lunes, 31 de octubre de 2011

Más estado, para salir de la crisis

Dicen los economistas del sistema capitalista que el libre mercado es el método más eficiente de distribución de los recursos económicos, a través de la ley clásica de la oferta y la demanda. ¿Ustedes que piensan al respecto?
¿Qué opinan sobre la posibilidad de dejar que la ley de la oferta y la demanda se haga extensiva al gasto sanitario? ¿Y a la educación? ¿Debemos dejar el sistema de pensiones públicas en manos del sector privado? ¿Creen que la red ferroviaria funcionaría mejor si la privatizaran? ¿Y qué piensan acerca de la distribución eléctrica?
El discurso ideológico dominante hace varias décadas que lleva transmitiendo la idea de que la eficiencia está asociada al libre mercado y la ineficiencia a los poderes públicos. Por definición, en cualquier sector económico que podamos imaginar, los empresarios privados deben garantizar (teóricamente) una mejor relación calidad/precio que el sector público. ¿Ustedes creen que de verdad eso es así? ¿Saben cuál es el país del mundo con mayor gasto sanitario per cápita? Pues Estados Unidos. ¿Se lo esperaban? El país de la OCDE en el que el sector privado controla un mayor porcentaje del gasto sanitario y, también, el que tiene un mayor porcentaje de personas no cubiertas por ningún seguro médico.
La gestión pública de un sector económico cualquiera no tiene por qué ser ineficiente (en términos comparativos). Hay toda una batería de sistemas de control de la gestión de las entidades públicas que se pueden y se deben implementar para mejorar su eficiencia, mientras que la “libre competencia” no siempre garantiza esa eficiencia, en especial en el caso de los mercados altamente monopolísticos en los que vivimos inmersos. En cualquier sector económico hacia el que dirijamos nuestra mirada nos encontramos como entre 3 y 10 fabricantes controlan más de la mitad del mercado mundial del mismo. Con tan pequeño número de actores, la posibilidad de que, de manera explícita o implícita, acuerden los precios de referencia es altísima, y cuando esto sucede se esfumaron todas las ventajas del “libre mercado”. De hecho está más controlada una empresa pública, en un país democrático (donde la oposición política pueda solicitar cuantas auditorías desee) que un mercado privado monopolístico en el media docena de individuos deciden cual es el precio “de mercado” que debe tener un producto cualquiera.
Pero al margen de la mayor o menor eficiencia en la gestión de los recursos nunca debemos perder de vista cual es la finalidad última que persigue una empresa privada versus las administraciones públicas. La propia ley define a una empresa como una entidad de derecho privado “con ánimo de lucro”. Es decir, que el fin último, consagrado y legitimado por las leyes, de la empresa privada es el enriquecimiento personal de sus propietarios, mientras que, por el contrario, las administraciones públicas –y por extensión, todos los agentes económicos subordinados a ellas- deben perseguir la defensa de los intereses generales.
Para que el asunto quede meridianamente claro nada mejor que descender a lo concreto para ver las consecuencias que esto puede tener en nuestra vida: Nos puede parecer razonable que la intención que persigue un individuo que abre una panadería en nuestro barrio es ganar dinero. Al hacerlo, sin embargo, también nos está beneficiando a los demás. Si fuera la única panadería del mundo tal vez podría vender el pan a precio de oro; pero como sabemos que no es así no nos importa demasiado que él fije su precio de venta, porque si nos parece excesivo nos iremos a comprarlo a la panadería del barrio de al lado. Sin embargo, no creo que nos dé igual que el diseño de la red de carreteras del país esté en manos de agentes privados ¿verdad? Ahí parece razonable que quien desempeñe esa función deba estar sometido al control político de las instituciones democráticas, porque es mucho lo que nos estamos jugando en esa decisión.
El mercado tiene su ámbito y los poderes públicos el suyo. Yo creo que esa afirmación genérica la podríamos suscribir todos perfectamente. Las discrepancias surgirán a la hora de trazar la línea divisoria entre ambas esferas. Ahí, los celosos defensores del “libre mercado” pueden llegar bastante lejos en una dirección (en Estados Unidos han sido privatizadas hasta las cárceles) y los de una economía estatalizada (tipo Unión Soviética) hacerlo en la contraria.
Pero hay aspectos en los que existe un consenso bastante amplio acerca de la necesidad de que queden bajo la égida de los poderes públicos. En este sentido podemos incluir, desde luego, el tema de la planificación de todo tipo de infraestructuras. Y aquí aparece una faceta nueva, que posee un alto valor económico, en el que las distintas administraciones del estado son insustituibles. Hemos hablado de la red de carreteras, igualmente podríamos hacerlo de los ferrocarriles, red hidráulica, alcantarillado y, por supuesto las redes sanitaria y educativa públicas, que son las únicas que pueden garantizar la asistencia a todos aquellos sectores de la población que tienen un menor poder adquisitivo y que, de no ser atendidos por el sector público, quedarían en un alto porcentaje marginados de las mismas.
El sector público es un irreemplazable generador de riqueza en aquellos ámbitos que superan las posibilidades del ámbito privado. Históricamente ha habido grandes civilizaciones en las que su presencia ha marcado la diferencia entre la vida y la muerte, como es el caso del antiguo Egipto. Imagínense: un inmenso y árido desierto atravesado por un gran río. La vida concentrada en sus riberas y, a pocos metros de las mismas, un arenal infinito que se pierde en el horizonte. Las obras hidráulicas llevadas a cabo por el estado egipcio multiplicaron por muchos dígitos la extensión de las tierras productivas contiguas al Nilo, y con ellas la población, la producción de alimentos y el comercio. Sin estado nada de esto hubiera sido posible. Este es un claro ejemplo de cómo los poderes públicos son, también, creadores genuinos de riqueza.
Algo parecido sucedió en los antiguos imperios de Asia Oriental, en los que se desarrolló una economía que descansaba en la producción de arroz. Este vegetal permite alimentar a muchas más personas, por cada hectárea cultivada, que los cereales que se usaron en Europa y en el Próximo Oriente (trigo, centeno, cebada, etc.) pero, como contrapartida, necesita muchísima más agua que el trigo, riego por inundación y una mayor cantidad de mano de obra por unidad de superficie. Para hacer todo esto posible había que desarrollar y mantener una potente infraestructura hidráulica que exigía la presencia de un estado muy poderoso que planificara, organizara y dirigiera todo el proceso. Por eso en Asia Oriental aparecieron estados muy sólidos varios miles de años antes de Cristo, que han sobrevivido hasta nuestros días y por eso también las densidades de población que se dan en esa zona del mundo son muy superiores a las que hay en el resto de él. Y por ello esos países se preparan ahora para tomar el relevo en el puesto de mando del liderazgo mundial ante el creciente desgobierno que se extiende por Occidente, fruto de la ideología neoliberal que se ha extendido por aquí y que siente alergia por el más poderoso instrumento que tenemos para crear la riqueza que los comerciantes no son capaces de generar.
Y en esa tesitura estamos, atrapados en la lógica privatizadora que no hace otra cosa que profundizar cada día más en el desarrollo de la crisis. En realidad esta crisis se viene preparando desde hace varias décadas, pues la política de eliminación de barreras a la circulación de productos y de capitales llevaba implícito el germen del hundimiento de la Civilización Occidental. Cuando los capitales se mueven sin trabas por todo el mundo, buscando la línea de menor resistencia, los lugares donde la mano de obra es más abundante y barata, es decir, el sitio donde vive el 60% de la humanidad: Asia Oriental. El dinero de los comerciantes obtiene una mayor rentabilidad allí donde un estado poderoso pone a la gente a trabajar para ellos. Su fobia contra los poderes públicos se ceba sobre los de la zona del mundo donde nosotros vivimos, porque esos mismos “liberales” no tienen el más mínimo escrúpulo en colaborar con las autoridades de un país que está gobernado por un “Partido Comunista” como es China. Su búsqueda de la máxima rentabilidad en el mínimo tiempo está arruinando a sus países de origen, en beneficio de otros que presentan un modelo de sociedad antagónico al del discurso oficial de sus benefactores.
Hasta ahora el capital internacional se ha estado desplazando hacia Asia, y al hacerlo ha provocado un intenso proceso deslocalizador que ha ido acabando con la industria de los países occidentales en beneficio de los “dragones” orientales. A nosotros se nos ha intentado vender la idea de que el futuro está en el sector servicios, pero las intensas transferencias de capital rumbo a los nuevos países productores han empobrecido a los del oeste y este hecho está comenzando a debilitar el comercio mundial. El sistema, abandonado a sus propias leyes, tiende a autodestruirse, eso ya lo profetizó Carlos Marx a finales del siglo XIX. Sólo el estado puede frenar ese proceso. Sólo el estado es capaz de poner masivamente a la gente a trabajar cuando el paro se extiende, como Keynes nos demostró.
Ha llegado el momento de olvidarnos de los cantos de sirena de los neoliberales y de volver a los fundamentos. Necesitamos un estado potente bombeando recursos económicos vía impuestos, vía déficit público o, en su defecto, recurriendo a la máquina de hacer dinero, dirigiendo una cruzada a favor del empleo.
Las obras de infraestructuras, los servicios sociales, salud, educación, energía, Medio Ambiente o grandes proyectos de I+D son los futuros “yacimientos netos de empleo”, los que nos pueden sacar de la crisis sin conducirnos a nuevas “burbujas” a las que nos llevarían los proyectos cortoplacistas de los que nos han metido en este pozo. Para todo ello hace falta una planificación a largo plazo dirigida y/o coordinada por el estado.
La peor de las rémoras con los que ahora mismo nos encontramos es ese engendro al que llamamos Unión Europea. Ellos son el problema. La UE no es un estado, pero pretende serlo; no es capaz de solucionar nada, pero se mete en todos los charcos; no es capaz de salvar ni a Grecia (una uña en el cuerpo de la Unión Europea, como ha dicho Lula da Silva) y se pone a decirle a todos lo que tienen que hacer.
Si la Unión Europea no es capaz de elegir un ejecutivo que tome el mando y calle al Consejo y a la Comisión, en pocos meses, respondiendo ante el parlamento (único órgano que debe tener poderes legislativos) y ante los ciudadanos de toda la Unión, sin distinción de países o, en caso contrario, quitarse de en medio, apartarse para que lo hagan los estados nacionales.
O avanzamos hacia el estado supranacional ya, o retrocedemos a la fase de las naciones-estado. Pero en medio no podemos quedarnos porque si no, nos convertiremos en un “agujero negro”, en el “epicentro” de todas las crisis del futuro inmediato, en la “madre de todas las batallas” como diría Sadam Hussein.

