miércoles, 27 de junio de 2012

El Imperio Transversal

Hoy empezaremos mostrándoles una composición que he preparado con seis mapas de sendos imperios diferentes que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo en el grupo de continentes que se conocen como “El Viejo Mundo”. Después veremos otro del Imperio español en el continente americano. Sólo les pido que observen el conjunto e intenten detectar que es lo que tienen en común los imperios de la composición y que, sin embargo, les diferencia del español:




Los mapas que vemos aquí son, respectivamente, los del imperio persa, el griego de Alejandro Magno, el romano, el bizantino en la época de Justiniano, el árabe en el siglo VIII y, finalmente, el Imperio ruso a finales del siglo XIX. Los cinco primeros son anteriores al Imperio español y el último es posterior a él.


Ahora observen el mapa del Imperio español, en América, en 1800:


¿Cuál es la diferencia? Pues obviamente que los del principio se han expandido en sentido este-oeste mientras que el español lo ha hecho en el norte-sur. Por eso lo llamo “El Imperio Transversal”, porque es la primera gran estructura política de toda la Historia de la Humanidad que se ha desarrollado siguiendo la línea de los meridianos, en vez de hacerlo por la de los paralelos, que era lo habitual hasta entonces.


Ahora seguramente estará pensando ¿Y qué más da crecer hacia el este que hacerlo hacia el sur? Un imperio es un imperio, crezca en la dirección que crezca ¿no?

Y la respuesta es que no es lo mismo: cuando una estructura política se expande hacia el este o hacia el oeste lo está haciendo por su misma franja climática. Los conquistadores se van encontrando paisajes parecidos a los de su país de origen en los territorios conquistados. Climas parecidos, producciones parecidas por tanto. Su modelo de sociedad es fácil de trasplantar dentro de esa franja. Este tipo de desarrollo potencia las soluciones culturales más adaptativas a ese medio por el que están avanzando y crean un mundo sólido pero relativamente estático, en el que pesan mucho los detalles concretos que solucionan problemas concretos pero genéricos dentro de su hábitat. Surgen marcadores de etnicidad asociados a la alimentación y a la vestimenta (los rituales del té, por ejemplo, o el tabú asociado al consumo de la carne de cerdo), que son igual de válidos en países que están situados a miles de kilómetros de distancia. Esos esquemas de desarrollo cultural es muy fácil que se fosilicen -gracias a su buena adaptación al medio- y que después pesen como una losa en procesos históricos ulteriores.


Cuando un imperio se extiende hacia el norte o hacia el sur está atravesando -en ese proceso- ecosistemas diferentes, paisajes diferentes, climas diferentes. Lugares donde prosperan faunas y floras distintas, que obligan a los hombres a alimentarse y a vestirse de distinta manera, forzando a los conquistadores a reprimir su impulso de imponer a los conquistados soluciones estándares, ya sean propias o ajenas, y a desarrollar una mayor receptividad hacia las soluciones culturales locales que son válidas solamente a ese nivel. Empujan a las estructuras imperiales a dar márgenes amplios de autonomía a los gobernantes que están sobre el terreno para adaptar las directrices genéricas a los casos concretos. Obligan a los hombres a distinguir lo esencial de lo circunstancial (por eso el idioma castellano distingue nítidamente el “ser” del “estar”, lo que no está tan claro en otras lenguas europeas), lo fundamental de lo accesorio.

¿Cuántas veces hemos oído a los “expertos” lamentarse de la fuerte tendencia de los españoles a la improvisación? Considerando, por tanto, esa cualidad como un defecto. Defecto que, sin embargo, valía su peso en oro entre los hombres de Cortés o de Pizarro. Esa capacidad arquetípica de los conquistadores españoles de captar en unos minutos la potencialidad de la nueva circunstancia que acababa de surgir y de improvisar una solución ad hoc. ¿Se imagina a un prusiano o a un árabe en una circunstancia semejante? 

Esa “espontaneidad” española en escenarios exóticos o adversos, esa capacidad de adaptación a los nuevos espacios geográficos, de mimetizarse con el territorio, de forjar coaliciones heterogéneas con indígenas que acababan de conocer y de mezclarse con ellos fue el secreto de su rápida expansión por los vastos espacios americanos, de la rápida consolidación de sus posiciones en él y de su permanencia en el tiempo.

Como fueron los primeros europeos que irrumpieron “masivamente” en América (otro día matizaremos el concepto de “masivo” aplicado a este caso concreto) y como cosecharon un éxito inmediato en su expansión militar, se indujo la impresión –entre los europeos- de que aquello fue un paseo y que cualquier otro pueblo de nuestra ecúmene que se hubiera adelantado a los españoles hubiera podido hacer más o menos lo mismo.

Estoy convencido de que si los españoles de los siglos XV y XVI hubieran entrado en alguna fase involutiva, que les hubiera impedido salir de la Península durante ese tiempo, estaríamos hoy en un universo alternativo, radicalmente diferente del que conocemos, en el que los europeos estarían casi tan encerrados en su mundo como lo estaban en la Edad Media y que en América, al igual que en Asia, habría poderosos imperios indígenas que habrían absorbido los avances tecnológicos y culturales que se daban en otros espacios geográficos, a lo largo de estos quinientos años, de manera paulatina, como una lluvia fina que va calando hasta empapar.

Ya expuse en otro artículo[1] como España construyó en Europa el esqueleto que sostuvo la modernidad. Y en América hizo otro tanto (como iremos viendo las próximas semanas). Pero hoy nos centraremos en la naturaleza radicalmente diferente de la estructura política que construyeron los españoles, que creó una dinámica histórica completamente nueva y diferente a las desarrolladas por cualquier otro imperio anterior.

Volviendo una vez más a los símiles biológicos, que venimos usando con asiduidad en nuestras exposiciones, resulta que un imperio “horizontal” (desarrollado en sentido este-oeste) es una forma de organización de las sociedades humanas que se acopla a un ecosistema natural y establece una relación con él que busca la estabilidad y la identificación entre sociedad y paisaje (las sociedades islámicas de la franja árida del Viejo Mundo quizá representen uno de los casos más paradigmáticos y fáciles de visualizar), que pretende algo parecido a lo que busca la adaptación biológica de un animal a su medio.

Un imperio “transversal” (desarrollado en sentido norte-sur), en cambio, es una forma de organización de las sociedades humanas que se abstrae del paisaje concreto y busca articular una relación dinámica entre el hombre y su medio que preserve los elementos esenciales de la ética que deben regir las relaciones entre los hombres, liberándolos de las formalidades que sólo sirven para adaptarse a una franja climática concreta y que constituyen una rémora fuera de ella. Aquí la adaptación que vale no es la biológica –que convertirían al hombre que se desplaza por esa franja en un blanco fácil fuera de su hábitat- sino la cultural. Es decir: la característica que, en el proceso de evolución biológica, distingue de manera más nítida a los humanos del resto de las especies vivas de nuestro planeta. El imperio “transversal” está más evolucionado desde el punto de vista estructural y es más “humano”, en el sentido de más identificado con las características que distinguen a los humanos del resto de las especies que pueblan nuestro planeta.

Y también es más dinámico que sus alternativas porque ese hombre que se está desplazando por las diversas latitudes de nuestro mundo está obligado a reformularse a cada paso su relación con el medio y a mezclar lo aprendido en los distintos hábitats que ha conocido a lo largo de su vida, acelerando así el proceso de evolución cultural.

¿Comprende ahora por qué a partir de 1492 ya nunca nada sería igual? ¿Por qué en ese momento se puso en marcha el mecanismo de relojería que nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué durante los últimos quinientos años la aceleración de los procesos históricos no ha parado de incrementarse?

¿Y por qué tuvieron que ser precisamente los españoles los que protagonizaron ese proceso? ¿Fue algo casual o, por el contrario, hubo algo que nos predestinara especialmente para desempeñar esa función histórica? ¿Recuerdan algo que dijimos cuando hablamos de Colón?: El guión del descubrimiento y de la conquista americana ya había sido escrito mucho antes de que Colón naciera”[2].

