domingo, 23 de septiembre de 2012

La sublimación del monoteísmo

En los últimos cuatro artículos hemos visto las diferentes repercusiones que ha tenido la Guerra de los Treinta Años en los procesos históricos que han afectado desde entonces a la ecúmene europea. En el último de ellos hemos entrado a fondo en el tema religioso para mostrar nuestro particular punto de vista acerca del estado de la cuestión tras la finalización del citado conflicto.

En ese artículo dijimos que, desde la aparición de los imperios antiguos, las grandes religiones han venido acompañando a todos esos edificios políticos, pues resultan necesarias para darle consistencia a los mismos. También hablamos, hace un par de semanas, de la gran ruptura ideológica que se produjo en el seno de la europeidad y que denominé “la crisis de la conciencia europea”[1].

Martín Lutero

El conflicto que citamos al principio desgarró al Occidente Cristiano y lo fragmentó. Cada grupo de los que formaban parte de aquél complejo buscó su propio nicho dentro del nuevo ecosistema europeo y se convirtió en una pieza distinta de los engranajes de la nueva máquina que entre todos estábamos construyendo. Esto fue así porque mientras Europa se rompía interiormente -desde el punto de vista ideológico- se expandía, sin embargo, desde el político, el económico y el demográfico.

Un mundo que se expande y que se rompe a la vez, abre huecos para que todos sus componentes internos consoliden sus propias posiciones -aunque sean contradictorias-, aplaza la resolución de los conflictos pendientes y protagoniza una huida hacia adelante que se mantendrá hasta que cese su fase expansiva. Buena parte de la disidencia religiosa de la Europa del siglo XVII acabó en Norteamérica, decidida a intentar plasmar allí las utopías que no podían construir en el Viejo Mundo.

Y puesto que se había producido una profunda división religiosa en su seno mientras se construía un nuevo edificio (una laxa confederación de estados que funcionaba como tal en todos los niveles, excepto en el político) había que construir un nuevo discurso metafísico que diera cuerpo a todo aquello. Normalmente esa función es desempeñada por la religión, pero las viejas religiones europeas se habían quedado bloqueadas y eran incapaces de dar una respuesta coherente a las exigencias de aquella sociedad fuertemente expansiva. La gran conmoción provocada por la guerra había desacreditado a los clérigos, a sus aliados y a sus discursos. Había, por tanto, que empezar a construir un nuevo entramado de explicaciones que redefinieran la posición del hombre en medio de la naturaleza.



 René Descartes

Y entonces... alguien dijo: “Pienso, luego existo”. A partir de esa consideración básica, enunciada por Descartes, arranca un proceso de replanteamiento global de todos nuestros conocimientos. Nada es incuestionable. Todo puede y debe ser analizado, desmenuzado, comprobado. Y sólo podremos decir que algo es verdad cuando haya sido totalmente verificado, en todas y cada una de sus diferentes facetas. Y si después de esto alguien descubriera que habíamos pasado por alto algún pequeño detalle, se impone una nueva revisión exhaustiva, de tal forma que el nuevo corpus de conocimientos que vayamos construyendo sea absolutamente seguro e irrebatible. Es el método científico, que va permitiendo al hombre avanzar con paso “lento” pero seguro.

¿”Lento” dijimos? En realidad la adopción de ese método exhaustivo de comprobaciones dio lugar al más poderoso proceso de descubrimientos científicos y de transformaciones tecnológicas que la humanidad jamás había conocido. Esos descubrimientos y transformaciones provocaron cambios muy profundos en la forma de vida de los pueblos de la ecúmene europea, replanteando por completo el modelo social, el político y, como consecuencia, el discurso ideológico que los justifica. Pero los filósofos no se detendrán ahí, sino que, acompañando a las grandes transformaciones sociales que se van produciendo, fabrican nuevos discursos a cada paso para adaptarse a ellas.

El proceso descrito vivió una fase fuertemente expansiva que duró más de doscientos años, durante los cuales se instaló en el seno de la intelectualidad occidental la profunda convicción de que la Humanidad avanza, de manera inexorable, hacia un progreso infinito.

Pero en la segunda mitad del siglo XIX ese modelo expansivo empezó ya a dar sus primeros síntomas de agotamiento. Cuando los occidentales alcanzaron los confines geográficos del planeta y descubrieron, por tanto, que el mundo, que es su Universo más cercano, es algo finito.

Mientras hubo nuevos países que descubrir, nuevos pueblos que someter, nuevos territorios que colonizar, Occidente vivió una euforia expansiva en la que se veía a sí mismo como el pueblo elegido de este tiempo. Y así lo pensaban tanto los creyentes de sus viejas religiones (reforzando de esa manera el papel del Antiguo Testamento en el discurso de los cristianos reformados) como los seguidores de los nuevos filósofos y de los científicos, que se presentan ante el resto de la Humanidad como la cúspide de todo el conocimiento, tanto pasado como presente.

La percepción que, de manera creciente, va sintiendo el hombre contemporáneo de que los recursos son limitados y de que todos estamos compitiendo por ellos abren la puerta de nuevos enfrentamientos entre los que pueden aspirar a liderar la siguiente fase del desarrollo histórico, el del Capitalismo Monopolista. Y con la llegada del siglo XX vemos reaparecer la parte más siniestra y cruenta de los conflictos ideológicos. Las dos guerras mundiales presentan, en Europa, una secuencia de desarrollo muy parecida a la de la Guerra de los Treinta Años, aunque los grandes avances tecnológicos que habían tenido lugar por el camino vuelve, a los más recientes, mucho más sangrientos que el primero.

El desarrollo del pensamiento científico, a partir del siglo XVII, crea la sensación, en toda la sociedad, de que el tiempo que se está viviendo ha superado las miserias de los antiguos. Los intelectuales del XVIII hablan con desdén, para referirse a la Edad Media, de los “tiempos oscuros”. Y por contraste bautizan a su propia centuria como “El siglo de las luces”. La ciencia, con sus avances, y la tecnología, con sus inventos, consiguen transformar notablemente la vida cotidiana de los hombres. Pero, pese a los extraordinarios progresos que se están produciendo, siguen quedando fuera del alcance de la comprensión de los humanos una gran cantidad de facetas del Universo que nos envuelve, y el hombre sigue siendo un ser vulnerable a la enfermedad, a la vejez, a la muerte y sigue expuesto a los catastróficos embates de la naturaleza.