lunes, 24 de octubre de 2011

La hora española

Hoy empezaré describiéndoles un par de escenas triviales, de esas que jamás saldrán en los periódicos ni merecerán el más mínimo comentario por parte de ningún “experto”: un ciudadano polaco, que vive y trabaja a pocos metros de la frontera que su país comparte con Bielorrusia, un día laborable cualquiera, mira su reloj y comprueba que son las 12 A.M. Se dice a sí mismo: “es mediodía, hora de comer”. Deja todo lo que está haciendo y se dirige a su casa para proceder a reponer fuerzas, interrumpiendo así su jornada laboral.
En ese mismo instante, un ciudadano español, que vive y trabaja en la Punta de Finisterre, hace exactamente lo mismo y comprueba, igual que nuestro amigo polaco, que son las 12 A.M. Y se dice a sí mismo: “son las doce de la mañana, aún me quedan un par de horas para comer”. Eso si pertenece al grupo de trabajadores que tienen jornada partida, porque si tiene jornada intensiva aún le quedaran tres, o incluso cuatro, pero claro, entonces habrá terminado su jornada y se irá a su casa a descansar hasta el día siguiente.
¿Qué conclusiones extraen ustedes de la comparación de ambas escenas? El 99% de los que lean esto seguramente opinará que los horarios españoles son irracionales, que no tienen pies ni cabeza, que esa es la causa de la “baja productividad” española, etc. etc. Son argumentos que estamos hartos de oír y que, a pesar de todo, no sólo no consiguen cambiarnos las costumbres sino que, por el contrario, parece que a continuación lo hacemos peor, pues lo que sí es un dato objetivo es que cada vez comemos más tarde y nos acostamos también más tarde. Hemos conseguido llegar a ser el país del mundo donde la gente duerme menos horas. Ahora sugiéranle a ese trabajador de Finisterre que haga lo mismo que su compañero polaco y probablemente lo que conseguirán será que se acuerde de vuestra madre y que os mande a paseo. Y les dirá, seguramente, que a las doce la mañana él no tiene ganas de comer.
¿Cuál creen ustedes que es la razón de esa “irracionalidad” española? ¿Por qué al españolito de a pie le importa un bledo que políticos, turistas y expertos de todo tipo se lleven las manos a la cabeza cada vez que piensan en el asunto y le echan la culpa de todos los males que afectan a la economía española?
Antes de seguir les pediré que reparen en un pequeño detalle que dije al principio pero que, normalmente, suele pasarse por alto. ¿Se han dado cuenta de que las dos escenas descritas al principio son simultáneas? Ocurren exactamente en el mismo momento. ¿A ustedes no les escama tanta simultaneidad?
Miren un mapa de Europa. Polonia está al este y España al oeste ¿verdad? Nuestro amigo polaco vive en el extremo oriental de un país de la Europa Oriental y, en cambio, el de Finisterre en el extremo occidental de uno de los países más occidentales de Europa. De hecho he escogido al Cabo Finisterre para poner el ejemplo no porque sea el punto más occidental de España sino porque siempre se ha creído que lo era, y no sólo de España sino de todo el mundo conocido hasta 1492, y de ahí viene su nombre (Finisterre significa “el fin de la Tierra”).
El trabajador polaco de nuestro ejemplo vive a 24º de longitud Este y el español a 9º de longitud Oeste. Lo que da una distancia angular entre los dos puntos de 33º, es decir: 2 horas y 12 minutos de tiempo solar. Cuando el polaco tiene el sol en su cénit al español todavía le faltan 2 horas y 12 minutos para que se produzca tal evento. ¿Comprenden ustedes porqué al señor de Finisterre no le da la gana comer a las 12 de la mañana?[1]
¿Pero cómo es posible que con esa distancia de separación entre ambos países, los españoles y los polacos tengamos nuestros relojes sincronizados? ¡Ah! Secretos de la Alta Política. De lo que pueden estar seguros es de que los españoles de a pie no han puesto su reloj a la hora de Varsovia por voluntad propia, y como nadie les pidió permiso para hacerlo, nadie les va a decir a qué hora tienen que comer ni a qué hora tienen que acostarse.
En realidad nuestro desfase –en invierno- con el tiempo solar no es tan grande, tan solo –y seguimos hablando de nuestro amigo de Finisterre- es de 1 hora y 36 minutos, porque el huso horario GMT +1 (que es el que usamos durante 5 meses al año) tiene como eje el meridiano 15 (que se corresponde, aproximadamente, con la línea Oder-Neisse, que sirve de frontera entre Alemania y Polonia). La distancia angular de Finisterre con esa línea imaginaria es “tan solo” de 24º (la de Madrid es de 18º, es decir: 1 hora y 12 minutos). Nuestra adscripción al huso horario GMT +1 (el alemán) se produjo el 16 de marzo de 1940, fecha en la que –como sabemos- gobernaba Franco en España y Hitler en Alemania. Ignoro cuál era el motivo último que Franco pretendía conseguir con esa medida, pero de este tipo de personajes no creo que debamos esperar motivos muy altruistas.
Pero la España de 1940 era un país profundamente campesino y los campesinos, que siempre han trabajado de sol a sol y se han sentado a comer cuando el astro rey estaba en su punto más alto, no necesitan relojes para trabajar –y si me apuran tampoco para vivir-. Todos los referentes que enmarcan su vida proceden del medio que les envuelve y del que obtienen su sustento. A un jornalero andaluz le traía sin cuidado los posibles acuerdos a que los políticos pudieran llegar al respecto, porque estos podrían cambiar los ajustes de los relojes, pero nunca podrían detener el curso del sol. Así que si estos no pueden hacer que amanezca antes tampoco podrán cambiar la hora a la que el agricultor se incorpora a su trabajo y a la que decide hacer un alto para alimentarse.
Cuando era pequeño recuerdo que mi madre decía que, en su infancia, la gente paraba para comer a las 12 de la mañana, pero que no sabía por qué aquella costumbre se perdió en su juventud. Ella no tenía consciencia de que la “hora española” cambió cuando tenía 9 años y de que la gente entonces automáticamente “cambiaron” (en realidad lo que hicieron fue negarse a cambiar) la hora a la que se levantaban, a la que se acostaban y a la que se sentaban a comer.
Nuestros vecinos portugueses mantienen todavía –en invierno- la vieja hora española. Recuerdo que la primera vez que viajé a ese país (que se encuentra a 150 km. –en línea recta- al oeste de donde vivo), siendo aún un adolescente, me advirtieron que debía adelantar una hora mi reloj cuando cruzara la frontera y, también, que tuviera cuidado en los restaurantes, porque los portugueses comen una hora antes que los españoles y podía sufrir la desagradable sorpresa de encontrarlos cerrados cuando el hambre me llevara hasta ellos. Como buen adolescente que era se me olvidaron los dos consejos. Sin embargo, no tuve ningún problema. Cuando llevaba tres días en el país, paseando por un pueblo pequeño, miré al reloj del ayuntamiento y descubrí que estaba adelantado justo una hora. Entonces caí en la cuenta de las dos advertencias que me habían hecho antes de salir y descubrí que no había tenido ningún contratiempo precisamente porque se me habían olvidado las dos (ya que una anulaba a la otra). Si sólo hubiera tenido un olvido sí que lo habría pasado mal. La siguiente conclusión que saqué es que en realidad no hay diferencia de costumbres horarias entre portugueses y españoles, y que los problemas que le causan las “costumbres portuguesas” a mis compatriotas no las provocan los portugueses, sino las “maquinitas del hombre blanco”, esos engendros totalitarios que pretenden, nada menos, que corregir el rumbo del sol y, de camino, cambiar nuestro reloj biológico.
Documentándome para preparar este artículo he descubierto un párrafo, en la enciclopedia digital Wikipedia (voz Tiempo medio de Greenwich), que define la situación que vivimos en la Península Ibérica de manera genial:

Portugal y España tienen el huso horario GMT+0 y GMT+1 respectivamente, una hora por encima del que realmente le correspondería (GMT-1 y GMT+0), llegando a ser de 2 horas en el caso de la comunidad autónoma de Galicia. Lo mismo que con Portugal ocurre con la de Canarias. Esto repercute en la salud de su población al estar el ser humano diseñado fisiológicamente para descansar en las horas de oscuridad y rendir en las horas de luz.

¿Qué sentido tiene que una persona pueda viajar desde Finisterre hasta Bielorrusia sin cambiar la hora de su reloj? ¿Qué es lo que hay que defender o preservar con esta medida? ¿Se han dado cuenta que en la parte continental de Estados Unidos hay cuatro husos horarios (cinco si contamos a Alaska) y nadie allí se rasga las vestiduras por eso? Para un norteamericano es de sentido común que si uno viaja hacia el oeste debe ir cambiando la hora de su reloj cada vez que entra en una nueva franja horaria, sólo así podemos mantener la sintonía entre nuestras costumbres y el entorno natural en el que vivimos. Pues bien, eso que le resulta tan fácil de entender a cualquier anónimo ciudadano, no es tan evidente para los miembros de la casta política española, capaz de mantener sine die las situaciones más absurdas con tal de que alguien, fuera de nuestras fronteras, les dé una palmadita en la espalda y les reconozca su “compromiso europeísta”.
Ya vimos como el cambio horario fue una de las barbaridades legislativas asociadas a la dictadura franquista. Pero Franco murió en 1975, desde entonces ha llovido bastante, ha habido tiempo sobrado para corregir ese error. ¿Qué han hecho al respecto los políticos de la nueva España democrática?
Pues lo que han hecho ha sido empeorar todavía más el asunto. Desde 1981 a la hora de adelanto que ya llevábamos hemos añadido otra durante los meses de “verano”; un largo verano de siete meses que va desde el último domingo de marzo hasta el último de octubre. Desde entonces, durante la mayor parte del año nos regimos por la hora de… ¡¡Damasco!! ¿? Y digo yo: ¿qué diablos será lo que se nos perdió en Damasco?
Durante ese larguíiiiisimo verano de 7 meses nuestro amigo de Finisterre contempla el sol en su cénit (lo que toda la vida de Dios se llamó “el mediodía”) a las 14 horas y 36 minutos nada menos (los madrileños a las 14:12). Pues bien, en ese absurdo contexto hay quien insiste en hacer lo que sea para imponer en España el “horario europeo”, que no consiste en dejar las cosas como estaban antes de 1940, sino en hacernos comer a las 12 y acostarnos a las 22, y tenemos que leer en la prensa barbaridades como las que el pasado 25 de septiembre firmó en el suplemento “Negocios” de El País Fiona Maharg-Bravo, en el que decía cosas como:

“España está asolada por una tasa de desempleo del 21%, pero también necesita soluciones creativas para incrementar la productividad de los que trabajan. Queda pendiente una reforma laboral más profunda, y habría que reducir las cargas sociales para incentivar el empleo. Pero una forma modesta de incrementar la productividad sin coste alguno, que puede parecer absurda o ilógica a primera vista, sería acortar los almuerzos.
Los españoles tienen una de las jornadas laborales más largas de Europa, según la OCDE. Otros estudios muestran que duermen menos que la media europea. Una de las razones fundamentales es un almuerzo maratoniano, que empieza tarde (a las 14:00) y dura al menos dos horas. La jornada laboral se alarga a menudo más allá de las 20:00 para mucha gente. Las horas de máxima audiencia televisiva se prolongan hasta después de medianoche.”

Vamos a intentar racionalizar un poco el asunto, porque resulta que España, “como todo el mundo sabe”, es un país muy singular (ya hablé algo sobre ciertas “singularidades” españolas el pasado día 3 de octubre[2]). En realidad lo más singular que tiene España es la caterva que nos dirige y los “lumbreras” que nos están descubriendo América un día sí y otro también.
Veamos el día a día de un ciudadano español cualquiera: Suena el despertador a las 7 de la mañana (las 7 del hombre blanco, en realidad son las 4:24 de la mañana de toda la vida de Dios). Después de asearse un poco y de desayunar someramente (deberán reconocer que a las 4 y media de la mañana uno no tiene ganas de darse ningún banquete) nos incorporamos los adultos a nuestros trabajos y los jóvenes de secundaria a sus institutos a las 8 del hombre blanco (las 5:24 de las personas normales). Ahora, eso sí, los niños de primaria y preescolar tienen el inmenso privilegio de levantarse a las 8 (las 5:24) y de entrar en sus respectivos colegios a las 9 (las 6:24). Aunque todavía quedan personas que trabajan en fábricas y que poseen un horario “fabril” (el que escribe esto lo sufrió durante 18 años), es decir: se levantan a las 6 de la mañana (en realidad las 3:24), para entrar a trabajar a las 7 (las 4:24).
Hay personas que trabajan de 8 a 16 (de 5:24 a 13:24), otras de 7 a 15 (de 4:24 a 12:24), las hay que tienen un horario “comercial”, de 9 a 13:30 (6:24 a 10:54) y de 16:30 a 20 (13:54 a 17:24). Los niños de primaria asisten a clase desde las 9 (6:24) hasta las 14 (11:24). Los de secundaria desde las 8 (5:24) hasta las 14:30 (11:54). Los estudiantes tienen un recreo de 30 minutos partiendo las clases por la mitad. El sentido común aconsejaría dedicar una parte de ese tiempo a comerse un bocadillo, yo invito a nuestros geniales dirigentes a que hagan una encuesta para ver cuántos lo hacen (mi estimación particular, nada científica desde luego, es que aproximadamente un 50%).
Recapitulemos: Nuestros jóvenes adolescentes dan 6 horas de clase prácticamente seguidas, aunque hacen un descanso de 30 minutos en medio, es decir 3 horas de clase, media hora de recreo y otras tres horas de clase. La mitad de ellos sin comer nada desde media hora antes de comenzar las clases, y ese desayuno es muy ligero, apenas un vaso de leche con algunas galletas o algo equivalente. Me gustaría saber que piensan los pedagogos al respecto. A mí desde luego no me gustaría estar en el pellejo de los profesores cuando imparten la quinta ni la sexta hora de clase. Y algo parecido podríamos decir de los alumnos de primaria: tienen menos horas pero son más pequeños.
Yo no sé cuánto dinero se ahorrará con el horario de verano, la verdad es que me gustaría conocer ese supuesto estudio en el que se basa. Yo creo que tal estudio no existe, que en realidad es un mito. En cualquier caso, si existiera, sería interesante saber qué aspectos son los que han sido tenidos en cuenta y, sobre todo en qué país se ha hecho, porque claro, no es lo mismo vivir en el paralelo 37 que en el 50. ¿Qué valor económico tiene el bajo rendimiento académico, provocado por el cansancio y la inanición inducidos por el cambio horario, de los jóvenes españoles desde 1981, o incluso desde 1940? ¿Alguien lo ha calculado?
Ahora vayamos a los “absurdos” horarios del comercio español según la señorita Fiona Maharg-Bravo. Cuando yo era pequeño, los horarios de las tiendas de mi barrio eran de 9 a 13:30 y de 16:30 a 20 ó 20:30. Ahora hay muchas que abren -por la mañana- a las 10 o a las 9:30, y en verano se está extendiendo el horario de tarde que va desde las 18 hasta las 21. Hablo de las pequeñas tiendas (las que sobreviven todavía), en las grandes superficies el horario estándar es de 10 a 22. ¿Se han vuelto locos los comerciantes? ¿Qué pasa, que no quieren volver a su casa a una hora razonable?
La verdad es que el asunto no es tan complicado y basta darse una vuelta por las ciudades, por los pueblos, por los barrios, para adivinar las razones de esos “irracionales” horarios. Hace un par de años estuve en Jaén de turismo, a mediados de agosto, y pude comprobar cómo los comerciantes del centro abrían ¡a las seis de la tarde! Y cerraban ¡a las 9! En realidad –según la hora solar- estaban abriendo a las 4 y cerrando a las 7. Aún así parecerá un horario muy tardío para cualquier comerciante centroeuropeo. Recuerdo cuando estuve en Innsbruck (Austria) cómo allí cerraban a las 5. Pues en Jaén ¡abren! una hora después que hayan cerrado sus colegas austriacos (al menos nominalmente). Pero claro, en Innsbruck no hacen 40 grados centígrados a la sombra a las 5 de la tarde a mediados de agosto ¿verdad? Los comerciantes españoles no están dispuestos a tener la tienda vacía abierta, para cerrarla justo en el momento en el que está llena. Puro sentido común. ¿Se dan cuenta de las razones del horario español?
A primeros de julio hay zonas en España en las que todavía es de día a las 22:30 y la temperatura ambiente es superior a los 30º. Díganles a las personas que viven allí que es hora de irse a la cama. Alguien podrá argumentar que a primeros de julio, cuando los lapones se acuestan, también es de día, pero es que a los lapones no se les va a hacer de noche, a los españoles sí y, sobre todo, en Laponia no hacen 30º a las 10 de la noche ¿verdad?
Por todas estas razones a los españoles no les apetece cambiar sus horarios vitales, los que rigen en su vida familiar. Pero los que dirigen la economía insisten en imponer horarios laborales “europeos”, son ellos los que van contra la naturaleza de las cosas. Son ellos los que pretenden que comulguemos con ruedas de molino. A lo largo de este artículo podrán ustedes haberse hecho una idea del tipo de gente que está dirigiendo este país. Cualquier día de estos algún político avispado tal vez consiga un ventajoso acuerdo comercial con China (el país del futuro) a cambio de que adoptemos el huso horario de Pekín (GMT +8). Y entonces pondremos nuestro despertador a las 7 (en realidad las 23 del día anterior) y entraremos a trabajar a la 8 (en realidad las 0 horas), nuestros niños saldrán al recreo a las 11 (en realidad las 3) creyendo que el día es la noche y que la noche es el día. Entonces España se pondrá a la cabeza de Europa porque habremos adoptado las costumbres de los que dirigen el mundo. Total ¿no nos regimos ya por el horario de Damasco? ¿Qué más da avanzar un poco más hacia el este?


