lunes, 22 de octubre de 2012

La religión de los españoles


En el siglo XVII afloran una serie de elementos culturales autóctonos que ya formaban parte de nuestra vieja identidad bajomedieval pero que son reelaborados y adaptados a la realidad de este nuevo tiempo. En los momentos de crisis la primera reacción de los hombres -la más instintiva- consiste en replegarse sobre sí y buscar en su memoria viejos registros que puedan ayudarle a afrontar las nuevas circunstancias. Todos echamos mano de nuestra experiencia acumulada y sólo cuando hemos comprobado que no nos sirve es cuando ensayamos nuevas soluciones alternativas.

España salió del largo milenio medieval convertida en la campeona de la “catolicidad”. Hasta ese punto le habían conducido sus viejas inercias históricas. Fue esa defensa cerrada y militante de lo católico la que condujo a sus tercios a los campos de batalla de media Europa y la que le puso al frente de todas las “cruzadas” contra los protestantes. A los españolitos de a pie, que habían forjado su identidad étnica combatiendo a los islamistas durante siglos sólo hubo que fijarle en su mente la idea de que la lucha contra los protestantes era la cruzada de este nuevo tiempo para que desplegaran frente a ellos todas las tácticas de guerra que habían ido interiorizando a lo largo de generaciones.

Sin embargo, los acontecimientos que habían tenido lugar desde la coronación de Carlos I empiezan a hacerles intuir que la asociación mental entre protestantismo e Islam no era tan simple como se presentaba, que el asunto tenía mucha más complejidad de lo que aparentaba.

De manera paulatina la confusión se fue instalando en sus mentes y con ella la necesidad de pararse a pensar, de encontrar categorías mentales que les ayudaran a entender...

Y en ese proceso de ensimismamiento, de introspección, pronto redescubren dos arquetipos, que ya formaban parte de su universo mental y cultural, sobre los que proyectar sus propias desventuras cotidianas: El crucificado y su madre, que lo contempla, desconsolada, al pie de la cruz. El cristianismo adquiere entonces un nuevo sentido. Ya no es el viejo marcador de etnicidad que sirvió de pretexto para sostener una guerra de mil años en defensa de su propia identidad como pueblo. Ahora su religiosidad se vuelve más cotidiana. El sufrimiento humano adquiere un valor nuevo e insospechado. A su través se conecta con la divinidad, con lo trascendente. El dolor hace descubrir a los hombres la auténtica realidad. No ésta, vana, que se percibe a través de los sentidos, sino otra inmensa y eterna que se oculta en los pliegues más profundos del alma humana. Una realidad invisible que se intuye lejos del artificio mundano, del ruido ensordecedor que generan los hombres cuando intentan impresionar a sus semejantes.

Este nuevo cristianismo no tiene mucho que ver con la Biblia, ni siquiera con el Nuevo Testamento. Es una religión que se despliega a partir de los valores implícitos que se derivan de la Pasión de Cristo, del camino que le condujo hasta la Cruz. Todo lo demás se vuelve accesorio, vano, inconsistente. Lo único seguro es la muerte, el dolor, el sufrimiento... y las solidaridades humanas que surgen para hacerles frente, para plantarles cara.

Estamos ante la expresión moral de un pueblo resistente, que ha desarrollado un nuevo estoicismo –no olvidemos que estamos en la patria de Séneca- y lo transmite de manera plástica, muy visible. Este proceso alcanza su cénit en la apoteosis del Barroco y convierte las calles en sus escuelas. En ellas despliega toda la potencia de su imaginería. En ellas descubren los niños el rostro del crucificado y el momento cumbre de la Pasión: el instante de la Expiración. En ellas aprenden que a todos nos llegará la muerte alguna vez y que ese será el momento supremo de nuestra vida, que hemos de vivir pensando en él. En esas calles, en las noches de primavera, a la luz de las velas, descubren las jóvenes generaciones que todos estamos inermes ante la muerte, que no hay diferencias entre los hombres que puedan sobrevivir a ese momento crucial de nuestra existencia, que es ese instante de nuestra vida el que nos pone en conexión con el resto del Universo, con todas las almas que alguna vez existieron o existirán. Sólo el que ha visto a una multitud contemplando muda y extasiada a un ser moribundo y se ha fundido con él, transmutándose y elevándose espiritualmente por encima de las miserias de su propia existencia, puede entender la fuerza que esta manera de interpretar el mensaje cristiano irradia a su alrededor.

Este pueblo ha encontrado la forma de hacerse fuerte a través de su propia debilidad. Ha descubierto que lo que hace grande al ser humano es, precisamente, el trance de la muerte, porque cuando éste es plenamente consciente de lo fugaz que es su vida sus actos adquieren un valor infinito. Cuando un hombre decide compartir su destino con otros está entregándoles, al hacerlo, lo único que realmente tiene: Su propia vida. Y este compromiso vital con su comunidad, con su gente, le devuelve toda la fuerza perdida en los innumerables lances que va sufriendo a lo largo de su existencia.

