domingo, 18 de marzo de 2012

La Civilización Hispánica


Convencionalmente se suele datar el comienzo de la Nación-Estado moderna a finales del siglo XV y a lo largo del XVI. Se acepta comúnmente que tal proceso histórico afectó básicamente a cinco países: España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda, que constituirían la avanzadilla del Estado moderno, tras la cual se irían incorporando, en fases más tardías, el resto de naciones. La estructura política de estos países en su primera etapa, que coincidió básicamente con la época que conocemos como Renacimiento, suele denominarse "Estado autoritario", que precedería al "Absolutismo monárquico" propio del siglo XVII.

Hay un cierto consenso al afirmar que España está dentro de este pequeño grupo de cabeza desde el primer momento y ejerce una función de arrastre sobre los demás. Maquiavelo en El Príncipe (1513) calificará a Fernando V (1474-1516), como "el primer rey de la cristiandad"[1], reconociendo de manera implícita el liderazgo que España estaba ejerciendo en su tiempo a escala continental, antes incluso de que el azar pusiera sobre las sienes de Carlos I las coronas del Imperio Germánico, de Austria y de Flandes.

La “nación” se define por contraste, cuando se toma conciencia de la propia identidad y de las diferencias que nos separan de “los otros”. Esta toma de conciencia no se produce de cualquier manera; históricamente coincide con un acusado fortalecimiento del poder real que se apoya en las emergentes clases burguesas para poder enfrentarse con éxito a la nobleza feudal, todo ello en un contexto de creciente rivalidad con otras naciones vecinas cuya “unidad de mando” amenaza seriamente la supervivencia de la propia si el monarca no acomete con decisión la tarea de homogeneizar, disciplinar y nacionalizar a las fuerzas vivas del estado, tarea en la que resultan de inestimable ayuda la existencia de una lengua nacional propia que sea diferente de la del adversario e, incluso, una religión nacional.

Esta es claramente la situación de los países de la Europa Occidental a lo largo del siglo XVI y las primeras décadas del XVII. A nadie se le ocurriría definir como estado-nación al reino castellano-leonés de los siglos XI-XIV y, sin embargo, todos los elementos que aquí hemos citado estaban presentes allí en mayor o menor medida, aunque el contexto histórico sea radicalmente diferente.

Los cristianos medievales españoles, especialmente en la Era de las Invasiones Africanas, desarrollan una acusada conciencia de su propia identidad frente a su adversario. No se consideran diferentes al resto de pueblos de la cristiandad, de la que sienten que forman parte, aunque se dan cuenta de que su situación geográfica los singulariza, primariamente porque los coloca en la línea del frente y los somete a unas presiones que el resto de sus correligionarios desconocen; secundariamente porque es obvio que la Península Ibérica, por encima de las acusadas diferencias regionales que alberga, constituye una unidad geográfica con unos límites muy precisos que la naturaleza se encarga de reforzar. España era la vanguardia de la cristiandad pero, por tanto, cristiandad, es decir: Europa.

Con quienes los cristianos españoles percibían su diferencia era con los musulmanes, especialmente con las expresiones imperialistas del Islam. Si ciertamente pudieron abrirse en algún momento vías de integración nacional y de entendimiento con los andalusíes en la época de las Taifas, no podía haberlas con almorávides, almohades o benimerines ni, en un período anterior, con los amiríes (la dictadura de Almanzor y de sus dos hijos). Teniendo en cuenta que entre Sagrajas (1086) y El Salado (1340) transcurrieron 254 años, cuando la amenaza islámica remitió, el enfrentamiento secular entre cristianos y musulmanes había calado tan hondo en las conciencias y, sobre todo, en las inercias sociales que ya no cabía otra salida que la mutua exclusión. Había un acusado sentido de la propia identidad frente “al otro”, al adversario que pone en peligro la propia manera de ser y de entender la vida. Adversario que además posee “unidad de mando” y ha movilizado todos sus recursos obligándolos a responder de la misma forma si tenían voluntad de supervivencia, en una situación de emergencia nacional.

Durante el reinado de Alfonso VI (1072-1109) asistimos, además, a un evidente fortalecimiento del poder real que no obedece a ningún programa político diseñado previamente sino a una combinación de factores tales como el fortalecimiento de los concejos en la estructura política del reino, el ascenso social de los infanzones castellanos, la gran expansión militar de la década de los ochenta del siglo XI, la excepcional situación creada por la invasión almorávide y el sólido liderazgo ejercido por el monarca en todo momento a lo largo de su reinado.

No podemos hablar de la existencia de importantes clases burguesas comparables a las del siglo XVI, pero sí podemos detectar grupos y factores precursores de ellas. En torno al Camino de Santiago están surgiendo ciudades con una actividad comercial significativa. Con los monjes cluniacenses –primero- y cistercienses –después- están surgiendo monasterios para cuya construcción son necesarios cierto número de profesionales con una cualificación superior a la que existía en los siglos anteriores. Con aquellos, además, se difunden hábitos y costumbres que no son estrictamente rurales. Hay una nueva moral, una nueva cultura, un nuevo arte y una nueva comunicación intereuropea que crece en torno a los monasterios.

Si en la frontera nos encontramos con una economía que descansa básicamente sobre las actividades agrícolas y ganaderas, la situación de peligro extremo que se vive en estas zonas obliga a los hombres a concentrarse y hace nacer pequeñas ciudades en zonas eminentemente rurales, no tanto por ser el lugar donde se desempeñan actividades del sector terciario sino porque es donde todos los campesinos han decidido vivir para poderse defender así mejor. Los oficios ciudadanos terminan surgiendo porque hay ciudad. En cualquier caso los campesinos y ganaderos están muy organizados y militarizados, algo que no se da en otras zonas del continente, lo que les hace actuar como un fuerte contrapeso de la aristocracia feudal que los reyes aprovecharán en beneficio propio.

En Castilla hay una extraordinaria movilidad social si la juzgamos con los parámetros de su época. Los campesinos pueden abandonar libremente la tierra cuando les plazca, no están atados a ella y de hecho lo hacen por millares puesto que se están abriendo gran cantidad de tierras a la colonización en los límites meridionales del reino. Este proceso abre gran cantidad de huecos en la retaguardia, de tal manera que el señor que quiera atraer hombres a las suyas tiene que ofrecer condiciones de vida y de trabajo que emulen en cierto grado a las que se dan en la frontera. El rey, por otra parte, no está interesado en coartar la libertad de movimientos de los campesinos pues los necesita precisamente en el sitio de mayor peligro y es consciente de que para que acudan a tales lugares libremente debe tratarlos como a hombres libres.

