jueves, 28 de marzo de 2013

La implosión europea



Los ejércitos napoleónicos extendieron por Europa el concepto de “nación” decimonónico, que se inspiraba en el modelo revolucionario francés. Ese modelo era reactivo, se desarrolló para romper el cerco que los austrias españoles mantuvieron en torno a Francia y que llamamos "la Camisa de fuerza francesa", procedía del país más centralista del mundo y su interiorización por la población de países que tenían una estructura interna muy diferente de la francesa tenía que provocar, necesariamente, una gran cantidad de desajustes que no se habían producido en el original porque allí se trataba de un proceso endógeno, que respondía a sus propias necesidades y, en el resto, era una solución importada, que no tenía en cuenta suficientemente la naturaleza del estado receptor.

En su día hablamos de las “cinco naciones-estado” europeas originarias (España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda), surgidas durante los siglos XV y XVI en el contexto del “estado autoritario” que caracterizó a ese tiempo político. Cada una de aquellas “naciones” creó su propio imperio eurífugo (que se extiende hacia el exterior de Europa), dando lugar a lo que se conoce como los imperios ultramarinos.

Pero los libros de historia nos informan también de la aparición, en el siglo XIX, de otras dos grandes “naciones” europeas (Alemania e Italia). Estos dos procesos se desarrollan de una manera muy diferente a como lo habían hecho en los cinco estados citados en el párrafo anterior. Algo que ya ha llamado la atención de una multitud de autores es que, mientras que en la mayoría de países en los que se ha desarrollado un potente movimiento nacionalista, éste ha tenido un signo más bien emancipador (se trataba de afirmar la propia identidad frente a un poderoso enemigo que la amenazaba), pero en los casos alemán e italiano han tenido un carácter fundamentalmente unificador (se trataba de integrar en una estructura nacional a una multitud de pequeños estados desunidos y dispersos). Esa afirmación podría ser matizada, desde luego, porque la España de los Reyes Católicos surge de la unión entre Castilla y Aragón y la posterior anexión de los reinos de Granada y de Navarra. Los reyes franceses, igualmente, tuvieron que pelear bastante durante los últimos tiempos medievales y durante la Edad Moderna para integrar dentro del reino a varios pequeños estados y señoríos que supieron resistir, algunos con bastante tenacidad, las pretensiones anexionistas francesas. Pero claro, esto tiene muy poco que ver con aquella Confederación Germánica que durante buena parte del siglo XIX estuvo integrada por 38 estados, formalmente independientes, que hubo que presionar fuertemente para “convencerlos” de la necesidad de integrarse en la estructura del II Reich.

Esa división alemana, que sobrevivió hasta 1871, es una rémora con la que el país tiene que bregar. Ninguna nación se puede crear a golpe de decreto en el correspondiente Boletín Oficial del Estado, aunque es cierto que había una conciencia nacional que es anterior a esa unificación, y un proyecto político latente nada menos que desde el siglo X. Pero la supervivencia de los diferentes estados alemanes hasta una fecha tan tardía nos está revelando la existencia de resistencias profundas, en el seno de su sociedad, a la creación de una estructura política unitaria. Esa resistencia, que en el caso italiano podemos explicar perfectamente en términos históricos, relacionados algunos con la geopolítica europea, en el alemán, en cambio, tiene razones más profundas, más esenciales, más étnicas.

Para los pueblos de lengua alemana situados entre el Danubio, el Rhin y los mares del Norte y Báltico el II Reich es la primera vez en su historia que han tenido –todos- una autoridad común (si entendemos que las estructuras políticas medievales, de signo feudal, no constituyen un estado verdadero).

¿Por qué los alemanes no vieron la necesidad de crear un estado común hasta una fecha tan tardía? Pues sencillamente porque no lo necesitaban. Podemos hacer cuantas valoraciones nos apetezcan al respecto, pero cualquier juicio que emitamos sobre esto será, en realidad, un pre-juicio, reflejo de nuestra particular posición ideológica. Los procesos históricos tienen su propia lógica interna, que son independientes de las valoraciones que los humanos, individualmente considerados, podamos hacer. No hemos de olvidar nunca que el estado es una imposición, que mientras los individuos puedan vivir sin él, lo harán. Y si es inevitable, pero se puede ir tirando dentro de uno pequeño, será preferible éste a uno más grande y, por tanto, más insensible a las necesidades de sus ciudadanos. El poder que gana el estado lo pierden las personas. Es natural que éstas se resistan a cederlo. Y lo dicho para las personas también vale para los grupos locales, las pequeñas oligarquías, etc.