[1] De hecho, en el habla coloquial española la palabra “mediodía” ya no significa las 12 A.M. como hace 50 ó 60 años sino que es un término más vago que viene a ser “la hora de comer”, sin mayores precisiones.
[2] La “singularidad” española. http://polobrazo.blogspot.com/2011/10/la-singularidad-espanola.html.

lunes, 17 de octubre de 2011

El “epicentro” de la crisis

Por fin, ahora que deja el “convento”, Jean-Claude Trichet se ha atrevido a reconocer la terrible verdad que todos ya sabemos, pero que los dirigentes de la Unión Europea se niegan a admitir. Y el pasado día 11 confesó que “Europa es el epicentro de una crisis sistémica de alcance general”. Ahora que se va tiene la desfachatez de decir:

“la ‘sequía crediticia’ ha agravado además el acceso a la financiación en los mercados y la interconexión de los sistemas financieros en la UE ‘ha aumentado el riesgo de contagio’. Esta crisis daña a la llamada economía real dentro y fuera de Europa”.[1]

Cuando es evidente que una parte importante de la culpa de que esto sea así la tiene él, personalmente y, desde luego, la institución que todavía preside (el Banco Central Europeo). Sin ir más lejos la última reunión de su comité directivo –el pasado día 6- no tuvieron a bien sus señorías bajar los tipos de interés hasta el 1% (algo que todo el mundo esperaba y pedía desde hace ya varios meses), supongo que para no contrariar a la Señora Merkel y para que nadie diga que no combate adecuadamente la inflación (sólo lo dicen los alemanes, pero ya sabemos que los deseos alemanes son órdenes para el BCE).
Traducido al cristiano sus palabras significan que la crisis de verdad empieza ahora, que lo que hemos tenido desde 2008 era una especie de entrenamiento para lo que está por venir, que en esta fase de la crisis -en la que estamos entrando- la peor parte se la van a llevar los países de la Unión Europea, especialmente los de la zona euro, y que esta vez no la ha provocado ninguna burbuja, ni la corrupción política, ni la mala gestión económica sino, por el contrario, las políticas de recortes presupuestarios practicadas por todos los gobiernos europeos, siguiendo las directrices emanadas del tándem franco-alemán, con el entusiasta apoyo del Banco Central Europeo y el visto bueno de los 25 presidentes de gobierno restantes, así como de la Comisión Europea (que preside Durão Barroso) y del Consejo Europeo (que preside Van Rompuy).
Hace años que lo vienen advirtiendo ya varios premios nobel de economía (con Krugman a la cabeza), y desde hace un mes lo gritan hasta los americanos (llevan varios meses pidiéndolo en voz baja, pero como no les hacen ni puñetero caso se han atrevido ya a vocearlo a los cuatro vientos, aunque eso signifique enfrentarse públicamente con los europeos) para que todo el mundo sepa que -esta vez- la culpa no la tienen ellos, sino los cabezas cuadradas de este lado del Atlántico.
Como bien dice el señor Trichet, la crisis ya es sistémica, es decir, que no será posible salir de ella sin profundos cambios que afecten al núcleo duro esencial de la estructura social y política en la que vivimos. Es el fin del modelo capitalista que ha regido el mundo occidental, por lo menos, desde los tiempos de Reagan (yo me remontaría, incluso, hasta los de Nixon)[2]. El fin del modelo neoliberal. Una ideología que surgió para combatir el modelo keynesiano, sin apoyarse en ninguna evidencia empírica. Un modelo metafísico creado como coartada para justificar la apropiación privada de los bienes públicos.
Todo empezó a finales de los cincuenta, cuando los grandes magnates del imperio americano llegaron a la conclusión de que si la prosperidad económica mundial continuaba durante mucho tiempo iban a tener, muy pronto, que compartir su poder con los países emergentes de entonces (los miembros del Mercado Común Europeo –que eran sólo seis, capitaneados por Francia- y Japón fundamentalmente), además de los soviéticos, pero en retaguardia esperaban otros (los emergentes de ahora, básicamente, es decir: China, Brasil, India, Indonesia, etc.). En el mundo que se presentía, a Iberoamérica parecía que le iba a tocar desempeñar un importante papel, amenazando por tanto el rol que ha venido ejerciendo durante el siglo XX (el famoso “patio trasero” americano) y el mundo del año 2000 (si no lo impedía una guerra nuclear o un golpe de estado planetario) estaría liderado por cuatro o cinco potencias (entre las cuales también se iban a encontrar los propios Estados Unidos, obviamente).
Ese futuro en ciernes, que intuían, no les hacía demasiada gracia. Ellos querían seguir manteniendo su hegemonía planetaria todo el tiempo que fuera posible, aunque para ello fuera preciso pisar el freno del desarrollo económico y provocar un empobrecimiento general de la población mundial. El propio presidente norteamericano de la época Dwight Eisenhower- se dio cuenta del asunto, aunque no compartía en absoluto la citada estrategia, y no encontró otra manera de alertar a los americanos de los peligros que les acechaban que aprovechar su discurso de despedida como presidente de los EEUU para hacerlo, en él dijo estas palabras:

En los consejos de gobierno, debemos guardarnos de la obtención de influencia no justificada, ya sea por activa o por pasiva, por parte del complejo industrial militar. El potencial para la perniciosa acumulación de poder en manos ilegítimas existe y no cesará de existir. No debemos permitir jamás que el peso de esta influencia ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Una ciudadanía bien informada y vigilante es la única manera de inducir el correcto engranaje de la inmensa maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos, con el fin de que la seguridad y la libertad puedan prosperar a la vez.