La existencia de concejos en los pueblos de la Extremadura, de asambleas de vecinos que eligen a sus representantes, de jueces que han sido elegidos por sus vecinos, de la igualdad de derechos que reconocen los fueros de la frontera ante los tribunales de estas ciudades, crean un fermento social muy democrático, muy de otra época distinta de la que estamos hablando aunque nadie haya elaborado manifiestos, ni teorizado sobre el asunto, ni haya hecho campañas para proponer este modelo. Sencillamente fue surgiendo, de manera espontánea, sin que nadie lo anunciara, sin que nadie lo propusiera; y como este proceso se estaba dando muy lejos de los centros de decisión continentales, lejos de los focos de atención, sencillamente pasó desapercibido. Desde el punto de vista de un hombre medieval esta situación factual tenía que ser vista como anómala, fruto de la excepcional situación derivada de una coyuntura política que no debía durar mucho tiempo y que debía de "normalizarse" hacia los patrones feudales -que representaban la norma, dentro de la ética medieval- en cuanto las aguas volvieran a su cauce natural. Bajo ningún concepto podían imaginar que tales estructuras, comportamientos y escalas de valores pudieran ser un anticipo de sociedades futuras.

Hay más elementos "modernos" en esta sociedad que aun no hemos descrito: La economía de los pueblos ibéricos está muy monetarizada. España era uno de los lugares de Europa donde la moneda circulaba con mayor profusión y, además, era etapa intermedia dentro del comercio medieval entre los reinos musulmanes y el resto del continente. Cuando el rey comenzó a pagar con dinero los servicios prestados por sus guerreros dejó de depender de los lazos de vasallaje que le unían con ellos, reforzando así el ya elevado margen de maniobra de que disfrutaba en comparación con sus colegas continentales.

La conquista de Toledo marcará el comienzo de una nueva época en la que los cristianos irán anexionándose, de manera paulatina, a las grandes ciudades de Al-Ándalus. Después vendrán Zaragoza, Lisboa, Valencia, Córdoba, Sevilla, etc. Son ciudades populosas -en términos medievales- con una gran actividad comercial, una estructura social mucho más “avanzada”, más “burguesa” en el sentido de estar habitadas por hombres con profesiones típicas de la ciudad. En estas urbes se encuentran los fieles de las tres religiones monoteístas, entremezclándose, lo que les dará un aire cosmopolita inusual en la Europa de su tiempo. Y mientras este proceso tiene lugar, los núcleos más importantes del norte, como Barcelona, Burgos, Salamanca, Oporto o Santiago de Compostela protagonizan un importante crecimiento que les permitirá equipararse con las antiguas capitales musulmanas.

En este proceso de autoafirmación “nacional” tampoco falta obviamente el elemento religioso como marcador de etnicidad que está presente desde el primer momento con una intensidad mucho más acusada si cabe que en las naciones emergentes de los siglos XVI y XVII; ni el lingüístico, que diferencia claramente a cristianos y musulmanes y que a lo largo de la Baja Edad Media irá diferenciando –igualmente- a los cristianos entre sí.

La constatación de la existencia de paralelismos históricos entre los reinos cristianos españoles de la Era de las Invasiones y las emergentes naciones-estado de los siglos XV al XVII del occidente europeo no es anecdótica. No es ya que circunstancias semejantes provoquen reacciones semejantes, que sería la primera explicación que se nos vendría a la mente. Si analizamos el proceso con algo más de detalle pronto nos percatamos de que hay una cierta relación de causa-efecto entre la más antigua y la más moderna, que la primera ha sido uno de los elementos desencadenantes de la segunda.

España esculpió a fuego los perfiles de la modernidad. Con ella o contra ella hubo que ponerse a su altura para poder competir. Quién quiso emularla tuvo que adoptar antes sus reglas de juego. Sólo entonces pudo producirse el relevo. El mundo que conocemos sería radicalmente diferente -irreconocible- si los españoles se hubieran encerrado detrás de sus fronteras a partir del siglo XV. Los procesos históricos en los que hoy estamos envueltos están dramáticamente condicionados en todos los lugares del planeta, hasta el sitio más escondido, por el impulso vital de un pueblo que se puso en movimiento, en un oscuro rincón de la Península Ibérica, hace más de mil años. La historia de los pueblos ibéricos transmite una tensión dramática que no se encuentra en muchos lugares de La Tierra. Una personalidad tan fuerte, una sensación de irreversibilidad histórica que, con todos sus desgarros interiores, sus conflictos, sus anacronismos, nunca deja de conmover.

A lo largo de los últimos quinientos años se han escrito toneladas de papel sobre España. Se la ha denostado y se la ha defendido. A los españoles se les ha acusado de miles de crímenes o se les ha encumbrado hasta las cimas de la virtud. Lo que está claro es que a nadie le han resultado indiferentes. Todos tienen claro cuál es su postura “frente a” España. La visceralidad de las críticas que tantas veces se han levantado, con frecuencia irracionales, no hacen más que reflejar que el que las emite se siente “tocado”, herido de alguna manera, y es lógico que así sea: España lo cambió todo de forma dramática sin pedir permiso a nadie y ya nada volvió a ser como era, nos transformó a todos y ya forma parte de nosotros. De la de los españoles y de la de los ingleses, holandeses, italianos... y, por supuesto, de todos los americanos, tanto del norte como del sur. Lo que ha calado tan hondo no puede dejarnos indiferentes y, lo aceptemos o no, ya forma parte de nosotros. Mientras la rechacemos estaremos negándonos a reconciliarnos con una parte de nosotros mismos.

El impacto que la Civilización Hispánica ha tenido en la Historia de la Humanidad sólo es comparable al que ejercieron Grecia y Roma. De ambos pueblos hereda, como el resto de los que se asoman al Mare Nostrum, el profundo poso de valores compartidos acumulado durante dos largos milenios. Con ellos comparte el Ecosistema Mediterráneo y una civilización en la que el hombre es el centro del Universo. Donde los valores morales y los conceptos filosóficos siempre tienen rostro humano. Donde los hombres se miran de frente antes de comenzar a hablar y, a veces, ¡hasta dialogan!, es decir: se escuchan entre sí e intentan ponerse a la altura de su interlocutor. Un mundo donde la técnica es tan sólo una herramienta, un instrumento para hacer más fácil la vida, donde la gente trabaja para poder vivir y no al revés, donde la vida es salir al encuentro de los demás y el mayor placer que existe es sentarse a conversar.