Estas expresiones de religiosidad popular, como comprenderá el lector, están en las antípodas del Antiguo Testamento, de la Ley del Talión. Tienen un hondo sentido cristiano pero, también, pagano. Diríamos que son orgullosamente paganas. Lo esencial del mensaje se transmite de forma no verbal. Las imágenes son fundamentales en esa transmisión y cobran vida en medio de la multitud que proyecta sobre ellas su propia humanidad. Son escenas vividas. Los sobrecogedores silencios multitudinarios en los que puede escucharse una mosca volar en una plaza donde se han concentrado cinco mil personas. El llanto de la anciana que contempla al crucificado, perdida en medio de la multitud, reconociendo en él al hijo que perdió años atrás. La mirada solidaria del jornalero o del minero que se rearma, cada año, en ese éxtasis colectivo, para poder seguir enfrentando, con dignidad, su dramática existencia. La oración cantada que rasga la noche, como una saeta atravesando el silencio, desnuda de acompañamiento, sostenida por una única garganta que dirige, en medio de la multitud, un mensaje a través del tiempo y del espacio hasta ese punto donde se encuentran todas las almas. ¿Quién no ha perdido a algún ser querido? ¿Quién no ha vivido alguna vez su propio calvario personal? ¿Habrá alguien que no se identifique con una madre que llora desconsolada ante el cadáver de su hijo? ¿Habrá alguien que se quede indiferente en ese magma social que entra en ebullición cada primavera, para cristalizar de nuevo después, reintegrando así a los nuevos marginados en el seno de la comunidad?

La evolución espiritual de los hombres de la frontera se orienta por caminos diferentes y divergentes de los que están teniendo lugar, en ese mismo momento, en el resto de Europa. Mientras los hombres del norte evolucionan hacia el monoteísmo judaico, repliegan las manifestaciones de su religiosidad al ámbito de lo privado, conectan con Dios en soledad, reivindicando la supremacía espiritual de lo subjetivo y redescubren su fe leyendo los viejos libros sagrados –la mayor parte de ellos heredados directamente del tiempo de las tribus-, los del sur, en cambio, se alejan del Dios Padre omnipotente para encontrarse con las flaquezas humanas del crucificado. Sacan su fe a la calle y la comparten con sus vecinos, reivindican una ética comunitaria y la supremacía de los valores compartidos, se alejan de los textos y de las abstracciones para proyectarse en las imágenes de la Pasión, que todos hacen suya convirtiéndola en el punto de encuentro con todas las almas que alguna vez existieron, con las que compartimos el dolor de la propia existencia y la muerte que, finalmente, nos conduce hasta el crucificado.

Ese redescubrimiento de la condición humana de Cristo debilita la concepción monoteísta del cristianismo. Si Cristo es Dios, tal vez nos pueda redimir a todos, pero su dolor, obviamente, no vale tanto como si no lo es. Nuestra identificación con él no puede ser tan plena. Digamos que su condición divina es un as escondido bajo la manga que convierte la Pasión en una especie de representación teatral. No, el dolor de María tiene que ser auténtico, necesitamos que lo sea. La muerte de Cristo tiene que ser real, como lo es la de la madre, la del hijo, la del hermano que perdimos...

Este asunto no tiene por qué plantearse en forma verbal, explícita. La expiración de Cristo, clavado en la cruz, no necesita traductores que nos aclaren lo que significa. Los escultores tienen una capacidad de convicción muy superior a la de los teólogos. Así pues este país, que arrastra una dualidad social varias veces secular, construye también una religión dual, que tiene unos valores formales explícitos que entran en abierta contradicción con sus valores implícitos. El pueblo “en su ignorancia” deja las teorías a los expertos y se queda con lo que ve. Si reflexionamos un poco sobre esto y lo conectamos con lo que dijimos acerca de la tradición arriana y santiaguista previa encontraremos un hilo conductor que establece una conexión, todo lo remota que se quiera, entre la conversión de Recaredo y la apoteosis del Barroco –mil cien años después-.

Lo que pasa es que lo que el pueblo ve es mucho más convincente, inteligible, real y poderoso que los enrevesados discursos teológicos de la España de Trento. Sin embargo, todos aprenden a coexistir. Cada uno se hace fuerte en su propio ámbito de actuación y deja al otro el suyo. Las teorías quedan para los ilustrados y las realidades para los demás. Así el divorcio mental entre intelectuales y aristócratas, por un lado, y el pueblo, por el otro se va agrandando y se convierte en un verdadero abismo. Los teólogos, mientras tanto, pierden influencia social pero ganan autonomía. Mientras la humanidad de Cristo se reafirma en las calles, en las iglesias contraatacan profundizando aún más en el “Misterio de la Santísima Trinidad” y se inventan la “Inmaculada Concepción de María”. Intentan así abrir una nueva cruzada, cada vez más vana, contra estos obstinados “bárbaros sencillos” que han aprendido a resistir todas las “brillantes ideas” de la gente culta.

