domingo, 28 de julio de 2013

El dilema francés


Si echamos un vistazo a la fotografía vía satélite de la ecúmene europea no percibimos sobre el terreno unas señales que nos permitan intuir cuales pudieran ser los límites orientales de Francia. Si miramos un mapa físico podremos trazarlos con relativa aproximación porque sabemos que no andan demasiado lejos del viejo limes romano establecido en el cauce del Rhin.



El límite a la expansión de los germanos en la antigüedad lo terminó estableciendo, por el oeste, el cauce del Rhin hace varios miles de años. El viejo limes romano, por tanto, donde se establecieron a lo largo del Imperio poblaciones mixtas desde el punto de vista étnico, muy militarizadas e identificadas con el rol defensivo que se les asignó entonces, ha seguido cumpliendo su función separadora entre alemanes y franceses, tal y como he desarrollado ya en varios artículos (Ver La “función borgoñona”, La Camisa de Fuerza francesa, Las fronteras intangibles o La estructura del Sistema Europeo). El resto de fronteras de Francia sí que  están bastante claras desde el punto de vista geográfico y resultan aún mucho mejor defendibles que las germanas. El Canal de la Mancha se interpone entre este país e Inglaterra, los Pirineos la separan de España y los Alpes hacen lo propio en el caso italiano. Los límites de este país, como vemos, han estado siempre relativamente claros, aunque se hayan movido bastante por el este, debido al pulso mantenido desde la caída del Imperio de Occidente entre los franceses propiamente dichos y los “pueblos del Limes”.

Desde el fin de las guerras napoleónicas esa frontera oriental, establecida ya en el Rhin por su parte central, parece haber dado de sí todo lo que podía. Desde entonces alemanes y franceses se ven las caras sin intermediarios que los separen, en ese tramo de la frontera.

Ya hemos visto como, desde los tiempos de Carlomagno, se vienen intentando construir imperios eurípetos tanto desde el lado francés como desde el germano. Dentro del último de esos intentos nos encontramos en este momento. Esta vez, para variar, parece haber parece haber cierto consenso por ambas partes. Pero el posible estancamiento del proceso unificador europeo dejaría a Francia sin muchas alternativas estratégicas viables. 

En la época de las naciones estado un país de las dimensiones y la población de Francia era un proyecto grandioso e ilusionante. Tenía por delante -y supo aprovecharlo- la posibilidad de construir el gran Imperio colonial francés, que le llevó a someter un buen trozo de África y algunas zonas muy sustanciosas de Asia e, incluso, de Oceanía. Esa operación le otorgó un liderazgo planetario evidente, aunque con fecha de caducidad. Pero a principios del siglo XXI el  colonialismo decimonónico ya es pasado y el posible fracaso del proyecto europeo sitúa a nuestros vecinos en una tierra de nadie en el plano estratégico. Su posición estructural se debilita de hecho por momentos, cogida como está entre el hegemonismo anglosajón, por el oeste, y el germano, por el este.

Cuando los políticos franceses se han enfrentado a ese tipo de tesituras en el pasado, han jugado -de manera un tanto demagógica- la carta mediterránea. Si se quedan sin espacio político en su propia latitud siempre miran hacia el sur. Así viene sucediendo desde la Edad Media.

Es cierto que el sur de Francia se asoma la Mediterráneo, como España o como Italia, y que su paisaje y clima son muy parecidos a los de sus vecinos ribereños de este mar. Pero también lo es que los centros de decisión políticos, en este país, siempre estuvieron en el norte y que carecen de la suficiente sensibilidad mediterránea como para poder liderar en serio un proyecto político de este tipo. Fue ese dato el que permitió a los aragoneses cerrarles el paso en la Baja Edad Media, lo que a la postre determinó la hegemonía española en la parte occidental de este mar hasta la Guerra de los Treinta Años. El relevo, en realidad, no llegó a producirse. El repliegue español en esta zona, a partir del siglo XVIII fue sustituido por una entrada masiva de pueblos de latitudes más septentrionales, en cuyo despliegue los que actuaron como punta de lanza fueron, más bien, los británicos, cuyos centros de decisión están (en línea recta) mucho más lejos, pero su actitud mental quizá se sitúe más cerca, por aquello de ser un pueblo mucho más volcado sobre el mar.