Hay algunos aspectos en los que la España medieval guarda ciertos paralelismos históricos con la Grecia del siglo V a.C. En ambos casos vemos a un puñado de hombres libres, sólidamente organizados, con una estructura social muy igualitaria, con un vínculo muy estrecho con el territorio, plantando cara a fuerzas imperiales, donde la responsabilidad de cada uno de sus miembros se diluye y subordina a las directrices que emanan desde la cúspide de su estructura social. Un pueblo donde cada individuo es y se siente necesario para la supervivencia de la colectividad, donde cada hombre se siente pueblo, enfrentado con otro donde el valor moral supremo es la obediencia a la autoridad establecida y donde las grandes decisiones que afectan a la vida de la comunidad tienen que ser tomadas siempre por una persona concreta que asuma el mando y la responsabilidad.

En el proceso de cristalización social que tiene lugar en España desde finales del siglo XI, bajo la presión militar de los invasores norteafricanos hay otros aspectos dignos de resaltar además de los políticos que hemos visto hasta aquí. La caldera a presión que constituyó la Península Ibérica durante toda la Edad Media fundió en su molde a un pueblo que tendrá un temple especial.

La Historia es la biografía de los pueblos y la historia de cada pueblo nos muestra su particular talante, su impulso vital, y nos alerta igualmente acerca de su probable futuro. Hay desarrollos históricos rápidos y fulgurantes que tienen, sin embargo, una vida corta. Otros más lentos y pausados que atraviesan el tiempo con lentitud y cruzan los siglos y los milenios sin apenas inmutarse. Hay pueblos que organizan a otros y viven de las rentas del esfuerzo ajeno y otros que se esparcen por el mundo y actúan como fermento que se fusiona desde dentro con otras razas y culturas y las transforman para dar lugar a nuevos pueblos y naciones.

Los hispánicos fueron “templados” durante la Era de las Invasiones Africanas y a lo largo de ese tiempo emergerá la idiosincrasia particular de una verdadera civilización. En esos doscientos cincuenta años veremos cómo los torpes balbuceos de varias lenguas nuevas terminan dando lugar a algunos de los idiomas que hoy poseen más sólida implantación a escala planetaria. En la actualidad el 10% de la Humanidad –uno de cada diez habitantes del planeta Tierra- tiene, como lengua materna, a alguna de aquellas que se forjaron en la Península Ibérica en esta etapa crucial de su historia.

A lo largo de la Era de las Invasiones se producirá una transformación radical del mapa lingüístico español, presentando este, al final del período un gran parecido con el que ha llegado hasta nuestros días. En él se consolidarán tres grandes grupos lingüísticos que se pueden identificar, a grandes rasgos, con las tres formaciones políticas más importantes que conocerá la Península Ibérica durante la Baja Edad Media y que son, de oeste a este: el galaico-portugués, el castellano y el catalán.

El primero quedará repartido entre Portugal y la región de Galicia –que se mantendrá dentro de los límites del reino castellano-leonés. El portugués se irá expandiendo hacia el sur junto con el estado homónimo y saltará en su momento hacia África, América y Asia.

El catalán, circunscrito a la zona de los condados catalanes hasta los comienzos del siglo XIII, se expandirá durante esa centuria por el reino de Valencia y por las Islas Baleares, distribución que conservará igualmente hasta la actualidad.

El castellano, por su parte,

“originariamente un dialecto asentado junto a la frontera del vasco y más radical que la lengua de la mayoría de los hablantes de otros dialectos ‘españoles’, se fue abriendo en abanico en dirección sur y suroeste hasta alcanzar los límites del portugués y el catalán en la línea media de la Península, avanzando luego más hacia el sur, como único responsable de las variedades del andaluz y del hispanoamericano. De esta forma, el castellano corta al leonés y al aragonés el paso hacia el sur, impidiendo su ulterior desarrollo; y al mismo tiempo ejerce una vigorosa presión lateral que termina por eliminar al aragonés de la llanura del Ebro, y al leonés de León oriental, central y meridional hasta confinarlo en las montañas de Astorga y de la zona cantábrica.”[2]

Las tres lenguas citadas serán las que salgan beneficiadas con el proceso expansivo que los cristianos protagonizarán durante la Era de las Invasiones. Otras, en cambio, se quedarán por el camino, como el aragonés y el astur-leonés que no dejarán de retroceder durante ese período ante el empuje del castellano. Mejor suerte correrá el vasco, que resistirá relativamente bien en sus viejos enclaves septentrionales.

Las grandes derrotadas serán, por supuesto, las lenguas andalusíes. El mozárabe lo podemos dar prácticamente por desaparecido ya en tiempos de los almorávides y el árabe irá paulatinamente retrocediendo hacia el sur conforme avanzan el portugués, castellano y catalán.

Pero el estallido vital de la civilización hispánica se producirá cuando las viejas dinastías borgoñonas sean reemplazadas, por la casa de Trastámara en Castilla (1369) y Aragón (1412) y por la de Avís en Portugal (1385).

 “Se denomina Trastámaras a los miembros de una dinastía regia que llegó a ocupar, en los últimos siglos de la Edad Media, las coronas de Castilla y de Aragón. Primero se instalaron en Castilla, en el año 1369, luego en Aragón, en 1412. […] tras quedar vacante dicho reino los compromisarios reunidos en Caspe en el año 1412 eligieron como monarca de Aragón al castellano Fernando de Antequera. De esa manera una misma dinastía gobernó, a partir de la mencionada fecha, en los dos núcleos políticos más importantes de la España de aquél tiempo, las coronas de Castilla y de Aragón. No obstante, el paso a todas luces decisivo se produjo algunas décadas después, al contraer matrimonio, en el año 1469, los herederos respectivos de las coronas de Castilla y de Aragón, es decir Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos. La unidad dinástica de las citadas coronas supuso, ni más ni menos, el punto de partida de la monarquía hispánica.”[3]

Desde la perspectiva de las dinámicas históricas, el comportamiento político de los Trastámara presentará diferencias estratégicas notables con respecto al de los monarcas de la Casa de Borgoña y, también, de sus sucesores los Habsburgo.

Una característica que singulariza a estos reyes con respecto al resto de familias reinantes en toda España desde los tiempos de Alfonso VI hasta nuestros días -es decir durante el último milenio- es su acusado iberismo. Los Trastámara miraban al mundo desde España. Ese rasgo contrasta de manera significativa con el de la Casa de Borgoña, pero si los comparamos con los Habsburgo o con los borbones media un abismo. Es, sencillamente, otro mundo, otro universo cultural.

