidente que todos los libros están escritos con letras. Con la misma serie de letras, además. Pero es la forma en que están distribuidas esas letras en cada libro concreto lo que diferencia a una obra maestra de un texto insufrible.”[4]

Mahoma, con su nueva religión, pretendía estructurar un discurso que forjara ese cemento que debía dar cohesión interna al nuevo imperio en ciernes que tenía en mente. Un imperio que surgió desde un país tan árido que, pese a estar rodeado de todos los focos fundacionales de las civilizaciones más antiguas de la Humanidad se había mantenido, sin embargo, al margen de éstas.

Recordaré lo que dije hace tiempo sobre la relación entre los orígenes de la civilización y los ecosistemas áridos:

“El punto de arranque de todas las civilizaciones originarias se dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los desiertos, flanqueándolos. Por eso la ecúmene del suroeste de Asia, que culmina con el Imperio Persa, se extendió desde el Valle del Nilo hasta el del Indo y estuvo limitada por mares, desiertos e imponentes cordilleras.”[5]

La civilización surgió muy cerca del desierto, y después se puso a buscar paisajes más húmedos dónde la vida fuera más fácil de organizar. Pero, en esos focos originarios, la aparición de las primeras ciudades-estado dio a los hombres una seguridad impensable sin su concurso. Imaginemos como sería la vida en un oasis sin una estructura política que lo defendiera, sería un continuo campo de batalla entre las tribus nómadas del desierto circundante. El mejor lugar para vivir sería la tumba de los que se atrevieran a establecerse en él, porque era también el lugar más disputado.

Al final serán los más grandes guerreros de la región los que se adueñen del mismo. Y después les tocará defenderlo contra los nuevos aspirantes a reemplazarlos. No podrán dormirse en los laureles. Aunque la vida, dentro del oasis, sea más cómoda o más placentera que la de sus vecinos del desierto, ellos tendrán que seguir entrenándose, peleando, auto controlándose para conseguir que su conquista les dure. Construirán murallas para defenderlo mejor, harán canales para llevar el agua lo más lejos posible, para permitir vivir en ese lugar privilegiado al máximo número de personas, así tendrán un ejército más numeroso y será más difícil derrotarlos. De esta manera se fue fortaleciendo el estado. Este es, claramente, el caso de Egipto y de los estados que fueron disputándose la hegemonía a lo largo del Creciente Fértil.

Durante buena parte de la Edad Antigua los estados de la Ecúmene del Próximo Oriente se disputarán entre sí todos los valles en los que se pudiera sostener una actividad agrícola significativa. En la multitud de guerras que se libraron durante ese tiempo contrataron decenas de miles de mercenarios para poder librarlas con posibilidades de éxito. Buscarán a los mejores guerreros disponibles en la región, que eran aquellos capaces de sobrevivir en las condiciones más adversas y que procedían, lógicamente, de los lugares más inhóspitos. Los pueblos del desierto fueron, durante miles de años, la cantera de las fuerzas de élite de los imperios de la zona. Y, pese a mantenerse al margen de la evolución política e ideológica de los mismos estaban, sin embargo, relativamente bien informados de lo que estaba sucediendo en ellos, aunque carecieran de las categorías mentales precisas para captar ese proceso en profundidad. Digamos que tenían una visión superficial pero amplia de lo que ocurría en su entorno más cercano.

Como hemos ido viendo a lo largo de este blog, a la ecúmene del Próximo Oriente la fue relevando la del Mediterráneo conforme avanzaban los ejércitos romanos en el área de solape entre ambas. Y a los romanos le reemplazaron los bizantinos, sus herederos directos en la zona durante los primeros siglos medievales.

“Hay historiadores que opinan que no fueron los bárbaros los que acabaron con el Imperio Romano, sino que éste -sencillamente- se derrumbó porque ya no había nadie dispuesto a defenderlo. El colapso de Roma fue interno. A su alrededor, por supuesto, había multitud de enemigos, pero eso no era ninguna novedad para ellos, que hasta entonces los habían mantenido a raya en los diferentes “limes”. La novedad era que sus habitantes ya no veían razón para defender el proyecto que Roma encarnaba.