Cuando llegaron los Habsburgo teníamos un país dual, fronterizo, con una dinámica histórica que evolucionaba en sentido diferente y autónomo con respecto al resto de Europa. Cuando esta dinastía se extinguió, teníamos un país mucho más dual todavía, igual de fronterizo, aunque jugando a ignorar que lo era y llevábamos una dinámica histórica no ya autónoma sino, en buena medida, antagónica a la del continente. Este es el balance de la europeización de los austrias.

Sin embargo el país, pese a todos los golpes recibidos y todos los cuentos sobre la decadencia que sufría, estaba bastante entero. Ensimismado y relativamente ausente de los foros europeos, pero entero. Sus incruentas divisiones internas habían sido interiorizadas por todos sus actores hasta tal punto que no era concebible una resolución de sus aparentes conflictos porque, en el fondo, habían penetrado en el subconsciente de todos y cada uno de sus habitantes. El severo y circunspecto aristócrata que hacía comentarios despectivos acerca de las vulgaridades del pueblo también vibraba de emoción interiormente cuando veía al crucificado pasar por delante de su balcón cada primavera y tenía que estar muy enfermo para no acudir a esa cita obligada. Y el rudo campesino que no entendía nada de cuanto el cura decía en la misa del domingo –porque lo decía en latín- no dejaba de acudir a la iglesia donde residía ese crucificado al que veneraba. Todos eran una cosa y la contraria a la vez. Aunque cada uno desempeñara su propio papel en aquél drama, guardaba en su subconsciente todos los posibles roles alternativos que había visto desplegarse ante él. La Pasión de Cristo era el referente que permitía sobrellevar una vida de privaciones, que convertía la pobreza en una virtud.

Una sociedad dividida en dos mitades, que ha convertido su rivalidad en un ritual, es una sociedad congelada. Sus conflictos internos se escenifican en público y se repiten cada año con ligeras variantes. Hay pueblos donde se revive, en las fiestas anuales, la larga lucha contra el Islam, y durante una semana medio pueblo finge ser musulmán y finge estar en guerra con el otro medio. Cuando las fiestas acaban todos vuelven a la cotidianidad. Hay multitud de enfrentamientos simbólicos que sirven, en cierto modo, de válvulas de escape para sobrellevar la dura realidad. Lo más extendido es el sistema de dos mitades ritual: moros frente a cristianos, La Virgen de arriba frente a la Virgen de abajo, La Inmaculada frente a Santiago... Mientras el pueblo prepara la representación del siguiente año contempla todo lo que sucede fuera de su pequeño mundo desde la distancia. Pero los conflictos siguen latentes. Como las esporas de un hongo prehistórico que quedaron atrapadas bajo una espesa capa de hielo volverán a la vida cuando éste se derrita. Las dos mitades simbólicas sirven para mantener las espadas en alto durante generaciones, para mantener las verdaderas rivalidades ocultas detrás de las ficticias, para “atravesar el tiempo” dejando pendientes de resolución los viejos conflictos.

viernes, 12 de octubre de 2012

La crisis de la identidad española

En nuestro anterior artículo nos centramos en la serie de acontecimientos militares en los que España se vio envuelta durante la Guerra de los Treinta Años y las prórrogas de la misma, la Guerra franco-española (1635-1659) y la de Restauración portuguesa, que finalizó en 1668. Y mientras estos acontecimientos estaban teniendo lugar, España alcanzaba la cumbre de su desarrollo cultural. En literatura, pintura, escultura, arquitectura... el país vivió un periodo de gran florecimiento. “Durante esta época todo lo «nuevo» en Europa venía de España y era imitado con gusto y aplicación”[1]. Pero los terribles golpes sufridos por el camino, rápidamente tuvieron su reflejo ético y estético, y darán pronto lugar a una nueva visión del mundo, más pesimista y austera aunque no exenta de teatralidad.

A mediados del siglo XVII se abre paso en España la estética de la muerte. El país se llena de gentes vestidas de negro, que hacen pública penitencia por sus pecados. Las desgracias sufridas por sus habitantes actuaron como un revulsivo moral que desencadenó un replanteamiento general de las actitudes. En un país ya de por sí austero y cargado de religiosidad, la secuencia de los sucesos que habían tenido lugar en el pasado reciente fue interpretada como una especie de mensaje enviado por la divinidad, un castigo sobrenatural provocado por el exceso de orgullo, de lujo y de ostentación en el que los hombres habían estado viviendo.