Aquellos reyes tenían una mentalidad medieval, estaban anclados en su pequeño mundo, eran menos refinados que sus vecinos del norte, no estaban demasiado al día de las novedades del continente, pero creían en su país. Estaban fuertemente imbricados en su tejido social y lucharon, como ninguna otra dinastía, por unirlo desde abajo. Tenían conciencia de la complejidad que presentaba la estructura social y política del país y se movieron despacio pero con una idea clara: unir a toda la Península, bajo una única corona, que integrara e implicara a todos en esa tarea.

Cuando Enrique II entró con las compañías blancas en Castilla en 1366, penetró en un país desgarrado y dividido por la guerra, un país aterrorizado. Cuando Fernando V pasó el testigo a su nieto Carlos I en 1516, le entregó el mando sobre un pueblo disciplinado, poderoso y vital, que se estaba desparramando por el mundo y que estaba transformando las relaciones que regían entre los pueblos ¡¡de todo el planeta!! Para bien o para mal la globalización es la consecuencia de aquel impulso vital que se estuvo gestando, durante esos 150 años, en este remoto rincón del mundo que se llama Península Ibérica. El último Trastámara, como en la antigüedad hizo Filipo II, entregó a su nieto Habsburgo –el Alejandro Magno del siglo XVI-, el más poderoso ejército de su época. En ambos casos la gloria no iría a los que hicieron el trabajo duro -los que construyeron el edificio- sino a los que lo administraron después.

Como Enrique II -el fundador de la dinastía- era consciente de su falta de legitimidad dinástica (era hermano bastardo de Pedro I el Cruel), siempre tuvo claro que la lealtad de sus súbditos tenía que ganársela a pulso. Tenía necesidad de convencer, primero, para poder vencer después. Recordemos la famosa frase de Pedro López de Ayala que se utilizará en la época como argumento supremo: “El que bien a su pueblo govierna e defiende, éste es rey verdadero”. Con toda la demagogia que se quiera ver aquí (especialmente para los defensores del “europeísmo” aristocrático borgoñón), de alguna manera, este tipo de argumentos legitimadores eran una novedad y ponían al rey en la tesitura de tener que demostrar cada día que merecía serlo.

Si rastreamos la lista de las consortes de la Casa de Trastámara, tanto en Castilla como en Aragón, a lo largo de los siglos XIV y XV, descubrimos que todas, excepto una, habían nacido en la Península Ibérica. Eran princesas de algunos de los estados peninsulares o, simplemente, aristócratas del país. La única excepción la constituye Catalina de Lancaster, que fue esposa de Enrique III de Castilla. Pero hemos de tener en cuenta que ésta era nieta de Pedro el Cruel, y que por el Compromiso de Bayona (1388) se estableció que todos los derechos dinásticos que Juan de Gante reclamaba, como esposo de Constanza de Castilla, se transferirían a su hija. De ésta manera las dos familias que se habían enfrentado en la guerra civil castellana se convertían en una sola, los exiliados petristas volvían a Castilla –veinte años después- y se cerraban las heridas que aún permanecían abiertas en el tejido social castellano, integrando a la rama legitimista pero deslegitimada en el seno de la legitimada por las armas pero no legítima, desde el punto de vista dinástico. Era por tanto una boda con un profundo sentido nacional. Ningún Trastámara -con la notable excepción de Alfonso V de Aragón[4]- perseguiría nunca sueños de imperios lejanos ni de liderazgos continentales. No hay ningún “quijote” en la nómina de sus miembros. La regla no escrita que establecía que había que buscar cónyuge dentro de la Península fue rota por los Reyes Católicos, que casaron a tres de sus hijos con miembros de las realezas alemana e inglesa, lo que trajo como consecuencia que un monarca educado lejos y con fuertes compromisos dinásticos en Alemania y en Flandes, reemplazara en el mando a la dinastía más “nacionalista” que ha gobernado en España durante el último milenio.

Enrique II de Trastámara o de las Mercedes (1369-1379) era un aristócrata que terminó liderando -por exclusión, dado que Pedro el Cruel se había encargado de eliminar físicamente a cualquier otro posible competidor- la reacción nobiliaria que puso fin al terror petrista. Digamos que era el jefe de los supervivientes. No había sido educado para ser rey, sino para ser conde en un remoto rincón del noroeste castellano-leonés. Tuvo que contemplar como su adversario ordenó ejecutar a su propia madre –después de hacerle “sufrir amenazas, maltratos, vejaciones, cárcel y tortura”[5]- y, también, a tres de sus hermanos. Por tanto era un hombre que estaba, en cierto modo, marcado por su propio destino. Fue arrastrado e impulsado por la propia marea histórica en la que se vio envuelto y acabó desempeñando un rol que él no había previsto. No era ningún estratega ni ningún teórico. Era una persona corriente, dentro de los parámetros que pueden considerarse normales en su país, en su época y en su clase social. Al final supo hacer de la necesidad virtud y terminó convirtiendo su “normalidad” en un activo político. Como había ido surgiendo desde abajo en un tiempo de grandes incertidumbres demostró siempre una gran sensibilidad hacia las señales que brotaban desde el fondo de la sociedad y supo transmitir esa característica a sus descendientes.

Este fue, en resumen, el hombre que inició el nuevo tiempo político en el que los pueblos peninsulares preparan la gran eclosión ibérica. Pero de eso hablaremos otro día.

La “Casa de Trastámara” es la dinastía olvidada de la Historia de España (con la única excepción de sus últimos representantes, los Reyes Católicos) porque su trayectoria histórica contrasta de manera brutal con la de los habsburgos y los borbones. Han sido olvidados precisamente por su fuerte nacionalismo, por su iberismo militante, porque creyeron en su país y apostaron por él con una pasión que ninguna otra dinastía tuvo. Los Trastámara fueron los constructores de España. Sus 150 años de gobierno (1366-1516) son los de la eclosión de la civilización hispánica, los del estallido vital de nuestro pueblo. Una explosión de vida y de fuerza que ha sido silenciada a los españoles de los últimos 500 años.

España no podrá nunca reencontrarse desde el olvido. Los españoles nunca podrán ser ellos mismos hasta que se recuperen del ataque de amnesia planificado a que se nos sometió desde el corazón del continente europeo a partir de 1517, cuando una dinastía extranjera –los Habsburgo-, de origen borgoñón (como los del siglo XI), dio un golpe de estado y nos sometió a un proceso de abducción del que todavía no nos hemos liberado.

Ese golpe fue muy bien planificado y altamente complejo. Tuvo multitud de facetas. Fue pensado por un “ingeniero” de primera categoría, nada menos que Adriano de Utrecht (que terminó convirtiéndose en el Papa Adriano VI). Hay que analizarlo despacio para entenderlo en su totalidad. A eso nos dedicaremos durante varias semanas, pero antes tendremos que terminar de presentar a todos los protagonistas.


