domingo, 30 de junio de 2013

Dos historias paralelas

¿Recuerda la imagen que les mostré hace algún tiempo del Mar Mediterráneo?



¿Recuerda lo que dije sobre los parecidos estructurales que se han dado históricamente entre España y Turquía? ¿Cómo la evolución de los imperios turco y español, en sus respectivas facetas mediterráneas son, prácticamente, dos historias paralelas? El despliegue de estas dos estructuras políticas por este mar son simultáneas y simétricas. Los turcos avanzan por él de este a oeste y los españoles a la inversa, produciéndose el encuentro entre ambos en el centro del Mare Nostrum. El duelo mediterráneo librado por estas dos potencias militares modernas se desarrolla como una obra de teatro, con sus tres fases características: planteamiento, nudo y desenlace.[1]

Pero después de que el duelo terminara, por la ausencia de contacto físico entre los dos imperios, la historia de ambos siguió evolucionando también de manera parecida. A lo largo del siglo XIX vemos como tienen lugar los procesos independentistas de los territorios balcánicos del Imperio Otomano en paralelo a los que están teniendo lugar en Hispanoamérica. Y a principios del siglo XX (poco después de la Guerra hispano-norteamericana que acabó -en 1898- con los últimos restos del Imperio Ultramarino español) tiene lugar la liquidación de los últimos territorios otomanos en Asia. Este proceso vendrá acompañado también de la desintegración del Imperio Austro-Húngaro, en Centroeuropa, que controlaba la parte de los Balcanes que había escapado a la dominación turca.

Vemos por tanto como dos de los tres grandes imperios que habían formado parte del Cordón Sanitario Europeo, junto a su gran adversario situado al otro lado de la línea del frente, cayeron juntos, víctimas del avance de los nuevos imperios surgidos en la retaguardia de la Torre de Marfil Europea, que habían crecido protegidos por la barrera protectora que habíamos tejido. La nueva criatura rompió el cascarón cuando había acumulado fuerza suficiente como para poder hacerlo.

Hay un gran parecido estructural entre España y Turquía. Los dos estados desarrollan sendos imperios mediterráneos (como el romano) que se extienden por este mar desde los extremos (a diferencia de éste último que lo hace desde el centro) y conectan su dos orillas dentro de sus propias estructuras políticas (mucho más en el caso turco que en el español), aunque las dos formaciones cubren su ciclo mediterráneo completo en aproximadamente la mitad de tiempo que el Imperio Romano (la Historia se va acelerando). Ya hablé de los ciclos alternativos que surgen en el corazón de los continentes con el de los que lo hacen en los bordes de los mismos[2].

Pero, pese al parecido estructural que existe entre los imperios español y turco, hay una gran diferencia entre ambos, que es la que acaba determinando que la criatura que rompe el cascarón sea la que está protegida por las líneas españolas y no la que se ocultaba detrás de los turcos. La diferencia viene dada -en última instancia- por la transversalidad del imperio español frente a la horizontalidad del turco. A pesar de todos los paralelismos y de todas las simetrías que encontremos entre estas dos estructuras, el Imperio turco surge en una zona que ya participó en la antigüedad en todas las aventuras imperiales que tuvieron lugar en el Próximo Oriente asiático y en el Mediterráneo Oriental. Recordemos a los hititas, griegos, bizantinos... son imperios cuyos centros de gravedad no andaban muy lejos del de los turcos otomanos de algunos siglos después. Es más, si comparamos el mapa del Imperio Bizantino en el momento cumbre de su historia (el reinado de Justiniano) con su equivalente turco (mil años después) descubrimos que en realidad son la misma estructura, que tiene además el mismo centro: Constantinopla-Bizancio-Estambul. Son dos proyectos políticos distintos que siguen parecidos guiones, en dos épocas diferentes. Precisamente sus grandes diferencias “subjetivas” son las que subrayan sus parecidos “objetivos”, es decir, estructurales.

Imperios Bizantino (izquierda) y Turco (derecha).

Ni Bizancio ni el Imperio Otomano surgieron por casualidad, ni es casual que sus capitales (que son la misma) se encontraran precisamente en el Estrecho del Bósforo. Son imperios bisagra, que colocan su núcleo dirigente justo en el punto de contacto de los dos mundos que tienen que unir. ¿Se acuerda de lo que dijimos en el último artículo sobre la función desarrollada por Nueva York y por Washington en el despliegue del proyecto norteamericano?