Los científicos van ampliando los horizontes del conocimiento humano, de forma sistemática, acotando pequeñas parcelas en las que controlan todas las variables, excepto aquellas que están investigando. Su método inspira confianza y seguridad. Existe la sensación de que, si les damos el suficiente tiempo y los medios adecuados, terminarán alcanzando los límites del conocimiento. Aunque, en realidad, los que más saben suelen ser también los más conscientes de cuantas cosas quedan por aprender (fue Sócrates –uno de los hombres más sabios de su tiempo- el que dijo: “sólo sé que no sé nada”). Esa seguridad que los científicos inducen a su alrededor crea la sensación, en el resto de la sociedad, de que nos alejamos aceleradamente de los “tiempos oscuros” y de que tenemos a la naturaleza bajo control.

Pero el hombre que, con su tecnología, está cambiando profundamente su relación con el medio natural no es, psicológicamente, muy distinto de sus antepasados de hace algunos siglos. Los que se destrozaron en los campos de batalla de toda Europa en la II Guerra Mundial son mentalmente tan primitivos como los que se batieron, en esos mismos escenarios, en la Guerra de los Treinta Años, con la diferencia de que ahora las armas son mucho más mortíferas y que el hombre, al avanzar tecnológicamente pero no éticamente, se ha vuelto muchísimo más peligroso.

Hay personas que se acercan a la ciencia con una mentalidad mágica. Y sustituyen el “abracadabra” que abría las puertas de la Cueva de Alí Babá por alguna fórmula parecida que venga ahora revestida por el prestigioso halo de la ciencia. ¿Qué más da decir una frase que apretar un botón? Han cambiado los escenarios pero se mantiene el espíritu de los humanos que los habitan. La parafernalia que despliegan algunos prestigiosos catedráticos para defender su territorio nos recuerdan a veces los viejos trucos que usaban los chamanes prehistóricos para defender su estatus social.

Por un lado, por tanto, está la ciencia –que es conocimiento- y por el otro ciertas actitudes desarrolladas por los humanos para rentabilizarla en sus disputas internas y para remarcar la diferencia entre los pueblos “cultos” y los “bárbaros”. A esto último le llamamos “cientifismo”. El “cientifismo” es, al fin y al cabo, otro marcador de etnicidad más. Otra manera de decirle al mundo lo distintos que somos los nuevos elegidos del resto de la Humanidad.

Y los europeos, que estaban redescubriendo en los siglos XVI y XVII el Antiguo Testamento –la religión del “Pueblo Elegido”-, aunque rompen ese marco –porque se les queda pequeño- algún tiempo después, gracias a los filósofos, a los científicos y a los técnicos, se mantienen en esa senda, porque los nuevos descubrimientos no hacen otra cosa que visualizar esa “superioridad”. El pacto de Dios con Abraham es sepultado por nuevas capas “geológicas” que se superponen por encima pero que lo usan como roca desde la que edifican los cimientos de los nuevos edificios que están construyendo.

A lo largo de la Historia el hombre ha ido avanzando desde el animismo hacia el politeísmo, desde éste hacia el monoteísmo, y desde él hasta el cientifismo. Su proceso mental es hacia la simplificación de los principios rectores de la naturaleza que lo envuelve. Es un camino hacia la abstracción.

Al principio fueron las fuerzas de la naturaleza. Después los dioses con apariencia humana. Más adelante el Dios único y omnipotente, que fue perdiendo su rostro poco a poco. Musulmanes y judíos prohibieron representarlo, algo parecido sucedió con algunos grupos protestantes. Algunos le llaman “El Innombrable”. El “Innombrable”, el no representable, dio, algún tiempo después, un paso más y dejó de ser Dios, para convertirse en Impulso Primigenio, principios rectores de la naturaleza, leyes que rigen el Universo… Entre el Dios de los monoteístas y el Impulso Primigenio podemos situar al “Dios de los relojeros”, ese ser cuya misión consiste en mantener la máquina del Universo en movimiento, pero que es absolutamente ajeno a los sufrimientos humanos.

La Humanidad continuó avanzando en su proceso de abstracción. En realidad lo que ha hecho es ocultar toda posible referencia al “Innombrable”, ha sublimado el monoteísmo, lo está haciendo desaparecer del campo de visión, siguiendo la doctrina de nuevos sacerdotes que no ofician en las iglesias sino en algunas aulas universitarias (porque no en todas las facultades se enseña verdadera ciencia, algunas sólo destilan ideología) y los medios de “comunicación” de masas.

Hay países que, hasta ayer prácticamente, eran mayoritariamente ateos (como Yugoslavia, por ejemplo) y que, en nuestra propia generación, se ha desintegrado a tiros para hacer valer unos marcadores de etnicidad que, en última instancia, son religiosos (¿?). ¿Alguien tiene una explicación racional para ello?

Entre el monoteísmo y el cientifismo sólo hay una fina membrana de separación, que algunos individuos cruzan varias veces al día. ¿Qué tienen todos ellos en común? Que proyectan su propia narrativa sobre lo que ignoran. Que están sentando cátedra, protegidos por sus disfraces de “expertos oficiales”, un día sí y el otro también, que intentan callar las opiniones del prójimo con “verdades” que, a la postre, también son opiniones… pero de los “expertos” claro, es decir, de los “elegidos”.