¿Qué diferencia a Alemania de Francia, de España o de Inglaterra? ¿Por qué en estos países el proceso político unificador avanzó más rápido? Pues por diversas razones, pero una fundamental es que estos países ya formaron parte, en la antigüedad, de una estructura política unida y consistente que se llamó Imperio Romano. La población de estos territorios fue sometida por la fuerza, pero después de los actos violentos que acompañaron a la conquista, de aceptar de mala gana la autoridad del estado y de que éste los pusiera a trabajar al servicio del proyecto imperial, vieron como se hacían carreteras, alcantarillado, presas de agua, acueductos; como se fundaban ciudades, se mejoraban las técnicas agrícolas, se incrementaba el comercio y -con él- llegaban a sus manos productos exóticos que antes era imposible encontrar. También vieron como la población aumentaba y como aparecían nuevas clases sociales interesadas en el sostenimiento de esa nueva y más compleja estructura política.

La estructura imperial, además, unificó la lengua y la cultura de los pueblos que formaron parte de ella, creó un ingente patrimonio de conceptos y de valores compartidos. En definitiva, una civilización. Y esta civilización vino acompañada de una ética ciudadana surgida para hacer posible la vida en una sociedad relativamente poblada. En ese contexto fue en el que apareció el cristianismo, aquél cristianismo primitivo de la época romana mucho más cercano que el de nuestros tiempos a los valores evangélicos originarios. Un cristianismo que había crecido dentro del Imperio y que se había adaptado a él como un guante a la mano de su dueño.

Después, todo aquello se derrumbó, en la Alta Edad Media, y se degradó la vida de las personas a las que les tocó sufrir aquellos procesos  históricos. El pasado imperial romano pasó a ser recordado como una época dorada, como algo que había que recuperar. Así pues, el estado se había ganado a pulso su propia legitimidad, el respeto de los hombres. Respeto que actúa como contrapeso del rechazo que provocan los comportamientos despóticos y las corruptelas de los individuos que ejercen el poder.

En cambio, la falta de tradición estatal estuvo, en el universo germánico, frenando los procesos históricos que conducían hacia la unidad durante siglos. Por otra parte, el clima también ayudó bastante. ¿Recuerdan lo que dijimos sobre el origen de las civilizaciones?

“El punto de arranque de todas las civilizaciones originarias (es decir, no importadas) se dio en lugares donde se concentraba el agua, pero que estaban rodeados por el desierto: Mesopotamia, Egipto… Un gran río que atraviesa un desierto. Por eso los primeros conatos de civilización arrancan siempre en zonas áridas. Es lógico que conforme el proceso va ganando envergadura y las estructuras políticas trascienden los valles originarios, las primeras formas imperiales anden siempre cerca de los desiertos, flanqueándolos.”[1]

Es obvio que el paisaje alemán se parece muy poco al que describimos en su día como el que se da en los lugares donde surgió la civilización. Como dijo Gordon Childe “la lluvia cae sobre el justo y el injusto por igual”. Donde el riego en los campos está garantizado por la naturaleza y los hombres puede ganarse la vida ellos solos, sin ayuda del estado ¿Por qué tendrían que aceptar una autoridad que no les aporta nada? Por eso el estado, en el centro y norte de Europa, se ha ido abriendo paso con lentitud, en comparación con el proceso que se dio en los países mediterráneos.

Pero en el siglo XIX se hizo ya patente, para todos los alemanes, la necesidad de crear una macro estructura política lo suficientemente potente como para poder disuadir a sus temibles vecinos del oeste. Fue Napoleón el que catalizó esa respuesta. Y como la nación alemana era, en realidad, la respuesta a una agresión francesa, se estructuró para poder enfrentarse adecuadamente a esa amenaza.