En realidad la mayor parte de las grandes ciudades del mundo, de las que han desempeñado un destacado papel en la Historia, se encuentran situadas en el punto de contacto entre dos -o más- ecosistemas, entre dos -o más- etnias distintas, entre dos -o más- mundos que son diferentes por alguna razón y de cuya diferencia son claramente conscientes sus fundadores (después todo se termina olvidando).

Hace un año dije en este mismo blog:

“El Imperio persa y el griego de Alejandro Magno son, en realidad, la misma estructura política, cuya dirección se transfirió tras las campañas del macedonio desde la meseta iraní hasta... Babilonia, en Mesopotamia, por más que nominalmente fueran griegos los que se situaran a la cabeza de esa organización. Era obvio, incluso para Alejandro, que ese imperio no podía dirigirse desde Grecia, como la propia evolución histórica ulterior terminó demostrando. La conquista del Imperio persa por los greco-macedonios fue una operación que sirvió para elevar a este hasta el Olimpo de los dioses y a convertirlo en fuente de inspiración para literatos y ególatras diversos, pero no era algo que sirviera a los intereses del pueblo griego. Unas conquistas más modestas, desde el punto de vista territorial, hubieran sido más útiles para sus impulsores en el plano estratégico y le hubieran dado a los griegos la centralidad política que finalmente asumirían los romanos.”[3]

Alejandro Magno era el hombre que estaba llamado a fundar el imperio bisagra nucleado por el Mar de Mármara. Un imperio que estaba destinado a durar muchos siglos, pero que la ambición de su fundador frustró. Dejó pasar ese tren y cogió otro cuyo recorrido duraba lo que duró su vida. Desde Grecia no se podía dirigir el Imperio Persa, que era lo que intentó Alejandro, y ese proyecto desmedido impidió crear un imperio griego, que es lo que hicieron los bizantinos mil años después. En medio se colaron los romanos que sí tenían muy claro cuál era su proyecto estratégico.

Los turcos heredaron la estructura política bizantina y le dieron la vuelta. Si los bizantinos se apoyaron en la etnia griega para dirigir su imperio, los otomanos se basaron sobre la turca y sobre las poblaciones anatolias dispuestas a colaborar con el proyecto, dando continuidad a una vieja estructura con un injerto de savia nueva que alargó en quinientos años una existencia que ya no daba más de sí.

Recapitulemos: Primero hubo un ciclo mediterráneo (el Imperio Romano), al que siguió uno continental (germanos al norte, árabes al sur). Nuevo ciclo mediterráneo (el duelo hispano-turco) y nueva fase continental (los imperios modernos europeos). 

Pero en esta nueva fase continental los europeos han arrollado a los pueblos de la barrera y a todo lo que ésta protegía por el sur. Los asiáticos y africanos situados tras las líneas turcas también fueron barridos por ese empuje. ¿Qué es lo que ha pasado esta vez?

Y la clave está en España. El Imperio español no fue sólo, ni siquiera de manera principal, un imperio mediterráneo. Esa sólo fue una de sus facetas. El Imperio español fue bicontinental, pero con mayúsculas, los dos continentes en los que se desplegó no son vecinos cercanos, como pueden ser Asia y África. El brazo atlántico, que separa al Viejo del Nuevo Mundo, mide entre tres y siete mil kilómetros de ancho, según dónde se haga la medición. América es casi tan grande como Asia y los españoles se dispersaron por toda su geografía, estableciéndose en territorios que estaban situados en casi todas las franjas climáticas posibles, lo que constituía una novedad en la historia del Planeta Tierra.

El despliegue español por América hizo dar un salto cualitativo a los pueblos europeos desde el punto de vista comercial, desde el tecnológico, el político, el ideológico…

Provocó una revolución en el plano económico, primero porque trajo a Europa gran cantidad de productos exóticos que no podían producirse aquí y que mejoraban la vida de sus habitantes, convirtiéndose así en un acicate para el comercio intercontinental, lo que rompió la visión aldeana que estos habían tenido del mundo hasta ese momento.

Segundo porque la llegada masiva a Europa de metales preciosos procedentes de ultramar alteró igualmente la correlación de fuerzas militares y políticas en la ecúmene, convirtiéndose en factor de estímulo añadido que empujó a las poblaciones de los países que no habían participado en las primeras fases expansivas de los europeos por el Nuevo Mundo a unirse a esa gran operación que iría acelerándose de manera paulatina, abriendo tierras a la colonización al otro lado del mar y estimulando la inventiva hasta el punto de provocar una revolución tecnológica y científica que tuvo fuertes repercusiones demográficas, reforzando así la potencia económica, política y militar de los nuevos imperios europeos de la segunda y de la tercera generación.