Los creyentes de las viejas religiones están convencidos de la existencia del alma. Algunos cientifistas sostienen que no hay nada más allá de lo que vemos. ¿Cómo pueden estar tan seguros? ¿Alguien lo ha demostrado? ¿Se imaginan a un escéptico hombre medieval contemplando a un señor del siglo XXI hablando a través de un móvil? Podría “racionalmente” llegar a la conclusión de que tal individuo está rematadamente loco. A nuestro hombre medieval, cogido por sorpresa en una hipotética escena de este tipo, le debía resultar difícil de entender nuestras explicaciones sobre las ondas hertzianas para justificar su visión, y su experiencia le diría que lo más probable es que nos hubiéramos puesto de acuerdo para tomarle el pelo.

Hay multitud de creencias que no se pueden demostrar pero tampoco refutar. Sencillamente nuestro estado actual de conocimientos no nos permite zanjar la cuestión. Ahora bien, toda creencia ampliamente extendida y con una larga tradición por detrás es fruto de la experiencia acumulada de millones de personas, que tal vez no hayan seguido un método rigurosamente científico para llegar a esas conclusiones, pero que han construido y sostenido durante siglos una sociedad con esas explicaciones.

Cuando la ciencia termine alcanzando una demostración irrefutable sobre el asunto, tal vez demuestre que las explicaciones antiguas eran ingenuas, pero interpretaban algo que existía realmente.

Las solidaridades sociales se han tejido históricamente con este tipo de argumentos. Quien quiere matar el alma lo que pretende, en realidad, es romper esas solidaridades. Si mis antepasados han desaparecido por completo ya no estoy obligado a conservar sus valores morales. ¿Entiende la jugada?

Con las ideologías –se presenten o no como religiosas- que descansan sobre unos principios tan abstractos lo que se pretende es acabar con las señas de identidad de los pueblos, con la resistencia a las fuerzas que pretenden monopolizar el ámbito de las explicaciones sobre la naturaleza, sobre lo sagrado.

La ética se sustenta sobre la émica. En otras palabras: La moral se despliega a partir de explicaciones subjetivas, que reflejan –lógicamente- el punto de vista de quien la ha creado. Por eso es importante defender las propias explicaciones culturales de los distintos pueblos, aunque también hay que saber trascenderlas para no quedarse atrapados en ellas.

“Si quieres ser universal, habla de tu pueblo” es una frase que algunos atribuyen a Chéjov y otros a Tolstoi. Si queremos construir un mundo en el que todos quepamos tenemos que empezar respetando las creencias de nuestros vecinos.



[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/09/la-crisis-de-la-conciencia-europea.html

jueves, 13 de septiembre de 2012

Reflexiones sobre el monoteísmo



Si existe un principio creador universal, un ser o ente que produjera el impulso primigenio que ha dado origen al Universo. Si este ser o ente, además, tiene algo que ver con el despliegue, desarrollo, evolución y mantenimiento de esa obra gigantesca, de sus reglas de funcionamiento, de la ética que deben regir las relaciones que se producen entre los seres vivos y la inteligencia asociada a los mismos, ese ser o ente debiera ser congruente con su propia obra y ésta debiera ser un reflejo de su propio espíritu. Por tanto, la vía más segura para intentar acercarse a él, para entenderlo, para alinearse con los valores espirituales que se desprenden de sus características intrínsecas, debiera ser sumergirse en el seno de lo que él ha creado para intentar, de esta manera, captar la esencia de su mensaje. Una forma de hacerlo, aunque no la única, puede ser a través de la introspección, de la ascética que practicaron buena parte de de los hombres que dieron origen a las grandes religiones, como Buda, Cristo o Mahoma.

No es necesario llamar “Dios” a ese impulso primigenio ¿Qué importan los nombres? Lo que importa es aprehender el mensaje que nos transmite ese Universo que se supone que es obra suya.

A lo largo del tiempo muchos hombres se han presentado como mensajeros de esa divinidad, unos con más fortuna que otros. Cada uno de ellos ha venido a comunicarnos algo que, supuestamente, le ha sido revelado y que debía transmitir al resto de la humanidad o a los miembros de algún colectivo concreto. Cuando esas predicaciones han encontrado algún eco se le han unido otros individuos, que han actuado como ayudantes, discípulos, apóstoles… convirtiéndose en los enviados del enviado. Esos mensajeros de segunda generación con frecuencia han plasmado por escrito las enseñanzas del primero, para dar permanencia y durabilidad a su mensaje (las palabras se las lleva el viento pero los escritos permanecen) y después se han convertido en los guardianes de ese mensaje y en los jueces que resuelven las dudas de interpretación del mismo. El tiempo ha ido pasando, la sociedad ha ido cambiando y los guardianes de la ortodoxia se han convertido en una estructura inmovilista cuya misión principal consiste en intentar dejar las cosas como estaban cuando su grupo surgió, repitiendo en sus reuniones –eternamente- los pasajes de sus libros sagrados, que se supone que son la palabra de Dios, el mensaje de ese ser o ente primigenio.

Si miramos a nuestro alrededor y observamos cómo funciona la naturaleza -que es reflejo de ese ser- deberemos concluir que en ella, como dijo el poeta: “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. La vida es, probablemente, uno de los elementos más trascendentes de esa obra grandiosa. Pero la vida es un drama auténtico, nunca una representación. La lucha que todos los seres vivos libramos cada día es la de la supervivencia. Aunque existan ecosistemas y nichos o roles dentro de ellos que asignen a cada especie una tarea concreta, cada ser –individualmente considerado- es único, su vida –más allá de las elucubraciones enfermizas de los humanos- es lo único que de verdad tiene. Con ella recibió la orden –de esa hipotética divinidad- de defenderla mientras le queden fuerzas para hacerlo. Eso sí que es una prescripción directa de la divinidad a cada uno de nosotros, que nos ha llegado sin mediadores, que no está subordinada a ninguna otra que nos llegue por cualquier vía alternativa.

Nadie puede pretender, por muy heraldo que sea de ningún demiurgo, que nos resignemos a aceptar una vida –para nosotros o para los nuestros- que nos condene a priori a la miseria. Con todos los respetos habrá que decirle a ese pretencioso individuo que nosotros sí tenemos una misión auténtica y verdadera: la de alimentarnos y alimentar a los nuestros. La de vivir con la suficiente dignidad como la de cualquier otro ser vivo de nuestro entorno.