Se imponía una rectificación en toda regla, pero como no se produjo ninguna revolución continuaron mandando los de siempre y los cambios fueron mucho más aparentes que reales. Los grandes penitentes que expiaban sus pecados, repartiendo grandes limosnas y desfilando en las procesiones, portando pesadas cruces de madera, descalzos y arrastrando cadenas eran, también, los grandes pecadores de la víspera; los que, con su orgullo y su comportamiento despótico habían desencadenado la “cólera divina”. Y claro, cabe pensar que, tanta penitencia más que aplacar la ira divina lo que realmente pretendía era aplacar la ira popular antes de que estallara. Por eso había un trasfondo muy “teatral” en el ambiente y, también, un gran escepticismo entre los que se limitaban a vivir su vida y observar lo que pasaba a su alrededor. Había una sensación de estar asistiendo a una representación dramática, orquestada por los poderosos del lugar, para hacer que nada cambiara en realidad. En ese contexto sociológico ven la luz obras con títulos tan ilustrativos como “El gran teatro del mundo”, “La vida es sueño”, “Los favores del mundo” o “La verdad sospechosa”. Para situar al lector en ambiente reproducimos a continuación el famoso Monólogo de Segismundo”, que forma parte de “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681):

Es verdad; pues reprimamos
esta fiera condición.
Esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos;
y sí haremos, pues estamos
en un mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive sueña
lo que es hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Qué hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son”

La vida como ficción es la clave. La vanidad del mundo como fuente de todos los males. La omnipresencia de la muerte –la gran igualadora- que pone a los hombres en contacto con su dura realidad. La convicción de que Dios nos había dado un tirón de orejas por los excesos cometidos y que este castigo era merecido, que se veía venir y que no era imputable a ninguna fuerza demoníaca externa ni a ninguna conspiración de nuestros enemigos, sino entera responsabilidad nuestra por nuestro orgullo desmedido y nuestra ambición. 

 Pedro Calderón de la Barca

Hubiera sido una salida fácil y cómoda –aunque no hubiera arreglado nada– para un pueblo tan “católico” culpar a Satanás y sus tentaciones de “sus pecados”, o a una conspiración de los enemigos de la religión verdadera que se han unido contra ella. De hecho algunos usaron argumentos de ese tipo para intentar diluir su propia responsabilidad, pero estos, más allá de la retórica hueca de algún teólogo o de las necesidades circunstanciales de algún responsable político, no podían calar porque la “composición del terreno” no era favorable.

La sensación que se extendió por el país, en cambio, fue la del que comienza a despertar de una monumental borrachera y arrastra una tremenda resaca –con amnesia incluida–. Parecía un enfermo despertando después de una operación en la que había estado bajo los efectos de una anestesia total. Había que recuperar primero la conciencia de la propia realidad, de los propios límites. Distinguir entre la realidad y el deseo era, en aquellos tiempos aciagos, algo complicado, como podemos inferir del texto citado más arriba y de otros semejantes escritos contemporáneos suyos. Debemos recordar que es por esa misma época cuando Descartes emitió aquella frase famosa: “pienso, luego existo”. Como puede ver las dudas de tipo existencial no eran patrimonio exclusivo de los españoles sino que, de una u otra manera, estaban afectando a todos los pueblos occidentales. Ese replanteamiento general de las actitudes nos recuerda también al que en su día protagonizaron los filósofos de la Grecia Clásica. La vida como sueño, como ficción que ignora una parte significativa de nuestra realidad, es otra versión del Mito de la Caverna de Platón.

Bajo esta clase de circunstancias es cuando empiezan a surgir preguntas del tipo: ¿Quiénes somos?, ¿De dónde venimos?, ¿Qué estamos haciendo aquí?, ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Y en ese contexto alguien lanza al aire la pregunta suprema: “¿Qué es España?”.

Si a un inglés, un francés o un holandés le hicieran una pregunta semejante, referida a su propio país, seguro que respondía sobre la marcha y daba, inmediatamente después, la cuestión por zanjada. Y las explicaciones que nos darán al respecto tendrán que ver, fundamentalmente, con la Geografía y con la Historia.