Ese proceso es la consecuencia de la oleada de invasiones que sufrió España en la Edad Media en el período que llamé “La Era de las Invasiones Africanas” (1086-1344). La conquista americana es el contragolpe que los españoles fueron preparando durante la Baja Edad Media para devolvérselo a los agresores magrebíes que, finalmente, fue desviado hacia el oeste por obra y gracia de los vientos atlánticos.

Desde la coronación de Alfonso X el Sabio (1248) los castellanos se ponen en marcha para dar el salto hacia el Magreb y continuar allí la lucha contra los musulmanes. Es la política que en su día se conoció como “El fecho de Allende”. La historia, en cambio, se complicó por la pretensión de este monarca de ser coronado emperador en Alemania y por la simultánea aparición de los benimerines en los escenarios norteafricanos, que terminarían poniendo de nuevo a la defensiva a los castellanos. Por fin serían expulsados de la Península en 1344 –un siglo después-, aunque mantendrán una fuerza militar lo suficientemente potente como para repeler las agresiones ibéricas durante varias generaciones más, el tiempo suficiente como para que los castellanos y los portugueses empezaran a explorar los mares circundantes y fueran descubriendo, uno tras otro, todos los archipiélagos de la Macaronesia (Canarias, Salvajes, Madeira, Azores y Cabo Verde) e iniciaran su conquista (en el caso canario) o su colonización (en el resto, que estaban deshabitados). Conforme los ibéricos se van adentrando en el Atlántico y le van arrebatando sus secretos van, paulatinamente, descubriendo las extraordinarias posibilidades que ese medio les brindaba, que presentaba una relación coste/beneficio muy superior a la de los escenarios magrebíes.

El Descubrimiento de América permitirá a los españoles elegir el lugar más idóneo para forjar su imperio, y lo encontrarán en las tierras altas de Mesoamérica, en el Imperio de los aztecas: de meseta a meseta, por las tierras bajas del Valle del Guadalquivir, Golfo de Cádiz, archipiélagos de las Antillas y las costas del Golfo de México, atravesando “la Autopista de los Alisios”.

Cortés llamó a las tierras de México “Nueva España”, porque allí encontró, entre las exóticas culturas amerindias, un paisaje que le recordaba al de su tierra. Y desde ellas comenzó a construir esa estructura cuyo nombre define perfectamente el objetivo que perseguía. Algunos años más tarde un pariente suyo, Francisco Pizarro, repetirá el guión de la conquista de México en el imperio de los incas. Desde México y desde el Perú, es decir, desde las tierras de los aztecas y de los incas, los españoles se expanden por todas las direcciones en el Nuevo Mundo.

Recapitulemos: Los pueblos de la Meseta Central española llevaban siglos preparando el asalto a las áridas tierras de sus viejos adversarios islamistas. Eran dos ejércitos implacables, que se conocían bien y se tenían tomada la medida. De pronto se abre una puerta por el oeste, donde hay unas tierras mucho más fértiles que las norteafricanas, habitadas por gentes desconocidas. Los guerreros medievales ibéricos irrumpen en los escenarios americanos buscando un adversario de su talla. Buscan imperios -es decir, piezas de caza mayor- y los encuentran en México y en el Perú. La fachada de estos es impresionante, pero carecen de los anticuerpos necesarios para enfrentarse con éxito con los más depurados guerreros del Viejo Mundo. Sobre la asimetría de ese choque se ha escrito mucho desde hace quinientos años, exagerando la ventaja con la que se supone que partían los españoles. Sobre este asunto les invito a leer el libro de Matthew Restall: “Los siete mitos de la conquista española”, en el que desmonta uno a uno, con bastante sensatez, la mayor parte de los tópicos que circulan sobre la misma. Demuestra que ni el caballo, ni las armas de fuego, ni las hipotéticas leyendas sobre dioses de raza blanca fueron determinantes en el resultado final de la lucha. Sólo –paradójicamente- las armas blancas de acero (la espada, básicamente) tuvo algo que ver en él. Lo determinante fue la actitud mental de los conquistadores, la tremenda polarización psicológica (este último término no es de Restall) del guerrero ibérico, que en esa misma época también estaban sufriendo sus vecinos europeos.

En la conquista participará un número de españoles insignificante en comparación con las multitudes de guerreros indígenas que se implicaron en la lucha, tanto en un bando como en el contrario. En la Tercera carta de relación que Hernán Cortés remitió a Carlos I, decía que puso cerco a México con un ejército de 75.000 hombres, 900 de los cuales eran españoles. Es decir, que en el ejército “español” sólo eran españoles el 1,2% de sus efectivos. Está claro que aquello, más que una fuerza de conquista, era una coalición de fuerzas heterogéneas, rebeladas contra el poder azteca, que Cortés supo aglutinar y liderar.

Y algo parecido ocurrió en Perú: Pizarro tuvo la suerte de aparecer por allí en medio de una guerra civil, y decidió unirse al bando que iba perdiendo para liderar el contraataque (¿Recuerdan que llevo cinco meses diciendo que los españoles, en sus guerras medievales, siempre “jugaban” al contraataque?) y contar con masas de aliados indígenas, imprescindibles en un universo cultural tan extraño para él como era el Imperio de los incas.

La epopeya de la conquista ha acaparado buena parte de la atención de los historiadores de América, provocando acalorados debates al respecto, tanto a la hora de explicarla como de establecer valoraciones morales, una verdadera obsesión para un sector de la historiografía.

Sin embargo, han sido muchos menos los autores que se han preguntado ¿Por qué sobrevivió ese imperio? Tengan en cuenta que el número de blancos que vivían en todo el Virreinato de la Nueva España (desde Costa Rica hasta la actual frontera entre Estados Unidos y Canadá a la altura de Montana, incluyendo todos los estados norteamericanos actuales al oeste del Mississippi excepto Oregon, Washington e Idaho, más Florida y todas las Grandes Antillas, es decir, Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana) en 1800, casi trescientos años después de la conquista, era de 1.000.000. Los españoles fueron, durante siglos, una exigua minoría en los vastos espacios geográficos americanos. Si hubiera habido entre los indígenas un rechazo generalizado a sus formas de organización, sus valores culturales o su manera de vivir hubiera sido muy fácil echarlos al mar, especialmente cuando comienzan a aparecer en las costas de ese continente naves hostiles con bandera británica, holandesa o francesa, interesados en debilitar el poder español y en sostener cualquier tipo de disidencia contra ellos. Es significativo que los procesos de independencia de las actuales repúblicas hispanoamericanas fueran liderados, en el siglo XIX, por los criollos, es decir por los blancos nacidos en América.

En el Imperio español, desde principios del siglo XVI hasta principios del XIX, hay tres lugares que constituyen el núcleo duro de su estructura, “los tres puntos de anclaje”: La Meseta Central española, las tierras altas de Mesoamérica y la zona peruana de la cordillera de los Andes. Es el Imperio de las Tierras Altas, que conecta unas mesetas con otras a través de los valles intermedios y de las llanuras costeras de enlace intercontinental. Las tierras altas son su reserva estratégica y las bajas el cemento que las vincula y las enlaza.

En realidad la transversalidad de la que hablábamos al principio ya se daba en la Península Ibérica, en estado embrionario, durante la Baja Edad Media. ¿Recuerdan nuestro artículo ‘El “subcontinente” ibérico’?[3] El imperio continental que los españoles construyeron en América no habría sido posible si estos no llevaran ya implícito, adosado a su programa de conquista, el bagaje acumulado de un milenio de lucha en el territorio que posee una mayor diversidad regional de toda la ecúmene europea. En la Península Ibérica, las diferentes regiones naturales que la forman se hallan escalonadas, como terrazas a diferentes altitudes, compartimentadas por la media docena larga de cordilleras que las separan entre sí y que delimitan pasillos aéreos que exponen a las distintas regiones a los vientos de origen cantábrico, atlántico, mediterráneo o sahariano, según la zona. Todo ello hace posible una gran variedad de paisajes que vemos concentrados en una superficie de seiscientos mil kilómetros cuadrados, donde encontramos ciudades como Ávila –uno de los concejos medievales más activos en los frentes de combate de los siglos XI al XIII- a más de 1.100 metros de altitud, Sevilla –la puerta de América durante 300 años- al nivel del mar que alcanza picos de temperatura en julio y agosto de 45º centígrados, o Cádiz que, en esos meses de estío alcanza fácilmente los 35º pero con niveles de humedad cercanos al 100%, perfecto entrenamiento, por tanto, para el salto hacia las Grandes Antillas, como lo es Ávila para adentrarse en las tierras altas de Mesoamérica o de los Andes o Sevilla para las regiones pre-desérticas del norte de México o del suroeste de los Estados Unidos.