Ha habido muchos grupos, a lo largo de la historia, que nos han predicado la palabra de Dios. Conocemos muchas variantes de ese mensaje. Algunos han tenido bastante éxito y han sido capaces de organizar la vida de muchos millones de personas y de dar un sentido ético a las mismas. Fue Jesucristo el que dijo aquello de que “por sus hechos los conoceréis”. Una religión que ha servido para llevar la paz a donde antes había guerra, que ha facilitado la cooperación entre los individuos, que ha ayudado –gracias a esa cooperación- a transformar los desiertos en cultivos, permitiendo así vivir a millones donde antes sólo podían hacerlo unos cientos, se ha legitimado con sus obras, se ha ganado a pulso el respeto de los hombres.

Pero hay otros emisarios que han venido a predicar la guerra o el enfrentamiento con algunos de nuestros vecinos. Que han venido a decirnos que hay unos hombres que valen más que otros o que están predestinados, desde el origen de los tiempos, para someter a otros. En tales casos, por muy solemne que sea su mensaje y por muy bien argumentado que esté es obvio que no puede proceder de esa hipotética divinidad que se supone que lo creó todo y que vive para sostener el Universo. ¿Tiene sentido construir algo para destruirlo después? ¿Cómo puede, el que nos insufló el deseo íntimo de luchar por nuestra libertad y nuestra dignidad, enviar a alguien que nos esclavice?

Desde la aparición de los grandes imperios de la antigüedad venimos conviviendo los humanos con las grandes religiones. Unos y otras forman parte del mismo sistema. Son las dos caras de la misma moneda. No es posible construir nada grande, que implique a millones de personas, sin elaborar un discurso que le dé sentido y que dé fundamento a una moral que sirva para sostener ese edificio gigantesco. Es el cemento de la sociedad, lo que mantiene su cohesión interna. La religión tiene sentido si ayuda a construir la sociedad y se legitima con sus obras. Algunas veces nos pueden parecer pueriles ciertas explicaciones sagradas, veneradas por determinados pueblos durante miles de años. Pero no debemos juzgarlas por lo que nos dicen a nosotros, sino por lo que dijeron a los suyos, por lo que han sido capaces de construir y de sostener. Cada sistema hay que analizarlo entero, completo. No debemos nunca despiezarlo ni deconstruirlo para demostrar que el edificio está hecho con los mismos ladrillos que otros edificios. Es evidente que todos los libros están escritos con letras. Con la misma serie de letras, además. Pero es la forma en que están distribuidas esas letras en cada libro concreto lo que diferencia a una obra maestra de un texto insufrible.

Los occidentales están extraordinariamente dotados para el análisis, pero son muy torpes sintetizando. La visión holística no es su fuerte y la empatía tampoco. Que seamos capaces de desmontar una máquina no nos garantiza que lo seamos de volverla a montar. Para hacer lo segundo hay que saber mucho más que para lo primero.

Durante los últimos miles de años se han venido desplegando, desde el Medio Oriente asiático hacia el oeste, el grupo de las religiones monoteístas, que los musulmanes llaman las “religiones del libro”: judaísmo, cristianismo e islamismo. Estas tres confesiones están interconectadas y beben de una tradición común: las tres dan por bueno el pacto originario que Dios estableció con Abraham, hace ya varios miles de años.

A priori ese pacto no es con la Humanidad, sino con un solo hombre, aunque si aceptamos lo que dice la Biblia afecta a toda su descendencia. Descendencia que para los judíos es biológica, para cristianos y musulmanes es ideológica: nos afecta en la medida en que nos sentimos implicados y decidimos adherirnos a él.

¿Es el Dios de Abraham el creador del Universo? La primera respuesta que daría un creyente de alguna de estas religiones –casi automáticamente- es que sí. Sin embargo, si hacemos un análisis crítico de los textos bíblicos y de su propia lógica interna, el asunto no es tan evidente. Y esa falta de evidencia que se desprende de los textos nos la confirman diariamente sus propios creyentes en su comportamiento cotidiano.

Nos explicaremos. Primero centrémonos en los contenidos de los textos bíblicos. ¿Recuerdan a Moisés? El profeta que condujo a los israelitas hasta la Tierra Prometida. Se supone que había recibido una orden divina en la que se le mandaba guiar a su pueblo hasta allí. Por el camino recibió las Tablas de la Ley con los famosos “Diez Mandamientos”, que eran unas reglas morales básicas que debían regir el comportamiento de los hombres. Entre esas normas figuraban el “no matarás” y el “no robarás” (reglas que han figurado siempre en el código ético de todos los pueblos del mundo aunque no hayan leído jamás la Biblia). ¿Y cuál era la orden que       traía Moisés desde Egipto? Dirigirse a la Tierra Prometida para exterminar a sus habitantes y poderse quedar así con sus tierras.

¿No percibe usted una contradicción entre los mandamientos y la orden que Moisés llevaba? ¿Cómo conciliar ambos mandatos? Muy sencillo: Los cananeos no eran humanos, al menos desde el punto de vista de los israelitas. El Dios de Moisés parece ser que no tenía ningún compromiso contraído con ellos y que sus vidas sí podían ser segadas sin contemplaciones sin que se violentara ningún código ético. ¿Cree que el Dios Creador –el Dios del Universo– pudo haber mandado eso? ¿Es posible que quién envió –muchos siglos después– a su hijo para que se sacrificara por todos los hombres sea el mismo que mandó a Moisés a cometer ese genocidio?