Eisenhower no compartía esa estrategia, pero su vicepresidente sí, y fue él (Richard Nixon) el candidato, por el Partido Republicano, a las elecciones presidenciales de 1960. En ellas, sin embargo, ganaron los demócratas, con John F. Kennedy a la cabeza. Este contratiempo inesperado obligó a retrasar todos los planes durante ocho largos años, hasta que por fin Richard Nixon pudo ganar unas elecciones presidenciales (las de 1968).
A partir de ese momento comienza a ponerse en marcha un detallado plan, que comenzó con la eliminación del patrón oro y con la estimulación de gobiernos de corte autoritario por todo el mundo, pero cuyos dos principios estratégicos básicos eran frenar el crecimiento económico -cerrando el grifo de la energía- y frenar –igualmente- el crecimiento demográfico. Las dos estrategias apuntan hacia una involución social que busca, junto con otras complementarias, marcar un punto de inflexión que cree un nueva dinámica histórica que lleve hacia una nueva re-señorialización, es decir, un proceso que vuelva más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, convirtiendo las clases sociales en castas o estamentos, al estilo de la Europa del siglo XVII.
Para que todo esto pudiera llegar a buen puerto hacía falta construir una nueva ideología, porque el paradigma dominante en todo el mundo occidental desde mediados de los años 30 -a nivel económico- era el keynesiano, un modelo que lo que busca es el desarrollo económico, lo que para ellos resultaba contraproducente. Y, puesto que de lo que se trataba era de volver hacia atrás, se recuperaron las tesis dominantes antes de la llegada de Keynes, esas tesis cuyas limitaciones él señaló.
¿Y qué ha pasado? Pues lo que tenía que pasar. Si la teoría económica que surgió para evitar las crisis cíclicas del capitalismo la tiramos al cubo de la basura pues, lógicamente, volvimos a las viejas crisis del viejo capitalismo decimonónico. Pero el asunto va mucho más allá, porque el resto del mundo no se ha quedado cruzado de brazos, los frenazos económicos dirigidos desde los centros de poder planetario no han afectado a todos los países por igual, y hay algunos –como China, por ejemplo- que lo han aprovechado para acortar el abismo que les separaba de las superpotencias que dirigían el mundo a finales de los sesenta, y hoy hay que contar con ellos necesariamente. Recordemos que en China todavía dirige el gobierno el “Partido Comunista”, que no se ha tragado los cuentos que inventaron los “chicos de Chicago”, pero que ha decidido jugar -en parte- a ese juego porque le venía bien en términos estratégicos (mientras el paradigma siguiera siendo el neoliberal ellos podrían seguir acortando distancias, ya que este modelo estaba frenando a todos sus competidores).
A principios de los setenta el Sistema consiguió frenar a los emergentes de entonces (El Mercado Común Europeo y Japón), pero a principios del siglo XX China le pisa los talones al Imperio Americano y hay una nueva generación de países emergentes que parece poco probable que estén dispuestos a dejarse embaucar. La estrategia “neoliberal” que han seguido los países occidentales durante los últimos 40 años nos está mostrando ahora sus frutos, que no son otros que su “suicidio” estratégico.
Estamos pues en el principio del fin del mundo occidental, tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Como el Imperio Romano, no va a caer por culpa de los bárbaros de este tiempo (aunque alguno vendrá, en algún momento del futuro, a rellenar su certificado de defunción) sino a causa de sus propios errores y de sus propias contradicciones.
El mundo sigue adelante, con o sin nosotros, y si no queremos acabar en el cubo de la basura de la Historia haríamos bien en desembarazarnos pronto de esta camisa de fuerza que llevamos puesta encima desde hace 40 años.


[1]Trichet alerta de que la crisis financiera ya es ‘sistémica’". EL PAÍS 12/10/2011.
[2] Véanse los artículos “O el capitalismo acaba con la crisis o la crisis acaba con el capitalismo” (27/8/2011), “El futuro que nos tienen reservado” (5/9/2011), “La camisa de fuerza de la Unión Europea” (12/9/2011), “Por una Europa democrática” (19/9/2011) o “El suicidio de la Unión Europea” (26/9/2011), en este mismo Blog.

lunes, 10 de octubre de 2011

Una nueva palabra: “desmundialización”