Nada de esto sucedió tras las líneas turcas, donde había viejos países con los que había establecidas relaciones económicas desde hacía siglos en las que no sólo no se esperaban incrementos en los intercambios sino más bien retrocesos, dado que los europeos habían establecido ya, a la altura del siglo XIX, nuevas rutas comerciales alternativas que accedían a los territorios del África Subsahariana y de Asia Oriental sin la mediación turca.

Por otra parte, el avance tecnológico de los europeos les hizo descubrir en los países del norte de África y del Próximo Oriente materias primas y/o posibilidades nuevas cuya utilidad no se había descubierto hasta ese preciso momento histórico, como los hidrocarburos que llevaban millones de años ocultos en su subsuelo o la posibilidad de construir un canal (el de Suez) que acortara extraordinariamente la distancia por mar entre Europa y Asia Meridional. Había llegado el momento de que las nuevas fuerzas imperiales tomaran el mando directamente y procedieran a explotar ellos, sin intermediarios, esos recursos que se hallaban tan cerca de la ecúmene europea. Y el Imperio Turco será arrollado por el avance incontenible del imperialismo decimonónico europeo.

Más arriba clasifiqué este proceso dentro de las fases o ciclos históricos de carácter continental, como las invasiones de germanos y de árabes de la Alta Edad Media. Hay ciertamente un abismo tecnológico que separa las dos épocas, pero los nuevos invasores tienen algunos puntos en común con los antiguos. Los pueblos sometidos al sur o al este del Mediterráneo vieron aparecer a un grupo de personas que tomaban el mando en sus respectivos países y pasaban a controlar la economía y la política, pero eran muy pocos y muy clasistas. Los europeos no se mezclaron con las poblaciones de éstos y resultaron ser impermeables a su cultura. La tensión entre dominadores y dominados fue en aumento y condujo a la independencia formal de estos territorios entre una (Mesopotamia o Palestina) y cinco generaciones (el caso argelino) de la conquista. La dominación europea sólo pretendía ser algo superestructural (controlar la articulación económica de esos países con la economía globalizada que los occidentales habían creado) y temían a las posibles consecuencias que una unión política más estrecha pudiera crear en los nuevos imperios ¿Se imagina un desarrollo político que hubiera terminando otorgando a todos los súbditos asiáticos y africanos de los imperios británico y francés las respectivas ciudadanías y con ellas el derecho a desplazarse por el interior de esas dos estructuras políticas de carácter mundial? Una cosa es crear un imperio económico y otra muy distinta un imperio político en la Era de la democracia y de los derechos humanos.

Pero esa es otra historia. Durante el siglo XIX y las dos primeras décadas del XX los imperios europeos y neoeuropeos de la segunda y tercera generación se dedicaron a liquidar las estructuras imperiales de los países del Cordón Sanitario Europeo y sus adversarios turcos. Como consecuencia vimos aparecer en el sureste europeo a los nuevos estados balcánicos, en el Nuevo Mundo a la ecúmene Iberoamericana y en el mundo árabe a unas nuevas colonias europeas que darían paso, muy poco tiempo después, a una nueva ecúmene: El mundo árabe contemporáneo. De esta manera empiezan a perfilarse algunos de los nuevos bloques políticos que van paulatinamente rodeando al antiguo Occidente Cristiano Medieval convertido hoy en el Mundo Occidental. Los nuevos actores políticos del Tercer Milenio están empezando a nacer.





[1] Ver “El Duelo Mediterráneo”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-duelo-mediterraneo.html
[2] Ibíd.
[3] “Las otras transversalidades”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html

viernes, 14 de junio de 2013

Los Estados Unidos de Norteamérica


 El comité de redacción de la Costituciónn de los EEUU presentando su trabajo al Congreso. ​Cuadro de John Trumbull

En 1607 fundaron los británicos -en Jamestown (Virginia)- su primera colonia americana. A partir de ese momento comenzó el despliegue anglosajón por las tierras del Nuevo Mundo en las costas orientales de Norteamérica, que terminará siendo el embrión de los actuales Estados Unidos.

Desde el principio se definen en esa zona dos áreas claramente diferenciadas: al norte las colonias de Nueva Inglaterra y al sur las de Virginia y las carolinas, separadas ambas por la colonia holandesa de Nueva Amsterdam (1625). El perfil de los colonos del norte era muy distinto al de los del sur. En las colonias septentrionales se refugian buena parte de los disidentes religiosos británicos de orientación calvinista, los puritanos, cuyos elementos más arquetípicos serían los “peregrinos” del Mayflower, fundadores de la colonia de Plymouth en 1620.