Tras la implosión romana se extienden por el área mediterránea los adversarios que hasta entonces no habían podido franquear sus fronteras. Los relevos vienen desde el corazón de los continentes que rodean al Mare Nostrum. Y, como dije en artículos anteriores, fuertemente vinculados con las franjas climáticas de sus países de procedencia: germanos por el norte, árabes por el sur. Nos adentramos así en los tiempos medievales, tiempos de aislamiento, de repliegue, de redefinición moral, de particularismos. Tiempo también de “choque de civilizaciones”. El Mediterráneo dejó de ser un puente para convertirse en una frontera, en un inmenso campo de batalla entre hombres que veían al diferente como una amenaza.”[6]

En la árida periferia meridional del imperio romano-bizantino, al igual que en la periferia germánica septentrional, en las canteras históricas de las fuerzas de élite de los ejércitos imperiales, se fue tomando conciencia de la creciente fragilidad militar de sus viejos patrones. Siguiendo la ley eterna de que todo vacío se termina cubriendo, la debilidad del adversario actúa como estímulo para la elaboración de un modelo alternativo (“llegado el momento, surge el hombre”, tal y como dicen los protagonistas de una conocida superproducción de Hollywood).

Durante los siglos del Bajo Imperio Romano el cristianismo, es decir, la versión del monoteísmo que resultó triunfante en la pugna que libraron las diversas propuestas alternativas que competían dentro del mismo, se convirtió en la religión oficial del Imperio y desde él se extendió por doquier. Una vez que ese credo religioso obtuvo el respaldo de la potente estructura política romana, ésta actuó como amplificador que hizo llegar su mensaje hasta los confines del mundo donde su influencia se notara de alguna manera. Ya vimos como los misioneros cristianos convirtieron a los pueblos germanos. Pues de la misma forma se repartieron por la árida periferia meridional romana. Pronto Etiopía se convirtió en un foco secundario del cristianismo en el África nororiental.

En los últimos artículos hemos visto el proceso de divinización de Cristo que tuvo lugar a lo largo del siglo IV, cómo ese proceso está íntimamente ligado a la “conversión” de Constantino, cómo provocó una importante escisión dentro de los cristianos durante la citada centuria y cómo los trinitarios se hicieron fuertes dentro del Imperio mientras los arrianos se convirtieron en la opción mayoritaria fuera de él.

Este proceso de diferenciación geográfica del cristianismo no fue algo casual, dijimos que “lo que hay en el cielo es un reflejo de lo que hay en la tierra”. En el Imperio Romano el emperador lo controlaba todo. Y se construye un cielo con estructura imperial. Fuera de él, el emperador de Roma es la máxima autoridad del ejército enemigo. El liderazgo político está muy disputado y hay que ganárselo a pulso en el campo de batalla. Nadie está dispuesto a darle al líder circunstancial poderes absolutos. De hecho ya vimos como el primer rey visigodo que consigue que su hijo lo reemplace a la cabeza del estado fue Leovigildo. La monarquía visigoda, como la mayor parte de las “monarquías” germánicas, es electiva. En ese contexto político es lógico que la versión del cristianismo que se extienda sea el arrianismo, puesto que los fieles de este credo consideran a Cristo un enviado de Dios, pero que comparte con nosotros la  naturaleza humana. El Dios único y omnipotente es algo demasiado abstracto y alejado de los hombres. El rechazo a la autoridad del emperador se complementa con el rechazo a la divinización de Cristo.

Mahoma, un caravanero que se desenvuelve entre dos mundos: la Península Arábiga, que se había mantenido relativamente al margen de los procesos históricos de sus vecinos, y las provincias más orientales del Imperio Bizantino, de religión cristiana, es un hombre inquieto y curioso al que le preocupa el tema religioso. Estudia los textos sagrados de la tradición judeo-cristiana, reflexionando sobre ellos, y termina desarrollando una versión que adapta esa tradición a su país. Los aguerridos árabes, al igual que los germanos trescientos años antes, van tomando consciencia conforme avanzan los siglos medievales de que lo que tienen enfrente ya es casi un cadáver político. Pero por muy debilitados que estén los bizantinos, por muchas que fueran sus contradicciones internas, era necesario alcanzar la unidad política en toda la Península si se quería atacar, con ciertas posibilidades de éxito, a aquella formidable estructura.

Mahoma era un hombre que conocía muy bien a sus vecinos y que, además de la comprensión empírica que pudo adquirir a través de su relación con ellos, se había preocupado, además, de dominar relativamente bien su argumentario. Era consciente de que había una relación entre el discurso religioso y la estructura organizativa del Imperio y de que si quería construir una alternativa tenía que integrarla en un proyecto global de sociedad. También que si quería unir a los suyos tenía que elaborar un discurso que recogiera lo esencial de aquel otro que había propiciado la unidad de sus adversarios.