[1] MAQUIAVELO. El Príncipe.
[2] ENTWÍSTLE, WILLIAM J.. 1982. Las Lenguas de España. Madrid. Ediciones Istmo. P. 196.
[3] VALDEÓN BARUQUE, JULIO: Los Trastámaras. Ediciones Temas de Hoy. Madrid. 2001. Pp. 11-12.
[4] Alfonso V de Aragón fue un rey que se sumergió en el universo político italiano, desde sus dominios aragoneses, cediendo el mando en España -de facto- a su hermano Juan, el padre de Fernando el Católico.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Leonor_de_Guzm%C3%A1n (29/5/2009)

domingo, 11 de marzo de 2012

El rey sabio




 
Alfonso X el Sabio (1252-1284) es un personaje histórico cuya trayectoria merece ser analizada con cierto detalle porque sintetiza algunas de las características estructurales y de las contradicciones esenciales de las clases dominantes españolas del último milenio. Es mucho más que un rey medieval. Es la consecuencia de la trayectoria política seguida por todos los monarcas castellano-leoneses desde la llegada de los cluniacenses y los borgoñones a la Península y representa la culminación del proceso histórico que se inició en ese momento pero, también, es una avanzadilla de los Habsburgo que aterrizarán en España en el siglo XVI e, incluso, de los déspotas ilustrados del XVIII. Su reinado tiene algo de intemporal que trasciende los estrechos límites de su tiempo político y de su coyuntura histórica.

El sobrenombre de “Rey Sabio” no es anecdótico. Es, ciertamente, el más culto de los reyes medievales españoles. Además de una gran trayectoria política -que tuvo una triple dimensión: ibérica, africana y europea-, presenta una sobresaliente trayectoria intelectual como escritor, poeta, mecenas, traductor… Es uno de los más brillantes intelectuales de su tiempo y, asimismo, un hombre de acción; monarca que, además de gobernar en el reino más poderoso de la Península Ibérica, era hijo de la alemana Beatriz de Suabia y, a través suya, descendiente tanto de los emperadores alemanes de la casa de Staufen como de los de Bizancio, confluyendo de esta manera, en su persona, varias de las tradiciones dirigentes europeas. Un individuo que ocupaba, por tanto, una posición de privilegio en la Europa de su época, que miraba al mundo desde una atalaya única, con una clarividencia especial que le hacía plenamente consciente de las características de la sociedad de su tiempo y que era capaz de ver lo que le estaba vedado a la inmensa mayoría de sus contemporáneos. Todo esto hace que sus estrepitosos fracasos políticos -que también los tuvo-, no sean meros errores de cálculo, sino que nos muestran, y también mostró a sus propios conciudadanos, los límites estructurales de su estrategia política que son, en definitiva, los del proyecto de sociedad católico-romano-cluniacense-borgoñón del que venimos hablando desde hace varias semanas. Esos fracasos no son imputables, en su caso, ni a falta de capacidad, ni de información, ni de tiempo, ni de medios, ni de voluntad política. Es, simple y llanamente, el fracaso de una concepción del mundo determinada.

Nuestro “rey sabio” no fue, desde luego, un personaje caído del cielo ni ningún cuerpo extraño dentro de la estructura social castellana. Su formación intelectual es deudora de los maestros que le educaron. Él representa la culminación de un trabajo que había venido desarrollándose durante los cien años anteriores, cuyos referentes más destacados son Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) y Tello Téllez de Meneses (muerto también en 1247), que contaron con los apoyos decididos de los monarcas Alfonso VIII y Alfonso IX que, como sabemos, promovieron respectivamente las fundaciones de las universidades de Palencia (1208) y Salamanca (1218).

La Escuela de Traductores de Toledo venía desarrollando una ingente labor -ya desde el siglo XII- de difusión por Occidente de todo el legado cultural que circulaba por Oriente, convirtiendo a España en una poderosa bisagra que articuló buena parte de la relación entre ambos mundos. Fruto de ese proceso de difusión de las ideas que recorrían el mundo árabe son algunos de los debates intelectuales que se desarrollan en Europa a partir de la centuria citada y que tienen a Santo Tomás de Aquino, en particular, y a la gran corriente de pensamiento conocida como La Escolástica, en general, como sus referentes más destacados, a través de los cuales las ideas de los filósofos musulmanes españoles Avicena y Averroes ejercerán una importante influencia sobre la filosofía occidental y, también, sobre la teología católica. Esta influencia ha sabido sobrevivir, de manera claramente reconocible, hasta el día de hoy en algunos sectores del pensamiento contemporáneo y, desde luego, entre los grupos más tradicionalistas del universo católico.

La poderosa influencia que Alfonso X ha ejercido en el desarrollo de las lenguas castellana y gallega en sus orígenes es innegable y, como consecuencia, en la Eclosión cultural del Mundo Ibérico. La extraordinaria vitalidad cultural de la Castilla bajomedieval es deudora, en parte, del gran trabajo desempeñado por estos primeros pioneros.

Este monarca no fue simplemente un rey culto que escribía. Como vemos, su fuerte implicación con el saber de su tiempo fue, para él, una razón de estado; tan firme como la que llegaron a tener los monarcas ilustrados del siglo XVIII. Estamos por tanto ante un personaje con un perfil muy moderno si tenemos en cuenta que toda su vida transcurrió dentro de los estrechos límites del siglo XIII.

Desde el punto de vista jurídico el reinado de Alfonso X tendrá profundas repercusiones históricas, pues a través del Espéculo y, sobre todo, de las Siete Partidas levantará las bases del orden jurídico castellano del Antiguo Régimen, que será trasplantado, tras la conquista, al continente americano y sobrevivirá hasta el siglo XIX en las inmensidades territoriales que constituían el Imperio Español.

Las Siete Partidas constituyen un cuerpo normativo que pretendía uniformar, desde el punto de vista legal, al reino castellano-leonés; pero lo hacía con una gran visión de futuro, con la mirada puesta en el “Imperio”, teniendo en cuenta que el rey se consideraba a sí mismo un Staufen, que aspiraba a ceñir algún día la corona del Imperio Germánico y que quería tener, para entonces, un instrumento jurídico idóneo para gobernarlo. Por tanto, detrás de sus textos subyace una cierta idea de universalidad, de creación de doctrina, de racionalización profunda del orden social de su tiempo. En definitiva de permanencia en el tiempo y de trascendencia del estrecho marco de su coyuntura histórico-política. Las Siete Partidas no llegarían a servir para gobernar el Imperio Germánico pero sí lo terminarían haciendo en el Imperio Español, por tanto sus pretensiones se cumplieron plenamente.