Una nueva acepción lingüística se va abriendo paso en el escenario político francés, y presiento que para quedarse, al menos durante una larga temporada: la “desmundialización”. El término en cuestión no ha surgido en el seno de ningún grupo anti-sistema, ni de ninguna agrupación de retrógrados que sienta nostalgia por los tiempos pretéritos ¿o sí? (defender el estado social europeo quizá sea ya cosa de nostálgicos). Por el contrario, está provocando apasionados debates políticos en las asambleas que están preparando las elecciones primarias del Partido Socialista Francés.
En Francia, históricamente, ha habido una poderosa conciencia nacional y, además, sus intelectuales han sido siempre capaces de verbalizar y de categorizar sus reflexiones, incorporándolas de manera fluida e inmediata al debate político. Igualmente han sabido, cuando ha sido preciso, nadar a contracorriente y oponerse a los paradigmas teóricos dominantes que, desde hace bastante tiempo, soplan desde el mundo anglosajón. Aún recuerdo como, cuando Mitterrand ganó las elecciones presidenciales de 1981, lo hizo con un programa político que contemplaba la implantación de la semana laboral de 35 horas para todos los trabajadores y la nacionalización de la banca. Una verdadera herejía si tenemos en cuenta que, en ese momento, gobernaba Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en EEUU. Ningún otro partido socialista europeo ha planteado programas tan contundentes y ambiciosos y, aunque todos los agoreros del mundo les pronosticaron un fracaso absoluto, no les fue tan mal a pesar de todo.
Enfrentarse a los paradigmas dominantes siempre tiene un coste, tanto económico como político, aunque claro, no es lo mismo que el desafío venga de Francia a que lo haga desde otro país de menor envergadura. Y sin embargo, es esa capacidad francesa de osar discrepar, aunque siempre de forma medida, con el discurso anglosajón, lo que ha convertido a este país en un referente mundial, otorgándole una capacidad de liderazgo que otros países de parecido o, incluso, superior peso económico no tienen. Sin ir más lejos, la firmeza francesa en su oposición a la invasión norteamericana de Irak, en 2003, fue determinante para que esta resultara un fracaso mediático y, a la postre, estratégico. Si Francia entonces no hubiera alzado la voz de manera tan firme otros, tal vez, no se hubieran atrevido a hacerlo (y ahora estoy pensando en Alemania) que, con el refuerzo de rusos y de chinos, suministraron la masa crítica de discrepantes que permitió a todos los que en el mundo se oponían a esa temeraria campaña, poder expresarse con libertad.
Independientemente de los términos en los que el debate abierto en Francia sobre la “desmundialización” -que surge en plena pre-campaña electoral y viene acompañado con otros temas locales- el tema es claramente pertinente hoy a nivel europeo, y se abre paso por su propio peso como una fruta madura. Era inevitable que se produjera, dado el cariz que está tomando el panorama político en nuestro continente que, como bien dice Barak Obama aunque la Merkel proteste, “da miedo”.
En este momento es absolutamente oportuno que revisemos el modelo “globalizador” que nos ha traído hasta aquí y cuyos resultados están a la vista de todos. Los teóricos del neoliberalismo, ideología que –insisto una vez más- no tiene nada de científica como los hechos no dejan de demostrar (cuando una tesis no supera la prueba de la validación empírica hay que descartarla, según todas las reglas de la ciencia) y está funcionando ya como si de una religión se tratara.
¿Cuál es el país del mundo que más crece a nivel económico? China. ¿Y cuál es la política económica que está aplicando? Pues mercantilismo puro y duro, es decir, las teorías económicas del siglo XVII. El gobierno chino interviene en la economía cada vez que le da la gana y lo hace con la intención manifiesta de defender a sus empresas y a su capacidad exportadora, y no parece que les vaya tan mal ¿no?
Entonces ¿por qué España no puede hacer lo mismo? ¿Por qué no puede defender, por ejemplo, la españolidad de Endesa o de Repsol? Porque estamos en la Unión Europea. Y entonces ¿qué intereses defiende la Unión Europea? Pues, cada vez está más claro que los alemanes, porque la política de tipos de interés, de lucha contra la inflación, de inyección de capital circulante en la economía, etc., etc. del Banco Central Europeo está diseñada exclusivamente para defender la capacidad exportadora de Alemania, y la desaparición de las aduanas interiores, así como de las monedas nacionales, impiden a los diferentes países defenderse como lo hacían en el pasado, utilizando los aranceles y los tipos de cambio. Somos clientes cautivos de los alemanes y ni siquiera se nos permite financiarnos directamente a través del BCE, obligándosenos a hacerlo a través de los bancos privados, es decir, poniendo al estado de rodillas ante el gran capital internacional.
Pero el estado, según la Unión Europea y según el gran capital internacional, debe acudir a rescatar a los bancos privados cada vez que estos entran en quiebra y debe sufragar, con cargo a los impuestos de los contribuyentes, los agujeros patrimoniales provocados por la mala gestión de unos ejecutivos cuya ética –como mínimo- debemos decir que deja bastante que desear. Al final esto se traduce en que, para que los ejecutivos que han provocado esta crisis se jubilen con pensiones multimillonarias, hay que congelar las pensiones de los mayores, bajar el sueldo a los funcionarios y retrasar la edad de la jubilación. En resumen: privatización de los beneficios y socialización de las pérdidas.
¿Para qué ha servido la globalización? Pues para que el gran capital internacional pueda desplazar miles de millones de dólares o de euros en cuestión de segundos desde una punta hasta la contraria de este planeta, dejando al estado inerme ante él y obligándole a entrar en una subasta a la baja en la que el que gana es aquél que es capaz de ofrecerle más por menos, es decir, más beneficios a cambio de menos impuestos. ¿Cómo puede un país ganar esa subasta? Pues desmontando el estado del bienestar. Es decir, empobreciendo a su propia población. ¿Es ese el camino por el que debemos seguir?
Durante la última década anterior al estallido de la crisis, el país de Europa Occidental que crecía a un nivel más alto era Irlanda, que fue bautizado como “el tigre celta”. ¿Saben cuál era su secreto? El impuesto de sociedades más bajo de la Unión Europea (alrededor del 10%, cuando el resto estaba por encima del 30%). Gracias a eso consiguió que gran cantidad de multinacionales de todo el mundo trasladaran su sede social allí (como Google o como algunas filiales de la españolísima Zara). Como Irlanda forma parte de la Unión Europea, del euro y del Tratado de Schengen el gobierno español no tiene ninguna posibilidad legal de poner un arancel (que sería la forma de defenderse contra la competencia desleal irlandesa) a cualquier producto procedente de ese país, para que se paguen aquí los impuestos que no se pagan allí. Y cualquier gran empresa que tenga su sede en España tiene muy fácil chantajear al gobierno: “o me bajas los impuestos o me voy a Irlanda”.
¿Saben cuántos kilómetros de autopista hay en Irlanda? La respuesta es: cero. Las carreteras nacionales de primer orden de ese país son de doble dirección y todavía pasan por el centro de de la mayoría de los pueblos que se hallan en su ruta. Hay una anécdota que cuenta Santiago Niño Becerra en su libro El crash del 2010 muy ilustrativa de cómo funciona ese país: Mientras circulaba por una carretera nacional, tuvo que soportar un atasco monumental que se produjo en una de las muchas travesías urbanas, que estaba provocada por una recaudación voluntaria de fondos que estaban haciendo los habitantes del lugar entre los conductores que pasaban por allí, con la intención de adquirir un desfibrilador para el municipio. El “tigre celta” tiene como esqueleto un estado raquítico, incapaz de prestar una serie de servicios básicos que son estándares en el conjunto de países que forman parte del occidente europeo, pero que descansan sobre la potente capacidad recaudatoria del estado que la socialdemocracia europea ha ido levantando a lo largo del siglo XX.
Pero esa “prosperidad” irlandesa previa a la crisis no le ha impedido después sufrir el impacto de esta con mayor virulencia si cabe que otros países periféricos de Europa. ¿Por qué? Pues, primero, porque han tenido que respaldar a unos bancos que han quebrado y que manejaban unos fondos muy elevados para la envergadura de ese país y, en segundo lugar, porque la escasa capacidad recaudatoria irlandesa –en términos europeos- le da muy poco margen de maniobra para enfrentarse con los problemas financieros con los que estamos lidiando desde 2008. Aún así, en la difícil negociación con la UE para el “rescate” irlandés, el escollo más importante estuvo en la pretensión del gobierno de no tocar el Impuesto de Sociedades, algo que finalmente consiguió, a costa de draconianos recortes y de subidas de los impuestos que paga toda la población. Irlanda teme que en cuanto ese impuesto suba un poco se produzca una estampida de las multinacionales que llegaron allí para eludir los impuestos que hay en el resto de países. Lo que ellos pueden ofrecerle a las empresas es una baja fiscalidad; otros, en cambio, ofrecen infraestructura: modelo neoliberal versus modelo keynesiano.
Hay un principio económico básico, que descubrieron los teóricos de la Escuela de Salamanca, ya en el siglo XVI y que los neoliberales parecen haber olvidado: que la riqueza no la da el dinero sino el trabajo. Los ricos lo son porque los pobres están dispuestos a trabajar para ellos a cambio de dinero. Sólo por eso. Bastaría que todos los que saben trabajar bien, acordaran otra manera de intercambiar el producto de su esfuerzo para que toda la superestructura sobre la que este sistema descansa se derrumbara. El asunto, desde luego, no es tan fácil de hacer como de enunciarlo, pero en el fondo la solución a la crisis va por ese camino.
Ahora fijémonos en Suecia, un país que, en los años 70 llegó a cobrar un tipo impositivo cercano al 90% en el Impuesto sobre la Renta en los tramos más altos de la tabla. Los empresarios se quejaban de que tantos impuestos desincentivaban la inversión. Y sin embargo la renta per cápita sueca estaba entonces –y sigue estando ahora- entre las más altas del mundo. No parece que unos impuestos tan “abusivos” hayan desincentivado nada, y si no pregúntenle a los de IKEA, a los de VOLVO o a los de ERICSSON. Más bien al contrario. Un estado que cobra esa barbaridad de impuestos, para reinvertirlos inmediatamente después, está haciendo el trabajo de un potente motor que está obligando al dinero a moverse y, al hacerlo, está creando una riqueza increíble y redistribuyendo las rentas sociales para proteger a los más débiles: a los ancianos, los enfermos, los niños, las embarazadas, etc.
¿Cuál es la conclusión que se extrae de todo esto? Pues que si la globalización debilita la capacidad de gestión y de redistribución del estado, habrá que desglobalizar para volver a poner en marcha la economía. Es una inmoralidad que el estado esté atado de pies y de manos con 5 millones de parados en nuestro país. Se puede y se debe poner en marcha la máquina de bombeo. Y si Europa es el problema, habrá que empezar a desmontarla.

jueves, 6 de octubre de 2011

MANIFIESTO DEL 15 DE OCTUBRE

Los compañeros del Grupo de Comunicación para la organización del 15 de octubre, de Sevilla, han elaborado el siguiente manifiesto que será leído al término de la marcha. El texto fue presentado en la Coordinadora de Barrios y Pueblos celebrada el pasado 30 de septiembre. Aquí lo dejo para que lo podáis compartir y difundir ¡desde ahora mismo!:

Hemos gritado que no nos representan y que nosotros no somos los responsables, ni ganamos demasiado, ni somos improductivos. Hemos clamado que lo llaman democracia y no lo es, que es en realidad un sistema excluyente que no representa al pueblo. Hemos coreado en las calles que están robando a los pobres y han secuestrado al estado con privatizaciones para enriquecer a los ricos, que siguen sedientos tras largas noches de borrachera. Nos rebelamos contra los recortes de los servicios públicos y el desgaste de nuestros derechos y libertades. Sabemos que la deuda es una estafa y denunciamos que los mercados y los banqueros están por encima de toda ley. Hemos debatido, nos hemos organizado, hemos desarrollado propuestas y en ese proceso hemos tomado conciencia del poder de la ciudadanía.
Mientras, la ambición de los que provocaron la crisis, de los que exigen recortes en prestaciones y derechos sociales o laborales, no amaina. Pero hemos iniciado el camino de los que saben que la crisis no es una catástrofe inevitable. Es consecuencia de la especulación y del enriquecimiento de la élite financiera, principal responsable y principal beneficiaria.
El día 15 de Octubre nos reuniremos en las plazas de todo el mundo, porque hemos comprendido que este mundo es uno y es nuestro. No sólo decimos, “pueblos del mundo, ¡uníos!”, lo estamos haciendo. Haremos saber a todos que la re-evolución ha comenzado y que los ciudadanos reclamamos lo que es nuestro, nuestra soberanía.
Hoy seremos mucho más que una gran mancha de puntitos sobre el tablero del mundo. Ya dijimos que no y esta vez lo diremos juntos. No miraremos impasibles cómo se abandona a su suerte a las personas más débiles, en cualquier parte del mundo. No miraremos impasibles cómo el legado de nuestros abuelos, el fruto de las luchas de clases, las lecciones de las guerras que asolaron el siglo XX, son robados a nuestros hijos: los que no tienen trabajo, los que no cotizan, los que no tendrán una pensión digna. Algunos hoy aún juegan en el parque y otros muchos ni siquiera han nacido. Su futuro nos compromete con el presente. Esos, los más pequeños, nos preguntarán algún día, ¿tú dónde estabas el 15 de Octubre?