La Francia centralista, dirigida desde París, es un proyecto político con-ti-nen-tal y, como tal, está condenado al enfrentamiento estratégico con los alemanes, que le cierran el paso a su expansión por el este. Si quisiera, en el futuro, jugar a fondo su carta mediterránea tendría que ser refundada, cambiar toda su estructura organizativa y situar su centro de decisiones mucho más hacia el sur. Si hiciera todo eso, posiblemente tendría mucho más margen de maniobra frente a alemanes e ingleses, pero entonces no sería Francia, sino otra cosa. Y en cualquier caso ya llegaría tarde, porque la época de las naciones estado ha pasado y ahora es el momento de las construcciones políticas de tipo supranacional. Aunque no sea descartable algún tipo de construcción -a medio plazo- de ámbito más regional cuyo centro se sitúe cerca de las costas meridionales francesas, especular sobre esa posibilidad -a día de hoy- es más bien un ejercicio de política-ficción.

Queda la alternativa de aceptar la subordinación actual de la política francesa al proyecto hegemonista germano, una reedición del modelo de la Francia de Vichy, que les conduce a una paulatina absorción cultural por parte de sus vecinos orientales o, por el contrario, dar un volantazo hacia el oeste y hacer lo mismo con respecto a los centros de decisión anglosajones. En cualquier caso la estrella gala parece que se apaga. La “isla” cultural francesa no casa con el carácter continental de su estado, se está quedando sin oxígeno, sin “espacio vital” a su alrededor. Quizá sea el momento de llevar la imaginación al poder, de diseñar nuevos proyectos, de concebir una nueva manera de relacionarse con el mundo.


Este es, tal y como yo lo veo, el actual dilema francés.

sábado, 13 de julio de 2013

La debilidad estructural italiana

 Italia en 1859 (Fuente: Wikipedia)

Desde un punto de vista histórico hay tres italias: La del norte, donde han florecido desde la Edad Media una serie de repúblicas o principados que se han contado entre los territorios más prósperos de Europa, pero que ha estado muy fragmentada en términos políticos y muy dependiente de lo que sucedía en el continente. La del centro, controlada por el Papa, e integrada dentro de los Territorios Pontificios y la del sur, más pobre y en cuyo territorio han combatido todas las potencias que en el pasado se han disputado el dominio del Mediterráneo.

La Italia actual surge en pleno siglo XIX, en paralelo con la Alemania contemporánea y por los mismos motivos que ésta. Como en el caso alemán, el nacionalismo italiano es una respuesta a la agresión de los ejércitos napoleónicos y ha interiorizado la escala de valores y buena parte de la visión del mundo de los revolucionarios franceses.

El modelo que los nacionalistas italianos quieren construir en su país es el francés. Pero su historia es muy diferente de la francesa y también lo es su geografía.

La coincidencia en el tiempo de los procesos unificadores alemán e italiano no es, en absoluto, casual. Sus respectivas historias han estado íntimamente ligadas desde la época carolingia. El norte de Italia formó parte, durante siglos, del Sacro Imperio Romano Germánico, y el Papado y el Imperio, como hemos venido explicando a través de los diferentes artículos de este blog, han representado históricamente la culminación del orden social feudal. El Emperador, desde Alemania, lideraba formalmente el ámbito político del Occidente Cristiano Medieval, mientras que el Papa, desde Roma, hacía lo propio en la esfera espiritual. Eran las dos patas que sostenían la visión del mundo de los europeos medievales. Pese a la evidente tensión que nunca dejó de darse entre esos dos líderes supremos, la existencia de uno reforzaba la del otro y viceversa. Juntos constituían el núcleo de aquella cosmovisión.