En los últimos artículos hemos ido viendo como el monoteísmo se fue abriendo paso en el Imperio Romano venciendo multitud de resistencias internas. Fue un proceso que duró siglos, aunque Constantino tuviera la inteligencia de darle, durante su reinado, el impulso definitivo. Pero podemos afirmar que éste era un proceso endógeno, que acompañó a la propia evolución de la estructura imperial. Era una necesidad política. De hecho, el salto en el vacío que Constantino se atrevió a dar en el siglo IV podemos decir que fue su particular respuesta a una situación límite a través de la cual pretendía salvar un mundo que se descomponía por momentos, algo que, en buena medida, consiguió. Uno de sus antecesores en el cargo, Diocleciano (284-305), había dividido el Imperio en dos partes: la oriental y la occidental, vinculadas ambas políticamente, pero cada una con su propia cabeza visible. Posteriormente, nombraría dos nuevos “césares” (año 293), formando así una estructura colegiada de cuatro miembros conocida como “tetrarquía” (o gobierno de cuatro). Constantino fue nombrado tetrarca en 306, pero nuestro hombre era lo suficientemente osado y ambicioso como para ser capaz de invertir ese proceso histórico y a través de aquel salto en el vacío que representó la incorporación del grupo religioso más consistente y perseguido del imperio a sus propias filas obtuvo un plus de legitimidad que le faltaba a sus “socios” y pudo ir prescindiendo de ellos, uno detrás de otro, volviendo a establecer, finalmente, la unidad de mando en el Imperio en 326.

A través de este proceso se puede ver con bastante nitidez la estrecha relación que existe entre la evolución de las distintas ideologías y el modelo organizativo de la estructura política vigente en la sociedad.

Si la evolución ideológica hacia el monoteísmo se abrió paso en Roma como algo necesario para poder seguir sosteniendo la estructura imperial; entre sus enemigos, en cambio, lo hace para dotarlos de los instrumentos precisos para poder derribarlos. Los germanos se hicieron cristianos, así como los árabes musulmanes, para poderse dotar de las herramientas ideológicas necesarias con las que poder construir el edificio mínimo que pudiera reemplazar a la formidable estructura política que los romano-bizantinos habían construido. Se hicieron monoteístas para poder derrotar y, sobre todo, reemplazar a sus adversarios. Por tanto es un proceso reactivo. Como dije cuando hablamos de los imperios coloniales europeos de la segunda generación (franceses, ingleses, holandeses):

“Mientras que [… los imperios de la primera generación] están inventando a cada paso su propio modelo, construyéndolo sin referentes previos y lo que les sale, por tanto, es un reflejo de su propia personalidad, de su propia manera de proyectarse sobre los nuevos territorios. Los países de la segunda generación trabajan ya con un guion de referencia y, además, compiten entre sí e intentan arrancarle trozos a los imperios primigenios. Saben que tienen que establecer algún tipo de relación con los nativos de los países de ultramar que les permita entrar en una carrera en la que los [… primeros] les llevan varios cuerpos de ventaja”[7]

La conclusión a la que llegamos es que los procesos históricos tienen su propia lógica interna, que trasciende y desborda a la intencionalidad de sus protagonistas. Es más, los dirigentes más destacados suelen morir convencidos (tanto ellos como sus seguidores) de que han “inventado” las soluciones que, en realidad, le venían impuestas por las circunstancias.

Mahoma, cuando predica su nueva religión, la presenta como una nueva fase del proceso evolutivo de la tradición judeo-cristiana. Desde ese punto de vista el Islam es la continuación del cristianismo... ¡arriano!, porque es evidente que los musulmanes no se plantearon en ningún momento que Jesús pudiera tener unas características que lo hicieran diferente ni, mucho menos, superior al resto de profetas reconocidos por este credo religioso. Jesús es colocado por los musulmanes en el mismo nivel que Noé, Abraham, Moisés o Mahoma.

Una vez llegados a este punto podemos empezar a comprender por qué hubo un sector importante de la aristocracia visigoda que se mostró bastante receptiva ante el mensaje de renovación religiosa que los musulmanes estaban difundiendo a principios del siglo VIII por todo el occidente mediterráneo, hasta el punto de llegar a respaldarlo con las armas en la mano. Pero de este asunto nos ocuparemos en nuestro próximo artículo.





[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2014/05/la-religion-pactada.html 
[5] “Las otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.