Alemania -antes de 1871- era un país de países. Una estructura confederal de un milenio de antigüedad. Por más que una superestructura nominalmente "imperial" se sobrepusiera sobre esa base política.

Las inercias sociales no pueden desaparecer bruscamente de un día para otro, esa estructura necesitaba tiempo para adaptarse a la nueva concepción del estado. Un tiempo que no tenía, como la vertiginosa sucesión de acontecimientos políticos –desde 1789- no había dejado de poner de manifiesto.

La nación francesa surgió como una rebelión de la sociedad contra el Estado. Una subversión social que igualó a los hombres jurídicamente. Recordemos su lema: “Libertad, igualdad, fraternidad”. Los tres conceptos apuntan directamente a la destrucción de cualquier jerarquía social innecesaria, de cualquier instrumento político que no haya demostrado previamente su legitimidad social, que no se haya ganado a pulso su derecho a existir.

Y sin embargo, el estado que surgió de la Revolución de 1789 era el más poderoso, el más masivo que se había visto nunca en Francia. Nunca antes el estado francés tuvo tantos funcionarios, ni tantos soldados, como el que surgió en ese preciso momento histórico. ¿Cómo pudo ser esto posible? Pues porque la estructura aristocrática del Antiguo Régimen vigente en casi todos los países europeos, empezando por el francés, estaba ya desfasada históricamente. Era ya un freno para el desarrollo económico, social, cultural, político… y saltó por los aires. La “libertad” que pedían los hombres era para reinventar la sociedad, la “igualdad” para poder poner al frente de las instituciones a los más aptos, no a los de más alta cuna, la “fraternidad” buscaba reintegrar en su seno a toda la masa de marginados que aquella sociedad aristocrática había creado. Y empezó a hablarse de instrucción pública, de función pública, de ejército nacional. Todo al servicio de la sociedad. De la sociedad completa. Y de pronto hicieron falta muchos más miles de trabajadores al servicio del estado –es decir, de funcionarios- de los que nunca antes habían sido necesarios. Y la recaudación de impuestos se multiplicó, trasladando el grueso de su carga hacia las clases sociales que podían pagarlos sin poner en peligro su propia subsistencia.

Aquél estado surgido de la Revolución se volvió invencible. No había manera de frenar al ejército “nacional” francés en los campos de batalla. Y, tras la conquista francesa, no había forma de impedir los profundos cambios sociales que la acompañaron.

Cuando por fin Napoleón fue derrotado se había hecho evidente, para todos los europeos, que el Antiguo Régimen había muerto, que su tiempo ya había pasado y que había que transformar profundamente la manera de organizar las diferentes sociedades de la ecúmene para impedir una nueva explosión francesa. Es en ese contexto en el que surge el movimiento nacionalista alemán.

Pero Alemania tenía un problema añadido, a sumar a los asociados a la supervivencia del Antiguo Régimen que compartía con otros pueblos europeos. Ese problema era su propia división política, que le impedía ejercer en Europa el liderazgo que, por su propia demografía y su nivel de desarrollo económico le correspondía. Alemania nunca sería una gran potencia mientras permaneciera dividida. Pero claro, la aparición de una estructura imperial en un lugar que históricamente había estado ocupado por una laxa confederación de pueblos no puede hacerse de manera incruenta, porque altera todos los equilibrios políticos previos. Si Francia era poderosa era, entre otras razones, porque Alemania era débil. Y el asunto no sólo afectaba a Francia (que tenía fronteras directas con Alemania) sino a toda Europa. A Inglaterra, Holanda, España, Italia, Rusia… Les aparecía un potente adversario en retaguardia a todos los imperios eurífugos europeos, todos ellos muy poderosos. Creaba una nueva centralidad europea que eclipsaba a las de la periferia. La Guerra se volvía inevitable. La Guerra con mayúsculas, no una pequeña guerrita para reajustar líneas fronterizas, no. LA GUERRA…

¿Tienen los alemanes derecho a crear un estado unificado, como el resto de pueblos europeos? Por supuesto que sí. Pero claro, la pregunta es: ¿A qué precio? Lo que está claro es que su aparición modifica toda la correlación de fuerzas europeas y, como consecuencia, planetarias (dado que, en el siglo XIX, los países europeos eran prácticamente dueños del mundo).