“En los comienzos de su gobierno, Alfonso X retomó un viejo proyecto de su padre, el de continuar la Reconquista allende el Estrecho de Gibraltar. Finalizó las grandes atarazanas de Sevilla para construir la flota necesaria para la invasión de África, nombró un almirante mayor de la mar, y consiguió de Roma la autorización para predicar la Cruzada en Castilla, lo que significaba poder recaudar dinero a cambio de beneficios espirituales. Se nombraron incluso cargos episcopales para las futuras diócesis magrebíes, y se iniciaron contactos diplomáticos con distintos reyes del Norte de África.

No obstante todos estos preparativos, no se emprendió la invasión a gran escala del Magreb. Todo se redujo a unas cuantas expediciones de rapiña y a la captura de alguna plaza costera aislada. La incursión más conocida fue la de Salé, puerto marroquí saqueado en el verano de 1260 por la flota del almirante Juan García de Villamayor. Pero el objetivo principal de esta Cruzada, Ceuta, permaneció en manos islámicas.”[1]

El salto hacia el Magreb, es decir, la continuación de la “Reconquista” en territorio africano -que en su tiempo se conoció como “el fecho de Allende”-, era casi un imperativo moral para Alfonso X a comienzos de su reinado. De hecho los últimos preparativos militares de su padre, poco antes de morir, tenían como objetivo organizar la que iba a ser su primera expedición africana. África, por tanto, era un objetivo estratégico para los reyes castellanos durante la segunda mitad del siglo XIII y esta política contará con el respaldo de la mayor parte de la población castellana y, también, del Papa y de la opinión “pública” europea –pese al evidente anacronismo que esta expresión pueda tener refiriéndonos a la Baja Edad Media- en general, que veían los avances militares castellanos en esta zona como la Cruzada Occidental y le aplicaba, por tanto, las mismas categorías mentales que empleaba con la Oriental.

Por todo esto, la evolución de la política norteafricana de Alfonso X –el fecho de Allende- nos va a servir de termómetro para medir el impacto que tuvo en su reinado la otra gran operación de política exterior que se le cruzó por el camino: El fecho del Imperio, y que dará un vuelco radical a todos sus objetivos políticos.

El rey sabio era biznieto de Federico I Barbarroja, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. También de Isaac II Ángelo, Emperador de Constantinopla. Ambos parentescos le venían dados por línea materna, puesto que su madre, Beatriz de Suabia, era hija de Felipe de Suabia, hijo menor del emperador Federico y hermano del también emperador Enrique VI (1191-1197). Felipe fue Duque de Suabia y Rey de Romanos (1198-1208). Las luchas intestinas por el trono del Imperio y su asesinato en 1208 le impidieron suceder a su hermano al frente del mismo. La madre de Beatriz era Irene Ángelo, hija del emperador bizantino que citamos más arriba.

Los abuelos paternos de Alfonso X eran Alfonso IX (rey de León) y Berenguela (reina de Castilla). Los dos tronos serían unificados por su padre Fernando III de Castilla y de León. Por tanto, analizando someramente esta genealogía saltan a la vista los extraordinarios parecidos que se dan con la de Carlos I de Habsburgo (1516-1556).

Carlos I y Alfonso X tienen en común que cuatro casas reales, de las más poderosas de Europa, se cruzan en sus respectivas genealogías y que de todas heredan algo. En la mayoría de los casos reinos, y en todos ellos problemas. También tienen en común sus responsabilidades políticas en España y en Alemania; que su fuente de poder primaria, tanto desde el punto de vista militar como desde el económico estaba en España y que la herencia alemana, en ambos casos, se terminó revelando como un regalo envenenado. Tienen igualmente en común que sus obligaciones alemanas les hicieron retirar poderosos ejércitos de los frentes norteafricanos y que esto terminó teniendo profundas consecuencias históricas en la evolución de los pueblos ibéricos, frenando su expansión militar y económica y debilitando su posición estratégica. Igualmente, y como consecuencia de todo lo anterior, que España dejó pasar, de esta manera, dos grandes oportunidades de dejar de ser un país de frontera.

“En 1256 Alfonso X recibía una embajada de la república de Pisa en Soria. Venía para ofrecerle su apoyo para ser candidato a "emperador" y "rey de romanos", cargo vacante desde la muerte de Guillermo de Holanda. Y es que Alfonso pertenecía, por ser hijo de Beatriz de Suabia, a la familia alemana de los Hohenstaufen, que alegaba ser la depositaria de los derechos al Imperio.

Alfonso X aceptó la oferta pisana y procedió, mediante el envío de diplomáticos, dinero e incluso tropas a las ciudades gibelinas de Italia, a recabar apoyo para su aspiración imperial. Sin embargo, encontró muchas dificultades en este empeño, pues a la existencia de un candidato alternativo, Ricardo de Cornualles (hermano de Enrique III de Inglaterra), se unía la enemistad del Papado, interesado en debilitar el Imperio. Por otra parte estaba el complejo sistema de elección del emperador, que correspondía a siete príncipes electores. Tres de ellos votaron por Ricardo, mientras que cuatro lo hicieron por Alfonso (1257). Sin embargo, el inglés viajó rápidamente a Aquisgrán, donde fue coronado junto a la tumba del primer emperador medieval de Europa Occidental, Carlomagno. El castellano, en cambio, permaneció en sus reinos, con lo que perdió su oportunidad de hacer valer su elección como Rey de Romanos. Nunca pisaría tierra germana.

En los años posteriores Alfonso obligó a sus súbditos a desembolsar enormes cantidades de dinero para sufragar sus gestiones para ser coronado emperador por el papa, así como para apoyar militar y financieramente a sus partidarios en Italia y Alemania. Desgraciadamente para el monarca castellano, la Iglesia romana fue alargando el pleito hasta que Alfonso se vio obligado a renunciar en 1275, tras una entrevista en Beaucaire con el papa Gregorio X.”[2]

Esta es resumidamente la secuencia de los hechos. Es evidente que, desde España, era bastante complicado ejercer un liderazgo efectivo en el Imperio Germánico por más agentes que se emplearan y por más medios que se pusieran y, también, que el desvío de recursos castellanos hacia los escenarios imperiales no podía ir más que en detrimento de la propia autoridad del monarca en el reino que constituía la verdadera fuente de su poder. Quien mucho abarca poco aprieta y que un castellano pretendiera la corona imperial era, ciertamente, mucho abarcar. Así pues los 19 años que Alfonso estuvo corriendo detrás del señuelo imperial terminaron pasándole una elevada factura, tanto a él como a su reino.
Ya en las Cortes de Toledo de 1260 su, entonces, vasallo y aliado, el rey musulmán Muhammad I de Granada “al desconfiar de la aventura alemana… [Le presentó]… al rey Sabio las conquistas norteafricanas como ‘un mayor e meior imperio que aquel’[3]. La opinión, en este punto, del rey de Granada era bastante representativa de lo que pensaban la mayoría de sus súbditos sobre el asunto. En este sentido también se manifestaría con bastante claridad D. Remondo, el arzobispo de Sevilla.