EL MUNDO ES UNO Y ES NUESTRO
15 DE OCTUBRE FOR GLOBAL DEMOCRACY
Plaza de España, Sevilla, 18.00 horas”

lunes, 3 de octubre de 2011

La “singularidad” española

Decía el General Wellington –el vencedor de Waterloo-, que “España es el único país del mundo en el que dos y dos no son cuatro”[1]. Wellington era un hombre que conocía bastante bien España, pues aquí vivió varios años durante la Guerra de la Independencia contra las fuerzas napoleónicas, mandando al ejército inglés y coordinando al frente anti-francés en toda la Península Ibérica. De hecho dirigió a las tropas anglo-españolas en las batallas de Vitoria y de los Arapiles. Nuestro general, que era un militar de carrera de origen aristocrático, sabía de la guerra todo cuanto necesitaba saber un oficial de su tiempo, todo lo que se enseñaba en las academias militares de finales del siglo XVIII. Pero lo que vio en España le rompió todos sus ordenados esquemas, pues tuvo el privilegio de descubrir, en primera persona y sobre el terreno, el nacimiento de lo que hoy conocemos como “guerra de guerrillas”, contemplando alucinado como un puñado de hombres era capaz de mantener en jaque al ejército más poderoso del mundo de su tiempo, en un nuevo tipo de conflicto cuyo objetivo no era derrotar al enemigo, algo que se descartaba a priori dada la enorme desproporción de fuerzas, sino convertir la ocupación del territorio en un verdadero infierno, en algo tan costoso que no pudiera sostenerse de manera indefinida. Lo que a la postre terminó convirtiéndose en una sangría que condujo a Napoleón a derrotas impensables, desde el punto de vista de un frío análisis de la correlación de las fuerzas militares presentes en el país.

Para Wellington fue una lección comprobar in situ como era posible combatir –e incluso vencer- cuando todos los elementos racionales decían que era imposible. Es en ese contexto en el que llegó a pronunciar la frase que citamos al principio.

España es un país que siempre ha causado una cierta fascinación entre un sector muy determinado de la intelectualidad europea. Un país extraño e “ininteligible”[2], para usar la expresión que acuñó al respecto Julián Marías. Hay algo en la manera de ser española que parece incomprensible, algo que se escapa a la fría racionalidad continental, que les hace sentirse inseguros, como si pisaran arenas movedizas. Y esa inseguridad ante las incomprensibles reacciones de la población española -cuando se la pone en situaciones límite- también genera inseguridad entre un sector de nuestra propia intelectualidad y de nuestros propios dirigentes. En todo ese sector que se ha asimilado al pensamiento dominante en el mundo occidental. A todo aquel que se rige por los fríos y racionales esquemas de razonamiento de nuestros vecinos de allende los Pirineos.

Decían, en la Europa de los siglos XVI y XVII –y con razón- que los españoles “somos más papistas que el Papa”. Yo estaría plenamente de acuerdo con esa afirmación si la circunscribiéramos a nuestras clases dirigentes e intelectuales. En realidad nuestras élites han tenido siempre un enorme complejo de inferioridad con respecto a nuestros vecinos del continente que les ha llevado a ser “más papistas que el Papa” en la época de las guerras de religión, más fascistas que Hitler cuando les dio por el fascismo, más europeístas que nadie cuando nos integramos en Europa o los más “progres” del Universo cuando nos toca “jugar” a ser progres. Porque en realidad de lo que se trata es de “jugar” a todo eso. El objetivo último que se persigue es demostrarles a nuestros vecinos que somos gente de fiar, que somos como ellos y que se puede y se debe confiar en nosotros. Queremos hacer méritos como lo haría un matón de barrio, poniéndonos los primeros cuando intuimos que va a haber pelea.

Pero claro, tantos siglos con ese complejo, tantas centurias de desconfianza de nuestros vecinos hacia nuestras posibles e incomprensibles reacciones, tienen que obedecer a alguna razón, las cosas no pasan porque sí. Y si hubiera alguna razón que lo justificara sería absurdo intentar ocultar una realidad que nos terminaría llevando una y otra vez al mismo punto de partida, que justificara las desconfianzas de los unos y los complejos de los otros.

Y hay una razón histórica para que todo esto sea así, y es que España lleva ya 1.300 años siendo un país estructuralmente fronterizo. España ha sido, sigue siendo y no parece que vaya a dejar de serlo durante las próximas generaciones, la línea del frente del mundo occidental en el rincón oeste del Mediterráneo. Esa función fronteriza, desde luego, la compartimos con los portugueses, los italianos del sur y los griegos. Pero los griegos sólo llevan 200 años representando ese papel y los italianos han estado históricamente muy fragmentados, lo que ha hecho que sus habitantes del centro y del norte no sientan en absoluto que sean el límite de nada. Esa percepción sólo ha existido en el sur, y en esa zona han sido mandados por forasteros desde el siglo XIV, lo que les ha impedido ser plenamente conscientes de cuál era su papel en esta historia.

Sólo en la Península Ibérica ha habido consciencia plena de nuestra posición fronteriza. Sólo aquí ha existido históricamente esa sensación de peligro permanente que lleva implícita esa función, aunque en el caso portugués de manera más atenuada porque, desde el siglo XIII, han estado cubiertos de cualquier posible contragolpe de las fuerzas exteriores por el reino castellano-leonés –primero- o por el estado español –después-.

Dicen los historiadores que la Castilla medieval era un inmenso campamento militar. Un país que se había estructurado como una verdadera máquina de hacer la guerra. La Castilla medieval era una enorme barrera montada para frenar las incursiones musulmanas que, como dirían los más futboleros, jugaba al contraataque. La técnica era la siguiente: en lo más duro de las oleadas ofensivas de los omeyas, amiríes, almorávides, almohades o benimerines (las sucesivas oleadas que los musulmanes lanzaron contra los cristianos) se “encastillaban” (de ahí el nombre que tomó el país), es decir, se atrincheraban para resistir como podían la furiosa embestida del enemigo, limitándose a esperar a que se debilitara. Cuando veían que sus enemigos empezaban a aflojar un poco la presión iniciaban ellos el proceso de desgaste y de hostigamiento, hasta que conseguían que comenzara a retroceder. Entonces llegaba la contraofensiva cristiana que terminaba arrollando las líneas de vanguardia de sus adversarios, sometiendo a las zonas limítrofes con sus fronteras meridionales y lanzando “cabalgadas” por toda la geografía andalusí, hasta que los musulmanes conseguían reestructurar sus fuerzas, reorganizarse y lanzar la siguiente oleada. Cada una de estas fases ocurría más al sur que la anterior y movilizaba a más contingentes norteafricanos y a menos andalusíes –en términos proporcionales-. El mecanismo estaba tan interiorizado que los comportamientos de los distintos actores de este drama eran casi automáticos. Si nos paramos a analizar cada uno de estos episodios, por separado, y lo comparamos después con los anteriores y con los posteriores, adivinamos la existencia de un guión, de un hilo conductor que hacía actuar a los hombres de manera casi instintiva, de una especie de subconsciente colectivo que le va diciendo a cada individuo que es lo que hay que ir haciendo en cada momento.

Formamos parte de un pueblo que nació y creció combatiendo a poderosos enemigos exteriores y que guarda esa experiencia oculta entre los pliegues de su corteza cerebral y la transmite a las siguientes generaciones a través de las interpretaciones que hace de cada circunstancia de la vida cotidiana, a través de las frases hechas, de los refranes, incluso del tono con el que se transmiten sus palabras, de su visión conceptual del mundo en el que vivimos, a través de los gestos y de las miradas…

Hay un poderoso subconsciente colectivo oculto bajo una apariencia tranquila, que algunos autores han detectado y transmitido de manera poética. Acordaos de los “soliloquios” de Machado, el que vivía “en paz con los hombres y en guerra con sus entrañas”. Hay una dramática tensión interior en el hombre español que ha sabido “atravesar el tiempo”, como dijo Labordeta y que desencadena reacciones atávicas en determinados momentos de la vida colectiva, inesperadas, imprevisibles. Y que, sin embargo, obedecen a un patrón histórico que se ha repetido decenas de veces. Es imprevisible tan solo porque el resto del mundo reacciona de manera diferente, pero no lo sería en absoluto para alguien que conociera bien a este pueblo y a su lógica de funcionamiento interna. Tan racional como la de cualquiera. Pero es una racionalidad que parte del interior de nuestro mundo, no del de los mundos ajenos. Una racionalidad derivada de nuestra propia experiencia histórica, no de la experiencia de los otros.

Y nuestra historia es la de un pueblo guerrero que ha interiorizado esa circunstancia y la ha aplicado a todas las facetas de su vida. Un pueblo que ha vivido militarizado durante siglos y que, aunque a algunos les pueda sorprender porque rompe algunos estereotipos interesados, es muy ¡¡dis-ci-pli-na-do!! Dice Harold Raley:

“Persiste la visión equivocada de España como país destruido por las guerras y la violencia social. Naturalmente, España ha experimentado tales desgracias en ciertos momentos de su historia, pero probablemente menos que la mayoría de las grandes naciones.”[3]

Los españoles son muy disciplinados porque su ética, en buena medida, es una trasposición de las virtudes y de los defectos castrenses. Obedece sin rechistar… mientras confíe en quien lo está mandando, mientras esté convencido de que sus dirigentes toman las decisiones buscando servir a los intereses generales. El problema surge cuando empieza a intuir que eso no es así, que el político de turno actúa, no ya al servicio de sus propios intereses (algo que puede disculpar, siempre que respete ciertas formas) sino al de intereses ajenos, al servicio de nuestros competidores o de nuestros adversarios.