La emergencia de la nación alemana en el corazón de Europa significa, simplemente, la muerte de Europa. La muerte de la civilización europea como evolución del concepto medieval del Occidente Cristiano. La muerte de la ecúmene europea. De ese mundo de valores compartidos que fueron representando, en sus diferentes fases de desarrollo, el cristianismo medieval, el humanismo, el racionalismo, la ilustración… ¿Y por qué? Pues porque significa la ruptura de todo el sistema de equilibrios sobre el que se ha sustentado. ¿Recuerda cuando dijimos: “El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad”?[2] Ergo, si los equilibrios se rompen, se rompe la europeidad.

¿Y qué sucede entonces? Veamos: Cuando el volcán alemán empieza a rugir, los imperios coloniales europeos están ya en su segunda fase de desarrollo. Prácticamente en su cénit, puesto que los europeos han alcanzado ya los confines de La Tierra y están derribando las últimas fronteras. Alemania llega a tiempo para el último reparto, el de África, en la Conferencia de Berlín (1875). Pero el problema, para el resto de potencias europeas, no está en las posibles aspiraciones alemanas en ultramar, algo relativamente fácil de satisfacer (hubo trozos de tarta hasta para Bélgica, Italia, España o Portugal ¿Cómo no iba a haberla para Alemania? El problema está en sus aspiraciones europeas. Lo que preocupa no es el imperio eurífugo sino el eurípeto[3]. Al aparecer un nuevo imperio en el corazón de Europa, a retaguardia de todos los demás, está obligando a estos a darse la vuelta para cubrir ese nuevo frente, que queda a muy poca distancia de sus respectivas metrópolis, que pone en peligro el núcleo duro de todos ellos. Eso significa replegar poderosos efectivos militares y recursos de todo tipo desde la periferia hacia el centro. Y como consecuencia indirecta hace aparecer nuevos imperios lejos de Europa, que empiezan a preparar el relevo estratégico de los europeos por todo el planeta. Es el momento de Estados Unidos, pero también de Japón. Incluso el comienzo de la recuperación china (un estado de dimensiones continentales, que necesita un tiempo considerable para ponerse en pie, pero que es capaz de desplegar, una vez que lo haga, una potencia superior a todos los demás). Los vientos dejan de soplar desde Europa hacia afuera para hacerlo a la inversa. Se está preparando la implosión europea.


[1] “Las otras transversalidades”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/07/las-otras-transversalidades.html

[3] “Los imperios efímeros”. http://polobrazo.blogspot.com.es/2013/03/los-imperios-efimeros.html

miércoles, 6 de marzo de 2013

Los imperios efímeros



Europa ha sido la cuna de varios grandes imperios, algunos de los cuales han sido capaces de pervivir durante mucho tiempo. Pero ninguno de ellos ha sido capaz de integrar a toda la ecúmene dentro de sus fronteras. Y a su núcleo duro nunca más de dos o tres generaciones.

Los imperios más extensos y los más duraderos originados en el ámbito europeo han tenido siempre como núcleo fundacional y como eje a una ciudad o a una región que, dentro del conjunto, era periférica. Y se han expandido desde ese punto hacia el exterior de Europa. Cuando alguno de estos prósperos imperios ha decidido darse la vuelta y volver sus ejércitos hacia el interior, esa decisión no ha dejado de traerle más que desgracias y/o problemas. Ya comenté en su día la presencia, en este espacio geográfico, de una serie de “fronteras intangibles” [1] que nadie ha sido capaz de romper hasta el día de hoy.

Vimos como en la antigüedad y la Alta Edad Media, tanto Roma como Bizancio supieron prosperar en el ámbito mediterráneo, como desde el siglo XV españoles, portugueses, británicos, franceses y holandeses supieron crear cada uno su propio imperio ultramarino y como, por el este, los rusos hicieron lo propio apuntando hacia oriente por las estepas de Asia septentrional. Todos ellos pueden ser denominados imperios eurífugos, porque se expandieron desde Europa hacia el exterior.

Sin embargo, esos romanos que fueron capaces de crear un sólido imperio mediterráneo no pudieron, en cambio, consolidar sus posiciones más allá de las fronteras del Rhin y del Danubio.