Visto el proceso a posteriori podemos considerar la Edad Media española como el banco de pruebas donde se fueron ensayando todas las tácticas necesarias para la gran ofensiva continental que tuvo lugar en el Nuevo Mundo durante los trescientos años que siguieron al Descubrimiento y donde se fue templando el tipo humano que esa empresa necesitaba. El Imperio Transversal no fue una casualidad histórica sino la siguiente fase de un proceso que, a través de España, llevó hasta América el impulso de la gran civilización mediterránea que arrancó, muchos siglos antes, en el extremo oriental del Mare Nostrum.

[2] “La historia de Colón”: http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/la-historia-de-colon.html
[3] http://polobrazo.blogspot.com/2012/02/el-subcontinente-iberico.html

domingo, 17 de junio de 2012

El Duelo Mediterráneo




¿Recuerdan la imagen del Mar Mediterráneo que les mostramos hace un par de meses?[1]:





¿Recuerdan lo que dijimos sobre los ecosistemas mediterráneos y sobre la función de barrera que la Península desempeña entre el ecosistema del norte (el europeo) y el del sur (el norteafricano)? ¿Y cómo les dijimos que se fijaran también en Turquía? ¿Perciben el gran parecido estructural que poseen la Península Ibérica y la de Anatolia?

Es obvio que los dos espacios geográficos vienen desempeñando una función muy parecida, desde hace millones de años –mucho antes de que el hombre existiera-, pues articulan la conexión entre las áridas tierras del sur con las húmedas del norte. Las dos penínsulas actúan como sendas bisagras que conectan ambos mundos. Son pueblos estructuralmente fronterizos.

En el artículo citado también les insinué que, a lo largo de la historia, se suceden ciclos en los que los pueblos situados en los bordes de dos o más ecosistemas toman la iniciativa y crean civilizaciones que combinan elementos de todos ellos con otros en los que se hacen fuertes pueblos fuertemente adaptados a uno de ellos, se expanden por él y crean imperios que se detienen en el borde exterior del mismo. Es lo que sucedió en la Alta Edad Media, un período en el que los germanos -en Europa Occidental- y los árabes -al sur del Mediterráneo- crecieron hasta alcanzar los límites del mundo en el resultaban válidas sus soluciones culturales. La expansión militar musulmana se detuvo entonces precisamente en estas dos penínsulas y ahí se estabilizó durante la mayor parte de los siglos medievales.

Durante ese tiempo fueron surgiendo, lentamente, en el punto de fricción de las “placas tectónicas” los pueblos español y turco, llamados a liderar un nuevo ciclo mediterráneo, como el que el Imperio Romano protagonizó en la antigüedad.

El Imperio Romano apareció en el centro de gravedad del Mare Nostrum. Pero los imperios español y turco lo hicieron cada uno en un extremo de este mar. Los españoles partieron de su punta occidental -creciendo hacia el este- y los turcos desde la oriental -avanzando hacia el oeste. Los dos, por tanto, estaban destinados a chocar en el centro del Mediterráneo, algo que ya tenían meridianamente claro sus respectivos monarcas desde el siglo XIV, desde la aparición de los almogávares aragoneses en los escenarios militares de Asia Menor y de los Balcanes.

El choque entre ambos imperios se produce durante las primeras décadas del siglo XVI. Desde la toma de Constantinopla (1453) el poder otomano no había parado de crecer. Sus fuerzas terrestres habían ido penetrando por la Península de los Balcanes hasta sitiar la ciudad de Viena en 1529. En 1532 serán rechazados por las tropas enviadas por Carlos I al mando de su hermano español, el futuro Fernando I de Austria. Después la presión militar se desplazará hacia el Mediterráneo. Chipre caerá en sus manos en 1570. El asalto a Creta comenzó en 1645, aunque la dura resistencia de los cretenses y los venecianos se prolongará hasta 1669. En 1665 los otomanos llevarán a cabo el Sitio de Malta, con más de doscientas naves y unos 30.000 hombres. Aunque fracasaron ante las sólidas murallas construidas por los Caballeros de la Orden de Malta, la magnitud del ataque nos puede servir de termómetro para juzgar la fuerza que aún conservaban… ¡un siglo después de Lepanto! Lo relativamente tardío de la fecha –17 años después de la Paz de Westfalia y 6 años después de la Paz de los Pirineos, cuando la práctica totalidad de los historiadores coinciden en afirmar que ha comenzado ya el declive del Imperio Español- nos ilustra con claridad acerca de la persistencia de su amenaza.

Pocos recuerdan que Miguel de Cervantes fue esclavo de los turcos ¡en Argel! durante cinco años; que fue capturado cuando su nave, que venía cargada de soldados –no de mercaderes indefensos- fue asaltada cuando navegaba a la vista de... ¡la Costa Brava!, a la altura de Palamós en 1575 –cuatro años después de Lepanto-, y que fue rescatado -es decir comprado- en 1580 porque pagaron por él 500 escudos, lo que era una cantidad considerable para la época.

Recapitulemos un poco porque este hecho no es una anécdota aislada, perdida en medio de la Historia, sino que nos puede servir para calibrar la verdadera naturaleza del peligro turco en la España de la época y de camino la validez de la Historia que hemos estudiado.

En 1575 España estaba en la cumbre de su poder militar. Se supone que era la nación más poderosa del mundo, con diferencia. Los españoles dominaban el continente americano desde Florida hasta el Río de la Plata. El Atlántico era un mar español. Sus Tercios imponían el orden por medio continente europeo. Eran especialmente activos en Francia y en Holanda. Inglaterra todavía no había llegado al enfrentamiento abierto con España, aunque Isabel I estrechaba lazos con Francia y con los calvinistas holandeses en previsión de futuras guerras que ya se barruntaban en el horizonte. Sólo los turcos presentaban una potencia militar capaz de batirse, en igualdad de condiciones, con las fuerzas españolas.

Pero el mayor peligro que se cernía sobre las fronteras peninsulares –y también sobre la mayor parte de los dominios italianos de la corona española- procedía de Argel. Esta ciudad había sido tomada en 1516 por Aruch, el primero de los Barbarroja, que se autoproclamó Sultán de Argel. En 1518 cedió ese título –y con él el mando supremo de los territorios que dirigía- al sultán otomano Selim I, que le correspondió nombrándole beylerbey (jefe de gobernadores) de los dominios otomanos del Mediterráneo Occidental y le suministrará hombres -los famosos jenízaros-, armas y buques para hostigar sin piedad a los estados cristianos de esta zona. Desde ese momento -y hasta 1830- Argel será la gran capital del Occidente turco. La consolidación de las provincias que administraban los Barbarroja protegerá la retaguardia otomana, lo que aprovecharán para adueñarse de todas las costas del Mediterráneo Oriental. El citado Imperio llegó a alcanzar una extensión territorial que superaba a la del Imperio Bizantino en los tiempos de Justiniano (véase el mapa adjunto).





La muerte de Aruch, en combate contra los españoles -en 1518- permitirá a su hermano Jeireddín (1518-1546) reemplazarle al frente de los berberiscos argelinos. Con él irrumpe en la historia el peor enemigo al que los españoles tuvieron que hacer frente a lo largo de toda la Edad Moderna. Después será reemplazado por el tristemente célebre Dragut (1546-1565).