“Habló Jehová a Moisés en los campos de Moab, junto al Jordán, frente a Jericó, y le dijo: «Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis pasado el Jordán y entréis en la tierra de Canaán, echaréis de delante de vosotros a todos los habitantes del país, destruiréis todos sus ídolos de piedra y todas sus imágenes de fundición, y destruiréis todos sus lugares altos. Echaréis a los habitantes de la tierra y habitaréis en ella, pues yo os la he dado para que sea vuestra propiedad. […] Pero si no echáis a los habitantes del país de delante de vosotros, sucederá que los que de ellos dejéis serán como aguijones en vuestros ojos y como espinas en vuestros costados, y os afligirán en la tierra sobre la que vais a habitar. Además, haré con vosotros como pensaba hacer con ellos»”. (Números 33:50-56)
….
"Matad, pues, ahora a todos los niños varones; matad también a toda mujer que haya tenido relaciones carnales con un hombre. Pero dejaréis con vida a todas las niñas entre las mujeres que no hayan conocido hombre." (Números 31:17-18) [Aquí el que habla es Moisés]

Parece obvio que el Dios de los israelitas se ajusta más al perfil de los dioses lares romanos (los dioses defensores de una determinada familia o estirpe) o a la figura del tótem de los indios del noroeste americano –dioses pequeñitos encargados de proteger a unos cuantos, aunque sea a costa de sus vecinos- que no al Dios omnipotente, fuente universal de la moral.

Cuando Dios se implica en las disputas de los humanos, tomando partido por unos pueblos en perjuicio de otros, está degradando su mensaje ético y su propio papel dentro del drama de la vida. El juez no puede ser parte de la disputa, porque entonces deja de serlo.

El Dios del Antiguo Testamento es un dios pequeño, iracundo, celoso de sus prerrogativas. Tanto celo para afirmar su autoridad lleva consigo el mensaje implícito de que es posible vivir sin aceptarla y de que puede haber otras fuentes alternativas de legitimación moral. Y de hecho todos los humanos no monoteístas han podido vivir sin él, sin que, por ello, ningún desastre colectivo los haya eliminado de la faz de la Tierra y sin que hayan sido sometidos por éstos (aunque alguna vez lo hayan podido intentar). Parece que la lectura que se desprende de tantas amenazas terribles y de su comparación con la evolución histórica de los diferentes pueblos es que éstas sólo tienen efecto entre los individuos que creen en ellas o que han sido socializados en un entorno cultural en el que la mayoría lo cree. Fuera de ese contexto tales afirmaciones son inofensivas. Por tanto hemos de concluir que todo el discurso del Antiguo Testamento forma parte de un complejo cultural determinado y que debe ser analizado y juzgado dentro del todo del que forma parte, nunca fuera de él y, en cualquier caso, es evidente que hay otras visiones del mundo tan válidas como ésta cuya existencia –a veces bastante próspera y longeva– está desmontando –de facto- el discurso exclusivista de los monoteístas de origen judaico. Por todo ello hace tiempo que vengo afirmando que el monoteísmo del Antiguo Testamento es un falso monoteísmo, y que esa falsedad se desprende simplemente del análisis de la lógica interna de su discurso, sin necesidad de recurrir a otras fuentes externas para ello.

Dije más arriba que el Dios de Abraham no es el Dios Creador y que, además de las razones digamos “bíblicas” para cuestionar esa identidad, existen otras más humanas derivadas de la observación del comportamiento de los fieles de las religiones “monoteístas” que nos demuestran que –en el fondo- ellos tampoco lo creen, aunque lo nieguen en sus discursos. Y la razón fundamental para esto son las fuertes sanciones que se han desplegado históricamente contra los disidentes de esos grupos religiosos e, incluso, contra los individuos que profesan otras creencias.


Si el Dios de Abraham fuera el Dios creador, las leyes implícitas del Universo nos empujarían hacia él. Y un alejamiento de las reglas morales que se desprenden de ellas sería autodestructivo de por sí, sin necesidad de que el hombre tuviera que reforzar esas sanciones con otras de índole social. Las guerras santas, inquisiciones diversas y los iracundos ataques de determinados fieles hacia los individuos que se niegan a seguir los dictados de los clérigos nos están demostrando que esos celosos “guardianes de la moral” saben que es posible vivir alejados de tales dictados y que no se va a producir, de manera automática, ningún castigo divino por ello. Cuando un creyente tiene que recurrir a la violencia para imponer a otros sus creencias nos está demostrando con sus actos que, en el fondo, no cree en ellas, pues si así fuera lo que intentaría sería convencernos.

La verdad tiene que brotar de nuestra experiencia cotidiana. Tiene que ser congruente con la naturaleza, con la obra del principio creador. Es posible que tenga que ser explicada, pero esas explicaciones tienen que abrirnos las mentes –no cerrarlas-, deben estimular nuestros sentidos, nuestra capacidad de observación, deben hacernos sentir más vivos, más parte de esa naturaleza en medio de la cual crecimos, debe facilitar nuestra relación con el resto de los humanos.

Si miramos hacia atrás y estudiamos nuestra propia historia, deberemos reconocer que, en el pasado, ha habido demasiada violencia asociada a la religión –que se supone que debía haber sido un factor de pacificación-, demasiadas imposiciones de “la verdad” por parte de aquellos que tenían que haberse dedicado a estimular nuestra capacidad de observación y de reflexión.

En los últimos artículos hemos estado hablando de la Guerra de los Treinta Años –que fue una guerra religiosa- y de sus consecuencias. Ese conflicto abrió, de par en par, las puertas del mundo moderno, del Racionalismo, de la Ilustración. La modernidad llegó manchada de sangre. Fue, en buena medida, el recuerdo de ese “pecado original” el que impulsó a los hombres a buscar nuevas soluciones para nuestra vida, nuevas explicaciones que nos hicieran construir otro mundo más humano, nuevos discursos que nos ayudaran a evitar futuros baños de sangre. Para una persona que viviera en Europa alrededor de 1650, la Guerra de los Treinta Años era el suceso más terrible que había sucedido en toda la Historia de la Humanidad. Desgraciadamente esa marca la hemos vuelto a batir –ampliamente- en el siglo XX, de dónde podemos inferir que aquellos hombres no pudieron completar su objetivo de crear un nuevo orden social que nos evitara repetir aquella trágica historia.