En España esta pregunta ha generado toneladas de papel escrito y enfoques diferentes de lo más variopinto. España es el único país del mundo del que se han escrito centenares de libros intentando definirla. Hay títulos tan reveladores como El espíritu de España[2], El sentimiento trágico de la vida[3], España invertebrada[4], España inteligible[5], España ante la historia y ante sí misma[6], Ser español[7], España en su historia[8], etc. etc. En todos ellos España se nos presenta como un sujeto metafísico, como una actitud ante la vida, como un sentimiento. Como un paciente tendido en el diván de un psicoanalista cuando se le hace la pregunta que le atormenta, empieza a evocar todas las situaciones traumáticas vividas, a hacer comparaciones con el resto de países que le rodean, intenta recordar cómo empezó todo... Estos son los “soliloquios” de los que hablaba Machado de aquellos que “viven en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas”. Recordemos también que dijo: quien habla solo espera hablar a Dios un día[9].

La respuesta a esa pregunta, en nuestro país, desborda los límites históricos y geográficos, para adentrarse en los terrenos de la Metafísica, porque ser español no es, simplemente, el resultado de haber nacido en España sino algo mucho más esencial: Es una manera de mirar al mundo y de relacionarse con él. Es una energía interior inducida por una tierra cálida y reseca. Es una forma de plantarle cara a la adversidad. Es vivir  en una tierra disputada por decenas de pueblos, por la que han luchado y muerto millones de hombres a lo largo de la Historia. Gentes venidas de Europa, de Asia y de África. Decenas de pueblos invasores han peleado por ella y sólo los más adaptados a este medio, los que se aferraron a él con más fuerza, han tenido la facultad de quedarse y de mezclarse con el resto de supervivientes, que ayer fueron enemigos y hoy son compatriotas.

Basta echar un vistazo a un Mapa Mundi para darse cuenta de que España, más que un país, es una encrucijada, un punto de encuentro, un cruce de caminos, el lugar donde confluyen los mares, los vientos, las aves... donde dos masas continentales -tan diferentes como son la europea y la africana- se encuentran y se produce la descarga de sus acusadas “diferencias de potencial”. Por eso los encuentros de civilizaciones -algunos más pacíficos que otros- forman parte del ADN de los españoles, por eso los mundos cerrados, los clubes exclusivos y exclusivistas -que tanto gustan en ciertos ámbitos europeos- provocan en las clases populares de este país un rechazo instintivo, por eso los habitantes de la “balsa de piedra” estaban predestinados a protagonizar el “gran salto” a través del Océano y llamados a poner en contacto a los habitantes de los diversos continentes de nuestro planeta.

Para aquellos a los que les importa bastante la imagen que el país pueda estar dando en el exterior o para los que no paran de compararse con cualquier extranjero que recale por estos lares, para constatar de manera fehaciente quién es más cristiano, europeo, moderno o “progre”, estos “soliloquios” españoles son algo desesperante, una verdadera demostración de lo “decadente”, provinciano, obsoleto y atrasado que es éste país. ¿Cómo se puede perder el tiempo de esa manera mientras los demás conquistan, se pelean, investigan, inventan y lideran los nuevos procesos históricos surgidos en los últimos siglos?

En realidad aquí hay una gran tensión estructural entre los que no dejan de lamentarse por lo que se ha perdido y los que, por el contrario, trabajan pensando en el futuro. Gabriel Celaya escribió: “Ni vivimos del pasado,/ ni damos cuerda al recuerdo./ Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos”[10]

1640 marca el comienzo de una crisis de identidad en la que todavía nos encontramos. Es el primer acto de un proceso de introspección que dura ya más de tres siglos y medio. Es el principio de un gran debate nacional acerca de cuál es nuestra naturaleza esencial, de cuál es nuestro rumbo. En algún momento de nuestra vida tendremos que pararnos para mirar la brújula y consultar el mapa. Llevamos un milenio huyendo de nosotros mismos. Negándonos a aceptar nuestra verdadera identidad, que es la de un pueblo fronterizo al que todos nuestros vecinos septentrionales animan continuamente a seguir defendiendo el muro. 

Y es precisamente ese muro el que nos convierte en un país periférico y subalterno y el que garantiza que, mientras este orden planetario se mantenga, nosotros seguiremos estando en la primera línea del frente entre el norte y el sur, así es que más nos valdría resolver ya de una vez este viejo debate para determinar por fin cual debe ser nuestro rumbo.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Siglo_de_Oro (2/4/2008).
[2] Harold Raley
[3] Miguel de Unamuno
[4] Ortega y Gasset
[5] Julián Marías
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Américo Castro
[9] MACHADO, ANTONIO. 1.989. Retrato. Poesías completas. Madrid: Espasa-Calpe.
[10] CELAYA, GABRIEL. 1.979. España en marcha. El Hilo Rojo. Madrid: Visor.

martes, 2 de octubre de 2012

La “decadencia” española

Nunca se gana una guerra totalmente. Y casi nunca se pierde del todo tampoco. Sólo la aniquilación física y total del adversario puede ser considerada una derrota absoluta para aquél. Pero, si tal caso se diera, representaría la deshumanización total del vencedor. Éste viviría desde entonces marcado con el “estigma de Caín”, y mancharía de sangre todo aquello que tocara.