Los hitos más destacados de toda esta saga de individuos –sólo durante el reinado de Carlos I-, en tierras españolas (sus “hazañas” en Italia fueron mucho más sangrientas todavía), las podemos resumir brevemente así:



·         1513: Ataque a la ciudad de Valencia.
·         1514: Ataque a Ceuta.
·         1515-1516: Saqueos diversos en las islas Baleares.
·         1521: Nuevos saqueos en Baleares y ataques a buques que hacían la Ruta de Indias en la Bahía de Cádiz.
·         1530: Baleares de nuevo. Captura del castillo de la isla de Cabrera, que utilizarán durante algún tiempo como base de operaciones.
·         1531: Saqueos diversos por todo el litoral mediterráneo español.
·         4 de septiembre de 1535: Saqueo de Mahón. De los 1.500 habitantes con que contaba la localidad, 600 serían esclavizados –para venderlos con posterioridad en los diversos puertos del Mediterráneo-. Y el resto pasados a cuchillo. El día anterior un ejército que había intentado romper el cerco de la ciudad, enviado por el gobernador de Ciutadella, había sido completamente aniquilado ante las murallas mahonesas.
·         28 de septiembre de 1538: Batalla de Preveza. Jeireddín Barbarroja aniquila a una flota cristiana de 200 buques fletados por una coalición formada por las repúblicas italianas y el Imperio Español y mandada por el almirante Andrea Doria.
·         Septiembre de 1540: Carlos I envía una embajada a Barbarroja en la que le propone pasarse al bando cristiano a cambio de nombrarlo gobernador general de todos los territorios españoles en el norte de África. Como es lógico este rechazó la oferta.
·         1543: Los turcos entran en la guerra que franceses y españoles están librando en ese momento en Italia -del lado francés lógicamente-. Después de asolar todo el sur de Italia –que era español- se dirigen a Roma, que se salva del saqueo -in extremis- como consecuencia de una carta personal que recibe Jeireddín del rey francés. Después conquistan la ciudad de Niza (entonces perteneciente al ducado italiano de Saboya) y tras saquearla y reducir a 2.500 de sus habitantes a la esclavitud se la entregan a Francisco I.
·         1544-1545: Nuevos saqueos en las islas de Mallorca y Menorca.
·         1550: Saqueo de Cullera. La ciudad queda deshabitada.
·         1559: Dragut repele un ataque español a la ciudad de Argel.

Ya vimos como capturaron a Cervantes frente a Palamós en 1575, como se lanzarán contra Creta en 1645, contra Malta en 1665, etc., etc.

¿Y a que se dedicaban mientras tanto los reyes de España? Pues a combatir a los que ellos consideraban nuestros verdaderos enemigos, a saber: Francia (que no nos atacaba por los Pirineos, sino por Milán, Saboya y el Franco Condado, intentando romper así la camisa de fuerza que habíamos tejido alrededor suyo), Holanda, Inglaterra y los protestantes del norte de Alemania. La mayor parte de los tercios españoles, en vez de defender las fronteras de España contra el más poderoso imperio que había en el mundo en ese momento -además del nuestro- y que se estaba dedicando a asolar nuestros mares y nuestras costas, estaban entretenidos en buscar nuevos enemigos –como si no tuviéramos ya bastantes- para defender al Papado y al Imperio, es decir, a los dos poderes universales de la Edad Media o, lo que es lo mismo, intentando resucitar el viejo orden feudal que, a esas alturas de la Historia, representaban un atavismo histórico absolutamente anacrónico.

Es curioso que el país que estaba intentando imponer los valores del viejo orden feudal en Europa fuera uno periférico, tanto geográfica como sociológica y culturalmente hablando. Un país donde, en rigor, nunca habían conseguido abrirse paso los elementos fundamentales que definen ese modelo. El feudalismo, en la España de los Habsburgo, no era más que un proyecto en la cabeza de un puñado de aristócratas que iban, además, a contracorriente de todos los procesos históricos contemporáneos suyos.

La profunda ironía histórica que esta situación refleja fue perfectamente captada por Cervantes, que la proyecta de manera magistral en el Quijote. Un hidalgo castellano, de clase acomodada, que vivía en un pueblo perdido en medio de la estepa manchega –en la España más profunda-, absolutamente desconectado del mundo de su época; un intelectual que a lo largo de su vida sólo se había dedicado a leer libros de caballerías –género obsoleto que recreaba valores éticos propios de una sociedad que había dejado de existir varios siglos antes- enloquece, abandona su terruño y se propone imponer su particular visión de la justicia por el mundo, lo que lo convierte en un verdadero peligro andante que no deja de causar problemas de todo tipo por dondequiera que aparece. Como está al margen de la realidad, con frecuencia termina provocando justo el efecto contrario de lo que él pretende, algo de lo que no es consciente. Ya dijimos hace algunas semanas que Don Quijote es, en realidad, Felipe II. Es obvio que Cervantes no podía burlarse del rey de España, en la época de la Inquisición, sin poner en claro peligro su propia cabeza. Había que desfigurar la historia de tal manera que bajo ningún concepto pudiera percibirse la abierta crítica que lanzaba contra la España de su tiempo. Pero al marcar las distancias con las características concretas que identificaban al personaje la narración ganó en universalidad lo que perdió en agudeza crítica.

Esta novela fue escrita por un hombre que conocía bastante bien el mundo de su época. Un hombre viajado, que había recorrido la geografía española y también la italiana; que se había batido en Lepanto“la más alta ocasión que vieron los siglos” según sus propias palabras-, había sido soldado, esclavo en Argel, recaudador de impuestos, recluso nada menos que en la cárcel de Sevilla –la Universidad del Hampa española de su tiempo-. Un individuo que conocía el mundo a ras de tierra, que sabía perfectamente el terreno que pisaba, lo que había en su país y también al otro lado del mar, más allá de la frontera. La crítica que hace a su sociedad es la más lúcida de cuantas se alumbraron durante el Siglo de Oro español y el extraordinario éxito de ventas que representó, desde el primer momento, nos ilustra con claridad que acertó en la diana, que el mensaje fue perfectamente captado desde el primer día por sus contemporáneos.

Los ejércitos españoles, que se estaban batiendo en el corazón de Europa contra holandeses y franceses, recibían refuerzos y suministros desde la Península a través de la ruta marítima Barcelona-Génova, que se había convertido en un eje fundamental para las comunicaciones imperiales. La presencia de naves turcas moviéndose con absoluta impunidad por esa ruta, e incluso más al norte todavía, así como su diseminación por la zona, a lo largo de los siglos XVI y XVII –que se supone que representan la cumbre del poder militar español- constituye la más clamorosa demostración de la subordinación de los intereses nacionales a los dinásticos. Los proyectos “imperiales” de uno y los compromisos familiares del resto pesaron mucho más en la política española que el sufrimiento de centenares de miles de compatriotas.

La victoria de Lepanto demostró que cuando el Imperio movilizaba de verdad sus ingentes recursos militares podía derrotar, con relativa facilidad, a sus enemigos. Pero sólo tuvo a bien hacerlo una vez a lo largo de los trescientos años largos que duró el desafío otomano. Fue un hecho puntual en nuestra historia. El hostigamiento continuo de “baja intensidad” a que estuvieron sometidos españoles e italianos durante todo ese tiempo y que a la postre hundió el comercio mediterráneo en beneficio de las rutas marítimas del norte de Europa no despertó nunca la atención de unos reyes que estaban demasiado ocupados con la “gran política”, es decir con la política europea.

Y si a los reyes de España no llegó nunca a preocuparles en serio el peligro turco imagínese el lector lo que lo haría en las cortes francesa, holandesa o inglesa, para los que el enemigo a batir eran precisamente los Habsburgo españoles. Los franceses, que eran los únicos que tenían relaciones diplomáticas estables con el Sultán, habían establecido una alianza estratégica con él frente al que ambos veían como el enemigo común. En virtud de esta alianza las naves turcas encontraban refugio seguro en los puertos franceses del Mediterráneo -en especial en el de Toulon- y las que llevaban pabellón francés serían respetadas por los corsarios berberiscos y tendrían franco el acceso a los puertos otomanos.