En Nueva Inglaterra, la región nororiental de lo que hoy es Estados Unidos, los puritanos ingleses establecieron varias colonias. Estos colonizadores pensaban que la Iglesia de Inglaterra había adoptado demasiadas prácticas del catolicismo, y llegaron a América huyendo de la persecución en tierras inglesas y con la intención de fundar una colonia basada en sus propios ideales religiosos. Un grupo de puritanos, conocidos como los peregrinos, cruzaron el Atlántico en un barco llamado Mayflower y se establecieron en Plymouth en 1620. Una colonia puritana mucho más grande se estableció en el área de Boston en 1630. Para 1635, algunos colonizadores ya estaban emigrando a la cercana Connecticut”.[1]

El fresco y húmedo clima de la zona, unido al perfil de las poblaciones que se instalaron allí (pequeños campesinos y artesanos), que acuden en grupos organizados, les dará a estas comunidades septentrionales un estilo muy particular, que se ajusta muy bien a la denominación que recibe toda esa región desde el principio: “Nueva Inglaterra”. Es la Inglaterra más laboriosa trasladada al otro lado del mar.

Al sur, en cambio, la colonización británica adquiere un aire más aristocrático. Ese proceso está mucho más controlado por la corona, que reparte grandes cantidades de tierras a determinados nobles y serán ellos los que organicen y dirijan el proceso colonizador. Allí también acuden algunos disidentes religiosos, pero en este caso católicos, junto a gran cantidad de anglicanos. En esta zona la presencia blanca se diluye más. Su estructura social se muestra, desde el principio, más jerarquizada que la de Nueva Inglaterra. Posee un clima más cálido, que permite desarrollar cultivos propios de áreas mediterráneas, como puede ser el algodón. Limitan, por el sur, con la Florida española. Pronto empezará a florecer allí el comercio de esclavos y a perfilarse una sociedad de castas que nos recuerda a otras que los ingleses crearán o desarrollarán en otras zonas del mundo más adelante, como las de la India, Sudáfrica, Palestina…

En 1664 la colonia holandesa de Nueva Ámsterdam, que separaba las dos áreas de colonización británicas, pasará a manos inglesas y será rebautizada como Nueva York. Esa zona intermedia se convertirá muy pronto en la bisagra que articula a las industriales colonias del norte con las agrícolas del sur, dándole a este espacio de transición un perfil más comercial. Es el punto de encuentro, el lugar más idóneo para que se produzcan todo tipo de intercambios, también el refugio de los que huyen del rigor de los puritanos del norte, lo que le da un sesgo más liberal. Alrededor de Nueva York aparecen otros enclaves que comparten con ella su carácter de bisagra y su aire más tolerante. Son las Colonias de Middle (Pensilvania, Maryland, Nueva Jersey, Delaware). Cuando se produzca la independencia se buscará en esa zona el lugar más idóneo para construir la nueva capital: Washington, reforzando así, desde el punto de vista político, el papel que ya venía desempeñando desde el económico.

Las colonias británicas de la fachada atlántica norteamericana servirán como válvula de escape de buena parte de las tensiones sociales que tienen lugar en los cuatro reinos de la Unión (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda). Son esos colonos británicos -en sentido amplio- los que le dan el carácter anglosajón a las 13 colonias fundadoras de los Estados Unidos. Los que constituyen su poso más antiguo, la “madre” que actúa como fermento en el “barril” que termina recibiendo aportaciones de otras muchas procedencias étnicas.

Pero a lo largo del siglo XVIII las colonias de Norteamérica se convierten en el lugar donde confluyen la mayor parte de los excedentes demográficos que se producen en la vieja Europa y, poco a poco, se van convirtiendo en la colonia, no ya de Inglaterra, sino de Europa entera (con la notable excepción de los pueblos ibéricos, que cuentan con unos territorios mucho más vastos aún donde proyectarse). Ésta muy pronto rivaliza en poder y en potencia económica con los territorios españoles y portugueses del Nuevo Mundo. En la década de los setenta de esa centuria se levantaron en armas contra su metrópoli -con ayuda francesa y española- y después de una larga Guerra de la Independencia se convirtieron en el primer país soberano de América, la primera república constitucional del mundo, el primer experimento donde se ensayaron las ideas de los ilustrados europeos, el primer lugar del planeta donde la burguesía alcanza el poder, libre de rémoras aristocráticas...