El cristianismo, que recibió a través de San Pablo y de otros “padres de la Iglesia” un potente injerto de filosofía estoica y que se desplegó en un ecosistema más propicio para el verdadero monoteísmo que el de los judíos (los factores más poderosos que ayudan a cimentar el discurso monoteísta son las estructuras imperiales y los paisajes monocromáticos) obtuvo, por esa vía, la actitud mental y las categorías intelectuales adecuadas para poder construir un discurso universalista, dirigido a toda la humanidad, en el que todos los hombres nacen iguales ante la divinidad.

Durante sus primeros trescientos años de existencia los cristianos protagonizan –en Occidente- un verdadero salto cualitativo en el proceso de la evolución moral de la especie humana (en Oriente se encargó el budismo de hacer algo parecido). Fue en medio de las persecuciones que sufrieron durante esos siglos donde se forjó la comunidad cristiana, donde cristalizó un movimiento que habría de transformar la manera de relacionarse de los hombres entre sí, las formas de organización de las sociedades humanas.

Pero con el Edicto de Milán (313) y el pacto entre la Iglesia y el poder político romano comenzó el proceso de desnaturalización del mensaje evangélico, el de institucionalización de la Iglesia, el de creación de una estructura religiosa conservadora, que mantiene una relación privilegiada con los sectores más poderosos de la sociedad y se aleja de su compromiso con los más pobres.

Con la desintegración del Imperio Romano de Occidente y las invasiones de los germanos la Iglesia se convierte, además, en la conservadora del legado del mundo clásico y, al adueñarse de él, lo reinterpreta, acomodándolo a sus propias necesidades. Es en ese contexto en el que apareció aquella falsificación del siglo VIII que se conoce como la “Donación de Constantino”, a través de la cual, así como de la doctrina que generó a su alrededor, el Papa intenta convertir su autoridad espiritual en autoridad política, alejándose cada vez más del espíritu evangélico.

Como consecuencia de ello se producirá, en torno al año 800, el pacto con Carlomagno y la institución del Imperio medieval –que algún tiempo después será conocido como “Sacro Imperio Romano-Germánico”-, así como la creación de los Estados Pontificios. El pacto entre el Papa y el “Emperador” de los germanos se constituyó en el fundamento último del orden social medieval, es decir, del feudalismo.

La pretensión del Papa de convertirse en la cima del orden político medieval le llevó a diseñar un proyecto de futuro estado teocrático europeo, cuyo instrumento más poderoso fue la predicación, a partir del siglo XI, de la Guerra Santa contra los infieles, y cuya vanguardia fueron las órdenes militares de caballería.

Ya dije al principio que una religión que utiliza la violencia para imponer su mensaje está transmitiéndonos, en paralelo, la idea de la falsedad del mismo. Si hay que imponerlo por la fuerza es que la predicación no sirve, que su superioridad moral no es evidente. Y si esto es así, el camino de la disidencia está abonado y su despliegue es tan sólo cuestión de tiempo. Por eso dije en su día que en el mismo momento en el que el Papa empezó a predicar la Guerra Santa puso en marcha el mecanismo de relojería que conducía a la Reforma Protestante.

Habrá quien argumente –y esa es la base fundamental de la defensa del concepto- que la Guerra Santa de los cristianos es la respuesta a la Yihad de los musulmanes. Esto es así sólo hasta cierto punto. Ya expliqué en un par de artículos[1] como se desarrolló ese proceso, pues nuestro país desempeñó un papel importante en la definición de los objetivos que el Papado pretendía conseguir a través de esa política. Pero la guerra religiosa en la España medieval estaba planteada en términos defensivos, liderada por los guerreros y contaba con un poderoso consenso social por detrás. Esta fue la fuente de inspiración del Papa, que pensó que podría trasladar mecánicamente dicho escenario a Tierra Santa. Pero las cruzadas eran, claramente, una acción ofensiva, inspirada por los clérigos, que carecía de los consensos sociales que se daban en España. Fallaba, por tanto, su fuente básica de legitimación.

El Papa, al invadir las competencias de los militares y de los políticos, dejaba importantes vacíos por detrás en el plano religioso y, por tanto, creaba así las condiciones para la aparición de nuevas alternativas que no dejarían de manifestarse, cada vez con más fuerza, a lo largo de los últimos siglos medievales (cátaros, valdenses, husitas…) hasta su culminación con la Reforma Protestante.

Pero la aceptación del desafío militar católico por parte de los grupos religiosos evangélicos fue un error histórico cometido por sus dirigentes, que cortará en seco el proceso de evolución teológica en el ámbito de la fe cristiana y lo desplazará hacia el territorio de los nuevos filósofos. En el ámbito del protestantismo se produjo ahora el viejo pacto con el poder político que los católicos habían sellado muchos siglos atrás y que había motivado la aparición de nuevas alternativas religiosas. Si los nuevos clérigos hacen lo mismo que los viejos ¿Dónde está la diferencia? Y cuando los cañones empezaron a hablar se calló el diálogo entre las conciencias, cada bando se enrocó en sus propias posiciones y se preparó para afrontar su propia travesía del desierto. En ese momento la religión pasó a ser, simplemente, un marcador de etnicidad, identificándose luteranismo con germanidad y catolicismo con romanidad. Los que se sienten diferentes profesan religiones diferentes, para comunicar al resto del mundo de parte de quién están.

Y cada grupo buscó su propio nicho dentro del nuevo ecosistema europeo, y el discurso evangélico de algunos protestantes, al identificarse con unos grupos étnicos determinados, redescubrió los argumentos milenarios en torno a la idea del pueblo elegido. Y los supuestos evangélicos construyeron un alegato que tendía hacia el racismo en el que el papel que los israelitas desempeñaban en el Antiguo Testamento era asumido ahora por algunos grupos europeos o de origen europeo. Y hubo gente que llegó a medir la mayor o menor cercanía espiritual entre los distintos seres humanos y Dios en función de la propia tonalidad que presentaba su piel, diseñando un proyecto de sociedad de castas que llegó a plasmarse de hecho en algunas de las nuevas europas.