En la Alta Edad Media será Carlomagno el primero que intente desarrollar un proyecto imperial específicamente europeo. Proyecto que duró sólo un poco más que la vida de su fundador. Después lo intentarán, de forma reiterada, los alemanes, desde los otones (allá por el siglo X) hasta Carlos V (en el XVI). En los siglos XVII y XVIII la empresa será abordada desde Francia, Prusia y Austria, con idéntico resultado.

El intento austro-español de imponer la unidad religiosa en Alemania en la Guerra de los Treinta Años acabó en un baño de sangre que, de alguna manera, fue una especie de anuncio de lo que estaba por venir.

Ya en la Edad Contemporánea se abordará el asunto con mucha más decisión. Primero lo hará la Francia napoleónica, tiñendo de rojo, como una reproducción ampliada de la guerra citada, toda Europa, desde el Cabo San Vicente hasta Moscú.

Y los dos intentos de expansión militar llevados a cabo por parte alemana, en el siglo XX, se transformaron respectivamente en la primera y la segunda guerras mundiales. Creo que después de esto hay poco más que añadir.

¿Qué sucede en el corazón de Europa que no pase cuando nos alejamos de él? ¿Por qué los intentos de crear imperios han cuajado históricamente en la periferia de la ecúmene y, sin embargo, han degenerado en una espiral de muerte y de violencia cuando han tenido lugar cerca de su centro de gravedad?

De entrada advierto que no tengo la llave de la explicación de tal fenómeno. Son preguntas que me vengo haciendo desde hace tiempo y que me llevaron a escribir el artículo que cité al principio, que fue el que abrió (en enero de 2012) la serie que etiqueté como “Dinámica Histórica” y que vengo publicando desde entonces. En los distintos pueblos que habitan esa zona también se han producido reflexiones al respecto ante la contundencia del dato. En Polonia se hacen comentarios -con cierta frecuencia- sobre España, en los que se envidia nuestra posición geográfica y no sólo por razones climáticas. Recuerdo el medio chiste que dice que los españoles tenemos la suerte de estar rodeados por los portugueses, los Pirineos y los peces. Está claro que son tres vecinos con los que resulta más fácil convivir que con los alemanes y los rusos.

Lo que la historia ha dejado muy claro es que todos los proyectos imperiales “eurípetos” han acabado mal. Moderadamente mal cuando se han abordado de manera gradual y estrepitosamente mal cuando lo han hecho con decisión y con fuerza.

Parece como si rodeando a las etnias germánicas hubiera una especie de muro invisible que debe ser atravesado de forma muy suave y consensuada, si se quiere después vivir para contarlo. Cruzarlo viene a ser algo así como entrar en la atmósfera desde el espacio, que hay que hacerlo a una velocidad y con un ángulo de penetración muy precisos si no se quiere morir en el intento.

Y puesto que de lo que estamos hablando es de fronteras invisibles en el seno de las sociedades humanas, es obvio que debe tratarse de verdaderas barreras mentales que separan a determinados pueblos de sus vecinos.

Europa es un mosaico de grupos étnicos diferentes que han sido capaces de mantener su identidad a lo largo de los siglos. No es el único lugar del mundo donde ocurren estas cosas. En su día también puse ejemplos semejantes ubicados en el Próximo Oriente[2]. Entonces expliqué que no es necesario conservar la religión, ni la lengua, ni la cultura, ni las vestimentas originarias para mantener en pie las viejas rivalidades. Los sunitas de Irak probablemente ignoren que su rivalidad con los chiitas de su país es el viejo enfrentamiento de acadios y sumerios de hace cinco mil años, en el que sus protagonistas han cambiado de religión y de lengua varias veces, pero han conservado las rivalidades mutuas.

¿Por qué es esto así? Tal vez la Psicología Social tenga algo que decir al respecto, pero yo vengo hablando, desde el principio, de los “ecosistemas sociales” y de sus nichos internos. Y vengo poniendo el énfasis en el parecido que guardan con los ecosistemas biológicos.