La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica es una noticia histórica de primera magnitud. Cuando llegan a Europa su Declaración de Derechos, su texto constitucional, su sistema de elección política, actúa en ella como un revulsivo y será uno de los elementos desencadenantes de la Revolución Francesa. Las dos revoluciones -la americana y la francesa- marcarán el inicio de una nueva era. Representan el principio del fin del Antiguo Régimen europeo, el punto de arranque de la Edad Contemporánea.

Poca cosa podemos aportar nosotros que no se haya dicho ya sobre la trascendencia de ese momento histórico. Sobre él se han escrito miles de libros y se ha enfocado desde todos los ángulos de visión posibles. Pero nosotros nos centraremos en la que viene siendo nuestra línea de trabajo desde que iniciamos la serie de artículos sobre Dinámica Histórica: los procesos sociales de largo alcance, las inercias subyacentes.

Y centrándonos en ese aspecto constatamos que los Estados Unidos de Norteamérica representan la avanzadilla de todos los pueblos de la ecúmene europea -con la notable excepción de los españoles y los portugueses- sobre el Nuevo Mundo. Son la vanguardia del “Imperio Europeo”, de esa laxa confederación informal de pueblos de la que vengo hablando hace tiempo. Los Estados Unidos no son ninguna colonia. No son un país sometido. Son Europa. Son la Nueva Europa. Su vanguardia sobre un territorio “vacío” (luego matizaré ese concepto de “vacío”). Son la Torre de marfil europea (de la que hablé hace tiempo)[3] proyectándose sobre un espacio nuevo. 

Ya Hegel, contemporáneo de los primeros presidentes de los Estados Unidos, se dio cuenta del duelo de titanes que se avecinaba en el continente americano entre anglos e hispanos, del choque cultural que se preparaba en el horizonte y que él presumía que ganarían los anglosajones lógicamente. Como dijo el rey Pirro, cuando se retiró de Sicilia en 276 A.C.: ¡Qué buena arena de combate dejamos aquí para romanos y cartagineses!” (intuyendo la Primera Guerra Púnica -264-241 A.C.- que ya se presentía), podemos parafrasearlo poniéndonos en el lugar de todos los dirigentes de los imperios ultramarinos europeos en América cuando se vieron obligados a retirarse: “¡Qué buena arena de combate dejamos aquí para anglos e hispanos!”. La arena a la que nos referimos en este caso es cultural, por supuesto.

A continuación les recordaré una nota al pie que puse en mi artículo “El despliegue continental” (28/12/2012):

“El  número total de blancos, en el conjunto del Virreinato de la Nueva España, era de 63.000 en 1570, 600.000 en 1759 (240 años después de la llegada de Cortés a México) y de un millón en 1800. Se estima que la población indígena era de unos 10 millones de habitantes en el siglo XVI, 8 en el XVII, 7 en el XVIII y 3,5 en el XIX. Los mestizos, por su parte son 1,5 millones a principios del siglo XIX. Los negros nunca sobrepasaron la cifra de 20.000. En 1800 la población de la España peninsular era superior a la población total de este virreinato y no demasiado inferior a la suma de todos los habitantes de los virreinatos americanos del Imperio español.

Como comparación diremos que la población de las trece colonias inglesas que terminarían dando origen a los Estados Unidos de Norteamérica tenían 210.000 habitantes en 1690 y 2.121.376 habitantes en 1770 -de los cuales 1.664.279 eran de raza blanca (78,5 %) y 457.097 de raza negra (21,5 %) y esclavos en su inmensa mayoría. (http://www.artehistoria.jcyl.es/historia/contextos/1637.htm 26/1/2009)-. Detrás de la poderosa expansión demográfica de este país no sólo se encuentran los disidentes religiosos ingleses de los siglos XVII y XVIII, sino buena parte de los excedentes de población de todo el continente europeo, así como gran cantidad de negros africanos obligados a cruzar el Atlántico y a trabajar para los aristócratas blancos instalados en los territorios más meridionales de aquellas colonias. Podemos decir que tenían a todo un continente detrás. Esta potencia expansiva imprimió un ritmo vertiginoso a los procesos históricos que tuvieron lugar en Norteamérica, creando una sociedad con un “tempo histórico” más acelerado.[5]

A la altura de 1800 (también de 1850 o, incluso, de 1900) estaba claro que la propia dinámica demográfica jugaba a favor de los anglosajones. Cualquier análisis histórico  que se hiciera a lo largo del siglo XIX (y -si me apuran- anterior incluso a 1960) dibujaba un futuro esplendoroso para los pueblos anglos y parecía condenar a los hispanos a una absorción cultural progresiva por parte de sus vecinos del norte.