Los germanos, desde la Protohistoria europea, han sido el epicentro de la mayor parte de las tensiones militares que han surgido en el interior de la zona continental de nuestra ecúmene. Ellos fueron la continua amenaza que se cernía sobre el Limes romano del Rhin y del Danubio, los que protagonizaron las invasiones que pusieron fin a aquél imperio, los que llenaron de términos militares buena parte de las lenguas romances europeas, los que heredaron, en la Edad Media, el título y la dignidad de los emperadores romanos como una especie de derecho de conquista, como un trofeo que el vencedor ha arrebatado al vencido. Y en torno a Alemania han estallado las guerras más sangrientas que se hayan visto nunca en Europa. Guerra y germanidad son dos conceptos que en la historia de nuestra ecúmene han estado siempre íntimamente ligados, por eso en el orden social medieval el Emperador era la máxima autoridad política de los germanos, como una especie de reconocimiento implícito de una realidad que era evidente para todos.

Ya vimos como el Imperio Mediterráneo por antonomasia fue el Romano, como la civilización, en Europa, entró por este mar y como fueron los pueblos que lo habitaron los que sentaron las bases sociales e ideológicas de nuestro universo cultural. Europa es deudora intelectual de Grecia y de Roma.

La Roma medieval es la heredera intelectual del mundo clásico. El Papado, durante el milenio que duró esa fase de nuestra historia, se irguió como el campeón cultural e ideológico de nuestra ecúmene. De esta manera, el pacto entre monjes y guerreros, entre romanos y germanos, se consolidó como el núcleo duro de nuestra identidad colectiva, que está en la base de la dualidad que existe en nuestro mundo entre lo público y lo privado, de la tensión entre la laicidad del estado y la fe religiosa, que el protestantismo nos enseñó a vivir en espacios privados.

Alemania e Italia se constituyeron en la Edad Media en el eje en torno al cual giraba la europeidad, pero ese eje iba cambiando de naturaleza conforme el viajero se desplazaba desde su extremo norte (el istmo que separa el Mar del Norte del Báltico) hasta su extremo sur (la punta de la bota italiana), comprendiendo cinco áreas con funciones estructurales diferenciadas: La Alemania del Norte, la del Sur y las tres zonas italianas citadas al principio.

Alemanes, italianos y franceses, así como los pueblos de la Barrera del Rhin (los que han desempeñado históricamente la “función borgoñona”) participaron en el sueño europeo que intentó construir Carlomagno hace 1.200 años y se fragmentó, víctima de sus propias diferencias estructurales poco después. Esos mismos pueblos, en 1957, a través de los Tratados de Roma, volvieron a intentar de nuevo poner en marcha ese mismo proyecto. En realidad, este modelo de Europa lo representan ellos. En el resto los enfoques unionistas, cuando los hay, se ven de una forma muy diversa.

Italia es el eslabón más débil del "Tahuantinsuyo" europeo porque es el lugar de ese conjunto más alejado anímicamente del epicentro germano y porque también participa de otro eje (perpendicular al del Papado y el Imperio) que es el Mediterráneo. Es el punto de nuestra ecúmene en el que la tensión entre la identidad europea y la mediterránea es más fuerte y genera más contradicciones, donde esas dos vocaciones alternativas producen un mayor desgarro interior, que se puede visualizar a través de la imagen de las tres italias que cité al principio.

Como el proyecto nacional italiano está ligado al modelo francés, inducido por un imperio eurípeto (como fue el napoleónico), y es paralelo en su desarrollo al proyecto nacional alemán (más eurípeto aún que el de Napoleón), es hijo de una coyuntura política íntimamente ligada al rápido crecimiento de la supernova europea que ha tenido lugar durante los siglos XIX y XX y del que la Unión Europea constituye su fase final. Su suerte está vinculada a la del conjunto del que forma parte. La idea de Italia y la de Europa están unidas desde el principio de la primera. Ya Mazzini (el gran teórico de la unidad italiana) se encargó de fundar dos movimientos paralelos (la Joven Italia y la Joven Europa) a través de los cuales reconocía de manera implícita la estrecha relación que existe entre los dos procesos unificadores.

Italia es el termómetro que nos sirve para medir la intensidad de la idea de Europa. El lugar donde confluyen sus tensiones estructurales más agudas. Y su existencia (me refiero a la del estado italiano, no a la de los pueblos que lo habitan) está tan estrechamente ligada a la del proyecto europeo que si llegara a colapsar éste será muy difícil que sobreviva. Esperemos que ese tiempo aún esté lejos.