Buena parte de los conflictos que la Humanidad ha conocido a lo largo de la Historia han tenido un “vencedor” y un “derrotado” relativos, si hacemos una valoración global del enfrentamiento, porque aquí, como en las elecciones políticas, se puede “ganar” con un 51% y “perder” con un 49%.

Hay “victorias” que, cuando se juzgan con la suficiente perspectiva, se tornan en verdaderas derrotas históricas. Y derrotas que actúan como un revulsivo y provocan una regeneración moral de la sociedad que la sufre, representando finalmente un hito en la historia de su pueblo.

Por todo esto, la lectura de ciertos libros de “historia” nos causan la impresión de que son folletos publicitarios de un grupo oligárquico determinado que quiere hacernos comulgar a todos con ruedas de molino, presentándonos una colección de cuentos infantiles como verdades absolutas donde se refuerza, de manera artificial, la bondad de un bando y la maldad del otro o la rotunda victoria/derrota de los mismos.

La “Decadencia” española es uno de esos lugares comunes que resulta difícil de entender si nos dejamos llevar por las narrativas oficiales, ya que es un fenómeno que fue consecuencia de un proceso histórico determinado que raramente se cuenta en toda su complejidad.

Según muchos historiadores España vivió el momento más brillante de su historia durante el siglo XVI, y entró en una fase de decadencia durante el XVII. De donde se deduce que los reyes de la primera de esas centurias fueron los más grandes que hemos tenido y los de la siguiente se encontrarían, sin embargo, entre los más ineptos. El pueblo -en cualquier caso- es casi invisible, los procesos históricos un detalle sin importancia y no hay error estratégico que no se pague a corto plazo. Carlos I y Felipe II son exonerados, por ejemplo, del resultado de la Guerra de los Treinta Años, que se libró en tiempos de Felipe III y Felipe IV, pero que son la consecuencia de la política de alianzas tejida -ya en el siglo XVI- por los austrias “mayores”.

Hay errores que no pagamos nosotros sino nuestros nietos, y eso fue lo que ocurrió en España durante el siglo XVII. Aquella generación pagó los errores de diseño del modelo político que establecieron sus “brillantes” abuelos. En la Guerra de los Treinta Años lo que colapsó fue un modelo de sociedad y una estrategia política. Lo que quebró fue el estado de los austrias, de todos los austrias, desde el primero hasta el último.

Está claro que el punto de inflexión que marcó el comienzo del fin del Imperio español fue la Guerra de los 30 años, pero las consecuencias últimas de ese conflicto, si bien representan un serio revés para la Monarquía Católica, no necesariamente tenían que provocar su hundimiento definitivo y, de hecho, hay varios momentos, tanto en las últimas décadas del siglo XVII como a lo largo del XVIII en los que nuestro país dio claros síntomas de recuperación. El Imperio español se hundió como consecuencia de la Guerra de la Independencia, que estalló 160 años después de la firma de la Paz de Westfalia, luego las razones últimas del mismo tienen mucho más que ver con la estrategia política de los borbones que con la de los austrias menores, pese a la extraordinaria dureza del conflicto que arrasó a media Europa en la primera mitad del XVII y que tuvo a España como uno de sus protagonistas principales. Por tanto hemos de concluir que buena parte de las interpretaciones que hacen a Felipe III y Felipe IV responsables de haber iniciado el proceso hundimiento del Imperio, pese a que vienen avaladas por una serie de hechos que son incontestables, en realidad buscan exonerar a los reyes que vinieron después y, de camino, conciliar nuestra narrativa histórica con la que los franceses, ingleses y holandeses fueron imponiendo en toda Europa tras el citado conflicto.

 Pero situémonos, por un momento, en aquella coyuntura histórica. Desde 1618 se estaba librando, en los territorios adscritos al Sacro Imperio Romano-Germánico, la Guerra de los Treinta Años con participación española. Ésta fue básicamente –hasta 1635- una guerra de religión entre católicos y protestantes en la que además de España, del Emperador y de los príncipes alemanes, habían estado participando daneses, suecos e, indirectamente, holandeses y franceses. Pero la irrupción directa de los ejércitos galos -a partir de 1635-, del lado de los protestantes, dio un nuevo impulso al conflicto. La intensidad de éste, vista desde el lado español, fue incrementándose de manera paulatina. La creciente presión francesa fue abriendo nuevos frentes de combate a lo largo de todas las fronteras compartidas entre ambos países. España, en ese momento, luchaba en Alemania, en Flandes, el Franco Condado, el Milanesado y los Pirineos. Estos eran los frentes que estaban asociados a esa guerra, pero persistían, igualmente, los frentes endémicos abiertos por la acción continua y sistemática de los piratas del Mediterráneo –respaldados por los turcos- y del Atlántico -detrás de los cuales se encontraban Inglaterra, Holanda y la misma Francia, así como otros nuevos que los holandeses estaban abriendo en América e incluso Asia[1].