Como los turcos eran bien vistos en Francia y Francia fue, a la postre, la que relevó, como gran potencia europea, al Imperio de los Habsburgo; como fue una dinastía francesa –la de los borbones- la que sustituyó en España a la anteriormente citada y con ella llegarían los ilustrados y los “modernos” a la francesa; todos empezaríamos a ver el mundo con las lentes galas y, como consecuencia, dejó de ser políticamente correcto recordar las matanzas perpetradas por todo el litoral español e italiano por los piratas y corsarios berberiscos y otomanos. 

Conforme avanzó el tiempo se convirtió en un lugar común considerar al Islam como una civilización en declive, en continuo retroceso desde hace un milenio y, por tanto, su hundimiento es percibido como algo inevitable e intrínsecamente vinculado a una arcaica visión del mundo, en las antípodas de la “modernidad”, es decir, de la europeidad.

Ciertamente los musulmanes no son europeos –entendiendo aquí el concepto Europa en su acepción cultural- y no pueden ser modernos “a la europea”. El mundo islámico, además, nos presenta una variedad de estadios evolutivos tan grande como pueda haber en cualquier otro contexto cultural, aunque sus vestimentas y sus modos de expresarse -es decir sus especificidades culturales- nos impidan percibirlo. Pero acerca del supuesto inevitable declive de la civilización islámica quizá no hubieran sido tan rotundos los vieneses en 1529, los malteses en 1665, los cretenses en 1669 o los españoles que entregaron Orán a las autoridades otomanas ¡en 1792! para poder así concentrar esos preciosos efectivos militares que estaban atrapados en el “Doble Presidio” –Orán y Mazalquivir- para poder así, como contrapartida, asegurar la integridad de sus dominios peninsulares frente a la futura invasión francesa que ya se presentía. Es decir, que a la altura de 1792 –hace poco más de dos siglos- los otomanos aún se estaban expandiendo militarmente. El hundimiento definitivo de su Imperio se produjo en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) –hace un siglo- junto con el Austro-Húngaro y junto al universo zarista.

El Imperio Turco no fue percibido como una verdadera amenaza por la Tríada Noroccidental –Inglaterra, Francia y Holanda- porque entre aquél y estos se interpusieron los imperios que constituyeron el Cordón Sanitario Europeo. Cuanta potencia desplegaron cada uno de estos imperios en ese duelo secular es algo que pasó absolutamente desapercibido en el corazón del continente porque el efecto práctico de ese enfrentamiento fue que sus fuerzas se anularon mutuamente en él. Los que ganaron esta guerra fueron los que se abstuvieron de entrar en ella.

Pero basta echar una ojeada al mapa que pusimos más arriba para darse cuenta que hubiera bastado que si, en una hipotética negociación hispano-turca que se hubiera llevado a cabo antes de 1700, ambos imperios se hubieran reconocido mutuamente sus respectivas áreas de influencia, estableciéndose algún tipo de modus vivendi entre ellos, la historia de la humanidad desde entonces hubiera discurrido por unos derroteros muy diferentes a los que lo ha hecho; algunos países periféricos de hoy liderarían la estructura política mundial y algunos líderes actuales ocuparían una posición secundaria. 

Era mucho pedir que un Habsburgo español –o algún cortesano suyo- hiciera un ejercicio de pragmatismo semejante. Sin embargo negociaciones y acuerdos de ese tipo eran el pan nuestro de cada día entre los monarcas de la España medieval. ¿Qué sucedió en España entre ambas épocas para imposibilitar esa opción? ¿Qué le impidió a los carlos y a los felipes darse cuenta de lo que hubiera sido evidente para un Alfonso VI o un Fernando V?. Pues sencillamente que sentían que tenían “una-misión-universal-que-cumplir” y el bienestar material de su pueblo había quedado fuera de consideración. Paradójicamente su exceso de “compromiso cristiano” fue el que posibilitó la llegada al poder, en el continente europeo, de los laicos, los escépticos, los ilustrados y los materialistas, siguiendo la lógica de la vieja Ley del Péndulo, según la cual contra más excesos cometa un grupo mientras ejerce el poder mayores excesos cometerán sus enemigos después cuando se produzca el relevo. 

Mientras españoles, austriacos, rusos y turcos se peleaban entre ellos dejaban expedito el camino a la expansión ultramarina de la tríada citada, a la que poco después se les unirían las nuevas y flamantes “naciones” que acababan de surgir en Alemania y en Italia. El desgaste provocado por estas guerras permitió, durante el siglo XIX, alcanzar la independencia a las colonias españolas de América y a los países balcánicos. La Primera Guerra Mundial representará el último acto de este proceso en lo que a los turcos y los austriacos se refiere. Ciertamente a esas alturas de la historia era ya evidente que sus estructuras políticas no estaban preparadas para resistir un ataque en toda regla de las nuevas fuerzas imperiales. Se acababa de consumar el penúltimo relevo en el liderazgo político mundial. Algunos extrajeron de esos acontecimientos como conclusión la existencia de una especie de predestinación cuasi genética que empujaba a unas determinadas razas o culturas a imponerse sobre las otras, siguiendo una especie de plan divino. Paradójicamente los elegidos ahora eran los bárbaros de hace dos milenios, o sea que los planes de Dios parece que han cambiado desde entonces.

Pero el destino que siguieron españoles, turcos y austriacos, entre 1810 y 1918, lo sufrirían los ingleses, franceses y holandeses después de la Segunda Guerra Mundial, y los soviéticos en la década de los 90 del siglo XX. Aún no sabemos cuando les llegará el turno a los norteamericanos, pero a juzgar por la evolución de los acontecimientos políticos más recientes no debe andar muy lejos.



[1] http://polobrazo.blogspot.com.es/2012/04/espana-puente-o-frontera.html

lunes, 11 de junio de 2012

La estructura del Sistema Europeo

La semana pasada dedicamos nuestro artículo a describir lo que llamé la “Camisa de Fuerza francesa”, esa estructura que abrazó a Francia, aprisionándola, durante toda la Edad Moderna y que es el injerto de la “Función Borgoñona” medieval con la savia nueva que España inyectó en esa vieja estructura durante los dos siglos que gobernaron los Habsburgo. Fue esa inyección de savia española la que transformó todas las relaciones de poder de la Europa bajomedieval, desencadenando un brusco salto cualitativo en ese proceso.

España reforzó a los núcleos de poder más añejos de la Vieja Europa, conteniendo el avance de las fuerzas que emergían en ella. Pero esto pudo ser posible precisamente porque nuestro país se hallaba en ese momento a la vanguardia de ese proceso. El “engendro” que los Habsburgo dirigieron desde España es una extraña alianza entre lo más revolucionario y lo más retrógrado de su tiempo político, contra las fuerzas que ocupaban una posición intermedia en ese continuum.

Unos individuos que eran incapaces de entender los procesos históricos que estaban viviendo fueron puestos en la cúspide del sistema de poder europeo y se les entregó el mando de la máquina más poderosa e innovadora de aquella coyuntura. Y el extraño resultado, fruto de aquella extraña conjunción, fue la irrupción de la modernidad europea, el surgimiento del nuevo mundo globalizado, la aceleración de la innovación científica, tecnológica y económica, como consecuencia del frenazo inducido en la evolución política e ideológica.

España, a la altura del 1500 era, junto con Portugal, la estructura política más dinámica y expansiva que existía en todo el planeta. Era una criatura que acababa de romper el cascarón donde llevaba 800 años incubándose. Esa eclosión fue un estallido. Los ibéricos empezaban a desparramarse por el mundo en todas direcciones, y en todas partes demostraba una fuerza expansiva formidable, Su secreto era la intensa polarización mental que habían desarrollado durante la Edad Media para poder romper la formidable barrera que los islamistas habían construido en la Península.

El descubrimiento y conquista de América, el largo duelo mediterráneo sostenido con los turcos y el sostenimiento de la férrea estructura militar tejida alrededor de Francia consumieron la mayor parte de las energías de la nación española durante los doscientos años en que los austrias gobernaron nuestro país. España gastó su fuerza en un vasto proyecto político de alcance planetario y, al hacerlo, frenó cualquier otro proyecto expansivo alternativo (y había varios) en la ecúmene europea.