“el mitrado hispalense fue siempre reacio a las aventuras e iniciativas imperiales; y por el contrario, entusiasta partidario del “fecho de allende”, es decir, de la continuación de las conquistas castellanas por el norte de África. No fue el único en aquella España de mediados del siglo XIII a los que el tiempo le daría progresivamente la razón.

En su férrea voluntad imperial, el rey de Castilla, que generalmente había escuchado los consejos de los que le rodeaban en otras cuestiones políticas, en esta nunca presentó la más mínima indecisión. Fue demasiado autócrata y tal vez obstinado. Así lo describe casi un siglo después, el autor de su crónica, Fernán Sánchez de Valladolid, para quien “el fecho del imperio” ocasionaría en todo el reino de Castilla un “gran empobrecimiento”.”[4]

El despliegue diplomático castellano por todo el continente para recabar los necesarios apoyos que precisaba para lograr las pretensiones imperiales de su monarca le llevaron, por ejemplo, a firmar un tratado de amistad con… ¡¡el rey de Noruega Haakon IV!! en 1257 y concertar el matrimonio entre su hermano Felipe y la infanta Cristina de Noruega.

La política de debilitamiento de las fuerzas señoriales seguida por Alfonso X, de centralización política, de unificación de normas, de implantación creciente del Derecho Romano y la creciente voracidad fiscal que buscaba un aumento importante de la recaudación, para poder atender así a las crecientes exigencias impuestas por su política exterior, acabará desencadenando un creciente malestar entre las clases aristocráticas que terminará rayando la rebelión abierta a partir de 1272. Para pacificar los ánimos el rey se avendrá a una solución de compromiso con los nobles, a los que terminará haciéndole importantes concesiones. Cuando creía que tenía la situación más o menos controlada dentro del reino, acude a Francia a una reunión concertada con el Papa Gregorio X, ausentándose del mismo durante varios meses. Esa era, precisamente, la ocasión que estaban esperando los musulmanes para lanzarse al ataque. En ese momento se produce la invasión de los benimerines que acechaban desde la orilla sur del Estrecho, el momento propicio para saltar sobre la Península.

Como consecuencia de la misma, el príncipe heredero, D. Fernando de la Cerda, falleció cuando se dirigía al frente de guerra para ponerse al mando de las tropas castellanas. La muerte del heredero abrirá el problema sucesorio y brindará a los enemigos de Alfonso X nuevas bazas para combatirlo. El asunto se plantea en los siguientes términos: Fernando de la Cerda estaba casado con Blanca, hija del rey de Francia Luis IX y dejaba dos huérfanos, el mayor –Alfonso- con 5 años y el menor –Fernando- que estaba recién nacido.

“De acuerdo con el derecho consuetudinario castellano, en caso de muerte del primogénito en la sucesión a la Corona, los derechos debían recaer en el segundogénito, Sancho; sin embargo, el derecho romano privado introducido en Las Siete Partidas establecía que la sucesión correspondía a los hijos de Fernando de la Cerda.

El rey se inclinó en principio por satisfacer las aspiraciones de don Sancho, que se había distinguido en la guerra contra los invasores islámicos en sustitución de su difunto hermano. Pero luego el rey, presionado por su esposa Violante y por Felipe III de Francia, tío de los llamados "infantes de la Cerda" (hijos de don Fernando), se vio obligado a compensar a éstos. Sancho, conocido por la historiografía como el Bravo por su fuerte carácter, se enfrentó a su padre cuando éste pretendió crear un reino en Jaén para el mayor de los hijos del antiguo heredero, Alfonso de la Cerda.

Finalmente, Sancho y buena parte de la nobleza del reino se rebelaron, llegando a desposeer a Alfonso X de sus poderes, aunque no del título de rey (1282). Sólo Sevilla, Murcia y Badajoz permanecieron fieles al viejo monarca. Alfonso maldijo a su hijo, a quien desheredó en su testamento, y ayudado por sus antiguos enemigos los benimerines empezó a recuperar su posición. Cuando cada vez más nobles y ciudades rebeldes iban abandonando la facción de Sancho, murió el Rey Sabio en Sevilla, el 4 de abril de 1284.”[5]

Recapitulemos un poco: El rey Alfonso X el Sabio de Castilla y de León, el más culto de todos los reyes medievales españoles, el de mayor visión estratégica, también el más poderoso de cuantos habían reinado en la península desde la invasión musulmana del 711 -dentro de las filas cristianas-, que contaba con el más brillante de los árboles genealógicos y estaba emparentado con la crema de la realeza europea de su tiempo, se pasó la mayor parte de su reinado mendigando del Papa que tuviera a bien coronarle Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, puesto que en derecho le correspondía por razones de parentesco y porque, además, había sido elegido por la mayoría de los electores alemanes –tenía el apoyo de cuatro de los siete que constituían el colegio electoral-. Por el camino fue gastando en la empresa más dinero del conveniente, que detrajo de los grandes proyectos nacionales castellanos, que fueron paulatinamente languideciendo, subordinados a su sueño europeo. Esto trajo como consecuencia la creciente desafección de sus súbditos, que lo fueron viendo alejarse anímicamente de todas las empresas que de verdad les interesaban, sacrificadas en aras de la satisfacción del ego de su monarca. Al final de su vida se encontró con una rebelión general, dirigida por su propio hijo, y tuvo que ver como lo salvaban –in extremis- los mismos benimerines a los que él supuestamente debía haber estado combatiendo. Para los musulmanes salvar al viejo rey era, a esas alturas de la historia, la mejor manera de mantener divididos a los cristianos. Para ellos el verdadero peligro, ahora, se llamaba Sancho y le apodaban el Bravo, puesto que era la persona que había sido capaz de agrupar, detrás de sí, a la mayor parte de los guerreros de Castilla. Eran esos guerreros los que inspiraban verdadero temor en las tierras de “Allende” y no los aristócratas que los dirigían con sus sueños imperiales.