En un ecosistema biológico las diferentes especies que lo componen evolucionan juntas, pero tienden a mantener sus funciones. Digamos que defienden su nicho. No les preguntéis a los individuos por qué lo hacen, ya que, sencillamente, lo ignoran. Preguntadle a un leucocito por qué acude a combatir al virus invasor que acaba de colarse por una herida en el cuerpo del humano que lo alberga y os dará la callada por respuesta. Sencillamente ignora que tal humano exista. Y si alguien se lo explicara y él fuera capaz de entenderlo, ese conocimiento no le serviría de nada. No cambiaría para nada su prosaica realidad. Ese ser vive en un plano de la existencia diferente al que lo hace el hombre que lo contiene. Y ambos pueden perfectamente ignorar la presencia del otro, pese a la íntima relación mutua que guardan entre sí.

Hay realidades que están condicionando nuestra vida, que nos trascienden, que nos superan, que nos arrastran. Una de esas realidades son los procesos históricos, que poseen una lógica interna propia que es distinta de la de las personas que participan en ellos. Los individuos nacen, crecen, se reproducen y mueren integrados en el seno de una estructura que es un ecosistema social. Dentro de él actuamos buscando nuestro propio interés, defendiendo nuestras ventajas comparativas, nuestra posición social. Y al hacerlo estamos sosteniendo la estructura que sostiene el gran edificio que nos alberga. Es algo así como el ejemplo del leucocito.

Ya vimos -en otro de nuestros artículos- como en Europa, cada uno de los grandes países que han sido capaces de mantener su identidad a lo largo del tiempo cumple una función diferenciada dentro de su estructura política[3]. También hablamos de los pueblos que habitan en la ribera occidental del Rhin y de la función de barrera que han desempeñado históricamente[4], de cómo los romanos los estructuraron mentalmente para desempeñar la función de “Limes” y de cómo han mantenido esa función en el tiempo, después de que hubiera desaparecido la estructura política que la creó y en cuyo seno tuvo sentido. Hoy, igual que hace mil años, sigue ejerciendo su función de barrera entre alemanes y franceses, como en tiempos de Carlos el Temerario, de Carlos V, de Napoleón Bonaparte, como en las dos guerras mundiales…

En los albores de la contemporaneidad, a finales del siglo XVIII, tuvo lugar la Revolución Francesa. Como consecuencia de ella se produjo un salto cualitativo en el proceso de estructuración política de la sociedad francesa. Los importantes cambios que se venían gestando desde mucho antes en la base de la sociedad alcanzaron una masa crítica que exigía ya, que necesitaba imperiosamente, otra manera de organizar las relaciones sociales y políticas entre los humanos. Como las viejas estructuras se defendieron de forma violenta, violentamente fueron derribadas, y esa nueva forma de organizar la sociedad, que también se estaba ensayando en Estados Unidos de Norteamérica y, de forma más gradual, en la Inglaterra surgida de la revolución puritana del siglo XVII, situó a estos tres países en un nuevo tiempo político, les dio varios cuerpos de ventaja sobre el resto de sus competidores que aún se mantenían dentro de los esquemas organizativos del Antiguo Régimen.

Estados Unidos estaba ubicado en un continente que era nuevo para los europeos. Frente a ellos un conjunto de pueblos con muy bajas densidades de población y tecnológicamente situados en un incipiente Neolítico. Su rápida expansión hacia el oeste por la inmensa frontera del “Far West” estaba cantada, ante la ausencia de estructuras sociales mínimamente consistentes que pudieran frenar su avance por las inmensas praderas norteamericanas. Sólo cuando se encontraron con los hispanos comenzaron a enredarse en su malla defensiva, frenándose su avance, pero de esto hablaremos otro día.

Inglaterra es, como España, un país periférico dentro del contexto europeo y, en consecuencia, su salto organizativo tuvo más consecuencias fuera que dentro de la ecúmene. Desde este punto de vista su expansión naval conocerá un nuevo impulso, coincidiendo con los procesos revolucionarios que estaban teniendo lugar en Francia. El Imperio Británico -como vimos al principio- figura en la lista de los imperios eurífugos y, por tanto, no tuvo mayor problema para crecer y expandirse por el mundo, convirtiendo a este país en la primera potencia naval del planeta.