Mientras los filósofos y los científicos exploraban nuevos territorios y buscaban ese principio creador a través de sus manifestaciones naturales, los clérigos retrocedían en el tiempo, dejaban atrás el generoso compromiso con los más débiles de los primeros cristianos que tenían que reunirse clandestinamente en las catacumbas de Roma y volvían al tiempo en el que, supuestamente, Moisés predicó a los suyos que había que exterminar a los cananeos.


[1] “La Génesis de nuestra identidad” y “El boomerang español”.

domingo, 2 de septiembre de 2012

La crisis de la conciencia europea

En los últimos artículos hemos descrito como se produjo la gran ruptura en el seno de la cristiandad europea y también sus consecuencias históricas y políticas. Hoy nos vamos a centrar un poco más en sus facetas filosóficas, espirituales, vitales…

Ya vimos como cuando la violencia se extiende por un territorio y se mantiene durante suficiente tiempo, termina haciendo resucitar todos los fantasmas del pasado que existen en ese espacio geográfico. Hay unas estructuras sociales subyacentes, escondidas en algún resquicio de la mente humana, que van aflorando despacio, en un proceso involutivo en el que cada individuo va redescubriendo, paso a paso, su propio universo cultural.

Durante los siglos XVI y XVII, conforme arreciaba el enfrentamiento religioso, que fue la forma que adoptó la rebelión de los pueblos contra los poderes universales medievales, cada uno de los que formaban parte del Occidente Cristiano buscó, dentro de su propio bagaje histórico, las actitudes profundas que le permitieran encarar con éxito el nuevo tiempo en el que estaban entrando.

Retrocediendo en el tiempo volvieron hasta la Era Cristiana, reproduciendo -1.600 años después- las viejas fronteras políticas de entonces, transmutadas en fronteras religiosas. Y la cristiandad occidental se escindió entre católicos y protestantes.

El conflicto religioso –al que llamé “guerra civil”- desgarró a la sociedad europea, fragmentándola. Y la violencia generalizada, con sus terribles secuelas de hambre y de enfermedades, les transmitieron a los hombres el mensaje implícito de que la divinidad no aprobaba esa lucha. Una guerra religiosa que acaba en tablas, causando muerte y desolación por igual entre los dos bandos enfrentados, desautoriza a los teólogos. Si alguna de las dos partes hubiera derrotado a la otra con claridad, el resultado hubiera mostrado al mundo de qué parte estaba Dios. Pero se ve que ésta vez el demiurgo no estaba con ninguno.

Y Dios comunicó al mundo que las viejas religiones ya no servían. Lo hizo de manera práctica, empírica, evidente. No se apareció a ningún enviado para que transmitiera su mensaje. Sencillamente los desacreditó a todos a través de ese baño de sangre que fue la Guerra de los Treinta Años.


René Descartes

Y llegó el tiempo de los pueblos, y también el de los filósofos, los científicos, los inventores… el de la libertad de opinión y de pensamiento en el que cada cual podía hacer sus propias propuestas. En el que cada hombre podía actuar como si fuera un enviado, siquiera fuera parcial, de esa divinidad.

Algo había quedado claro: Había pasado el tiempo de los poderes universales, del Papado y del Imperio. El Papa había sido –implícitamente- desautorizado, pero no las tradiciones de los pueblos católicos (algunos de los cuales -como los españoles- se habían batido con entereza hasta el último segundo de esa guerra). Esto puede parecer una contradicción pero no lo es en absoluto, como iremos viendo en las próximas semanas.

Y florecieron mil escuelas de pensamiento, y cada hombre se sintió libre de opinar y de comunicar al mundo su particular parcela de la verdad. Europa entró en ebullición y millones de mentes, ocupándose cada una de una cuestión distinta, alumbraron un sinfín de soluciones pequeñas, cada una de las cuales venía a resolver un problema concreto. Y llegó la Era de las revoluciones: La Revolución Industrial, las revoluciones científica, filosófica, política… el liberalismo, la democracia, el socialismo… Todo esto fue la consecuencia de la derrota y el descrédito de los teólogos, de sus aliados y de sus afines.

Puede ser más o menos fácil derrotar a un grupo de clérigos empecinados en la defensa de un dogma anacrónico. Pero no lo es, en absoluto, acabar con la religión que, como la corteza terrestre, tiene múltiples sustratos, cada uno de los cuales tiene su propia lógica interna, su propio sistema de anclaje dentro de la sociedad de la que forma parte. Ya dije otro día que es el más poderoso marcador de etnicidad que existe, más que la lengua, que la raza o que la clase social. 

Pero la religiosidad de los pueblos está dando sentido a la vida cotidiana de millones de personas. Está aportando los valores morales con los que cada padre tiene que educar a sus hijos. Está dando valor al que sabe que la vida se le escapa, insuflando energía a los que han entregado la suya al servicio de los demás. Esa “pequeña” religión del pueblo en realidad es la más grande, la que empuja a los individuos a realizar los actos más heroicos, la que hace aferrarse a la tradición al que no tiene otro clavo al que agarrarse. Esa parte de la religión nunca debe ser subestimada porque ha desbaratado ya demasiadas veces a los ambiciosos proyectos de los más grandes estadistas, ha reducido imperios a cenizas y también los ha forjado de la nada. 

Esa religión sencilla, cotidiana, que ayuda a los humildes a encarar la adversidad, no sólo no se debilitó con esa cruenta guerra sino que salió reforzada. Era lo único que les quedaba a los que habían sobrevivido, era la fuente de su esperanza, la razón para seguir luchando. Se replegó hacia el interior de cada casa y se hizo fuerte en las distancias pequeñas.

Los clérigos del nuevo tiempo se agarraron a esa fe de los pueblos y se prepararon para hacer, junto a ella, la travesía del desierto. Para resistir a los nuevos sabios que se habían adueñado de la escena. Se encerraron en sus cuarteles de invierno, cediendo una parte de sus antiguos dominios para salvar el resto.