Sin embargo, a través de su estructura colonial bombeó recursos ultramarinos hacia ésta y difundió la civilización occidental por los dilatados espacios del Nuevo Mundo. Creó una poderosa estructura que compartimentó el mundo y asignó roles a todos los que mantenían alguna relación con ella. Construyó el esqueleto que sostendría al mundo globalizado a partir del 1500.

En el anterior artículo expliqué que la “Camisa de Fuerza francesa” no sólo sirvió para contener a Francia sino que, desde ella, España desempeñó el papel de gran gendarme europeo, paralizando todo tipo de proyectos expansivos que no contaran con su visto bueno (los únicos que habían recibido ese “plácet” fueron los austriacos en los territorios del Sacro Imperio) y compartimentando el espacio contiguo a los dominios españoles.

Creó ocho burbujas estancas a su alrededor, o mejor siete y media, porque una de ellas era sólo una semi-burbuja. A continuación procedo a su enumeración:

1.      Francia: A esta ya le dedicamos el pasado artículo, donde la describimos como una inmensa “cárcel” de medio millón de kilómetros cuadrados. Francia era, con diferencia, la estructura política más poderosa que había en Europa de entre las que aún resistían al poder de los Habsburgo, y la que más les costó a éstos neutralizar. 

2.      Holanda: Holanda fue capaz de liberarse del “yugo español” ya a finales del siglo XVI, en tiempos de Felipe II. Luchó duramente para conseguir su libertad, convirtiéndose a continuación en una de las cinco naciones que protagonizaron la expansión ultramarina europea durante la Edad Moderna. Es cierto que, desde las posesiones del Flandes español (las actuales Bélgica y Luxemburgo), los famosos tercios de Flandes no dejaron de amenazarlos hasta 1700, pero se ha hablado mucho menos de la barrera protectora que los hispanos crearon a su alrededor. Es obvio que Bélgica se interpone entre Francia y Holanda y que una eventual ofensiva francesa en dirección noreste se topaba primero con una de las guarniciones más poderosas de la Confederación de los Habsburgo, lo que liberaba a los holandeses de preocupaciones por ese frente. Esa posibilidad, siempre latente, impidió que los españoles llegaran a emplear todo su potencial contra los Países Bajos. De hecho la más feroz ofensiva que los ibéricos lanzaron contra ellos terminó dándose la vuelta para invadir Francia (1589), lo que salvó in extremis la independencia holandesa. Pero desde Bélgica España no sólo guardaba a Holanda de una potencial agresión francesa, también de posibles intervenciones inglesas o austriacas que nunca se concretaron, fundamentalmente porque la cercanía de las tropas españolas disuadía a cualquier otro posible atacante, por tanto la presencia hispana ejercía un doble papel: por una parte impedía su expansión territorial pero, por la otra, protegía de eventuales agresiones foráneas. 

3.      Alemania: Ya dijimos en otro artículo que la España de los Habsburgo actuó como el guardaespaldas de Alemania. Por todo lo que hemos dicho hasta aquí es obvio que la protegía de Francia, pero también de Inglaterra y de Holanda. Los únicos que tenían libertad para actuar en Alemania -sin desencadenar por ello una ofensiva española- eran los austriacos. La alianza austro-española fue revelando toda su potencialidad a lo largo de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que los españoles fueron repeliendo en Alemania sucesivos ataques de daneses, suecos, franceses...
 
4.      La Italia del Norte: Las repúblicas del norte de Italia (Florencia, Venecia, Génova...) se convirtieron de facto en un protectorado español a lo largo de los siglos XVI y XVII. Esas circunstancias garantizaron durante ese tiempo independencia “dentro de un orden”. Mientras se mantuvieran fieles al catolicismo y al statu quo no tendrían nada que temer. Desde Milán, Cerdeña, Sicilia y Nápoles los españoles vigilaban atentos todo lo que pasaba en Italia y los protegía de eventuales incursiones francesas (tendrían que atravesar Milán, algo poco probable), austriacas (no les convenía irritar a los españoles, pues los necesitaban a su lado en los escenarios alemanes), pontificias (dependían demasiado de España, estaban rodeados de españoles y guardaban en la memoria el famoso “Saco de Roma” -1527- en el que un papa empeñado en afirmar su autoridad frente al Imperio tuvo que ver como los “católicos” españoles junto a lansquenetes alemanes arrasaban su capital en una dura  operación de castigo) o turcas (esta era la amenaza más real). 

5.      Los territorios pontificios: Aquí  valen la mayor parte de los argumentos que hemos utilizado para la Italia del norte.

6.      Portugal: Entre 1580 y 1640 Portugal fue uno de los reinos integrados en el Imperio de los Habsburgo. Pero antes y después de ese período, los españoles envolvían, prácticamente, los territorios que componían la metrópoli portuguesa y, en América, la colonia del Brasil. Existía la posibilidad de un ataque inglés o francés por mar, que la cercanía de los españoles obviamente disuadía.

7.      Marruecos: Aunque pueda sorprender, Marruecos era otra de las burbujas que los españoles habían aislado a su alrededor. La sólida presencia española en el llamado “Doble Presidio” (El eje Orán-Mazalquivir) contenía el avance turco-argelino-berberisco sobre Marruecos. Desde Melilla, Ceuta, las diversas islas del Mar de Alborán, Andalucía y las Islas Canarias terminaba de tejer a su alrededor una malla protectora que sólo dejaba abiertos los flancos sur y sureste, es decir el Desierto del Sahara.

8.      Inglaterra: Esta es la semi-burbuja de la que hablamos. Francia y España impidieron, cada una en las zonas que controlaban, cualquier incursión militar viable inglesa en el continente. La tenaza española que aprisionaba a Francia impidió que este país se expandiera por el mismo y, en consecuencia, adquiriera la potencia y tuviera la tranquilidad necesaria como para poder permitirse un asalto a las islas británicas. Debemos tener en cuenta que el proyecto de imperio continental francés que los españoles (durante los siglos XVI y XVII) y sus herederos (durante el XVIII) impidieron fue el que Napoleón intentó crear aceleradamente en un espacio temporal de 16 años. Imaginémonos que unos monarcas pre-napoleónicos hubieran tenido trescientos años de margen para poner en marcha ese proyecto. ¿Qué hubiera sucedido en Inglaterra? España, además, durante los dos siglos ya citados sostuvo de manera más o menos indirecta a toda la disidencia católica, tanto inglesa como irlandesa, alimentando así los conflictos religiosos en las islas y provocando, como reacción, una creciente vinculación entre la Iglesia y el Estado en Inglaterra. El anti-papismo inglés fue derivando en un “catolicismo de estado” que terminó asimilando buena parte de las categorías mentales de sus adversarios.

España construyó y sostuvo el esqueleto de la europeidad, su parte más ósea, más estable y permanente. Esqueleto que, puesto en conexión con otro que estaba construyendo, en ese mismo momento, al otro lado del mar crearon la estructura del mundo que ha llegado hasta nosotros. Es cierto que los españoles ya no están en el espacio borgoñón (desde hace más de 300 años), ni en América (desde hace 200), pero en ambos espacios ha sobrevivido la estructura que crearon.

Los pueblos de las ocho burbujas descritas, y de otras equivalentes en el continente americano, se especializaron, asumiendo cada uno un rol diferenciado, se constituyeron en órganos distintos del Sistema Europeo, que se estableció como un conjunto interdependiente en el que la especialidad de cada uno tiene sentido dentro de ese conjunto, pero no fuera de él.