El rey Sabio, que sucumbió ante los cantos de sirena del sueño europeo, será derrotado por el rey Bravo. No será la última vez –ni tampoco la penúltima- que la bravura derrote a la inteligencia en España, que el corazón derrote a la cabeza. Y la mayor parte de esas derrotas de la inteligencia vinieron siempre por el mismo camino: por la imitación acrítica de modelos extranjeros en el peculiar ecosistema ibérico, que termina provocando reacciones inesperadas en el tejido social. Los “inteligentes” siempre obviaron que la función que nuestro país desempeña en la estructura mundial es muy diferente a la de nuestros vecinos, y ese olvido nunca deja de pagarse. La demostración más clamorosa de lo que decimos fue, precisamente, la derrota estratégica de los musulmanes en la Península a lo largo de la Edad Media: Ellos pusieron la inteligencia y los cristianos la bravura.

Si nuestro rey Alfonso hubiera conseguido su sueño tal vez habría terminado comprobando que lo que en Alemania llamaban poder era algo muy distinto a lo que recibía ese nombre en España. Que la palabra “vasallo” allí significaba algo muy distinto que lo que significaba aquí. Que los rudos guerreros que se expresaban en “recio castellano” llamaban “al pan, pan y al vino, vino”, como dice el viejo refrán, pero habían nacido y crecido en el campo de batalla, compartiendo otro sueño, que se llamaba España. Que cuando alguien tocaba a rebato ante una amenaza real surgían, de entre las piedras que crecían en el país en forma de murallas, decenas de miles de hombres en formación de combate que se dirigían directamente hacia el punto de mayor peligro. Que cuando un rey se ponía al frente de los ejércitos era obedecido sin discusión. Eso era poder y no las interminables negociaciones en las que había que entrar para conseguir que una asamblea de señores feudales decidiera respaldar las propuestas de su monarca. Tal vez hubiera descubierto, como Fernando el Católico, que “no hay reinar sin Castilla”[6]

Sacrificar la propia autoridad en Castilla en aras de la corona del Imperio era cambiar poder por prestigio, realidades tangibles por parafernalia ceremonial, presente por pasado, un país unido por otro dividido.

Este reinado vino a mostrarnos el rumbo que seguiría la España del futuro. Nos reveló hasta que punto nuestras clases dominantes estaban dispuestas a subordinar sus proyectos nacionales a sus sueños europeos para convertirnos así en unos meros auxiliares de las fuerzas imperiales que fueran surgiendo en el continente. Hasta que punto estaban dispuestas a vender su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. El reinado de Carlos I, en particular, y de los cinco habsburgos, en general, discurrirá por esa senda. También lo harán los de los borbones, a lo largo del siglo XVIII.

Ya vimos como Alfonso X sentó las bases jurídicas que regirían en el país durante los siguientes 500 años y que lo hizo pensando en un modelo que debía ser válido, teóricamente al menos, en buena parte del continente europeo. Quien diseñó el modelo, como hicieron los monjes cluniacenses doscientos años atrás, estaba pensando en Europa, no en España. Y trazó el camino para los que vinieron después.

Dijimos que éste reinado guardaba un gran paralelismo con el de Carlos I porque ambos monarcas podían aspirar, con títulos jurídicos suficientes, a la corona imperial. El resto de los habsburgos españoles siguieron igualmente ligados, por los correspondientes pactos de familia, al “sueño” del Imperio. También Felipe V (1700-1748) tuvo otro sueño imperial, en este caso ligado a Francia, que le hizo estar muy pendiente de lo que pasaba en la corte de Versalles. Durante su gobierno, además, se produjeron más paralelismos, como el fuerte impulso que dio al fortalecimiento de la lengua castellana a través de la fundación de la Real Academia de la Lengua Española y su decidida apuesta por la centralización jurídica y política. El reinado de Carlos III (1759-1788), con sus repoblaciones interiores que buscaban alterar la correlación de fuerzas sociales existentes en algunas regiones del país también nos recuerda al de nuestro rey sabio, que también repobló algunas zonas (como la de la actual Ciudad Real), para neutralizar a las fuerzas aristocráticas.

Pero quisiéramos llamar aquí la atención sobre el enésimo paralelismo existente entre nuestro monarca y otro personaje del futuro, pero éste no es histórico sino literario: Se trata nada menos que de Don Quijote de la Mancha, un hombre que enloqueció persiguiendo un sueño. Era un sueño que había ido surgiendo en su mente de la lectura de centenares de libros sobre caballeros medievales europeos, que lo llevaron a creer que vivía en un mundo diferente al suyo y que podía transformarlo y liberarlo de los malvados que lo habitaban. Es curioso cuanto se parecen los dos. El autor que dio vida a D. Quijote, Miguel de Cervantes, ignoraba con toda probabilidad las semejanzas entre ambas biografías, él se inspiró en individuos que eran contemporáneos suyos –en su época ya contaba con suficiente materia prima-. La desconexión subjetiva entre ambos personajes no hace sino subrayar la conexión objetiva y nos revela que estamos ante unos elementos caracterológicos verdaderamente estructurales dentro de la sociedad española. Aunque hay un dato sorprendente en esta conexión, incluso inquietante: Don Quijote de la Mancha tenía por nombre Alonso, un derivado de Alfonso, y su escudero se llamaba Sancho, igual que el hijo que le arrebató el poder a nuestro monarca. Es cierto que ambos nombres eran muy corrientes en España en las épocas históricas en las que ambos nacieron, pero también lo eran igualmente Rodrigo, Juan, Fernando, Jimeno, García, Pedro…. La probabilidad de que ambos nombres coincidieran era remota, y sin embargo lo hicieron.

Alfonso X el Sabio, alter ego de Alonso Quijano, salió a combatir gigantes y se encontró con molinos, no supo ver la diferencia y fue derrotado por la propia lógica interna de los acontecimientos. Su inculto escudero Sancho, que como no sabía leer ignoraba que los gigantes hubieran existido, no pudo ver algo que no estaba en su campo visual. Su falta de cultura le impidió contagiarse de las alucinaciones que sufría su señor, por eso se puso a salvo y pudo, de esta manera, salvar los restos del desastre que había tenido lugar. Gracias a esto la Edad Media española siguió –todavía- dando nuevas cosechas de reyes bravos.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_X_el_Sabio (12/5/2009).
[2] Ibid.
[3] GARCÍA FERNÁNDEZ, MANUEL: Alfonso X y el sueño del Imperio. Cabildo de Alfonso X el Sabio. Sevilla. 2009.
[4] Ibid.
[5] http://es.wikipedia.org/wiki/Alfonso_X_el_Sabio.
[6] COMELLAS, JOSÉ LUIS: Historia de España Moderna y Contemporánea. Editorial Rialp. Madrid. 1985.