Cuando hoy hablamos de “religión” nos estamos refiriendo a un Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad o a la “profesión y observancia de la doctrina religiosa”[1], pero hace varios siglos el campo de lo que abarcaba ésta era mucho más amplio, y en algunos pueblos antiguos o prehispánicos integraba prácticamente todo el saber de su tiempo. Los sacerdotes egipcios o los mayas eran, también, los científicos de su tiempo. No había separación entre sabiduría y fe. Este mundo compartimentado y estanco que los occidentales hemos creado es hijo del Equilibrio Europeo, de la milenaria lucha entre romanidad y germanidad, hijo de la Guerra de los Treinta Años. Es la manera de estructurarse que tiene este ecosistema y que hemos exportado al resto del mundo. Pero no es, en absoluto, la única manera posible de organizarse. Es más, arrastra un gran defecto intrínseco: la falta de perspectiva holística de sus mentes dirigentes y de sus grandes intelectuales, por eso todos los intentos hegemonistas han fracasado en este espacio geográfico, como ya vimos la semana pasada. Porque son incapaces de generar la solidaridad necesaria entre los hombres para hacer posibles los proyectos unificadores.


La religión forma parte del mundo de las ideas, de la superestructura ideológica como dijo Marx. Construye un conjunto de explicaciones para describirnos el medio que nos rodea y para inducirnos la manera más apropiada –de acuerdo con las diferentes tradiciones de los pueblos, de su propio bagaje histórico- de insertarnos en él. Ayuda a transmitir la ética necesaria para mantener el orden y la paz dentro de las distintas sociedades humanas. Esa ética, lógicamente, tiene que ser congruente con la forma de vivir de cada pueblo y con su experiencia acumulada.


 Pero, en el ecosistema europeo, la religión no monopoliza ese espacio sino que lo comparte con el resto de segmentos de la intelectualidad y, en parte, compite con ellos. Y a partir del siglo XVII los teólogos tienen que disputar con los filósofos y con los científicos en el campo de las explicaciones sobre nuestros orígenes, sobre el sentido de nuestra presencia en la Tierra, sobre nuestro destino como especie, sobre los fundamentos últimos de la moral.
 
En realidad se está abriendo paso una nueva religión que, vestida con un ropaje cientifista, se enfrenta con la antigua y propone otro modelo de inserción de los humanos en su entorno natural, un modelo más activo, más agresivo con el medio, que no acepta el mundo tal y cual lo ha recibido sino que propone transformarlo para ponerlo al servicio de los humanos.

 
Y la conciencia de los europeos entró en crisis. Se escindió internamente, de su mente se apoderó la duda y ésta se convirtió en el motor de todos los descubrimientos. Algo atormentaba la conciencia de sus individuos y les impelía a buscar fuera las explicaciones que eran incapaces de encontrar dentro de su alma.
 
El descrédito de los teólogos llevó a los nuevos sabios a huir de todo lo que pudiera recordarlos, revistiendo de terminología técnica y cientifista su discurso. La ciencia y la filosofía estaban invadiendo una parte significativa del ámbito de lo sagrado.
 
La religión no es sólo metafísica, un territorio en el que los nuevos sabios se movían con soltura. También es la fuente de la moral, un espacio en el que es mucho más difícil “innovar”. El nuevo saber de los filósofos, de los científicos y de los técnicos se extendía sin problema y era igualmente aceptado por la mayoría de los países de la ecúmene europea, de los dos bandos que acababan de destrozarse entre sí en la cruenta Guerra de los Treinta Años. Ese saber era “universal” (en realidad era un saber europeo, pero como para los europeos el resto de la humanidad era casi invisible los dos términos -para ellos- vienen a ser sinónimos), era su punto fuerte y, a la vez, el más débil. 
 
En un mundo que ha sido traumatizado y dividido por un terrible conflicto, en el que las heridas de la guerra se resisten a cicatrizar, las viejas religiones sirvieron ahora para resistir a las nuevas formas de la globalización, se aferraron a las tradiciones locales y desde ellas se aprestaron a articular la defensa de las diferentes identidades culturales.

El cristianismo, que había sido un factor de estandarización, uno de los dos grandes poderes universales -por obra y gracia del Papado- hasta la Guerra de los Treinta Años, se transformó, como consecuencia de ella, en el instrumento principal de la resistencia contra las nuevas formas de la globalización.
 
Como los nuevos discursos de los racionalistas y de los ilustrados tenían que sortear las fronteras religiosas para hacerse oír en todos los países de la ecúmene europea, tenían que obviar todos aquellos elementos que pudieran identificarlos con alguna de las partes que se habían batido en los campos de batalla. Tenían que huir de los marcadores de etnicidad, es decir, de los elementos con los que, de manera más sólida, se identifican los pueblos. Eso significaba que, en el plano de la moral, tenían que retroceder hasta el mínimo común denominador a todos ellos, lo que podía hacerlos pasar, en determinadas circunstancias, por hombres amorales. De esta manera estaban abonando el discurso de los nuevos teólogos que ahora podían sostener desde los púlpitos que las nuevas ideas eran promovidas por gentes impías que querían disolver todos los valores éticos de la sociedad. 

Es obvio que los grupos sociales que se adscribieron con entusiasmo a las corrientes modernas de pensamiento eran, lógicamente, las que tenían algo que ganar con él: filósofos, científicos y técnicos por supuesto, pero también los grandes comerciantes, reyes y aristócratas de las naciones-estado, y los grandes banqueros que hacían negocios por toda Europa.

Los tradicionalistas serían, por contra, todos aquellos a los que había perjudicado el nuevo tiempo: los viejos señores feudales, el Papa y el Emperador, los príncipes de los mini estados de Alemania e Italia y la mayor parte del universo rural europeo, así como los individuos que estaban específicamente llamados a articular todo ese magma, los clérigos de las distintas confesiones.

De esta manera se fueron sentando las bases sociológicas para empezar a fabricar el combustible que alimentaría a los grandes conflictos del siglo XX.



[1] Diccionario de la lengua española (RAE).