 La superestructura política que formaban los dominios de los Habsburgo españoles era muy heterogénea, y la implicación de los diferentes territorios que la constituían diversa. En el mes de junio de 1640 se produce una sublevación general contra las tropas del rey Felipe IV en Cataluña. Pronto los catalanes alcanzan un acuerdo con el monarca galo -que se anexiona el territorio en 1641- y las tropas francesas se adentran en el país. En diciembre se levantan los portugueses, que proclaman su independencia con la ayuda de Inglaterra. A partir de entonces España tiene que cubrir, además, dos nuevos frentes abiertos dentro de la misma Península Ibérica que representan un desgarro interior que puede ser el preludio de su propia desintegración política. El colapso de la “Monarquía Católica” se hace patente y toda Europa empieza a contemplar como probable el hundimiento definitivo del Imperio español. Y como remate, en 1649, la peste comenzó a diezmar a los habitantes del país, despoblando amplias zonas de Valencia, de Aragón, de Murcia, de Andalucía... En Sevilla, a la sazón la ciudad más poblada del reino y una de las grandes urbes europeas de la época, murieron 60.000 personas (el 46% de su población), pasando de 130.000 a 70.000 habitantes.

 La magnitud de las adversidades que azotaron la Península a mediados del siglo XVII fue de tal calibre que pocos observadores apostaban realmente por la supervivencia de aquél estado hipertrofiado.

 Y sin embargo sobrevivió. La agónica “Monarquía Católica” resucitó de entre los muertos y, aunque herida y agotada, se puso en pie. En 1648 la Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Pero continuaba la guerra entre España y Francia y, también, la Guerra de Independencia de Portugal, así como el conflicto catalán. El duelo hispano-francés aún perduraría 11 años más; en él se estaba librando, sencillamente, el futuro de Occidente. Durante ese tiempo los ejércitos españoles hicieron retroceder a los franceses hasta la línea de cumbres de los Pirineos, recuperando así cuatro de las cinco provincias catalanas perdidas en 1640.

 En 1659 por fin se cerrará ese dramático período de nuestra historia con la firma de la Paz de los Pirineos, que representa el reconocimiento formal del relevo francés en el liderazgo europeo. Aún quedaba abierto el contencioso hispano-portugués que se resolverá con el Tratado de Lisboa (1668), en el que se reconocerá la independencia de Portugal.

 Por fin llegó la paz, después de medio siglo de guerras en el que las tropas españolas se habían batido desde Polonia hasta el Algarbe, desde el Canal de la Mancha hasta Praga. El país estaba exhausto y sufría un evidente declive demográfico y económico. Al pueblo español le quedaron muy pocas ganas de embarcarse en nuevas aventuras y este creciente rechazo de la población a la guerra fue percibido en el resto de Europa como la demostración palpable de que la obsoleta maquinaria de este arcaico país ya no daba más de sí. Desde entonces se ha repetido hasta la saciedad que España se convirtió en “una-potencia-de-segundo-orden”. Esto viene a querer decir que ya no representaba un peligro significativo para ninguna de las potencias emergentes del momento –léase Francia, Inglaterra, Holanda, Austria, etc.-.

 El deterioro físico que la guerra había dejado en el país era importante. Aquel turbulento período había puesto al descubierto todas las debilidades estratégicas que el Sistema tenía y había desenmascarado también algunos mitos que hasta ese momento habían sido considerados verdades sacrosantas. Pero antes de continuar pasemos a observar el mapa de las pérdidas territoriales sufridas por España, después de 41 años de lucha.




Las pérdidas territoriales son exactamente lo que el lector ve coloreado en rosa. La verdad es que no parecen excesivas ante la magnitud de las tragedias sufridas por el camino. La “potencia-de-segundo-orden” no escapó demasiado mal del duelo directo y solitario que, desde 1635 –es decir durante 24 años-, estuvo librando contra la primera potencia mundial del momento en la que supuestamente se había convertido Francia. Es más, si comparamos ese mapa con la situación militar de mediados de la década de los 40 deberíamos concluir que los verdaderamente derrotados son los franceses. El asunto adquiere incluso características grotescas si tenemos en cuenta que, pese a todo lo que “había llovido”, la Camisa de Fuerza tejida alrededor de Francia seguía en pie, a pesar de que el sentido común hubiera aconsejado a los españoles a cederla ¡gratis!, sin necesidad de conflicto que lo justificara.