A lo largo de la Edad Moderna, en Europa, hubo una serie de pueblos que fueron asumiendo una cierta función de élite que maneja los hilos de la política en la ecúmene europea desde arriba. Hubo otros, más masivos y centrales, empeñados en crear un proyecto nacional desde el cual poder forjar un imperio “europeo” cuya centralidad aspiraban a tener. Hubo países cuya función consistió en mantener aislados a estos últimos para que no pudieran culminar su proyecto, Y otros que se encargaron de proteger al conjunto de las agresiones exteriores. Había, igualmente, una serie de pueblos atacando la fortaleza exterior del Sistema Europeo para intentar resquebrajarlo al menos. El esquema sería más o menos éste:



Ahora veamos un mapa de la Europa de 1648, surgida tras la Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años:



Asignemos ahora un color a cada una de las funciones descritas en el esquema anterior:



Y traslademos esos colores al mapa anterior para hacernos una cabal idea de la estructura de poder europea, allá por el siglo XVII:



Como podrá observar, todos formamos parte de un sistema mayor que reparte roles y nos va asignando funciones. Hay algunos individuos cuya posición en la estructura global les otorga bastante poder y pueden llegar a creer que, hasta cierto punto, lo dominan. Pero el Sistema tiene su propia lógica interna, que trasciende a los individuos que forman parte de él. Es una máquina planetaria que desencadena procesos históricos de largo alcance que actúan en combinación con los sistemas naturales. Son procesos dinámicos, que están siempre en movimiento, impulsados por inercias poderosas, cada una de las cuales lleva su propio rumbo, pero que colisiona continuamente con las vecinas, corrigiendo a cada paso su propia trayectoria.

El fuerte individualismo desarrollado por los occidentales, que ha crecido dentro de las burbujas protegidas del Sistema Europeo, al socaire de los huracanados vientos que soplan en otras partes del mundo, nos ha hecho creer que éramos dueños de nuestras vidas y que podíamos vivir como mejor nos apeteciera si éramos suficientemente inteligentes y teníamos algo de suerte. Es la ética subjetiva que nació con el protestantismo y que es fruto de un espejismo.


La verdad es que vivimos en un mundo que compartimos con centenares de miles de especies vivas, formando un sistema con ellas, y que lo estamos destruyendo. Vivimos además, aunque preferimos olvidarlo en el mismo mundo que los pueblos africanos o asiáticos, que forman parte de nuestro mismo sistema global y cumplen una función en él. Su pobreza y nuestra riqueza relativa son producto de la misma lógica de desarrollo que nos ha traído hasta aquí. Pero de eso hablaremos otro día.

martes, 5 de junio de 2012

La Camisa de Fuerza francesa



Desde la coronación de Carlos I como rey de España (1517) los monarcas de la Casa de Austria española acumulan la doble responsabilidad de dirigir los territorios que históricamente habían administrado los Trastámara españoles y -además- los que a lo largo de la Edad Media habían dirigido los Duques de Borgoña. A estos últimos ya les dediqué un artículo hace algún tiempo1.

La función estructural que España ha representado históricamente en Europa es muy diferente que la desempeñada por Flandes-Borgoña. Sin embargo hace ya casi cinco meses que vengo subrayando en buena parte de mis artículos la fuerte vinculación histórica que ha unido a ambos países desde principios del siglo XI. Pese a todo esto, nunca habían estado unidos orgánicamente hasta la llegada de los Habsburgo al trono en ambos espacios geográficos.

Los intereses que se espera que defienda un rey de España son muy diferentes a los que tendría que defender un monarca borgoñón. El diseño de la política exterior de cada uno de estos países debe ser, obviamente, radicalmente distinto. Sin embargo siempre hubo un punto de coincidencia entre ambos que es el que, en última instancia, se encuentra detrás del matrimonio de estado que celebraron Juana de Castilla y Felipe el Hermoso que es el desencadenante de la unión entre ambos países: El enfrentamiento con Francia.

El Reino de Aragón, desde el siglo XII, venía librando un duro pulso con Francia en varios escenarios del Mediterráneo Occidental. Esa rivalidad la hereda España cuando Aragón se une con Castilla. Ya comenté otro día que el refuerzo castellano se notó en el Mediterráneo inmediatamente después de que se produjera la fusión política ibérica y que la consecuencia más inmediata fue la expulsión de los ejércitos franceses de la Península Italiana.

Pero la rivalidad medieval entre Francia y Borgoña había sido más enconada aún que la franco-aragonesa. Los borgoñones se habían aliado históricamente con cualquier posible adversario de Francia y se habían encargado de mantener siempre vivo su frente oriental.

La unión entre España y el conglomerado flamenco-borgoñón en realidad era una unión contra Francia, algo que bajo ningún concepto podía dejar de causar alarma en nuestro país vecino. Lógicamente, desde el primer momento, el engendro político de los Habsburgo, que no había sido diseñado en positivo (en pro de algún gran proyecto colectivo) sino en negativo (en contra de uno llamado “Francia”) se reveló como una fuente perpetua de conflictos. La vieja rivalidad franco-borgoñona sólo podía acabar con la eliminación de alguno de los dos adversarios y conforme fue avanzando la Edad Media resultaba cada vez más patente que ese papel le estaba reservado a los borgoñones. Por eso se dedicaron a fortalecer sus alianzas políticas fuera de los escenarios franceses, para apuntalar así su cada vez más insostenible situación.

La unión de una Borgoña en declive con una España emergente convertía a ese rosario de señoríos dispersos en un pozo sin fondo capaz de absorber enormes ejércitos y presupuestos fabulosos. Los kilómetros de frente que abría con Francia triplicaba a los que separaban a nuestro país del vecino por la frontera de los Pirineos, dada la gran cantidad de recovecos que ésta presentaba, con el problema añadido de que la pirenaica es infinitamente más fácil de defender por coincidir con la línea de cumbres de esta cordillera, mientras que la franco-borgoñona discurre, en su mayor parte, por una extensa llanura.

Hubo un momento, a mediados del siglo XVI, en el que Francia estaba prácticamente rodeada por los españoles o por sus aliados, cuando Felipe II contrajo matrimonio con la reina de Inglaterra María Tudor.

España había tejido alrededor de Francia una red que podemos considerar una verdadera camisa de fuerza, una barrera exterior que convertía a este país en una prisión de medio millón de kilómetros cuadrados. Es obvio que, para los monarcas galos, romper esa red que habían tejido a su alrededor era una obsesión, una razón de estado. Por eso estaban siempre detrás de todos los conflictos europeos en los que España se vio envuelta a lo largo de los siglos XVI y XVII, es decir, de casi todas las guerras libradas en Europa durante ese tiempo. A España y a Francia les pasaba entonces lo que a la Unión Soviética y a los EEUU durante la Guerra Fría, que no había una sola guerra en la que los dos no estuvieran detrás de alguno de los dos bandos enfrentados. Hasta el punto de que bastaba que un dirigente local le plantara cara a una de las dos grandes potencias para que la otra acudiera en su auxilio, por muy impresentable que fuera el personaje.

Que España hubiera entrado en el diseño defensivo trazado por los flamencos se reveló como un error de primera magnitud (desde el punto de vista de los intereses españoles). Hay un dato que puede servir para sintetizar todo el potencial conflictivo de esta estrategia: La demografía. La Península Ibérica contaba, a lo largo del siglo XVI, con una población aproximada de 8 millones de habitantes. En Francia, en cambio, vivían entre 22 y 24 millones de personas. Creo que con ese dato nos podemos hacer una idea bastante cabal de los términos en los que se presentaba la rivalidad franco-española. Lo que hay que explicar no es por qué los franceses terminaron reemplazando a los españoles en el liderazgo europeo sino por qué tardaron tanto en hacerlo, por qué permitieron que España, entre 1500 y 1640, fuera la primera potencia del mundo.

Lo primero que hay que decir es que -en la correlación de fuerzas internacional- la demografía es, ciertamente, un factor determinante, pero no el único. Estados Unidos ha sido considerado la primera potencia mundial desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que, hasta 1991, era la cuarta desde el punto de vista demográfico (la tercera desde esa fecha).

Alemania, Francia e Italia han multiplicado históricamente –cada una de las tres por separado- la población española por una cifra que siempre estuvo situada, durante toda la Edad Moderna, entre 2 y 3 (los trescientos años que duró). Esto quiere decir que, por muy “decadentes” que llegaran a ser considerados los españoles –sobre todo al final de ese período- supieron jugar sus cartas bastante bien, a pesar de todo.