Dije más arriba que los Estados Unidos son la vanguardia de los europeos en el Nuevo Mundo. Por tanto tienen a todo un continente detrás que, desde el siglo XVII, no ha parado de enviar hacia allí a una parte significativa de sus excedentes demográficos. También que esa vanguardia se extendió por una tierra vacía. Esto, obviamente, no es verdad si lo tomamos en sentido literal. Estaban los indios, claro. Pero los indios de las praderas del Norteamérica no eran rival para el alud demográfico que se les vino encima. Eran incapaces de frenar a unos colonos que avanzaban por millones y que estaban ya en la Era Industrial. Los norteamericanos eran abrumadoramente superiores a los indígenas tanto desde el punto de vista demográfico como desde el tecnológico y, por supuesto, desde el cultural. Sus adversarios no tenían ninguna opción. Las tribus más guerreras y mejor organizadas lo único que pudieron hacer fue retrasar el avance blanco en sus tierras unos pocos años. No era posible otra cosa.

La expansión de los blancos por las praderas norteamericanas es una colonización masiva. Con sus herramientas y sus armas limpiaban el territorio de maleza, alimañas e indígenas, para poder después dedicarlo a la agricultura y la ganadería. El peligro que estos últimos representaban para los colonos podía ser afrontado con frecuencia por las comunidades rurales de cierta consistencia, aunque de vez en cuando hubiera que echar mano del ejército. En las más grandes batallas libradas por el ejército norteamericano contra los indios participaron unos pocos centenares de hombres. Nada que ver con los miles de combatientes de la batallas de una guerra de verdad.

Por tanto, hubo un proceso colonizador masivo en las praderas de Norteamérica, protagonizado por millones de individuos que acudían en masa desde la vieja Europa, sosteniendo así ese poderoso impulso de penetración hacia el oeste. Había una vinculación objetiva entre los procesos sociales e históricos que estaban teniendo lugar a ambos lados del Atlántico y, si bien es cierto que en el siglo XIX europeo tuvo lugar una explosión demográfica que alimentó tanto ese como otros procesos migratorios intercontinentales, impulso que se mantendrá durante la primera mitad del siglo XX, también es cierto que a partir de las guerras napoleónicas y de la ulterior aparición de los diversos movimientos nacionalistas que proliferaron por la Europa central y oriental comienza a debilitarse -en principio sólo en el ámbito político- ese impulso expansivo de los pueblos europeos. Como recordarán, hace varias semanas dijimos:

Cuando el volcán alemán empieza a rugir, los imperios coloniales europeos están ya en su segunda fase de desarrollo. Prácticamente en su cénit, puesto que los europeos han alcanzado ya los confines de La Tierra y están derribando las últimas fronteras. Alemania llega a tiempo para el último reparto, el de África, en la Conferencia de Berlín (1875). Pero el problema, para el resto de potencias europeas, no está en las posibles aspiraciones alemanas en ultramar, algo relativamente fácil de satisfacer (hubo trozos de tarta hasta para Bélgica, Italia, España o Portugal ¿Cómo no iba a haberla para Alemania? El problema está en sus aspiraciones europeas. Lo que preocupa no es el imperio eurífugo sino el eurípeto. Al aparecer un nuevo imperio en el corazón de Europa, a retaguardia de todos los demás, está obligando a estos a darse la vuelta para cubrir ese nuevo frente, que queda a muy poca distancia de sus respectivas metrópolis, que pone en peligro el núcleo duro de todos ellos. Eso significa replegar poderosos efectivos militares y recursos de todo tipo desde la periferia hacia el centro. Y como consecuencia indirecta hace aparecer nuevos imperios lejos de Europa, que empiezan a preparar el relevo estratégico de los europeos por todo el planeta. Es el momento de Estados Unidos, pero también de Japón. Incluso el comienzo de la recuperación china (un estado de dimensiones continentales, que necesita un tiempo considerable para ponerse en pie, pero que es capaz de desplegar, una vez que lo haga, una potencia superior a todos los demás). Los vientos dejan de soplar desde Europa hacia afuera para hacerlo a la inversa. Se está preparando la implosión europea.”[6]

Hace dos artículos ya apuntamos como la rápida expansión norteamericana por las tierras de la Luisiana española fue posible gracias a la complicidad francesa, que la propició para crearle frentes alternativos en América a sus adversarios españoles y británicos[7], en una especie de reparto de zonas de influencia: América para los Estados Unidos y Europa para Francia. Política que sería públicamente explicitada (en su vertiente americana) en 1823 por el presidente James Monroe a través de su frase más famosa, núcleo de la doctrina homónima: América para los americanos”, que en realidad significa “América para los norteamericanos”. Ese reparto de influencias que, a corto y medio plazo, significaba para los EEUU una poderosa expansión demográfica y política hacia el oeste también representó el origen remoto del agotamiento de ese impulso, porque abrió la Era de las grandes guerras europeas, que terminarán agotándola y ensimismándola en sus propios problemas.