 En realidad España había sido “derrotada” por ella misma. Sencillamente algunos sectores de su pueblo habían dicho ¡basta! y se negaban a seguir por esa trágica senda en la que los “autómatas del Escorial”[2] nos habían embarcado. La sensación que el levantamiento de catalanes y portugueses, el declive demográfico y económico y la creciente resistencia pasiva de las clases populares -en medio del vértigo de una guerra con tantos frentes abiertos- había hecho sentir, por primera vez, a la casta que dirigía aquella superestructura política que el suelo que pisaban se abría bajo sus pies y podía devorarlos en cualquier momento. El miedo a la posible pérdida de todo el poder que acumulaban, de todos los privilegios que disfrutaban, se visualizó desde el exterior y sus temores pasaron a ser considerados una verdad ontológica. Si el que manda cree que ha perdido eso es lo que ha sucedido, porque nada hay fuera de la percepción subjetiva de los señores. Y desde el punto de vista de las clases populares esa percepción que manaba desde la cúpula de la sociedad creó una sensación de alivio evidente. Es preferible ser un derrotado vivo que un vencedor muerto y las burlas, los desprecios y las “leyendas negras” forjadas en el extranjero sabían a gloria si eso implicaba que por fin los hijos que estaban luchando a miles de kilómetros de distancia podrían volver a casa, guardar las espadas y empuñar de nuevo los arados.[3]

 En los momentos de adversidad es cuando podemos calibrar la verdadera categoría moral de los hombres y, por supuesto, de los pueblos. Desde ese punto de vista el siglo XVII español es fundamental para entender la naturaleza profunda de este país. Durante una generación los españoles se habían estado dedicando, en silencio, a enterrar a sus muertos y a continuar combatiendo de manera instintiva y, pese a todo, ningún ejército enemigo fue capaz de quebrar la férrea “disciplina” de sus “tercios”. La paz sorprendió a sus ejércitos combatiendo, es decir, cumpliendo con su deber. Como era de esperar, aquellos soldados volvieron a casa cuando se les mandó, de manera ordenada y con la mirada alta. No es esta precisamente la imagen de un país decadente, aunque estuviera destrozado y empobrecido, aunque hubiera enterrado por el camino a lo mejor de aquella generación. La decadencia es otra cosa. Tal vez lo que percibieron algunos viajeros extranjeros en sus visitas a la corte. Pero la corte de los austrias no era España. Es curioso como la imagen creada por un puñado de cortesanos es capaz de eclipsar la realidad de un vasto país, cada vez más inmenso y más complejo. A base de este tipo de simplificaciones se ha ido escribiendo buena parte de la Historia Universal y se ha construido nuestra propia visión del mundo.


[1] La vastedad del Imperio español –incrementada a partir de 1580 por la adición del portugués- tenía como cruz la formidable exposición a todo tipo de agresiones que presentaba. Cualquier enemigo que se abriera paso a través de las rutas marítimas tenía a su disposición decenas de miles de kilómetros de costa donde golpear –también donde esconderse-. Podía escoger la ciudad que tuviera las características más idóneas en función de la fuerza expedicionaria disponible, así como de los objetivos -ya militares, ya políticos, ya económicos- buscados. Era materialmente imposible que España tuviera una fuerza militar suficiente para repeler cualquier posible ataque en cualquier posible lugar. En la inmensa mayoría de los casos el agresor, si planificaba su acción medianamente bien, tenía prácticamente garantizada la impunidad. Este dato, por sí sólo, es suficientemente ilustrativo de cómo las prioridades estratégicas de los Habsburgo españoles no tenían nada que ver con las necesidades reales de las poblaciones cuya defensa teóricamente tenían que garantizar.
[2] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/05/los-automatas-del-escorial.html
[3] Hay una letrilla de Luis de Góngora (1561–1627) que ilustra bastante bien esta actitud: “Traten otros del gobierno,/del mundo y sus monarquías,/mientras gobiernan mis días/mantequillas y pan tierno,/y las mañanas de invierno/naranjada y aguardiente,/y ríase la gente.// Coma en dorada vajilla/el príncipe mil cuidados,/como píldoras dorados;/que yo en mi pobre mesilla/quiero más una morcilla/que en el asador reviente,/y ríase la gente// Cuando cubra las montañas/de blanca nieve el enero,/tenga yo lleno el brasero/de bellotas y castañas,/y quien las dulces patrañas/del rey que rabió me cuente,/y ríase la gente ...” y sigue en la misma línea. Aunque está escrita antes de que ocurrieran la mayor parte de los sucesos narrados, las consecuencias históricas últimas de la manera de gobernar características de los Habsburgo se venían venir desde mucho antes de la culminación de ese período histórico –y fueron vistas de hecho por mucha gente, de extracciones sociales muy diversas. Los únicos ciegos que había eran los que no querían ver-.