Sitúense por un momento en la posición de un soldado que está combatiendo en la primera línea del frente y que empieza a sospechar que el oficial que le está mandando trabaja en realidad para el enemigo. Habrá un momento en el que se revuelva contra él y a partir de entonces ya no habrá piedad alguna. Un traidor es algo mucho peor que un enemigo. A un enemigo se le puede respetar, se le puede admirar en secreto si nos reconocemos en él, si comprendemos que está haciendo por los suyos lo mismo que nosotros hacemos por los nuestros. Con un enemigo leal cabe la negociación y es posible incluso la paz, cuando se den las circunstancias precisas para ello. Pero con un traidor no hay nada que hablar, nada que respetar. La traición es algo que nunca se va a olvidar. Los cristianos aún maldicen a Judas, dos mil años después, que evoca más desprecio que Herodes o que Caifás, que eran los que de manera deliberada y consciente llevaron a Cristo a la cruz. Esa es la percepción de la diferencia entre un traidor y un enemigo.

Pues bien, en la ética de un pueblo guerrero, lo peor que puede haber es la traición. Un traidor es alguien que, por la razón fuera, se pone al servicio del adversario. Y para las clases dirigentes e intelectuales españolas esa tentación siempre está presente por el complejo de inferioridad del que hablamos más arriba.

Resulta que las clases populares españolas, que han representado históricamente la función del soldado del que hablamos antes, hace siglos que empezaron a sospechar que los jefes que los mandan, deslumbrados por “las luces” que vienen del continente, están dispuestos a hacer méritos con nuestros vecinos del norte, incluso aunque así perjudiquen a los intereses de España.

Esa es la línea roja que puede llegar a convertir a una persona “progre”, “moderna” o “culta” en un verdadero “traidor” a su pueblo. Esa es, en el fondo, la locura de Don Quijote. Tantos libros de caballería había leído que se terminó volviendo loco y ya no era capaz de distinguir la ficción de la realidad, no tenía manera de diferenciar a un gigante de un molino.

Pero Cervantes no podía concebir que un personaje de esas características pudiera llegar a ponerse al servicio de los enemigos de su país, porque la España de su tiempo era la primera potencia planetaria y era el foco de buena parte de las innovaciones y de los cambios que estaban teniendo lugar en el mundo. Los “quijotes” que trabajan para el adversario vinieron después, a partir del siglo XVIII, y tienen a Godoy como paradigma.

La secuencia más clara y más ilustrativa de lo que vengo diciendo la podemos documentar leyendo toda la historia previa a mayo de 1808, las conspiraciones contra Godoy, el motín de Aranjuez, los sucesos del 2 de mayo y todo lo que vino después, así como las secuelas que dejó el conflicto y el desprecio que terminaron mereciendo, entre la mayor parte de la población, los “afrancesados”, muchos de los cuales, antes de 1808, habían formado parte de la intelectualidad progresista, que pretendía traer a España los avances científicos y sociales que estaban produciéndose en otros países más avanzados que el nuestro, y que no supieron darse cuenta en qué momento su admiración por la ciencia y la cultura se estaba convirtiendo en servilismo al servicio de los nuevos opresores.

Los sucesos de 1808 constituyen la secuencia más completa del proceso de toma de conciencia y de rebelión contra las directrices emanadas del poder político, pero ese no es el único momento de nuestra historia en el que ocurre algo semejante. Ya hay antecedentes en la Edad Media, cuando Alfonso X el Sabio, obsesionado con la posibilidad de ser nombrado emperador de Alemania, empieza a gastar todas sus energías y su dinero (que era el dinero de Castilla) al servicio de ese objetivo y se encuentra con el levantamiento armado de su hijo y heredero –Sancho IV el Bravo- y del 90% del ejército castellano, que cierra filas alrededor del monarca que no se ha rendido ante los cantos de sirena que vienen de Alemania[4]. Después veremos algo parecido, pero con mucha menos amplitud, cuando Carlos I marche a Alemania para ser coronado emperador y en Castilla tenga lugar la “Guerra de las Comunidades”. A principios del siglo XVIII, en la “Guerra de sucesión Española”, las fuerzas del archiduque Carlos de Austria fueron acorralando a las de Felipe V hasta que las primeras (que tenían el apoyo de catalanes, valencianos y aragoneses) llegaron a la Meseta. La visualización de la presencia de ejércitos extranjeros en las estepas mesetarias fue el revulsivo que desencadenó la aparición de los “cuerpos francos”, un verdadero ejército popular precursor de las “guerrillas” que se verán en la guerra contra Napoleón y que conducirían a la victoria al candidato borbónico. Un siglo después sería también la visualización de la presencia de tropas francesas en la Meseta la que desencadenó el Motín de Aranjuez y todo lo que vino después.

¿Pero que tiene todo esto que ver con nuestra vida? ¿En que se parecen todas estas historias de guerras y de sublevaciones con nuestra pacífica vida actual? Pues mucho más de lo que a primera vista pueda parecer.

De entrada porque tengo la percepción -y veo que compartida con muchas decenas de miles de personas- de que estamos viviendo, una vez más, una nueva situación límite a niveles colectivos. Una situación límite que también se siente como tal en otros muchos países, además del nuestro. Tengo la sensación de que el “gran proyecto europeo”, que ha servido a nuestros acomplejados dirigentes como banderín de enganche para conseguir esa respetabilidad internacional que llevan siglos buscando, se está convirtiendo en un agujero negro desde el que lo más reaccionario que hay en nuestro continente está actuando para producir una involución que acabe con el estado social europeo. Tengo la sensación de que nuevas legiones de “godoys”, los conversos de la nueva religión neoliberal están sufriendo un “afrancesamiento” de nuevo tipo y preparando un golpe de estado como el que intentaban cuando se produjo el Motín de Aranjuez y todo lo que vino después. En realidad ese primer motín ya se ha producido (lo conocemos como 15-M) y nos dirigimos hacia el segundo (hacia un nuevo 2 de mayo).

Las circunstancias, ciertamente, son diferentes. Nunca hay dos secuencias históricas idénticas, pero no debemos descartar a la ligera los paralelismos históricos por aquello de que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”.

Llevamos casi dos años escuchando la cantinela de que “hay que dar una señal a los mercados” ¿Quieren una prueba de cargo más explícita que esa de la traición de nuestros dirigentes? Tenemos a los dos grandes partidos de nuestro parlamento compitiendo para ver cuál de los dos es más servil con las instituciones que representan al gran capital internacional, unas instituciones que han decidido -a juzgar por su comportamiento- liquidar el capitalismo y matar a la gallina de los huevos de oro. ¿A quién pretenden seguir mandando una vez que hayan roto los consensos sociales en los este sistema se basaba?

¿Se acuerdan del atentado del 11 de marzo de 2004 y de las elecciones que tuvieron lugar 3 días después? ¿Recuerdan como bastaron 3 días para que unas torpes y vacilantes explicaciones de lo que la policía había averiguado generaron la sensación de que algo se nos estaba ocultando y, como consecuencia, se produjera un inesperado vuelco electoral? Bastaron 3 días para que dos millones de personas decidieran cambiar el sentido de su voto y consumar un castigo electoral que cambió la historia de este país. Bastaron 3 días para que el sexto sentido, el instinto de un pueblo que mira a los ojos a sus dirigentes cuando hablan, se percatara de que algo estaban escondiendo y decidieran apartar del poder a los “trasmisores de consignas”.

De eso no hace 200 años sino tan solo siete. No estamos hablando de la Guerra de la Independencia, sino de nuestro tiempo y también de nuestro país. Y durante el pasado mes de junio, ayer prácticamente, se le dio un histórico castigo al partido que acababa de aplicar la tijera contra los pensionistas, funcionarios y trabajadores en general.

Pero parece que nuestros políticos no han tenido bastante. Los flamantes gobiernos autonómicos han vuelto a coger la tijera con la intención de continuar por esa senda para seguir “dando señales a los mercados”…

Dicen que no hay peor ciego que quien no quiere ver y peor sordo que quien no quiere oír. Pues bien, continúen por ese camino, a ver hasta dónde llegan…


[1] Citado por RALEY, Harold: El espíritu de España (Madrid. Alianza Editorial. 2003).
[2] JULIÁN MARÍAS. 2002. España Inteligible. Madrid. Alianza Editorial.
[3] RALEY, Harold: Ibíd.
[4] Por cierto, es en ese episodio histórico en el que la ciudad de Sevilla obtiene su escudo actual y el NO8DO (no-madeja-do) que en él figura como lema, ya que Sevilla estaba entre el 10% de los que se mantuvieron fieles a su causa.