Las guerras fratricidas del siglo XX europeo van sentando las condiciones para el desarrollo de los movimientos que empujan en la dirección de frenar el crecimiento demográfico. Todo esto forma parte del complejo heterogéneo de fuerzas que acompañan a la implosión europea y que pretende trasmitir esa tendencia al resto de la humanidad.

Los neoeuropeos norteamericanos, avanzando en sentido este-oeste por las praderas de su vasto territorio, no hacen más que reproducir un patrón muy antiguo, que es el de los imperios horizontales típicos del Viejo Mundo[8]. Desde el punto de vista estructural presentan pocas novedades. Aunque al principio hablé de la existencia de dos áreas claramente diferenciadas en las colonias originales, lo que nos lleva al modelo de capas anglosajón. Conforme esas dos capas (la de Nueva Inglaterra y la virginiana) se expanden hacia el oeste se van fusionando en la frontera occidental.

Recapitulemos: Vemos como en Norteamérica avanzan varios millones de hombres por un espacio prácticamente vacío, durante un espacio de tiempo que no va más allá de las cuatro o cinco generaciones, antes de alcanzar sus límites occidentales (El Océano Pacífico). Es un proceso que tiene muchos puntos en común con la “Reconquista española” medieval. Pero lo que en Estados Unidos dura un siglo en España dura ocho. El territorio norteamericano tiene 10 millones de km2 y la Península Ibérica 600.000. Los norteamericanos tienen pueblos neolíticos enfrente y poseen una abrumadora superioridad demográfica, tecnológica y cultural, mientras que los cristianos medievales españoles, por el contrario, parten desde una posición claramente inferior desde el principio en esas tres facetas y tienen que ir paulatinamente remontándolas. Los españoles sufren cinco grandes ofensivas (la del 711 y las de los amiríes, almorávides, almohades y benimerines) mientras que los norteamericanos no saben lo que es una invasión de fuerzas extranjeras en su propio territorio.

Después de soportar 800 años de oleadas invasoras, de sufrir en cada una de ellas un importante destrozo en su estructura social, los españoles aprendieron a reconstruir sus líneas desde atrás ante cada nueva embestida de sus adversarios, a “encastillarse” (de ahí el nombre de Castilla) detrás de las sólidas murallas de piedra de sus ciudades y a resistir el paso de los “huracanes” islamistas, para ponerse a hostigar a sus enemigos cuando empiezan a mostrar los primeros signos de debilidad con objeto de ir tomándoles el pulso para lanzar el contraataque en cuando desfallezcan.

Así, jugando al contraataque, fueron desarrollando un tipo de guerra muy particular, muy española: difusa, descentralizada, muy democrática en el sentido de que participan en ella amplias capas de la población, que encuentran en el combate vías de ascenso social. Es un pueblo con una moral colectiva muy sólida, dotado de una red familiar dispuesta a recuperar a cualquier individuo que posea alguna afinidad con ella  (ya hablé otro día de los sistemas de filiación ibéricos[9]), una sociedad correosa, que utiliza como nadie las técnicas de desgaste del adversario. Es el pueblo que inventó la guerra de guerrillas

El avance de los cristianos por la Península Ibérica fue un proceso de acumulación de fuerzas. El de los españoles en América la continuación de ese impulso medieval. Es un crecimiento vegetativo, endógeno, de replicación biológica. Tiene su propio ritmo que no viene marcado por sucesos ajenos. Los 63.000 blancos que había en la Nueva España en 1570 eran 600.000 en 1759 (casi 200 años después). Seguían siendo pocos, pero se habían multiplicado por diez en 200 años, pero en fase de Antiguo Régimen demográfico. Durante ese tiempo habían estado recibiendo refuerzos peninsulares, pero eso era una lluvia fina que aportaba unas decenas de miles de habitantes en cada generación y no provocaba cambios significativos en el tejido social.