El imperio que la rama española de los Habsburgo dirigía en la ecúmene europea no sólo estaba compuesto por los españoles –más los portugueses entre 1580 y 1640-. De él también formaban parte los habitantes de Sicilia, Cerdeña, reino de Nápoles (todo el sur de la península italiana), Milán, Franco Condado, Bélgica… Probablemente la suma de todos ellos superaba con creces a la población específicamente ibérica. Los tercios españoles, además, reclutaban soldados tanto dentro como fuera de todos esos países, y el oro con el que se les pagaba era, en un porcentaje significativo, de origen americano. Por tanto estamos hablando de una compleja superestructura política que tenía una inercia poderosa que la hacía poco sensible a los problemas de tipo coyuntural que pudieran surgir.

Lo que quedó meridianamente claro, desde el primer momento, es que el engendro de los Habsburgo tenía su propia lógica interna que era absolutamente independiente de las necesidades, los intereses o los deseos de los habitantes de sus diferentes pueblos. Cuando un francés, un holandés o un inglés, en el siglo XVI o en el XVII, hablaban de España, en realidad no se estaban refiriendo a nuestro país sino a esa cosa que mandaban los Habsburgo, por eso cuando –algún tiempo después- empezaron a hablar de “decadencia española” se referían a la decadencia del engendro que estos dirigían y que resultaba cada vez más inmanejable, entre otras razones por el distanciamiento anímico –frente a ellos- de buena parte de sus súbditos.

El españolito de a pie se había vuelto transparente, prácticamente invisible, había desaparecido de la escena. Lo único que se veía era una corte hipertrofiada y la multitud de sus servidores –civiles, clérigos o militares- que ejecutaban sus órdenes. ¿A quién le importaban los demás? ¿Quién pensaba en la economía real? 

Aunque sumando todas las poblaciones de los distintos territorios que obedecían al “rey de España” -en Europa- hubiera más individuos que en Francia, los franceses seguían teniendo ventaja, por algunas razones muy obvias: El engendro de los Habsburgo era una realidad heterogénea, un aglomerado inconexo de identidades separadas, con dinámicas diferentes y contradictorias. Era una multitud de pueblos, que hablaban una multitud de lenguas, que se regían por una multitud de sistemas jurídicos diferentes, con diferentes historias, diferentes proyectos, diferentes formas de concebir el mundo y de organizar la vida.

Frente a ellos un país relativamente unificado (para lo que se estilaba en aquellos tiempos) y compacto, que hablaba –en su mayor parte- la misma lengua y compartía un mismo proyecto político. Estaba claro que el tiempo jugaba a favor de Francia y que la “camisa de fuerza” con la que “los españoles” la habían rodeado sólo estaba sirviendo para marcar, de manera cada vez más nítida, su propia identidad. Si antes del cerco “español” había bretones, provenzales, vascos, catalanes… dentro del hexágono, la sensación que éste generó no hizo sino reforzar la identidad francesa en torno a la etnia dominante. España, por tanto, ayudó a crear, en Francia, su propia conciencia de pueblo. Francia creció luchando contra España, estructurándose para derrotarla, transmutándose para poder reemplazarla.

España se había estado forjando, durante la Era de las Invasiones Africanas (1086-1344), afirmando fieramente su identidad frente a almorávides, almohades y benimerines. Ahora era España la que atacaba a Francia y en ese país desempeñaba la función que varios siglos antes habían representado los norteafricanos en el nuestro. Ahora era Francia la que tenía que defender su identidad frente a nosotros y se reproducían los procesos históricos asociados a esa acción ofensiva. El resultado fue la aparición en Francia de la nación-estado moderna que ya España había prefigurado.

Pero en Francia el proceso centralizador avanzó mucho más que en España porque se estaba enfrentando a un adversario mucho más evolucionado que los que habían atacado nuestro país durante la Edad Media. Nuestros antepasados combatieron a unos enemigos muy poderosos pero inestables, que atacaban por oleadas y después dejaban flancos abiertos que permitían el contraataque. Los franceses lo hicieron contra una máquina de guerra inasequible al desaliento, una superestructura política con una inercia poderosa que absorbía los contragolpes con una entereza formidable. Para derrotar a España, Francia tuvo primero que transmutarse interiormente, elevar su temperatura interior para fundir, en su molde hexagonal, sus componentes previos. Sólo entonces tuvo alguna posibilidad de romper el cerco, aunque cuando ese momento llegó ya no estaba España en su frente oriental, sino los herederos de la función hispano-borgoñona.

Era obvio que el conglomerado flamenco-borgoñón sola habría sido incapaz de contener el avance francés durante el siglo XVI. Si la superestructura que los borgoñones habían tejido durante la Edad Media fue capaz de aguantar hasta la Revolución Francesa fue gracias al injerto de savia española recibido durante los siglos XVI y XVII. Al principio dije que la unión de Castilla con Aragón se notó inmediatamente por todo el Mediterráneo. Pues bien la unión de España con el conjunto flamenco-borgoñón se notó inmediatamente en toda Europa, porque desde el rosario de señoríos dispersos por la antigua Lotaringia España ejerció el papel de gendarme supremo de la Ecúmene Europea.

Desde esos dominios no sólo se contenía a Francia. También se impedía que Inglaterra actuara militarmente en el continente, se controlaba a Holanda, se le guardaban las espaldas a Austria, facilitando la ofensiva militar católica sobre el norte de Alemania, se protegía a las repúblicas del norte de Italia contra potenciales agresiones desde Francia, desde Austria o desde los territorios pontificios. En realidad la “Camisa de Fuerza francesa”, gracias al injerto español, se transformó en el esqueleto de la Europa Moderna, en los pilares de hormigón que sostenían la modernidad europea.

Si esa unión hispano-borgoñona no se hubiera producido, la Europa contemporánea no se habría parecido en nada a la que hemos conocido. Estaríamos en un futuro alternativo, mucho menos europeo, más asiático.

Si Francia no se hubiera encontrado con España en su frontera oriental, interceptando su expansión hacia el este, hubiera podido crear un imperio continental, contemporáneo de los imperios mediterráneos español y turco. Tres grandes imperios, a los que habría que añadir un cuarto en las estepas orientales europeas, que hubieran dibujado un escenario político mucho más clásico, más ajustado a los viejos patrones de desarrollo histórico del Viejo Mundo. Estaríamos hablando de grandes estructuras políticas europeas que hubieran sometido al poder espiritual y lo hubieran puesto a sus órdenes, de un mundo en el que la separación iglesia-estado no sería tan nítida, donde la evolución tecnológica y científica hubiera sido más lenta, donde Europa no habría sido la “Torre de Marfil” de la que hablamos la semana pasada.

Hubo un momento, alrededor de 1640, cuando portugueses y catalanes se sublevaron en España, el rey francés fue coronado en Barcelona y los ejércitos galos irrumpieron en Alemania, en plena Guerra de los Treinta Años, en el que el resto de dirigentes europeos, tanto católicos como protestantes, empezaron a intuir la posibilidad de la aparición de ese universo alternativo y sintieron verdaderos escalofríos. De pronto descubrieron que todos eran hijos de ese mundo que los españoles habían forjado. Ese ecosistema estanco y compartimentado, de pequeños estados con fronteras relativamente estables, y empezaron a maniobrar para impedir que la barrera que protegía el Rhin se derrumbara.

A partir de entonces la Camisa de Fuerza francesa pasó a convertirse, no ya en una razón de estado, sino “de ecúmene”. Era la estructura de poder europea la que estaba en juego. Desde ese instante ingleses, holandeses, austriacos,... empezaron a prepararse para el momento en el que España abandonara el dique de contención de Francia y empezaron a diseñar el día después de esa hipotética retirada, empezaron a apuntalar la estructura que los españoles habían sostenido en solitario durante más de un siglo.

El relevo se producirá tras la Guerra de Sucesión Española (1701-1713). Entonces Austria sustituyó a España y la barrera española continuó, pero ahora sin España.