El caso francés, en cambio, es un ejemplo de imperio eurípeto. Al igual que norteamericanos y británicos tenderá a rentabilizar la superioridad política que había alcanzado sobre sus competidores  en la reciente revolución de 1789. Es en ese contexto histórico en el que se despliega el Imperio napoleónico.

Pero Napoleón apuntó hacia el interior de la zona continental de la ecúmene europea. Sus ejércitos -como ya dijimos- se expandieron desde Portugal hasta Rusia. El suyo fue el más serio y poderoso intento de crear un imperio europeo que había tenido lugar hasta entonces. Cosechó éxitos fulminantes, rotundos, pero efímeros. Es el más claro ejemplo (junto con la Alemania nazi) de imperio eurípeto efímero.

¿Qué fue lo que falló? Fallaron muchas cosas. Primero la propia velocidad del proceso, demasiado rápido para poder consolidarse. Hace algunos meses hablamos del imperio de Alejandro Magno y dijimos:

“El Imperio persa y el griego de Alejandro Magno son, en realidad, la misma estructura política, cuya dirección se transfirió tras las campañas del macedonio desde la meseta iraní hasta... Babilonia, en Mesopotamia, por más que nominalmente fueran griegos los que se situaran a la cabeza de esa organización. Era obvio, incluso para Alejandro, que ese imperio no podía dirigirse desde Grecia, como la propia evolución histórica ulterior terminó demostrando. La conquista del Imperio persa por los greco-macedonios fue una operación que sirvió para elevar a este hasta el Olimpo de los dioses y a convertirlo en fuente de inspiración para literatos y ególatras diversos, pero no era algo que sirviera a los intereses del pueblo griego. Unas conquistas más modestas, desde el punto de vista territorial, hubieran sido más útiles para sus impulsores en el plano estratégico y le hubieran dado a los griegos la centralidad política que finalmente asumirían los romanos.”[5]

La Europa “desde el Atlántico hasta los Urales” (de la que tanto le gustaba hablar a Charles de Gaulle) no puede dirigirse desde Francia si no es con el permiso de Alemania (el equivalente a la Babilonia del imperio alejandrino). Sólo si los alemanes estuvieran dispuestos a aceptar una subordinación estratégica con respecto a Francia (que era lo que pretendía Napoleón) puede ser esto posible. Pero Bonaparte era demasiado autoritario para poder consolidar tal modelo. Y, en cualquier caso, ¿Por qué iban a estar los alemanes dispuestos a aceptar ese proyecto? 

Es obvio que no había ninguna razón que permitiera consolidar el modelo. Las victorias militares no sirven para nada si después no puede articularse un modelo de dominación política viable y sostenible en el tiempo.

La Revolución dio a los franceses una ventaja política sobre sus adversarios como dijimos al principio. El Viejo Topo de la Historia llevaba siglos horadando los cimientos del Antiguo Régimen europeo y sustituyéndolo por un nuevo modelo de relaciones económicas que necesitaba ahora encontrar su reflejo político. Francia estuvo entre las primeras naciones que consiguieron hacerlo (junto con las ya citadas Inglaterra y Estados Unidos). Pero Francia no era una isla, y los procesos sociales de los que estamos hablando estaban teniendo lugar en toda Europa, aunque el resto de países fuera a la zaga de los franceses.

¿Para qué sirvieron las guerras napoleónicas? Pues para difundir el modelo político francés por el resto de la ecúmene. Para extender el salto cualitativo que representa la Revolución Francesa al resto de Europa. Para salvar –en cierta forma- el desnivel -la diferencia de potencial- que se había producido como consecuencia de ella. Pero no para imponer ninguna estructura política nueva, de carácter supranacional.

La lección que podemos extraer de este episodio de la Historia de Europa es que nuestra ecúmene es muy diversa desde el punto de vista cultural, pero está muy igualada desde el tecnológico y presenta elevadas densidades de población hacia donde dirijamos nuestra mirada. ¿Qué pueden ganar los pueblos sometidos dentro de una nueva estructura imperial?



[1] Las fronteras intangibles (http://polobrazo.blogspot.com/2012/01/las-fronteras-intangibles.html )
[2] Ibíd.