Una parte importante de los 600.000 de 1759 descendían de los 63.000 de 1570. ¿Cuántos de los 2,1 millones de norteamericanos de 1770 descendían de los 210.000 de 1690? ¿Cuántos de los 300 millones actuales descienden de esos 2,1 de 1770? Durante varios siglos los anglos se supone que han tenido un crecimiento demográfico espectacular, muy superior al de los hispanos. En realidad lo que han hecho ha sido redistribuir los excedentes demográficos europeos por toda la geografía de su país. Por el camino se han ido transmutando, han ido reduciendo su identidad colectiva al mínimo común denominador compartido de todos los pueblos que han alimentado sus flujos migratorios. Han mantenido la lengua como uno de esos elementos que los unen porque las de los inmigrantes eran muy diversas y porque cada uno de esos grupos étnicos se ha diluido por todo el territorio norteamericano. El inglés era la lingua franca que todos tenían que aprender para entenderse con los otros y como al final buena parte de esos inmigrantes se casaban con personas de una procedencia étnica distinta de la suya, dejaban de hablar su lengua materna en su familia de destino. Esa es la manera de construir un pueblo compuesto por personas que van distanciándose rápidamente de sus raíces culturales, rodeados por otras personas que han tenido que hacer lo mismo y que han perdido referentes, refranes, gestos, cuentos, leyendas, sabores, sagas familiares… Han simplificado su universo cultural, que cede así protagonismo ante los elementos más materiales de su existencia.

El mundo anglosajón se extendió por América de esa manera. A eso le llamaron “melting pot”. Poco a poco, conforme fue avanzando el siglo XX, el impulso migratorio europeo se fue secando y fue siendo reemplazado por el de pueblos de otras procedencias geográficas: asiáticos e iberoamericanos fundamentalmente. Los primeros vienen de países más lejanos tanto desde el punto de vista geográfico como desde el cultural, y entre ellos también hay grandes diferencias. Pero los iberoamericanos son sus vecinos del sur desde hace siglos. 

Estados Unidos, que mezcló en el pasado a europeos de distintas procedencias y  ahora ha incorporado a esa mezcla a personas de todos los continentes y de todas las razas, está creando de facto un mundo mestizo. Pese a la primigenia repugnancia anglosajona a toda mezcla racial, las realidades sociales se van abriendo paso por razones objetivas. En esa nueva mezcla los hispanos no paran de ganar peso específico. Y éstos, a diferencia de los anglos, hace siglos que hicieron del mestizaje una de señas de identidad. Es su medio natural. Poseen las categorías mentales precisas en su universo cultural para gestionar adecuadamente esa mezcla. Mestizaje e Hispanidad son dos conceptos íntimamente relacionados.

Los anglos, en su expansión hacia el oeste van diluyendo los límites de su identidad, van hibridándose con otros pueblos cada vez más. En su avance han perdido una parte significativa de sus marcadores de etnicidad primigenios y se han ido encontrando con masas de hispanos que empujan desde el suroeste fundamentalmente y que se mueven como pez en el agua en ese nuevo universo mestizo, que conserva mucho más vivos sus propios referentes culturales. Que tienen además una lengua propia que cuenta con casi tantos hablantes como el inglés.

Es obvio que está naciendo un nuevo mundo en las grandes llanuras de Norteamérica y que el español y el inglés están librando un duelo de gigantes que tiene por delante un largo recorrido. La lucha hoy se presenta bastante abierta. Pero hace 70 años no estaba ni planteada siquiera. Por tanto, el proceso tiene una direccionalidad muy clara.

Detrás de cada lengua hay todo un mundo de conceptos, una filosofía de vida que se expresa a su través, unos valores culturales. Anglos e hispanos han sido históricamente la vanguardia occidental de los pueblos europeos. Los diferencia su ritmo vital, su “tempo” cultural. El de los hispanos es mucho más lento, tiene un complejo sistema de despliegue y tiene detrás el bagaje histórico que le aporta su gran invento cultural: La transversalidad.

Ante nosotros se acaba de levantar el telón y vamos a contemplar un duelo en el que se está jugando el modelo de sociedad que va a regir en el futuro en la mitad occidental del Planeta Tierra. Prepárese porque la función será larga.





[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Colonizaci%C3%B3n_de_los_Estados_Unidos

[3] “La Torre de marfil europea”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/la-torre-de-marfil-europea.html

[4] JULIÁN MARÍAS. 2002. España Inteligible. Madrid. Alianza Editorial.

[5]“El despliegue continental”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/12/el-despliegue-continental.html

[6] “La implosión europea”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/la-implosion-europea.html

[7]“Un momento crítico: http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/05/un-momento-critico_3590.html

[8]“El Imperio Transversal”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/06/el-imperio-transversal.html

[9] “Familias frente a clanes”:http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/08/familias-frente-clanes.html